Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de marzo de 2014

JACINTO ANTÓN. HÉROES, AVENTUREROS Y COBARDES

Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo un texto que no pertenece propiamente al territorio de la literatura, sino al del periodismo, aunque ya sabéis, quienes nos seguís desde hace años, que no soy yo demasiado estricto en la espinosa cuestión de las fronteras entre géneros, que tan a menudo, sobre todo en los últimos años, aparecen difusas y con perfiles más bien lábiles y tornadizos. No obstante, y pese a todo el relativismo clasificador que queramos ponerle, este Héroes, aventureros y cobardes que esta tarde os presento es, inequívocamente, un libro recopilatorio de artículos de prensa, alejado, en principio, de las convenciones en las que se desenvuelven la novela, los cuentos, el ensayo, la poesía o el teatro, por mencionar algunos de los géneros literarios más o menos “canónicos”. Y hablo de prensa y me asalta la pregunta -retórica, obviamente, pues no me vais a responder desde donde quiera que escuchéis o leáis este comentario (en el improbable caso de que haya alguien al otro lado de mis palabras)-, tan de actualidad, por otra parte: ¿Leéis periódicos habitualmente? No me refiero a la consulta fugaz, apresurada y urgente, casi compulsiva en ocasiones, de las ediciones digitales de los principales diarios que, al decir de las más recientes estadísticas, se multiplican en nuestro mundo permanentemente conectado. Me refiero a la compra y lectura cotidiana de al menos un periódico, su consulta demorada ante el desayuno o tras él, a mitad de la mañana en un descanso laboral, en la sobremesa como preliminar obligado a la siesta preceptiva, o antes de cenar como reposo relajado tras una ardua jornada de trabajo. Esa práctica, en la que me he reconocido durante años y que sigo ejercitando aunque con matices que merecen ser considerados a los efectos de situaros mejor ante mi reseña de hoy, está desapareciendo de nuestras costumbres, tal y como indican los mismos datos a los que antes me referí, y tal y como dan fe los múltiples cierres de rotativos -el último, hace unos meses, en nuestra ciudad, en la que sólo resta una cabecera de las varias que llegaron a publicarse en el pasado- que desaparecen por doquier dejando a centenares de trabajadores en la calle y a miles de lectores huérfanos de uno de sus favoritos alimentos espirituales (aunque quizá la expresión suene excesiva o demasiado enfática).
 
Pues bien, yo, que estoy suscrito a la edición digital de un periódico, compro, pese a ello, diariamente, El País. Y lo compro, ya no para estar al tanto de la última hora de la actualidad, de la que -como resulta evidente- internet me mantiene informado con puntualidad; ya no para conocer los más recónditos entresijos de la actividad política, casi siempre resueltos en la prensa como una sucesión de inanes intereses partidistas, muy previsibles e irremisiblemente teñidos de juicios apriorísticos en función del “bando” del que escriba o hable; ya no para conocer los resultados deportivos, ajados a los pocos minutos de su culminación, ni los acontecimientos de la política internacional, omnipresentes al segundo en tantas pantallas como nos asaltan a diario, ni los efímeros destellos que protagonizan unas primeras páginas condenadas al olvido en pocas horas. No, yo compro y leo a diario El País, fundamentalmente, por ver si en la edición de cada mañana aparece un artículo de Jacinto Antón, el autor de este Héroes, aventureros y cobardes que, publicado por RBA, quiero presentaros esta tarde.
 
Es evidente que exagero un poco, aunque no tanto, en realidad. Hoy día, sólo las páginas de cultura resultan intemporales y, por ello, imperecederas, y por ello dignas de lectura; y de entre ellas, las crónicas, los reportajes, las entrevistas, las reseñas, los artículos de Jacinto Antón, destacan por la pasión que rezuman, por su poderosa capacidad de contagiar entusiasmo, por su desbordante y humilde erudición -algo insólito en un mundo de soberbia y fatuidad como tantas veces resulta el universo de la cultura-, por su agudísimo y muy a menudo desternillante sentido del humor.
 
Nuestro autor ya nos había dado otra excepcional muestra de su formidable talento en Pilotos, caimanes y otras crónicas, un volumen, también misceláneo, también genial y altamente recomendable, muy similar a este Héroes, aventureros y cobardes que hoy os comento. En ambos casos estamos ante recopilaciones de artículos periodísticos, y en ambos casos es RBA la editorial que los da a la luz.
 
