Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 10 de septiembre de 2014


JAMES SALTER. EN SOLITARIO. TODO LO QUE HAY

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro en esta su segunda emisión de septiembre. Ya sabéis que a lo largo de este mes mis consejos de lectura se van a centrar en libros que no encajan al cien por cien en las pautas habituales de nuestro espacio. En el caso de mi propuesta de esta semana se trata de una recomendación doble centrada en un autor del que ya he hablado en otra reseña anterior hace unos años. Rompo con ello, una vez más, la pauta que me he impuesto desde el comienzo del programa de no repetir -fuera de estos paréntesis más o menos veraniegos- escritores ya comentados en Todos los libros un libro.
 
Pero es que la excepción de esta tarde merece verdaderamente la pena. Se trata de James Salter, nacido en Nueva York en 1925 y que pasa por ser un autor de culto, con una obra muy breve publicada, un puñado de novelas, alguna colección de relatos y poco más, y que, sin embargo, desde esa exigua producción literaria ha logrado el reconocimiento, la admiración e incluso la devoción de muchos lectores en todo el mundo. Las dos novelas de las que hoy quiero hablaros son En solitario y Todo lo que hay; la primera la publicó en 2005 El Aleph Editores en traducción de Concha Cardeñoso Sáenz de Miera; la segunda vio la luz hace unos meses, traducida por Eduardo Jordá, en Salamandra, la editorial que presenta en la actualidad la mayor parte de la obra del estadounidense, entre ella otros libros recomendables, como su peculiar autobiografía, Quemar los días, otra novela formidable, Años luz, o la excepcional La última noche, de la cual os ofrecí a principios de 2011 mi comentario en este mismo espacio.
 
En una síntesis apresurada y simplista podría resumiros En solitario señalando que es una novela sobre el alpinismo; pero siendo cierta esa descripción, es también reduccionista, porque el libro, que en efecto desarrolla la mayor parte de su trama entre montañas, en el peculiar universo de los alpinistas, y que tiene por protagonista a un escalador que pasa su vida ascendiendo cumbres, jugándose la vida en los imposibles picos de los Alpes, es mucho más que una narración aséptica de arriesgadas hazañas deportivas.
 
Vaya por delante que a mí no me interesa especialmente el montañismo. En un plano estrictamente personal no le veo sentido alguno a escalar riscos, a trepar por paredes rocosas de una inaccesibilidad inconcebible con la dudosa y para mí estéril finalidad de superar límites. Ya se ve, pues, que tengo mentalidad de funcionario y que no propendo a la aventura. Tengo, además, un vértigo que hace que encaramarme a una banqueta para cambiar una bombilla provoque en mí terribles mareos y desequilibrios insoportables. Reconozco el valor de estos esforzados y atrevidos montañeros que entregan su existencia a coronar ochomiles, valoro su esforzada obstinación, su empuje, su fuerza sobrehumana, puedo incluso comprender que se mitifique esa propensión al riesgo y que haya quien encuentre en la figura de estos arriesgados poseídos por el ansia de la verticalidad, el emblema del héroe, la prosaica representación de alguna forma de divinidad. Me parece incluso pertinente y hasta recomendable en estos tiempos de facilidades, de comodidades excesivas, la utilización de sus gestas como ejemplo de superación, de perseverancia, de autodominio, para la juventud en sus aulas adormecidas, o para ejecutivos que aspiran a comerse el mundo desde las poltronas de un consejo de administración. Pero nada en el universo del alpinismo toca mis emociones más auténticas. Por ello es menos sospechoso en mí, nada propenso a los riesgos montañeros, el entusiasmo que me ha provocado la lectura de este En solitario, una novela genial. Vernon Rand, su protagonista, es, en efecto, un hombre devorado por la pasión, por la obsesión por la escalada. Ansía coronar cimas, poniendo a prueba sus límites, arriesgando su vida. Pero es, sobre todo, y ello constituye una de las causas de la grandeza del libro, un hombre preocupado por las grandes preguntas de la existencia. Entendedme, no se trata de un filósofo metido a alpinista. Es, tan sólo -tan sólo- un hombre que se pregunta por su triste condición mortal, un hombre esquivo, solitario, ajeno al mundo, un hombre que vive, como todos, con el afán último de dotar de sentido a una existencia en el fondo insulsa y que encuentra en la montaña la única vía para explicar su vida. Escuchad esta reveladora reflexión que James Salter, con su escritura austera, concisa, seca y acerada, pone en su boca en un momento de la novela: Cuando escalaba la vida brotaba, lo desbordaba, un júbilo enorme, indestructible, lo poseía, había encontrado su vida. Y advertid, sobre todo, esta rotunda declaración de principios: Se sentía solitario, en lo hondo, como un pez en el río, con la boca cerrada, no pescado, brillando a contracorriente. Se vio a los cuarenta trabajando por un salario, volviendo a casa de noche, a pie. Las ventanas de los restaurantes, los faros de los coches, las tiendas cerrando..., todo ello parte de un mundo al que nunca se había rendido, al que siempre desafiaría. Y es este personaje espléndido, poderosísimo, este lobo estepario, algo huraño y sin embargo entrañable, valiente y decidido y pese a ello frágil y humanísimo, lo que nos conmueve en esta novela que lo ve discurrir en voz baja, magnífico en su soledad, entre paisajes preciosos, entre nubes y árboles y rampas y nieve y tormentas y paredes de hielo, en los grandiosos escenarios alpinos.
 
