Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de octubre de 2014

FULGENCIO ARGÜELLES. EL PALACIO AZUL DE LOS INGENIEROS BELGAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio que Radio Universidad de Salamanca dedica, cada miércoles, a las recomendaciones literarias. Desde hace ya cuatro años, cada semana os ofrecemos aquí una propuesta de lectura con la modesta intención de orientaros en el abrumador panorama de publicaciones que anualmente ven la luz en nuestro país, y con el propósito de aconsejaros un libro que pueda despertar vuestro interés y resultar de vuestro agrado. Espero que así sea también en el caso de mi sugerencia de hoy.
 
El pasado 5 de octubre se cumplieron ochenta años del comienzo de la insurrección armada de trabajadores en las cuencas mineras asturianas que, finalizada abruptamente con la brutal represión del Gobierno, pasó a la historia con el campanudo nombre de Revolución de octubre o Revolución del 34. El libro que hoy quiero presentaros desenvuelve su trama en los años previos y en los días inmediatamente posteriores a los hechos mencionados, teniéndolos como telón de fondo, y es por ello que, pese a haberlo leído hace años, aprovecho hoy sin embargo la efeméride para dejaros mi reseña quizá poco “actual”. Aunque, como ya escribí en su momento en la presentación de este blog, ¿desde cuándo el de la oportunidad es un criterio fiable para medir la valía de una obra literaria? Muy al contrario, las auténticamente estimables resisten muy bien el paso del tiempo y admiten relecturas años después -a veces siglos después- de su publicación. Así ocurre, sin duda, con mi consejo de esta tarde. Se trata de El palacio azul de los ingenieros belgas, una excelente novela del también asturiano Fulgencio Argüelles publicada por la Editorial Acantilado originariamente en 2003, aunque desde entonces ha conocido numerosas ediciones y reimpresiones. En estos días aparece en las librerías -también en Acantilado- una nueva novela de Argüelles, No encuentro mi cara en el espejo, que, obviamente, aún no he podido leer, pero que se me presenta enormemente "tentadora".
 
Es imposible dar cuenta aquí, en apenas diez minutos (en unas pocas palabras), de la infinidad de motivos de interés del libro citado. La peripecia argumental que relata es, en el fondo, casi irrelevante: el paso a la edad adulta (estamos, en este sentido, ante una novela de iniciación) de un muchacho, Nalo, que entra, aún adolescente, en septiembre de 1927, y tras la muerte de su padre y la consiguiente y relativa pérdida del juicio y posterior fallecimiento de su madre, a trabajar como ayudante de jardinero en el palacio azul de los ingenieros belgas que da título a la obra, y que, desde esa perspectiva insólita y privilegiada para un joven de su entorno, observa su realidad y la de sus allegados, vecinos, familiares y amigos hasta los infaustos días de los violentos acontecimientos del 34. Los ingenieros belgas son los hermanos Jacob y Hendrik von Balen, que con sus respectivas mujeres, las señoras Sakia y Geertghe, habitan una mansión en el poblacho asturiano donde vive Nalo, un palacio (cuyas dependencias fascinan al chico, pues estaban repletas de muebles, recuerdos de países extranjeros, cuadros inmensos, estantes abarrotados de libros, animales disecados y otros enseres diversos y desconocidos) desde el que dirigen toda la actividad industrial de la cuenca, dueños también de la vida y los destinos de la mayor parte de los lugareños. Será precisamente esta relación de dominio y subordinación -casi feudales- entre los poderosos empresarios y sus paupérrimos trabajadores, la excusa “objetiva” perfecta para vincular los acontecimientos revolucionarios al entorno en el que el joven Nalo nace al mundo.
 
