Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 3 de septiembre de 2014

FERNANDO ARAMBURU. VIAJE CON CLARA POR ALEMANIA. ÁVIDAS PRETENSIONES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un curso más a Todos los libros un libro, que inicia su quinta temporada en Radio Universidad, tras otras tantas en Onda Cero Salamanca, con la pretensión de seguir ofreciéndoos una recomendación semanal de lectura que pueda resultaros interesante. Hoy, en estos días de un verano que da sus últimos coletazos pero aún influidos por el espíritu alegre y vitalista que el sol y el calor inducen en nuestros organismos y por tanto en nuestros espíritus (si es que cabe la distinción entre ambos), quiero proponeros un par de libros inspirados por ese ánimo optimista y algo eufórico, dos novelas hilarantes y divertidas, desternillantes y repletas de ironía. Y todo ello sin rebajar un ápice las exigencias de calidad a las que siempre someto mis reseñas en esta sección. Se trata, debo aclararlo, pues quizá la mención al humor pueda hacer suponer lo contrario, de literatura, de excelente literatura, de unos libros que admiten distintas posibilidades de lectura, con innumerables planos de interés, con las mismas pretensiones que cualquier otra obra literaria ‘seria’.
 
Aprovecho esta introducción para adelantar también que en estas cuatro primeras emisiones del curso, en un septiembre en el que Radio Universidad aún no emite con regularidad, voy a aprovechar para ofreceros recomendaciones que se alejan levemente de las pautas habituales en Todos los libros un libro, con propuestas especialmente adecuadas para su lectura en este mes que, por la resaca del verano y por el hecho de que las clases aún no han dado comienzo, puede resultar especialmente propicio para disfrutar de los libros, del encantamiento que nos producen las historias contadas. Y así, en estas cuatro emisiones os encontraréis aquí con libros, pues, que en algunas ocasiones -como la de hoy- quizá puedan aparecer en una primera aproximación -y sólo en la superficie- como más “ligeros”, más “accesibles”, sin excesivas “complejidades”. En cualquier caso libros, como ocurre con los que esta tarde os traigo, de autores que ya han sido “analizados” con mayor profundidad con ocasión de una anterior aparición en nuestro espacio (y en relación a los cuales sólo la circunstancia “estacional” -este septiembre de un cierto impasse, un mes que es y no es- permite una mayor laxitud en la aplicación de ese principio autoimpuesto que me impide presentar en mis reseñas obras de escritores ya comentados aquí con previamente).

Pero vayamos ya con las referencias de hoy, que con tanto preámbulo se están haciendo esperar. Se trata de dos relativamente recientes publicaciones de Fernando Aramburu el siempre genial y cada vez más reconocido escritor vasco residente desde hace décadas en Alemania. Y precisamente sobre el país germano gira Viaje con Clara por Alemania, la primera de mis propuestas de hoy, una desopilante novela publicada por Tusquets en 2010. Hace unos meses, Aramburu, cuyo Los peces de la amargura, su extraordinario volumen de relatos, quizá recordéis, pues di noticia de él en Todos los libros un libro hace algunos años, aparte de la enorme repercusión que tuvo el libro en los medios de comunicación de todo el país, presentó en Seix Barral Ávidas pretensiones, otra novela muy divertida, desenfadada, repleta de humor, con la que nuestro invitado de esta tarde ganó el prestigioso Premio Biblioteca Breve.
 
