Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de octubre de 2014

JOHN BANVILLE. ANTIGUA LUZ
 
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy os saluda con una propuesta excepcional, un libro -siendo estrictos habría que hablar de toda “una literatura”- deslumbrante y magnífico, emocionante e intenso, conmovedor y muy inteligente. Y reparad en este último adjetivo porque, probablemente, sea esta -la de inteligencia- la noción que más se repita a lo largo de esta reseña. Y escribo el término con cautela y miedo porque en muchos lectores hablar de la inteligencia de una obra literaria suele provocar un rechazo inmediato, en la creencia de que tal concepto se corresponde con una escritura ardua, compleja, inextricable, pesada, densa, aburrida, agotadora, inasequible incluso. Y, por supuesto, no es así en este caso -ni en muchos otros- porque la novela de la que hoy quiero hablaros, aparte de penetrante y aguda, repleta de talento y sabiduría, de profundidad y genio, es, sobre todo, un libro que se devora con pasión, cuya prosa brillante nos atrapa sin remedio llevándonos de la mano casi sin esfuerzo hasta el final de la obra, proporcionando a cada línea altísimas dosis de placer literario, de manera que ante tan soberbia demostración de magisterio, el lector quiere, simultáneamente, avanzar sin demora en las páginas del libro, dejándose arrastrar sin resistencia por esa extraordinaria capacidad narrativa de su autor, por el caudaloso, el impetuoso río de su escritura formidable, y, a la vez, detenerse eternamente -haciendo la lectura inacabable-, recreándose en los gozos sin cuento que el texto proporciona. Porque es verdad que para disfrutar de tanta maravilla resulta indispensable releer de continuo frases y párrafos, saboreando cada palabra, cada metáfora fulgurante, cada descripción insólita, cada imagen inusitada, cada adjetivo sorprendente, cada comparación imprevisible e iluminadora, cada nuevo ángulo desde el que se nos da cuenta del más pequeño matiz de la personalidad de los personajes, que aparecen descritos con sutileza y hondura, con sagacidad, con perspicacia y extraordinario conocimiento de la naturaleza humana. En fin, una delicia...
 
Una delicia, sí, que aún no os he presentado tras un tan largo y entusiasta preámbulo. Estoy hablándoos de Antigua luz, la última novela publicada en España -hace más de dos años- por John Banville, el escritor irlandés que recibe estos días el Premio Príncipe de Asturias de las Letras siendo también reiterado candidato, desde hace tiempo, al Premio Nobel de Literatura. El libro lo edita en nuestro país Alfaguara en traducción de Damià Alou (que resuelve convincentemente una imagino que dificilísima labor con algunos despistes menores, como le gustaba hacerme de rabiar, una construcción a mi juicio incorrecta, o yo habría preferido que montaron en cólera, esta última, probablemente, sólo una errata tipográfica).
 
John Banville ya había aparecido en Todos los libros un libro en su otra personalidad literaria, Benjamin Black, el seudónimo con el que desde 2007 viene firmando una serie de novelas policíacas, también muy interesantes, y que os presenté aquí en verano de 2013. Pero bajo su verdadero nombre, el de su auténtica identidad “civil”, no os había hablado de él, y ello pese a que algunas de sus anteriores publicaciones como El libro de las pruebas (la primera de sus obras que conocí, hace quince años), Eclipse, Imposturas (dos novelas en las que aparecen algunos de los protagonistas de Antigua luz, aunque esa “presencia” anterior no impide ni lastra la lectura de la última), y sobre todo El mar, me entusiasmaron al leerlos en su momento, cuando vieron la luz en España.
 
Y creo -ahora que encaro la redacción de esta nota- que la razón última para que pese a mi pasión por la literatura de Banville no me haya “atrevido” hasta ahora a ofreceros una reseña sobre alguno de sus libros, tiene que ver, en efecto, con el atrevimiento, con una forma solapada de cobardía por mi parte. Siento que, en cierto modo, (me) resulta imposible escribir de la obra “seria” del irlandés (y no estoy diciendo con ello que sus novelas policíacas sean un mero divertimento, leed mis apreciaciones sobre Benjamin Black, “otro” escritor excepcional). Y ello por tres razones principales. Por un lado porque, como ya he anticipado, se trata de un autor demasiado inteligente (si es que es admisible asociar tal adverbio al adjetivo), leyéndolo tengo la impresión de que no puedo captar todo lo que sugiere o apunta, todo lo que “quiere decir” (o lo que yo creo que quiere decir), siempre me siento sobrepasado, con la permanente sensación de que “no estoy a la altura” de su para mí desmesurada capacidad intelectual (y ahora es quizá el adjetivo lo que pueda “rechinar”). Y ello -el sentirme “inferior” a un libro- resulta magnífico como lector, pues me obliga a “forzar” al máximo mis capacidades, me permite, en definitiva, aprender, pero es casi paralizante a la hora de escribir, por el exceso de exigencia que la brillantez del autor comentado impone a mi propia escritura. En fin, si Freud levantara la cabeza...
 