A partir de esta breve trama narrativa (el “tema” no importa demasiado, como dijo el propio escritor en una conferencia que pude escucharle en Salamanca hace unos meses), en el libro lo sustancial es, en cambio, el modo en que el autor cuenta su historia, su estilo repleto de lirismo y dulzura, de ternura y emoción, la riqueza de la prosa. Realismo mágico a la asturiana, se ha dicho a propósito de la escritura de Fulgencio Argüelles, y la calificación no puede ser más acertada, pues la realidad -trascendente o trivial- de la que nos da cuenta en su libro, se muestra transformada por la poesía, nimbada de fabulación y preñada de sueños. Las cosas, las personas, los hechos, los objetos, los acontecimientos que pueblan la novela, son y a la vez no son, o mejor dicho, son lo que son -cosas, personas, hechos, objetos, acontecimientos- pero, simultáneamente y sobre todo, son también algo más. Modificada, embellecida por la magia de las palabras del narrador (un Nalo apasionado y entusiasta, optimista y lleno de ilusión, romántico y alegre, cuya mirada inocente descubre y celebra el mundo), la chata realidad se nos muestra como en un permanente encantamiento, llena de evocaciones, de reminiscencias, de conexiones con otra realidad que la supera y la trasciende, más rica, más plena, más bella, más sugerente, más feliz. Así, la aldea en que se desarrolla la acción no es sólo un puñado perdido de casas que albergan a unas pocas familias: Aquel pueblo estaba lleno de ecos, de voces de la tierra que andaban escondidas por los huecos de las rocas que, si salías por las noches a caminar entre las casas y las cuadras, tenías la impresión de que un coro de voces te iba siguiendo los pasos. La naturaleza -con un papel destacado también en la obra, aflorando exuberante tras la asombrada observación del muchacho- se “expresa” en sus desbordantes manifestaciones: flores y plantas, valles y montañas, avellanos, abedules, castaños y lilos, árboles y ríos, búhos y urogallos, cárabos y pájaros cantores y tantos otros animales… La sencillez de la vida pueblerina, que Nalo reivindica, no aparece como limitada o prosaica, como roma o atrasada, como infeliz, depauperada o indeseable sino que, por el contrario, resulta admirable, intensa, deseable, cumplida: A mí me hacían feliz las pequeñas cosas, tomar una sopa de pan caliente cuando hacía frío, ayudar a mi abuelo a pasar la bruza por el lomo de las yeguas, contemplar la crecida del río después de una tormenta, imaginar las tetas de la señorita Julia balanceándose en el campanario o encontrar con mi primo Alipio un nido de tordos repleto de huevos. La vida entera -pese a la precariedad de los medios materiales disponibles, pese a las privaciones y el sufrimiento, pese a la pobreza secular y la explotación, pese la ausencia de progreso y de desarrollo -casi de civilización-, pese a lo fatigante e inhumano del trabajo en el campo o en las minas, pese a lo rudimentario de la existencia toda, aparece -a los ojos de nuestro entrañable Nalo- como ocasión para el disfrute y el placer, para el aprendizaje y la satisfacción, para el crecimiento y el sueño. Mi vida se iba llenando de asombros -dice- y una permanente sorpresa por lo que me rodeaba brillaba ante mí como una estrella que me guiaba. Y también las palabras son vida, cambian los nombres al mundo, cambian el mundo mismo, como le ocurre a Lucía, la hermana del protagonista (en lugar de dolor decía flagelación, para referirse a sus caderas, cada día más grandes, hablaba de perfiles, al silencio lo llamaba quietud, a la hierba césped, a los barcos navíos, a las plantas vegetales, a la tristeza melancolía, a los pozos abismos, a los matorrales selvas diminutas y a las raíces de los castaños uñas profundas. Una vez se ganó una bofetada de mi madre por decir, hablando de mi padre, que la tierra perenne acogía su terrenal quejido). Y los poemas, y los libros, y los jardines, y los cuadros, y las puestas de sol, y los amigos, y los amores que va conociendo en su incorporación a la vida adulta, son fuente de felicidad. Sí, es así, quizá sea esta la síntesis más ajustada del libro: la lectura de El palacio azul de los ingenieros belgas nos da razones para disfrutar de la existencia y aprovechar nuestro paso por el mundo -pese a la melancolía que lo impregna, pese a un cierto rastro de tristeza que asoma en muchas de sus páginas-, nos transmite felicidad, ganas de vivir, nos imbuye entusiasmo, alegría, pasión. Bien pudiera ser que la belleza estuviera en aquello que no servía para nada, se recoge en algún momento del libro, y en efecto, belleza es lo que nos rodea, la belleza de lo que no es productivo, eficaz, de lo que no es útil ni está encadenado a las exigencias del rendimiento, de la esclavizadora maquinaria del progreso, la belleza del mundo que fluye al margen de nuestros quehaceres mezquinos, la belleza de la naturaleza deslumbrante, permanentemente renovada, la belleza de la amistad, de la conversación pausada, del conocimiento, de las causas justas, de los afanes nobles, de las palabras, de las historias, la belleza de los cuerpos, la belleza -claro está- del amor. Y es que el amor y el erotismo impregnan la obra entera y son, a mi juicio, dos de los rasgos más destacados de la novela.
 