El protagonista de Viaje con Clara por Alemania, en el que podemos ver un trasunto del propio autor, con todas las precauciones que derivan de encontrarnos ante una obra literaria, se deja convencer por su mujer, la Clara del título, para hacer un recorrido de un año por las principales ciudades del norte de Alemania. Clara, alemana, es profesora en un instituto de enseñanza secundaria en su país y está bastante harta de su profesión, de la oscuridad de las aulas, de la grisura de la tarea docente, de sus poco motivados alumnos. Su perpetua aspiración a llevar una vida dedicada a la literatura -de hecho ya ha escrito algún libro que nadie conoce- encuentra un nuevo impulso cuando una editorial le propone la realización de una guía de Alemania. Su marido, que no recibe nombre alguno en la obra, más allá del apelativo, Ratón, con el que le designa su mujer, es un español que lleva pocos años en el país germánico, sin aparente oficio ni beneficio, por lo que recibe de muy buen grado la perspectiva del viaje, al margen de que deteste los museos, las casas natales de los próceres y todas esos habituales peajes de los periplos culturales. Ambos se ponen, pues, en camino con enfoques muy distintos, si bien complementarios. Clara responde al estereotipo germánico, obstinada, algo rígida y cuadriculada, todo organización. Su voluntad de hacer carrera literaria le hace construir a priori los escenarios, las experiencias, los pensamientos que constituirán su guía. Él, escéptico ante la mayor parte de los planteamientos de su mujer, la quiere sin embargo, y por su amor la sigue en sus disparatadas peripecias, la cuida en sus numerosos achaques, le hace indistintamente de chófer, fontanero, cocinero o, más a menudo, de correveidile, pues debe ser él quien visite los distintos lugares que Clara mencionará en la guía, ya que ella misma, enredada en asuntos familiares, en jaquecas sin cuento, en compromisos sociales, muchas veces no conocerá los lugares de los que dará cuenta, con generosas licencias literarias, en su libro. La disparidad de criterios entre ellos produce frecuentes enfados maritales, que son sobrellevados por el sufrido Ratón con escéptica ironía y desenfadado humor. Y son ese tono casi siempre festivo y cómico y el enfoque disparatado de las situaciones y de la existencia en general los que impregnan el libro que nosotros leemos, que es el que, después de todo, acabará escribiendo el español, a escondidas de su mujer y para dar noticia de lo que realmente ocurre en el viaje, una historia mucho más interesante y atractiva, más llena de vida que la que Clara se obstina en pergeñar, con patética impericia y enormes dificultades, para su aburridísima y previsible guía. Frente a la seriedad de Clara, que alardea de su profesionalidad como escritora, Ratón se muestra espontáneo e inocente y aunque con cariño y ternura hacia su mujer descree de esa visión algo impostada de la actividad literaria, de la literatura con mayúsculas que ella parece profesar, si bien se cuida mucho de manifestar ante ella sus discrepancias. Hasta la fecha, relata, no le he contado que yo también escribo, aunque no soy escritor en el sentido en que ella concibe la tarea de escribir. Ni gozo ni sufro cuando en mis ratos libres converso conmigo por escrito, a veces, como en este instante, mientras se cuecen las legumbres sobre el fuego de la cocina. Redacto a mi aire recuerdos de nuestro viaje; pero cuando quiero me detengo y cuando quiero prosigo, sin que jamás me atosiguen la angustia o las responsabilidades, libre de críticos y lectores, de plazos y reglas, como no sea las que respeto sin darme cuenta o por capricho. Que me perdone la literatura si me río de ella.
 
Al final, serán los escritos de Ratón los que verán la luz, tras una serie de peripecias en las que acabará interviniendo el hermano del protagonista, editor, que apelará a los débitos que impone esa relación fraternal para que sus comentarios, escritos sin pretensión alguna, puedan llegar a ser publicados.
 
En Ávidas pretensiones, novela a la que un prestigioso jurado integrado por José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer, Eduardo Mendoza, Elena Ramírez y Carme Riera otorgó, como os decía, el Premio Biblioteca Breve de este 2014, nos encontramos con las mismas coordenadas de humor e ironía, de desenfado y causticidad que en el ya reseñado viaje de Clara y Ratón por la muy cuadriculada Alemania. Fernando Aramburu se proclama reiteradamente -yo he leído más de una declaración suya en ese sentido- incompatible con la solemnidad. Y ese tono escéptico, que cuestiona lúcidamente la seriedad pomposa de (casi) todos los valores, aflora también en esta su última novela, en la que un narrador genial, en el que no es difícil ver la sombra del propio autor, relata los hechos narrados con una distancia socarrona que todo lo cuestiona, que experimenta y juega con el lenguaje y con la realidad que describe, que se ríe, con sorna e ironía infatigables -también con cariño- de la mediocre fatuidad de sus protagonistas. Aunque, siendo justo, sus personajes son merecedores de tan despiadado tratamiento. La novela describe unas imaginarias -pero absolutamente verosímiles- jornadas poéticas en las que una treintena de vates, representando todas las tendencias, todas las “capillitas”, también todos los orígenes geográficos de nuestra muy carpetovetónica España, se reúnen en un fin de semana para intercambiar impresiones, debatir sobre la escritura y sus conflictos, leerse mutuamente sus versos, y otorgar -como corolario y cierre del simposio- un premio literario de dudoso prestigio. No obstante, las pretensiones literarias de los muy singulares personajes que acuden a las Terceras Jornadas Poéticas del Convento de las Espinosas en Morilla del Pinar no constituyen el principal afán que guía sus actos. Nuestros poetas, agrupados, como he dicho, en sus respectivas sectas -los “realitas”, los “metafas”, entre otras-, se mueven en cambio por muy mezquinas pretensiones, por lo que la reunión se convierte en una ocasión para el desmesurado consumo de alcohol, las placenteras efusiones provocadas por la droga, la lujuria desbordante, y la despiadada lucha por figurar en el mundillo poético, por construirse un carrera profesional -en lo que Trapiello llamaba El club de las almendritas saladas- en la que los méritos literarios se ven postergados frente al oportunismo, las recomendaciones, la compra y venta de influencias con su consiguiente peaje de rencores, envidias, celos y feroz competencia entre colegas.
 