Jacinto Antón es un periodista cultural, concepto algo difuso pero que nuestro invitado de esta semana representa con propiedad, no en vano fue galardonado con el primer Premio Nacional de esa categoría, concedido por el Ministerio de Cultura, en 2009. Redactor, como digo, de El País desde hace veintisiete años, sus intereses, muy diversos pero, como podréis comprobar en cuanto os comente brevemente el libro que ahora os presento, siempre fascinantes (o quizá no sea así, y algunos de sus focos de preocupación cultural no tengan especial relevancia “objetiva” y sólo aparezcan como deslumbrantes gracias al apasionamiento con el que nos da cuenta de ellos el autor), se desenvuelven en el terreno de la historia, la literatura, las aventuras de todo tipo, el universo animal, y otros tantos asuntos escogidos entre los muchos hacia los que se encamina la natural curiosidad de cualquier ser humano, aunque presentados siempre con un matiz de excentricidad en cuanto el que los analiza es nuestro singular periodista.
 
Valgan como ejemplo de la heterogeneidad de sus pasiones las reveladores palabras con las que introduce su entretenidísimo blog, El correo del Zar, informando de su contenido: Las noticias e historias que cabrían en el portapliegos (sabretache) de Miguel Strogoff -y no olvidemos que además de ser visceral y romántico el correo del zar de la novela de Julio Verne pasa mucho rato ciego-. Aventuras de toda clase y especie, hechos extraños, sucesos extraordinarios, exploraciones, gestas universales e íntimas, grandes y pequeños personajes -valientes y cobardes (más de estos), fieles y traidores-. Arqueología, historia natural, historia militar, obras de teatro, películas, esgrima, rugby, arquería y todo aquello que pueda conmovernos tratado con pasión y algún punto de humor e ironía. Y en este sentido, en el mismo blog, las categorías en las que se ordenan las entradas son también muy reveladoras: Aventuras, Ciencias naturales, Esgrima, Exploraciones, Historia, Historia militar, Hámster (en el libro del que os hablo se recoge un desopilante artículo sobre el paso a mejor vida de Robespierre, el muy apreciado hámster familiar de la casa de los Antón), Héroes, Literatura y Teatro.
 
Prácticamente estas mismas “tipologías” definen las distintas secciones del libro que protagoniza esta reseña. Historia antigua, Aventureros, Guerras y soldados, El reino animal y Grandes creadores: encuentros con científicos y escritores son los ejes en torno a los que se articula la obra.
 
En el primero de ellos se recogen artículos sobre el Antiguo Egipto, una de las obsesiones recurrentes de Jacinto Antón (y empleo el término obsesión en el más noble y envidiable de sus sentidos), centrados en la infinidad de peripecias que sobre todo en los últimos ciento cincuenta años han experimentado los muchos arqueólogos, egiptólogos, investigadores y expertos varios que han dedicado sus existencias a la búsqueda de momias, la penetración en las cámaras secretas de las pirámides y otros monumentos funerarios, la apertura de sarcófagos, el rastreo de huellas del paso por el mundo de los faraones, la recolección de piezas del ajuar de los reyes y sus familias o la reconstrucción de la vida cotidiana de hasta hace 3.500 años en los pueblos del Nilo. En la misma sección se incluyen también reportajes sobre El mundo antiguo, con magníficos reportajes centrados en Alejandro Magno, por cuya afición por la bebida, su ambigua vida sexual o su muerte a causa, presuntamente, de la malaria, entre otras cuestiones, se interesa el autor; sobre Herodes, del que conocemos los detalles reales de su auténtica figura histórica que lo alejan de los clichés más estereotipados sobre él; o sobre las muy avanzadas y profesionalizadas prácticas bélicas de los romanos.
 