Pensé que sería muy hermoso y también muy reconfortante que el amor nos sobreviviera, que fuese una fuente de energía que permaneciese después de la muerte, dice, ingenuo y apasionado, nuestro protagonista. El amor cambia el mundo, lo rodea de encantamiento, lo embellece, el amor mueve el sol y las estrellas, como escribió el Dante, y los personajes todos de la obra viven enamorados o deseando o buscando a la persona amada (desde entonces la busca como un maníaco en los ojos de todas las jovencitas). Y también el joven Nalo vive con esta premisa ilusionante -sólo el amor importa- la fascinación del primer amor y el deslumbramiento posterior por las mujeres que le rodean, la admiración que le suscitan sus almas dulces y la irremisible atracción de sus cuerpos jóvenes. Las mujeres de Nalo evocan una inocencia primordial, originaria, purísima, como nacida antes del tiempo, antes de la historia, edénica, en consonancia con esa felicidad idílica que rebosa toda la novela: Lucía, la hermana atrevida y tierna, entrañable y sapientísima (del sexo decía que era como una cascada de luz que de pronto te iluminaba el cuerpo, y del amor que era como tender los brazos hacia la puerta abierta de la esperanza sin saber lo que podríamos encontrar al otro lado), que le descubre, amorosa, el mundo, como podréis leer en el fragmento con el que se cierra esta reseña; Aida la extraña hija del amigo y mentor Eneka (sus labios estaban cerca de los míos y entonces pensé que había llegado la hora de hacer aquello que los dos parecíamos desear); Julia la sirvienta (Julia me cogió de la mano y me llevó por un pasillo estrecho hasta una entrada diminuta en la que tuve que agacharme para pasar, luego bajamos unas escaleras de piedra y llegamos a las dependencias de los criados, donde abrió una de las puertas. Ya dentro, cerró las contraventanas y encendió una pequeña lamparilla que había en la mesita y también había sobre el mármol de la mesita un frasco de cristal con un ramillete de mimosas secas. Me tumbó en la cama y comenzó a quitarme la ropa, primero la chaqueta del frac, después la pajarita negra y la pechera y luego los zapatos y los pantalones, y todo lo iba haciendo con ternura y paciencia, como lo había hecho siempre mi hermana Lucía cuando yo era niño y mi madre le ordenaba que me vistiera o me desvistiera, y pensé que, en aquella situación nueva o circunstancia de todos modos imprevista, también yo debería hacer algo, si bien como alumno que estaba siendo en lecciones de cosas inverosímiles no me correspondía a mí la iniciativa, y así acudí con cautela hasta las ataduras de su falda y las desprendí suavemente, como quien arranca por puro placer de verlas arrancadas las antenas de un grillo o las alas de una mariposa, y aparecieron sus caderas embutidas en unas medias blancas, igual que poderosas montañas nevadas, pero ella me dijo, tú eres el párvulo, no tienes que hacer nada, y me inundaba la luz rojiza de la sorpresa. Ya desnudos los dos, ella comenzó a tocarme con los dedos donde nadie, salvo mi hermana Lucia, me había tocado y a lamerme con su lengua donde nadie, ni siquiera mi hermana, me había lamido, y parecía que ya tenía que ocurrir aquello que yo sabía que era conveniente e ineludible que sucediera, pero todo salía de ella, de aquel cuerpo dúctil, condescendiente en sus carnes blandas y blancas, que era mucho más grande que cuando estaba vestido con el uniforme de aya, y ella llevó mi boca hasta sus pechos para que los mordiera, y así lo hice, y gimió y abrió las piernas y me indicó con gestos desesperados que entrara en ella, y acomodé mi sangre revuelta a ella, y me dijo, muévete, muévete fuerte como si estuvieras cavando las fosas para los árboles, y con aquella herramienta versátil y flotante que Dios me había entregado me esforcé en abrir una oquedad discreta, suficiente para enterrar en ella aquella nueva circunstancia que era sol y era niebla, que era bálsamo y aguijón, y derramé en ella mi lisura aséptica, y ella temblaba de una manera terrible, y gritaba, y yo no sabía si le estaba haciendo daño, y pregunté, te duele, y ella dijo, cállate y sigue cavando, y tiritaba y me mordía los hombros, y sentía yo que aquel momento era muchos momentos a la vez. Dejó su cabeza muerta en un llanto de placer o de agradecimiento, y observé su vientre blanco y tenso subiendo y bajando junto a mi rostro, y yo estaba flácido, y