Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 17 de septiembre de 2014

BERNARDO ATXAGA. DÍAS DE NEVADA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. En estas emisiones especiales de  septiembre, un mes aún veraniego en el que nuestro espacio cambia un tanto su configuración -para dar cabida a libros que no encajan del todo en el enfoque habitual de nuestras propuestas -aunque la distinción entre lo que cabe y lo que no, lo “interno” y lo “externo”, lo ortodoxo y lo heterodoxo, lo normal y lo excepcional, es un tanto forzada, e intercambiables, en el fondo, estas categorías bastante difusas-, un mes en el que os ofrezco obras de autores que ya han aparecido con anterioridad en Todos los libros un libro, una ligera ruptura de la -como digo discutible- pauta más normal de nuestras invitaciones a la lectura, os traigo hoy una recomendación de un novelista, Bernardo Atxaga, del que ya os había hablado aquí en programas de hace unos años.
 
Bernardo Atxaga, cuyo Siete casas en Francia os presenté aquí el 11 de julio de 2012, y cuya reseña os invito a consultar para completar la información sobre la obra de José Irazu Garmendía (que así se llama en realidad el escritor; Bernardo Atxaga es un seudónimo que hizo fortuna, hasta el punto de “usurpar” el verdadero nombre del autor), os traigo ahora Días de Nevada, un peculiar libro, traducido del euskera por el propio Atxaga y su mujer, Asun Garikano, que está a caballo -y el término no es casual, como podréis entender al leer el muy significativo texto con el que despediré esta reseña- entre la biografía y la ficción, y que constituye por ahora la última aportación del escritor vasco al mercado editorial.
 
Días de Nevada es, como apunta su explícito título, una especie de diario misceláneo en el que un escritor vasco -claro trasunto del propio autor- da cuenta de su estancia de un año -desde agosto de 2007 hasta junio de 2008- en dicho estado norteamericano -en su capital, Reno, más exactamente-, a donde llega acompañado de su mujer, Ángela, que investiga en la Universidad con el objeto de escribir un ensayo sobre la emigración vasca, y sus dos hijas, Sara e Izaskun. Es sabido que Bernardo Atxaga ejerció de profesor en la ciudad estadounidense en las fechas mencionadas, es sabido que está casado y tiene dos hijas, y aunque su mujer se llame Asun y sus hijas Elisabet y Jone, aparecen aquí ya los primeros rasgos “reales” de la historia que se nos narra en el libro. A ello apuntan, además, muchos otros detalles, algunos más o menos triviales, como el hecho de que dedique el libro a “sus” tres mujeres, y otros de más relevancia, como la coincidencia de ciertos inequívocos datos biográficos del autor con los de su personajes; entre ellos y a modo de ejemplo significativo, el que el protagonista del libro hubiera escrito una novela titulada El hombre solo, como efectivamente ocurre con Atxaga. Por todo ello, y por el carácter algo heteróclito de los materiales que constituyen el libro, hecho de retazos, que recogen reflexiones de la vida cotidiana pero también sueños, referencias de libros leídos, datos históricos sobre los lugares visitados en su estancia en Nevada, relatos familiares, menciones a películas, transcripciones de noticias de prensa, citas literarias, versos y poemas, fragmentos de textos ajenos, cuentos del propio Atxaga publicados en otros ámbitos y otros textos de esta misma índole, fragmentaria y heterogénea, que lo caracterizan, este Días de Nevada, aparece como un texto híbrido, mezcla de realidad y ficción, un escrito por un lado casi documental, en tanto parte de la base de una experiencia efectivamente real, y por otro auténticamente novelesco, por cuanto el acontecimiento vivido se modifica por los recuerdos y las reflexiones intercaladas, elevándose y alcanzando altura literaria gracias a la maestría del autor para relacionar las vivencias del día a día en el estado norteamericano con su mundo íntimo de evocaciones y sueños, de rememoración y nostalgia.
 