En la segunda sección del libro comparecen aventureros, exploradores, grandes escritores de viajes, descubridores polares e intrépidos de hoy. Y gracias a la deslumbrante erudición -ya reseñada aquí- de Jacinto Antón el lector entra en contacto con decenas de nombres legendarios que pertenecen ya a la mitología del valor, del ansia del ser humano por la conquista y el descubrimiento: Wilfred Thesiger, que atravesó a lomo de camello las grandes arenas del remoto sur de Arabia; P.C. Wren, cazador, marinero, alistado en la Legión extranjera y, por encima de todo, autor de Beau Geste, que con tanto fervor disfrutamos en su versión cinematográfica los niños de mi generación -la misma, por cierto, año abajo, año arriba- que la de Antón; Henry Marie Just de Lespinasse de Bournazel, cabalgando solo, con la cara ensangrentada, frente a los bereberes, que huyeron aterrados del consecuentemente denominado Hombre Rojo; Othniel Charles Marsh y Edward Drinker Cope paleontólogos geniales y enfebrecidos competidores en la búsqueda de diplodocus; Kenneth Anderson, altruista cazador de tigres movido por su voluntad de evitar el sufrimiento que esa especie asesina infligía a los pueblos de la India meridional; John Pendlebury, el arqueólogo que se enfrentó a los paracaidistas alemanes; Andrew Comyn Irvine y Edward Hillary y el sherpa Tenzin y tantos otros héroes del Himalaya; Chennault, sir John Alcock, Johannes Steinhoff o la glamurosa Beryl Markham, aviadores de leyenda; Peary, Cook, Scott, Amundsen, Shackleton, los muy conocidos exploradores polares, junto al capitán Oates o al noruego Nansen, más ignorados por el gran público pero igualmente ejemplares en su indomeñable espíritu aventurero; Patrick Leigh Fermor, escritor y viajero impenitente, que muy joven recorrió Europa a pie y que, ya en su edad adulta, protagonizó el sonado rapto de un general nazi durante la ocupación de Creta; o Jan Morris, recientemente fallecida, escritora de viajes y experta viajera ella misma, protagonista del, quizá, más intenso viaje posible, el que nos lleva al otro lado de nuestra identidad. Durante treinta y cinco años Morris fue un hombre, James Humphrey Morris, y como tal padre de cinco hijos habidos con Elizabeth Tuckniss, con la que siguió viviendo después de cambiarse de sexo atendiendo a una pulsión desgarradora sentida desde su infancia y aceptar su condición femenina, ahora ya definitivamente y para la historia Jan Morris. Todos estos personajes de fábula, pese a su existencia real, y muchos otros que no puedo mencionar por obvias razones de tiempo, pueblan estos capítulos geniales.
 
Y ya en un repaso apresurado, en Guerras y soldados, la tercera sección del libro, nos encontramos con héroes victorianos, húsares de Budapest, valerosos combatientes en la guerra de los bóers, dragones y lanceros británicos, maestros de esgrima, destacados cobardes de la contienda zulú, románticos e intrépidos oficiales ingleses coqueteando con la muerte en los desiertos de los tártaros, salvajes pieles rojas, sioux y cheyennes, iroqueses y mohicanos, comanches y pies negros, soldados de la caballería confederada y generales de la Unión, agentes de la Gestapo y conspiradores contra Hitler, encantadoras espías y enigmáticos agentes dobles, corajudas descendientes de héroes de guerra y lúcidos vástagos de criminales del Tercer Reich, periodistas e historiadores, combatientes y traidores, golpistas y miembros de la resistencia, perseguidores de nazis y jóvenes judíos que, contra la pulsión de deshumanización y muerte omnipresente en los campos de concentración, se enamoran en Auschwitz.
 
El reino animal, cuarta sección de la obra, recoge publicaciones de Jacinto Antón -gran amante de los animales- protagonizadas por pterodáctilos y monos, leones, sapos, serpientes y lobos, ballenas, tortugas y calamares, gorilas, pingüinos y elefantes, y -cómo no- el hámster al que antes hice referencia, e innumerables pájaros, pues el autor se define también como amante del birdwatching, el término inglés con el que se conoce a la observación o avistamiento de aves.
 
Por último, en Grandes creadores: encuentros con científicos y escritores, podemos deleitarnos con iluminadoras entrevistas a científicos y entregadas evocaciones de escritores, como, entre los primeros, Rinchen Barsbold, la gran autoridad mundial en dinosaurios; Johan Reinhard, el experto arqueólogo de las cumbres andinas; Frans de Waal, especialista en grandes monos y entusiasta divulgador de las muy apreciables costumbres sexuales de los bonobos; Robert Blumenschine, sagaz estudioso de las carroñas de los felinos africanos y, con la información que ellas proporcionan, eficaz investigador de las dietas y estrategias de subsistencia de los homínidos en la primera edad de piedra; también Sylvia Earle, bióloga marina nacida en 1935 y con seis mil horas de inmersión acreditadas. Y entre los escritores, Antón nos transmite su fervor por Conrad, Lord Dunsany o Lawrence Durrell, entre otros.
 