me llamó jardinero de sus vicios y me dijo, aún tienes cosas que aprender. Miré hacia el techo lleno de sombras y miré hacia la mesilla y vi las mimosas secas y las cogí y arranque aquellas bolas con el amarillo gastado y las extendí sobre el cuerpo grande y mantecoso de la señorita Julia para completar aquella primera siembra. Comencé a vestirme y ella dijo, ven aquí, ven a comer estas mimosas, pero yo no quería escucharla, y abrí una de las contraventanas y observé cómo en el horizonte, por detrás de las chimeneas de la fábrica, se estaban formando unas nubes rojas, unas nubes que volaban hacia el cordal, y pensé que aquellas nubes de fuego podrían estar anunciando algo, por eso le pregunte a Julia, que ya se ponía las medias blancas, qué significaban las nubes rojas, y ella contestó, que anda Dios calentándoles la cabeza a los ángeles con algún nuevo misterio, y parecía que aquellas manchas rojas quisieran oprimir el cielo para ocupar la tarde); la señorita Elena, hija de una de las parejas belgas (Me quité la chaqueta porque tenía calor y como ella dijo que también tenía calor la ayudé a quitarse el vestido, y como seguíamos sintiendo calor, ella me quitó los pantalones y yo le quité la camisa, y tomó mi cabeza y la apretó entre sus pechos, que olían al polvo de las azucenas, y luego fue empujando mi cabeza más abajo y llegué hasta su vientre, que olía al serrín de la leña verde, y seguí buscando sus olores, y me gustaba porque todo era hermoso y también era prohibido, y ella parecía que se hubiera vuelto loca porque respiraba fuerte y trataba de atraparme con sus dientes y cuando por fin me atrapó del todo y su boca se llenó de mí yo estaba conmocionado, y pensé que iba a suceder lo que había sucedido con la señorita Julia, pero de una manera muy diferente, por eso terminé de desnudarla y abrí sus piernas y me dispuse para hacer aquello que un día mi hermana me había enseñado y que me ilusionaba tanto, pero la señorita Elena empujo mi cabeza hasta aquel lugar de su cuerpo donde se concentraban los delirios, donde germinaban las pasiones y tenían su escondrijo las querencias masculinas, y me susurraba palabras que yo no entendía porque estaban dichas en el idioma belga que a veces hablaban sus padres, y besé aquellos pétalos de carne que en el más sutil alarde de poder se desplegaban para mí y sorbí los líquidos de sus químicas, que no sabían a nada que yo conociera, si acaso al bálsamo de almíbar, almizcle y yema de huevo con el que mi hermana se untaba el cuerpo para aplacar los nervios, y amasé con mi lengua el vello rubio que lo protegía todo, y me sentía bien porque había llegado a la casa de los sauces como un simple ayudante en el jardín del Olimpo e iba a salir de allí habiendo probado la química de los dioses, y la diosa gritó tanto y con tan grande placer que me asustó, y entonces me incorporé para entrar en ella en la manera establecida por la naturaleza para varones y hembras, sean estas de alcurnia celestial o aquellos de mísera procedencia, pero la química balandrera y proletaria que se había estado revolucionando dentro de mí comenzó a fluir sin que yo pudiera retenerla y salpicó todo el cuerpo de Elena, y ella contempló con satisfacción cómo salía hasta la última gota, y dijo, mejor que haya sido así, y quiso probar cómo sabía y saboreó aquellas últimas gotas y dijo, sabe igual que el puré de remolacha, y mientras ella se relamía yo comencé a arrugarme, y como aquel había sido un tiempo de amor que se había movido deprisa, un tiempo donde no había existido el miedo ni había tenido cabida la soledad, pues las horas habían estado unas por encima de las otras y el medio día había degenerado hasta convertirse en media tarde). Y este amor -estos amores- primitivos y elementales (y disculpadme la extensión de las citas, pero la escritura de Argüelles es tan bella que no me resisto a transcribirlas íntegras) siembran ilusión pero también tristeza en el alma del chico, que conoce a la vez la plenitud de la pasión y el sufrimiento que conlleva la imposibilidad de alcanzar los sueños, y así crece, y así olvida (el dolor necesitaba mucho tiempo para quedar convertido en recuerdo), y así se hace adulto, y así, pese a todo, permanece encantado, alegre, eternamente asombrado, menos inocente, más sabio, conocedor ya de la derrota, del fracaso, de las heridas sentimentales, pero igualmente feliz.
 