El escenario, en cambio, en que se desarrolla Todo lo que hay tiene poco que ver con esta desnuda e ilimitada naturaleza de En solitario, aunque sin duda nos encontramos en un inequívoco “territorio Salter”. Porque este último libro del casi nonagenario escritor americano, que no había publicado una novela desde hace más de treinta años, se desenvuelve en un ámbito urbano, de oficinas y despachos, de calles ruidosas y habitaciones de hotel, de restaurantes y clubes de copas, de fiestas en apartamentos suntuosos y cócteles en galerías de arte, de profesionales liberales y ejecutivos y secretarias y mundana vida social. Si en muchos de sus libros son hombres arriesgados, alpinistas y aviadores, los que protagonizan sus tramas, aquí el personaje principal, Philip Bowman -al que la novela sigue durante cuarenta años-, es un nada destacado editor literario al que conocemos viviendo un significativo episodio de la segunda guerra mundial -parte del cual os dejo en el fragmento que os ofrezco al final de esta reseña, tras una primera muestra de En solitario- y al que seguimos a lo largo de su, por otro lado, trivial existencia -¿hay alguna que no lo sea?-, con sus ascensos profesionales, sus enredos sentimentales, su matrimonio y su divorcio, sus amores casi siempre frustrados, sus escasas pasiones desenfrenadas y sus ilusiones modestas, despertadas por alguna amistad, por alguna mujer, por alguna casa frente al mar, sus inquietudes vitales y su postrera conformidad con lo que el tiempo ha hecho de él, y con, a la postre, su irremisible soledad.
 
Nada de todo ello es especialmente relevante, nada brilla, nada es excepcional en Bowman, un uomo qualunque, es la mirada de Salter, que privilegia, de un modo sutil, muy elegante, casi inapreciable en el transcurso de la historia narrada, determinados momentos, determinadas sensaciones, determinadas vivencias, determinados estados de ánimo, la que convierte las anécdotas comunes de esa existencia anodina en magnífico y veraz retrato del alma humana, de sus afanes y preocupaciones, de sus luchas, de sus sufrimientos, de sus emociones más genuinas: la melancolía de los recuerdos y el arrasador olvido, la angustia frente al doloroso paso del tiempo y el temor ante lo inexorable de la muerte, la intensidad del amor, la poderosa urgencia del erotismo y la atracción de la carnalidad, la nostalgia de la dicha de la infancia y la añoranza de la sencilla vida rural (Bowman, en todo caso, sentía con ellos el fuerte reclamo de la vida conyugal, de una existencia compartida en el campo, la neblina al amanecer, la serpiente en el jardín, la tortuga en el bosque. Enfrente se alzaba la ciudad con sus incontables atractivos, el arte, el comercio carnal, la intensificación de los deseos. Una ópera formidable con un reparto infinito, un gran tumulto salpicado de escenas solitarias), la importancia de la guerra (solo puedo decir que, si lo examino en profundidad, si pienso en las cosas que más me han influido en la vida, sería la guerra, dice el personaje -marcado por la experiencia bélica con la que se nos presenta- en un momento del libro).
 