Casi todo lo vivido por el narrador y su familia en su extrañamiento de un año en Nevada, se constituye así, en el libro, en símbolo de otra cosa, en un juego de conexiones, de enlaces llevados por el vagar del pensamiento, de referencias -con algunos motivos recurrentes que se repiten y suenan como un eco que se carga de emociones- que aparecen una y otra vez vinculando Nevada y el País Vasco, el presente real con el pasado de la infancia, y que, por un lado, diluyen o disimulan o, mejor aun, “literaturizan” la carga “real”, limitada y en el fondo banal de las historias vividas en Estados Unidos por el profesor vasco, y por otro convierten el texto resultante en una obra de ficción, una auténtica y conmovedora novela.
 
Y así, el narrador nos relata su estancia en Nevada, un estado también algo “ficiticio”, un pedazo de austera y salvaje naturaleza, que creció con el juego, el divorcio, la prostitución y las minas de oro y plata, deteniéndose en innumerables episodios de su vida cotidiana, como digo, algo trivial y poco significativa en su dimensión más inmediata, más “plana”, más convencional: la presencia de los exterminadores de arañas e insectos en la nueva casa, las curiosas instrucciones que reciben sus niñas en el colegio (qué hacer si aparecen los osos), la misteriosa aparición de un mapache en el jardín, el accidentado paseo por el desierto, la excursión a Pyramid Lake con su leyenda de los llantos de los niños ahogados, el contacto con los indios paiutes y su concepción profunda y genuinamente religiosa del mundo (las montañas, el desierto, el lago, todo es sagrado), los actos de presentación de Obama y también Hillary Clinton en su campaña electoral de 2007, la muy norteamericana -y ahora, inexplicablemente universal- fiesta de Halloween vivida con el miedo a la presencia de un asesino suelto en la ciudad, la defensa que el Gobierno de Nevada hace de la pena de muerte, otra visita, la que lleva al narrador a la ciudad minera de Virginia City, la ciudad más rica del mundo en el siglo XIX, la historia de la chica desparecida, Brianna Denison, y la persecución -con todos los elementos, helicópteros incluidos, de las películas hollywoodienses- de su violador y finalmente asesino, la típica comida del pavo de Acción de Gracias, otras comidas y cenas con los amigos americanos, un insustancial aviso en un cartel: se ha perdido un perro, las innumerables huellas de los vascos en Nevada, singularmente los pastores, la vida de Paulino Uzcudun, y, claro está, el consabido paisaje de centros comerciales, autopistas, barrios residenciales...
 
Y nos adentramos también con el narrador en esa incontaminada, pero desatada y brutal naturaleza de Nevada, montañas y valles, desiertos y macizos rocosos -tantas películas en ella filmadas-, los hombres a merced de su poderosa y hostil aridez (los washoe y los paiute llaman Manitu a la naturaleza, un dios, remoto, lejano, poderoso), y vamos con la familia de excursión a San Francisco, y visitamos el Museo Paiute, y sabemos de Sarah Winnemucca, autora del primer libro publicado en Estados Unidos por una nativa india en el siglo XIX, y nos adentramos en los vastos espacios en lo que se produjo la enigmática e inexplicable desaparición del arriesgado millonario Steve Fossett, cuyo vuelo de la avioneta Citabria se esfumó cuando intentaba su última aventura con el Sonic Arrow, el bólido con el que pretendía batir el récord de los 1.200 kilómetros por hora, y al que nuestro narrador y sus acompañantes creen ver haciendo sus fantasmagóricas pruebas en las vacías carreteras del desierto, y de nuevo el Valle de la Muerte, y de nuevo el cine, el rodaje de The Misfits, con Clark Gable y una Marilyn Monroe en sus últimos días, y el angustioso paso del desierto en un coche sin apenas gasolina, y el hombre gato de Tonopah, y la omnipresencia de un siglo de guerras con participación norteamericana, la primera y la segunda mundiales, Corea, Vietnam, Afganistán y ahora Irak, los memoriales por los muertos, y el funeral por un joven muerto en Irak. Y volvemos atrás en el tiempo para asistir a la epopeya, de dimensiones míticas, de la construcción del ferrocarril del Oeste, con los miles de sacrificados chinos que murieron en su transcurso. Y aparece el Lago Tahoe, bello como el primer día del mundo. Y conocemos el secuestro de un hijo de Sinatra, y el funeral de un enigmático pastor vasco, y las conexiones retrospectivas con esenciales historias de la vida personal del narrador, las múltiples evocaciones de Lolita (el libro, el violador que elige petites, las propias hijas del narrador), y la historia de Óscar Ringo Bonavena, el boxeador argentino muerto a balazos en un rancho de Nevada.
 