Y esa felicidad rezuma también de las vidas de muchos de los personajes secundarios -otro gran logro de la novela, el poderoso dibujo de los caracteres-, pese a sus sinsabores, pese a las dificultades que sobrellevan, pese a la tristeza y el dolor que han experimentado en su a menudo sufriente paso por el mundo. Pero Fulgencio Argüelles logra transmitiros de nuevo una alegría contagiosa en el relato de sus existencias, en todos hay piedad, hay encantadora nostalgia, hay atisbos de vida plena, y hay, sobre todo, sueños e ilusiones que los llenan de energía expansiva y que nos impulsan, a nosotros los lectores, a la búsqueda exaltada de nuestras propias quimeras. Podríamos decir, en este sentido, que El palacio azul de los ingenieros belgas es un libro que mueve a la acción.
 
En este elenco de secundarios admirables destacan Eneka, el jardinero que obra como consejero del chico, con su optimismo primordial, con su saber inagotable, Eneka, emblema andante de la enciclopedia infinita, con su infatigable capacidad para contar historias, casado con dos musas. Y la abuela Angustias y su ristra interminable de refranes. Y el abuelo Cosme, con su secreta historia de amor, su pasión por la ingeniería, su giro radical a una vida en la que tras conseguir con esfuerzo el título de capataz y abrirse un porvenir en la casa de los belgas, lo abandona todo, se retira del mundo y se dedica a la cría de caballos, resguardado en un mutismo de décadas con el que esconderá la clave oculta de su sorprendente decisión. Y el ruso Basilio, permanentemente enamorado de la hija del practicante, y el revolucionario Alipio, y el violinista Caparina, y el cura Belio, y tantos más.
 
Y las muchas mujeres, ya mencionadas, la joven Elena, algo -sólo algo- rebelde al destino que como hija de los hacendados le han marcado sus padres, y la señora Geertghe, deambulando enloquecida en su palacio azul, perdida en los recuerdos de un pasado feliz que sólo al final de la novela conoceremos, y la criada Julia, acogedora y nutricia, cariñosa y maternal. Y por sobre todas ellas, la hermana, Lucía, un personaje redondo, de construcción magnífica, una mujer deslumbrante de la que uno se enamora a medida que la va conociendo, hermosa, fuerte, decidida, sensual, romántica, inteligente, sensible, soñadora (mirar aquellas revistas era como viajar por el mundo soñando. Se sentía atada a una vida que no era como las vidas que reflejaban las revistas), siempre hambrienta de poesía, viviendo su necesidad de que la vida fuera un poema.
 