Y todo ello, como digo, se presenta -gracias a la maestría literaria de Salter- sólo insinuado, sin subrayados vanos, sin declaraciones explícitas, con pinceladas muy ligeras, con una austera y magnífica sutileza en el contar, con una prodigiosa utilización de la elipsis, con una narración de una concisión sobrecogedora en la que un mero apunte, un esbozo, una sugerencia leve, ponen ante nuestros ojos, de repente, en toda su extensión, el sentimiento, la emoción, la experiencia entera. Tras una noche de amor que se presentaba inicialmente -bajo el mentiroso influjo del deseo- como inconmensurable, la frase El comedor de la noche mágica tenía una especie de papel pintado a rayas -que un personaje, un amigo de Bowman, se dice por la mañana en el lecho ya apagado de esa pasión que ahora, a la luz del amanecer, se revela ficticia- describe con una fuerza y una sencillez magistrales la decepción que tantas veces sigue al encantamiento erótico. Del mismo modo, en otro momento del libro se nos relata en pocas líneas la lesión irreversible, tras una carrera, del galgo de una amante de Bowman, y así, sin más énfasis, sin explicaciones vanas, se nos está dando cuenta de manera elegante del fin del amor de la propietaria del animal por nuestro protagonista.
 
La mirada de Salter sobre sus criaturas literarias, esa mirada en un segundo plano, parcial, discreta, meramente observadora y no invasiva, respetuosa, siempre me ha recordado a la de Edward Hopper sobre los personajes de sus cuadros, esos seres vulgares -y tan a menudo tristes- de los que el “retrato” congelado del pintor no sólo muestra -tantas veces a través de una ventana- la realidad del momento que viven sino que permite atisbar, deducir, el resto de sus existencias previsibles. Así parece apreciarlo también Malcolm Jones, que en una reciente crítica en El Cultural de El Mundo, recoge un fragmento de Quemar los días, la autobiografía novelada de Salter, que coincide con esta apreciación y que quiero trasladaros ahora pues refleja de modo muy acertado el universo de ambos artistas, el escritor del que habla y el pintor en el que yo veo su reflejo: Si por un instante se puede imaginar la vida como una gran casa con un cuarto para los niños, un salón y un comedor, dormitorios, un estudio, y así sucesivamente, todo desconocido y radiante, los capítulos que siguen son en cierto modo como mirar a través de las ventanas de la casa. Algunos de sus habitantes solo se atisban brevemente. Las visitas van y vienen. En algunas ventanas nos gustaría detenernos un poco más, pero, por desgracia, como ocurre con cualquier casa, no se puede ver todo lo que hay en su interior.
 
Y es que James Salter siempre ha estado en contra de la excesiva “intromisión” del autor en su obra. Uno de los personajes de la novela, uno de los editores colegas de Bowman, declara en un momento del libro: No me gusta que un escritor me dé demasiada información sobre las ideas y los sentimientos de un personaje (…) Prefiero verlos, oír lo que dicen y sacar mis propias conclusiones. La apariencia de las cosas, me gusta el diálogo. Ellos hablan y lo entiendes todo. Y ese espíritu está presente también, a mi entender, en la cita inicial de Todo lo que hay: Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales.
 
En fin, no os perdáis estas dos maravillas escritas por James Salter. Tras leer En solitario, creedme, aunque seáis la antítesis del espíritu aventurero, dejaréis el libro con el ansia de escalar Himalayas metida en el cuerpo y, sobre todo, con algo más de sabiduría para encarar esta triste vida que nos consume sin entusiasmo. Una sabiduría que -en una dirección opuesta- también propiciará la lectura de Todo lo que hay, que os hará reconsiderar el valor de las vidas discretas, de los afanes normales, de las ilusiones modestas, de la existencia sin sobresaltos, del vivir apacible y cotidiano.
 
Como complemento musical para mi reseña os dejo un tema de Frank Sinatra (ya ofrecido, creo recordar, en alguna otra ocasión en alguno de mis blogs) que hubiera podido sonar perfectamente en el ambiente mundano de nuestro Philip Bowman y que nos traslada, además, a la atmósfera de nostalgia de la obra novelística de James Salter: It was a very good year.
 
 

Llovía en Ginebra. La estación de autobuses estaba detrás de una iglesia. Sólo había unos pocos pasajeros cuando el conductor apareció, se montó, ocupó su asiento, puso el motor en marcha y se abrió paso en el tráfico al ritmo incesante del limpia parabrisas y de la voz de un humorista que salía de una radio instalada bajo el volante.
 
Poco después, pasaban rugiendo por calles de ciudades pequeñas, casi rozando las fachadas de los edificios laterales. Atrás iban quedando farmacias, árboles verdes, supermercados. Rand lo dominaba todo desde un asiento delantero. Cruzaban vías ferroviarias, fuera veía huertos, almacenes de madera, niñas que corrían bajo la lluvia con el pelo mojado.
 