Y debo deciros, para terminar esta reseña ya demasiado extensa, que la mayor parte de estos personajes (unos mil quinientos que, en cómputo apresurado, aparecen en el índice onomástico final), y las peripecias históricas o literarias que protagonizaron no habían sido objeto de un especial interés por mi parte antes de leer los artículos que ahora se recogen en Héroes, aventureros y cobardes -es más, en un número considerable de casos me eran absolutamente desconocidos-, pero el arrebatador estilo -a la vez desenfadado y riguroso- en la escritura, la erudición nada ostensible -aunque en cada reportaje el lector puede acceder, por lo general, a tres o cuatro interesantes referencias bibliográficas-, las muchas pinceladas de un humor irreverente pero siempre amable, la poesía, la melancólica emoción, la admiración con la que se recrean las aventuras vitales de un puñado de hombres y mujeres excepcionales que entregan su vida a la búsqueda de una quimera, y, sobre todo, la convicción, el entusiasmo, la ya mencionada y muy llamativa pasión que Jacinto Antón pone en lo que cuenta, convierten sus textos en imprescindibles y hacen que uno desee poder disponer de mil vidas para leer todo lo que él ha leído, para conocer todos los lugares que él ha visitado, para lograr una familiaridad, como la que él demuestra, con tantos seres humanos que, a lo largo de los siglos, han demostrado su valor y su empuje, su energía, su intrepidez y su coraje, su voluntad, su espíritu y su irrenunciable capacidad de lucha, para hacer avanzar a la especie humana y situarla más cerca de sus sueños.
 
No os perdáis este imprescindible Héroes, aventureros y cobardes, de Jacinto Antón que publica RBA, os aseguro horas de intenso placer. Como complemento musical a la atmósfera de aventura del libro, una canción que habla de viajes, ballenas, hielos y arriesgados marineros, Greenland whale fisheries, interpretada por The Pogues.
 
 
¡Arenas movedizas!
 
Si hay un lugar ideal para pensar en quién te echará de menos son las arenas movedizas. Eso, claro, si estás de humor para reflexionar y no te abandonas a un miedo cerval mientras el suelo, habitualmente un elemento estable en el que depositas confianza, te va tragando con voracidad espantosa. Ahí estaba yo, como el personaje de aventura que no soy, como Tarzán, Allan Quatermain, Tremal-Naik o El hombre enmascarado, hundiéndome inexorablemente, bajo un cielo inmisericorde en un paisaje que se mostraba indiferente a mi agonía. Lo más cerca de morir, oigan, que he estado de momento en mi vida, que no ha carecido de riesgos, reales e imaginarios. Dos pensamientos absurdos cruzaban por mi cabeza entre destellos fulgurantes de pánico: ¿cómo demonios he venido a parar aquí? y ¿se me estropeará el móvil?
 
Nunca sabes qué terrores te puede deparar un día cualquiera, incluso si estás un fin de semana primaveral en un lugar en principio tan poco peligroso como Formentera. Había salido tan ricamente del hostal Rafelet en Es Caló de buena mañana para, en un itinerario muy mío, recorrer la zona de la antigua base militar de hidroaviones en el Estany Pudent -que con buen criterio turístico algunos proponen cambiar de nombre a Estany des Flamencs- y dedicarme a buscar testimonios de los aeroplanos y aviadores. Al tiempo, practicaría el birdwatching con las aves del lago. No podía ser más feliz. La isla se me ofrecía entera en un estado puro y salvaje. Nada que ver con la masificación veraniega. De hecho, se me hacía raro no ver ningún italiano.
 
Llegué al Estany embriagado de aire y de sol. La luz lo llenaba todo, hasta el último rincón de mi alma, excepto cuando una ocasional gaviota se cernía sobre mi cabeza creando un instante fugaz de sombra pasajera. Reencarnado en un Huckleberry Finn con afanes aeronáuticos y pajariles deambulé alrededor del decrépito edificio abandonado de uno de los viejos molinos de agua. Las norias de esas construcciones llevaban el agua del lago hacia los estanques cristalizadores de las salinas a través de acequias y compuertas. Entonces, desde la pared junto al esqueleto de la rueda de palas oteé lo que me pareció un raro chorlitejo. Lleno de entusiasmo salté hacia el borde del lago… para caer en el horror.
 