Y como telón de fondo de las historias personales -aunque no como mero escenario, sino perfectamente integrada en la narración- la cuestión social, otro de los grandes temas del libro: las diferencias de clase, el alborozado advenimiento de la República (llegó adornada de cánticos, banderas y alborozos, y se reía y miraba hacia los cipreses del cementerio y hacia la torre de la iglesia descubriéndose uno de los pechos, lo hacía como por equivocación, dejando que el manto púrpura se deslizara provocativamente, y aquel pecho apretado se mostraba ante mis ojos debilitados y abiertos como el pecho blanco de las mimosas de la señorita Julia, como el pecho disimulado de los secretos de Aida, como el pecho divino de las mieles olímpicas de Elena, como el pecho tórrido de los incestos de mi hermana Lucía y como todos los pechos que mi complaciente cerebro podía imaginar y que alternativamente se iban situando ante mis ojos, y todo estaba perfumado por aquel pecho pétreo y grande de la República, que iba goteando fiesta), los conflictos del 34, el encono y el rencor. Una novela sobre el rencor, declara sobre su obra el autor en sus intervenciones públicas en conferencias y coloquios. Y ante el rencor, ante el odio de clase, ante la confrontación airada entre facciones progresivamente enloquecidas, Nalo, a caballo de ambos mundos, el proletario de sus orígenes humildes y el nuevo estatus adquirido tras su incorporación al palacio de los ingenieros y el trato con la señorita Elena, ofrece siempre la mirada afable, el espíritu animoso, la voluntad confiada, la esperanza alegre (El destino determinó que yo nunca fuera capaz de sentir rencor contra nada ni contra nadie).
 
Y así, afloran nítidamente en el libro las injusticias y desequilibrios sociales que constituyeron el caldo de cultivo para el intento revolucionario. Los propietarios belgas recibían en su palacio a exministros reaccionarios, médicos ilustres, catedráticos, escritores y militares, políticos socialistas, hombres de la industria y la economía, arqueólogos, pintores, actrices, una elenco variado de gentes de todo el espectro social aunque, en cualquier caso, individuos acomodados, privilegiados, favorecidos por la fortuna. Y enfrente los cuatro mil despedidos en las minas en el año 28, las condiciones inhumanas de vida de los obreros y campesinos, la explotación de los trabajadores ejemplificada en textos como el que ahora os ofrezco y por cuya extensión vuelvo a disculparme: La mayoría de los mineros y de los operarios de las fabricas conservaban aún su doble condición de obreros y campesinos, de asalariados que se resistían a convertirse enteramente en proletarios, y a los ingenieros les preocupaba esta circunstancia por el absentismo que ocasionaba, ausencias estacionales al trabajo con ocasión de siembras y recolecciones, accidentes provocados y enfermedades fingidas que servían de pretexto para, sin perder el empleo, dedicarse temporalmente a las labores ganaderas y agrícolas. El trabajo del obrero no ofrecía continuidad y por ello el operario no abandonaba la huerta ni se desprendía de las vacas o los cerdos porque sabía que sin ellos no comería cuando cerraran el pozo o lo despidieran del taller. Tampoco los nuevos trabajos ofrecían seguridad, y los accidentes eran frecuentes, muchos de ellos mortales, y traían la ruina a las familias, y las enfermedades se multiplicaban, sobre todo las respiratorias y los reumatismos, y también se incrementaron las inflamaciones callosas, antracosis, bronquitis y tuberculosis. Patronos e ingenieros, preocupados por la escasez de la mano de obra y por la baja calidad de la ya existente, comenzaron a elaborar estrategias encaminadas a favorecer la atracción de trabajadores foráneos, propiciar el abandono definitivo del campo en los obreros mixtos y elevar la productividad. Así se crearon los economatos para procurar una mejor alimentación que acrecentara la salud de los obreros, se levantaron viviendas de ladrillo cerca de los centros de trabajo para mejorar las condiciones higiénicas y obligar a los trabajadores a cambiar sus hábitos sociales, se construyeron escuelas para inculcar a los niños de las nuevas barriadas una educación religiosa y social mas acorde con los intereses patronales, se fundaron orfanatos para que el minero no bajara al pozo con el sentimiento de culpa de dejar a sus hijos huérfanos en caso de accidentes mortales, se edificaron iglesias y se emprendieron campañas contra el alcohol y las tabernas, se instituyeron cajas de socorros para cubrir algunos gastos médicos y atender a los imposibilitados y hubo quien empezó a plantear la necesidad de montepíos que garantizaran unas pensiones para cuando el obrero no pudiera trabajar como la única forma de conseguir continuidad en la mano de obra y evitar que muchos vecinos, aun viviendo en la escasez y la miseria, prefirieran embarcarse buscando la incertidumbre de las Américas antes que aceptar la evidencia de un trabajo inestable, peligroso, mal pagado, penoso e inhumano. Los patronos, apoyados por un clero adepto siempre al poder económico y por unos políticos que en la mayoría de los casos procedían de las grandes familias financieras e industriales, cuando no de la nobleza, y ayudados por las circunstancias de no contar aun con unos sindicatos fuertes que encauzaran y aprovecharan estas estrategias empresariales, adornaron sus nombres con un noble sentimiento de humanidad y filantropía, que en la mayoría de los casos no era mas que fría conveniencia, para procurar que tanto el obrero como su familia se hallaran convenientemente alimentados, vestidos, alojados y educados, para evitar revueltas y a la vez conseguir un trabajo mas productivo y eficaz, y así los señores poderosos iban haciendo de la hipocresía una virtud y los asalariados convertían sus iniciativas en agradecimiento. Unas condiciones que propiciaron el sueño (cómo iba a llevarse a cabo una revolución sin ilusiones) de regeneración de la República.
 