El cielo se puso lívido. Unos segundos después, ominoso y cercano, retumbó el trueno como un obús. Tenía la sensación de que lo hubieran enviado urgentemente al frente de guerra cruzando fronteras, atravesando campos mojados cubiertos de niebla que se extendían a ambos lados. Era verano, los ríos bajaban de un verde lechoso. Había puentes, cobertizos, cajas de botellas vacías apiladas en patios y, a veces, entre las nubes, asomaban las montañas. No sabía francés. Las poblaciones abarrotadas con sus tiendas y rótulos curiosos... no se las tomaba en serio. Al mismo tiempo, anhelaba conocerlas.
 
Empezaron a aparecer faros en dirección contraria, de un amarillo sulfuroso. Había dejado de llover. Las montañas aguardaban ocultas tras una especie de humareda. Era como si estuvieran preparando el escenario y entonces, de repente, el valle se abrió. Allá, al final, inesperada, bañada en luz, se alzaba la gran cumbre de Europa, el Mont Blanc. Era mayor de lo que uno podía imaginarse, y, más de cerca, estaba cubierto de nieve. Esa inmensa imagen primera le cambió la vida. Fue como si lo ahogara, como si se elevara con lentitud infinita, semejante a una ola, por encima de su cabeza. Nada podía oponérsele, nada sobreviviría. Había arrastrado ciertas ilusiones y expectativas, imprecisas pero emocionantes, por ciudades y terminales muy concurridas, bajo la lluvia. Dormitaba encima de ellas como si del equipaje se tratara, amodorrado por el viaje, y súbitamente, en un momento determinado las nubes se abrieron y desvelaron el símbolo de todo aquello bajo una luz brillante. El corazón le latía de una forma extraña e insistente, como si huyera, como si hubiera cometido un delito.
 
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El primer aviso de aviones enemigos llegó con una llamada desde el puente. Bowman corría hacia su camarote para colocarse el chaleco salvavidas cuando sonó la alarma de zafarrancho de combate que todo lo trastornaba. Pasó junto a Kimmel, que llevaba un casco demasiado grande para su cabeza y subía corriendo la escalera de acero mientras gritaba: «¡Ahora sí! ¡Ahora sí!» Ya habían empezado las descargas, toda la artillería de aquel buque y de los más cercanos se sumó al fuego antiaéreo. El ruido era ensordecedor. Las ráfagas se elevaban entre oscuras bocanadas de humo. Sobre el puente, el capitán golpeaba al timonel en el brazo para intentar que escuchase. Los hombres aún se dirigían a sus puestos. Todo estaba sucediendo a dos velocidades, la del estruendo y la desesperada urgencia de la acción, y una de ritmo menor, la del destino, unas motas sombrías que sorteaban los disparos en el cielo. Se hallaban lejos y parecía que el fuego no podía alcanzarlas cuando de pronto comenzó algo distinto. En medio del estrépito, un avión solitario y oscuro descendía virando hacia ellos como un insecto ciego, infalible, enseñas rojas en las alas y reluciente morro negro. Todas las armas del buque disparaban y cada segundo se derrumbaba sobre el siguiente. Entonces, con una gran detonación y un géiser, el barco se escoró bruscamente bajo los pies de los tripulantes: un impacto certero o un roce de costado. Entre el humo y la confusión nadie lo sabía.
-¡Hombre al agua!
-¿Dónde?
-¡A popa, señor!
Era Kimmel, que había saltado creyendo que el avión había alcanzado la santabárbara del barco. El ruido seguía siendo aterrador, se disparaba a todas partes. En la estela del barco, intentando mantenerse a flote entre grandes olas y restos de la explosión, Kimmel desaparecía de su vista. El barco no podía parar máquinas ni dar media vuelta. Se habría ahogado, pero milagrosamente fue avistado y recogido por un destructor al que casi de inmediato hundió otro kamikaze; su tripulación fue rescatada por un se¬gundo destructor que, apenas una hora más tarde, fue arrasado hasta la línea de flotación. Kimmel terminó en un hospital de la Marina. Se convirtió en una especie de leyenda. Había saltado al agua por error y en un solo día presenció más guerra que el resto de los hombres durante toda la contienda. Bowman le perdió después la pista. A lo largo de los años intentó localizarlo varias veces en Chicago, pero sin fortuna. Aquel día se fueron a pique más de treinta buques. Fue la prueba más ardua para aquella flota.


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