El deprimente cónclave lo integran poetas aparentemente ficticios (aunque a veces, por casualidad -dice Aramburu-, los nombres puedan coincidir con nombres reales) en los que el lector avisado puede, no obstante, reconocer a excelsos miembros de nuestro Olimpo lírico, hasta el punto de que resulte legítimo plantearse si estamos ante una novela en clave. El autor, además, parece “jugar al despiste”, induciendo a la confusión en el lector, al dejar que los asistentes a las Jornadas citen con frecuencia a más de un poeta real: Antonio Colinas, Félix de Azúa, Benítez Reyes y otros. La irónica cita inicial del libro abunda en estas aviesas intenciones del inteligente y mordaz escritor: A fin de preservar su vida y la integridad de sus modestos bienes, el autor ha tenido la cautela de asignar nombres ficticios a los actores de la presente crónica. Lo mismo y por la misma razón ha hecho con algunos lugares que pudieran ser fácilmente reconocibles. El resto es todo verdad.
 
La muy divertida descripción de las cómicas vivencias de fin de semana de la patética “pandilla” de excelsos fracasados, la lleva a cabo Aramburu con un lenguaje muy rico -marca de la casa-, un léxico muy cuidado y “anclado” en la tradición más clásica de nuestra literatura -también seña de identidad del escritor-, y la entrega -sutil pero significativa- a experimentos varios en la escritura: juegos con los tiempos en los que se desarrolla la acción, que a veces fluye hacia delante y otras hacia atrás, relatos contados desde distintas perspectivas, la voz del narrador que en ocasiones se observa desde fuera, y algún otro. Resultan muy expresivas, en este sentido, las palabras del autor en una entrevista reciente: Como hago a menudo, durante el proceso de escritura he mantenido el diálogo con una obra de algún escritor, frente a la cual defino mi estilo, los asuntos, el orden de la novela, etc. No quiere decir que haga lo mismo, sino que me estoy definiendo continuamente. Antes de empezar el trabajo por la mañana, leo unas líneas, un par de páginas. A veces, para empaparme de su música, otras veces por distanciarme, en todo caso, me estoy definiendo todos los días, mientras escribo, con respecto a esa obra. Y en este caso tomé a Arno Schmidt, un autor alemán, que murió en 1979, y al que traduje. Era un hombre que no aceptaba las normas gramaticales, ortográficas, de la lengua alemana, sino que él consideraba que escribía creativamente. Inventaba el idioma al mismo tiempo que contaba. Sin embargo, Arno Schmidt escribía contra los lectores, les oscurecía los pasajes, metía citas que quedaban sin aclarar, oscurecía mucho la expresión, y yo he hecho lo contrario, pero he seguido un poco su camino, quizá en paralelo. He procurado que se entienda todo, pero he roto la sintaxis, he escrito frases inacabadas, he fundido palabras, he inventado algunas soluciones lingüísticas distintas de las de Arno Schmidt pero haciendo como él.
 
En fin, no hay tiempo para más, no dejéis de comprar y leer estas dos estimables novelas, Viaje con Clara por Alemania y Ávidas pretensiones, escritas por Fernando Aramburu y publicadas por las editoriales Tusquets y Seix Barral respectivamente. Además de conocer unas obras literariamente muy estimables, os procuraréis unas horas muy placenteras y, os aseguro, infinidad de carcajadas. Yo mismo no he podido abandonar la sonrisa a lo largo de los días (pocos, pues ambos libros se leen con extraordinaria facilidad) en los que he convivido con la historia viajera de Ratón y Clara, y con las disparatadas peripecias de las muy singulares Jornadas Poéticas del Convento de las Espinosas en Morilla del Pinar.
 
Os dejo con un fragmento del primer libro, muy representativo de ese tono humorístico. Y trayendo por los pelos la mención a Alemania en su título, os ofrezco Berlín, una preciosa canción de Coque Malla interpretada por su autor junto a la bella Leonor Waitling.
 

Era una noche estrellada, de olores tibios, de aceras con faroles solitarios como los que gustaba de evocar el escritor Wolfgang Borchert en aquellos cuentos y poemas sobre Hamburgo que nos hacía analizar la profesora del curso de alemán en Gotinga. Una noche idónea para tomarse en serio la pesca con caña a orillas del Elba o para cometer por las buenas un asesinato. Pero como no soy pescador ni asesino, o al menos no se me ha presentado la necesidad de serlo hasta la fecha, y como tampoco me apetecía aquella noche de sábado meterme a comer palomitas de maíz en un cine ni bombones en un cementerio, decidí entregarme al impulso de ver vulvas desconocidas, sin despreciar otros componentes de la figura femenina de importancia ginecológica menor. Tan pronto como hube salido del garaje subterráneo del hotel, me di a trazar un plan, estimulado por un cosquilleo placentero detrás de las orejas. Este síntoma, ahora que lo pienso, se ha ido haciendo cada vez más raro en mí. Sólo lo experimento cuando me acomete una viva sensación de libertad. Y aquella noche, en Hamburgo, el cosquilleo era tan intenso que me aturdía. Consideré, incluso, según bajaba por la calle, la posibilidad de pegar un acelerón y arrojarme con el coche a las aguas del Alster, en modo alguno por cansancio de la vida; antes al contrario, por hacer un uso alegre y sin restricciones de aquella capacidad absoluta de decisión que me exaltaba, si bien al final no me suicidé por no mojarme.
 

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