Y casi en cada uno de estos episodios, Atxaga hila recuerdos, conjuga nostalgias, entrelaza sueños, dibuja emociones surgidas en otros ámbitos, singularmente el País Vasco: la conmovedora presencia de la madre, la mujer que leía el Reader’s Digest y tiene que abandonar los estudios universitarios a los 19 años por culpa de la guerra, las historias del padre, la magnífica y llena de humor del leñador en el cementerio, la del invencible padre de Paulino Uzcudun, la muy triste del pobre primo José Francisco, y un inenarrable viaje a Italia en un autobús de jubilados, catalanes, madrileños.
 
Y surge la infancia con el recuerdo de la llegada del primer televisor y la película de Tarzán (La senda del terror) que aparece inopinadamente en pantalla y que los niños de la familia, que no saben castellano, no pueden entender (¿Qué es senda?, dicen en euskera, ¿qué es terror?). Y los relatos de la adolescencia, los amigos, L., Adrián (llamado Joro o Corco, con la crueldad de los niños), los primeros guateques, la dulce Cornélie. Y la conmovedora y sorprendente historia de Adrián y la niña Nadia y Poli, llamado Tártaro. Y Don Eugenio y sus poderes hipnóticos. Y la madre joven, casi niña y su encuentro asombrado y tímido con los jugadores del Athletic. Y el Eibar paradisíaco en los cuentos de la madre, en uno de los episodios del libro, que aparte de describir mejor el “tono” de la novela, a mí más me ha conmovido (Escuchábamos las historias de Eibar una y otra vez, y a mi hermano menor le producían una gran impresión, quizá por ser el más joven y el que más vueltas le daba a lo que oía en casa. Una vez, en la época del colegio, le pidieron que dibujara un pueblo, y él llenó la lámina de palacios, palmeras y otras maravillas. El profesor exclamó: “¿Pero qué pueblo es este? ¡Parece el paraíso!”. “No es el paraíso. Es Eibar”, respondió mi hermano. Años después, al visitar Eibar por primera vez, se quedó perplejo al ver el pueblo real, tan denso y tan obrero, y comprendió que su imagen mental provenía de las historias de nuestra madre. Contaba con tanta alegría las cosas que le habían ocurrido allí durante la juventud, que parecían propias de una geografía ideal. Con todo, a mi hermano le gustó más el Eibar real que el Eibar ideal. Para entonces era ya un lector voraz de los libros de Marx y Lenin). Y la proclamación de la República, y la detención del hermano en 1972, y la muerte de la madre.
 
En fin, leed esta muy poética, emotiva y profunda -bajo la capa de aparente inanidad de los hechos narrados- Días de Nevada, de Bernardo Atxaga, una novela llena de música, con numerosas referencias de discos y canciones, de los cuales os dejo ahora con Dedicated to the one I love, de The Mamas and the Papas.
 
 

Earle y Dennis habían entrado en las oficinas de la mina para una consulta, y yo les esperaba dentro del Chevrolet Avalanche. El cielo estaba azul; el desierto era ocre, rojizo en las colinas redondeadas; el viento pasaba sobre los arbustos como un cepillo, frotándolos y limpiándolos.
 