Lo que parecía tierra firme se convirtió de repente en una masa viscosa digna de los Sundarnbans o los Everglades y me vi de golpe enterrado en ella hasta el pecho. La primera reacción fue de incredulidad. La siguiente ya de gran susto. Era una sensación espantosa, en la que se juntaban el asco y un terror animal, básico. Me sentía como si me tuviera abrazado una gran anaconda, y eso que nunca me ha abrazado una anaconda. El barro, cieno, lodo o qué sé yo en lo que me encontraba me tenía completamente atrapado; igual que la Wehrmacht en Rusia. Lo peor fue cuando noté que no hacía pie y que me seguía hundiendo, lentamente. Es en esos momentos cuando deploras tener mucha imaginación. Me vinieron a la mente todas las escenas de arenas movedizas proporcionadas durante años por la literatura y el cine, incluidas las de Las minas del rey Salomón y Tambores lejanos, sin olvidar la canónica de Peter O’Toole tratando -infructuosamente- de rescatar a su sirviente Daud en Lawrence de Arabia. Hubo un tiempo en que la aparición de arenas movedizas resultaba un elemento fundamental en las películas de aventuras. Ahora, aunque salen en la última de Indiana Jones y en The artist, están en franca recesión. Por lo visto, la gente no cree en ellas, ni las teme. Un artículo de Nature sostenía incluso que es físicamente imposible morir en arenas movedizas, aunque no sepas física. Hay que ver. Que hablen conmigo. Seguramente también era escéptico Rodolfo Fierro, el lugarteniente de Pancho Villa apodado El Carnicero por su sutileza y que murió en 1915 en un pantano de Chihuahua en el que quedaron atrapados él y su caballo mientras sus hombres se apelotonaban para observar la escena sin ayudarle -tanto lo odiaban- pese a que él les prometía hacerlos ricos. Parece que el peso de las monedas de oro le hizo hundirse más deprisa. Lo sacaron cinco días después unos chinos, se ve que costó porque se atascaban las espuelas.
 
Yo no llevaba espuelas, y oro ni te digo, pero me hundía y me hundía, a pesar de Nature y la madre que la parió. Grité pero nadie me oyó. ¡Por una vez que necesitaba a los italianos! Es curioso porque tanto haberme ido preparando toda la vida para las peores eventualidades y no me sirvió de nada. Y eso que conozco tanto los pasos teóricos que seguir para escapar de arenas movedizas como de los cocodrilos (la combinación de ambos suele ser letal). Se lo debo al Manual de supervivencia en situaciones extremas de Piven y Borgenicht, que publicó Salamandra y que da más juego que Sándor Márai si, por ejemplo, has de huir de un puma. Pues bien, según el manual, has de llevar siempre un bastón, ponerlo plano y colocar la espalda sobre él. Desgraciadamente no dice nada sobre qué hacer si careces de palo. O de la armónica del indio mudo de The wind across the Everglades, ya que estamos. Tampoco veía por ningún lado la providencial rama con que se salvan los exploradores.
 
Me dio en imaginar dónde pensaría la gente que me había metido. A lo mejor un día me encontrarían saponificado como a una de esas momias de los pantanos y haría las delicias de los arqueólogos. Qué bien, podría escribir de mí mismo… Desvariaba. Una extraña molicie. Consciente del peligro de dejarme ir extraje con gran esfuerzo un brazo y estirándome con denuedo titánico conseguí aferrarme con la punta de los dedos a un saliente del murete del que había saltado. Palmo a palmo, me arrastré en aquella masa infecta, cálida y pestilente empeñada en retenerme como el abrazo de una maligna madre. Hasta que logré extraerme y me desplomé como algo repulsivo vomitado por el pantano.
 
He salido de las arenas movedizas. Me siento orgulloso aunque también algo preocupado. Los sueños se me espesan cada noche alrededor dejándome a la orilla de la mañana sudoroso y con los músculos agarrotados. He sobrevivido al pantano, sí, ¡pero a qué precio! Conozco la voluntad de la tierra, y su paciencia es infinita.
 

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