Y, para finalizar ya, ante esta multiplicidad de personajes, de peripecias, de acontecimientos, de enfoques, el libro encierra -de un modo silencioso, discreto, sutil, casi imperceptible- una decidida apuesta por la literatura. Contar, dar cuenta de lo vivido es la opción última de Nalo, que escribe en un momento del libro (recogiendo, a mi juicio, la voluntad misma, la justificación -pienso- de la vocación literaria del autor): Pensé que sería bueno adquirir la sabiduría necesaria para saber contar las cosas que ocurrían y fue aquella la primera vez que sentí deseos de escribir sobre todo lo que sucedía a mi alrededor y me asombraba, de ese forma un momento contado por mí se multiplicaría en tantos momentos como personas leyeran lo que yo hubiera escrito, pues escribir las cosas era como la máquina de multiplicar momentos. No resulta descabellado -insisto- hacer partícipe al propio Fulgencio Argüelles de estas intenciones narrativas de su criatura. Escribir es como la máquina de multiplicar momentos, de mejorar la existencia, de enriquecer nuestras vidas, de ampliar nuestros horizontes.
 
Y ese fin, nobilísimo y atrevido, desmesurado y valiente, ilusionado y soñador, lo alcanza con creces este El palacio azul de los ingenieros belgas, cuya lectura nos enternece y apasiona, nos conmueve y enfervoriza, nos alegra y nos emociona y nos impulsa y mejora nuestras vidas y nos hace felices. No dejéis de leerlo, disfrutaréis de unas horas inolvidables.
 
Como complemento musical os dejo Los corales que me diste, un tema -el único- que suena en la novela en la “voz” de Obdulia Álvarez, La Busdonga, figura mítica de la música folklórica asturiana, fallecida en 1960, y cuya versión no he podido encontrar en internet. Aquí lo interpreta Liliana Castañón en una interpretación por lo demás anodina, sólo interesante en tanto que pueda evocar -difícilmente- el universo del libro.

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