El cielo, el desierto, la tibieza de la cabina del Chevrolet Avalanche, las tres cosas me reconfortaban. Frotaban y limpiaban mi mente, deshaciendo los restos del malestar que me había producido la visión de una serpiente de cascabel una hora antes, mientras caminábamos entre las rocas adornadas con dibujos hechos por los indios miles de años atrás, los petroglifos.
 
Como le ocurrió a Sara cuando se cayó por las escaleras de College Drive y se golpeó la cabeza, no podía aguantar el sueño. Poco a poco iba desvaneciéndose en mi memoria la imagen del reptil a un metro de mi zapato. Cerré los ojos…
 
Abrí los ojos. Pegados al morro del Chevrolet Avalanche, había dos caballos salvajes mirándome. Estaban muy quietos. Uno de ellos tenía un rombo blanco en la cabeza, como el caballo de la hípica de Loyola que solía montar Cornélie, ¿Dónde estaría Cornélie? Hacía muchos años, quizá treinta, que no sabía de ella. Me vino una imagen: la cabeza del animal asomando por encima de uno de los portillos de la cuadra, y una figura cerca, fumando un cigarrillo: Corco, Adrián.
 
El segundo caballo era negro, como el que se electrocutó en mi pueblo. Pero el de mi pueblo era mucho más grande, un percherón. Sus huesos seguirían en la heredad de detrás de mi casa natal. Antes, heredad. Ahora, un aparcamiento.
 
Había más caballos salvajes a unos trescientos metros de donde estaba. Uno de ellos comenzó a escapar al galope, como en la película de Marilyn Monroe y Clark Gable, pero sin que le siguiera ningún cazador. Ahora solo los cazaban en las reservas de los paiutes y otras tribus indias.
 
Las tribus indias: paiutes, comanches, sioux, cheyenes, kiowas, apaches, arapahoes, navajos, oglagas, iroquesas, dakotas… Estaba leyendo su historia en el libro de Dee Brown Bury My Heart at Wounded Knee, y me parecía todavía mas triste que el relato de Sarah Winnemucca. Daban ganas de llorar por Crazy Horse, Sitting Bull, Cochise, Jerónimo y por todos los indios que perdieron la guerra contra los blancos y, después de ocho mil años -algunos petroglifos tienen ocho mil años de antigüedad- fueron expulsados de su territorio.
 
Cuenta Dee Brown en un pasaje dedicado a Crazy Horse que este mundo era para aquel jefe la sombra de otro, del mundo real, y que cuando marchaba a Black Hills y entraba en él en sueños, veía a su caballo bailando y dando giros en el aire, como si estuviese loco. De ahí su nombre, Crazy Horse; de ahí, igualmente, su extraordinaria capacidad para la guerra, pues en sueños, en el mundo real, veía y aprendía las formas de luchar contra los blancos.
 
También yo quería entrar en el mundo real, y por unos momentos lo logré. Los dos caballos salvajes que estaban frente al Chevrolet Avalanche se pusieron a girar como en un carrusel, y con ellos el de Cornélie, el caballo negro de Franquito y otros caballos que formaban parte de mi pasado. Pensé -solo por un momento-, ya lo he dicho- que aquella era la imagen de mi vida, y que me sería fácil poner junto a los caballos, o en su lugar, criaturas humanas: la mujer que leía el Reader’s Digest, el hombre que en el hospital se sentía enjaulado como un mono, José Francisco, Didi, Adrían, L., yo mismo, Ángela, Izaskun, Sara… Una vuelta, dos vueltas, tres, cuatro, y así hasta que el carrusel se parase. Pero, dónde estaba el centro? ¿Dónde el eje en torno al cual giraba todo?
 
Los dos caballos salvajes seguían quietos, mirándome. Abrí la ventanilla del Chevrolet Avalanche y, como hacía la madre de José Francisco, mi tía, con los que se sentaban en la cocina, me dirigí a ellos como a un coro:
 
-Decidme, caballos. ¿Alrededor de qué eje giramos? ¿Qué es lo que le da un orden, una unidad, a nuestra vida?
 

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