En segundo lugar, mis eventuales comentarios se me aparecen como absurdos, superfluos, prescindibles -y yo mismo impotente- ante la imposibilidad de dar cuenta de lo esencial de sus libros, que no es otra cosa -más allá del argumento (obviamente importante pero no sustancial)- que su estilo, su prosa envolvente, ese irrepetible modo de narrar que convierte cualquier intento de aproximación o síntesis o glosa o interpretación, en una vacuidad carente de sentido, casi en una ocurrencia banal.
 
Por último, me acomete ahora -en este mismo momento, mientras lucho conmigo mismo para intentar rescatar de mi cerebro desbordado unas cuantas ideas que puedan transmitiros siquiera un ligero atisbo de la excelencia de Antigua luz- un cierto cansancio, derivado de la pregunta que me asalta cuando avanzo aquí, en la redacción de mi texto en el papel: ¿para qué escribir la reseña, si en el fondo nada vais a sacar de ella, de nada os va a servir, nada voy a decir que pueda ofreceros apenas un ligero atisbo de lo que el libro es? ¿Por qué no detenerme ya, parar tanta frase inane y simplemente decir: “Dejad todo lo que estéis haciendo, id a comprar el libro y leedlo sin demora”? O mejor aún: ¡¡¡¡leed ya toda la obra de Banville!!!! (y acto seguido, humilde y resignado, callar, cerrando aquí mi comentario de hoy).
 
Y sin embargo, no será así, porque no me resisto aún a seguir proporcionándoos argumentos -me puede mi racionalidad, mi fuerza de voluntad- para convenceros de la necesidad -eso es esta nota, casi una conminación, un imperativo- de que leáis la novela. Y por ello, tras resumiros el núcleo central de su trama, quiero hablaros de modo sucinto de tres de sus grandes logros, ya tenuemente esbozados en mis palabras de presentación.
 
Alexander Cleave (ya conocido por el lector, al menos -que yo recuerde- desde Eclipse) es un actor de teatro que, algo al margen de los escenarios en sus últimos días en la profesión, vive encerrado en el desván de la mansión que comparte con su esposa Lydia -una sombra que surca la novela casi a través de alusiones fugacísimas e indirectas-, escribiendo sus recuerdos acerca de un episodio crucial de su pasado: la feliz y tormentosa, intensa y decisiva y compleja relación que mantuvo cincuenta años atrás, cuando él tenía quince, con Celia Gray que, veinte años mayor, era la obviamente casada madre de su compañero de colegio y mejor amigo, Billy. Simultáneamente, en el presente del actor, Cleave relata su primera incursión en el cine y quizá su último proyecto profesional: un papel protagonista en una película sobre la vida de Axel Vander, un problemático académico y escritor, un personaje algo oscuro que ya había sido protagonista en Imposturas. En el rodaje conoce a la atractiva estrella cinematográfica Dawn Devonport, con la que compartirá semanas de trabajo y confidencias. Además, en el relato del actor, un soliloquio genial de casi trescientas páginas, tiene una presencia fundamental la figura de Cass, su única hija, ausente desde hace ya una década de la vida de sus padres, pues puso fin a sus jóvenes días en un acantilado de la costa italiana en un episodio no del todo aclarado y desconcertante para sus progenitores, que aún soportan el impacto de un hecho tan desgraciado (circunstancia decisiva también en el argumento de ese anterior Imposturas).
 
El primer elemento notable del libro, sobre el que quiero llamaros la atención, tiene que ver con la estructura de la obra, que yo calificaría de “difusa” (en un sentido positivo, en tanto evanescente e inaprensible por su compleja y esmerada construcción). Cleave se desplaza en el tiempo al albur de sus recuerdos, en un juego de idas y venidas en el que la remembranza de su experiencia adolescente -que ocupa el centro y constituye el “tema” principal del libro- se imbrica con los pormenores de la relación que establece en el presente con la actriz, fluye en conexión con la nostálgica rememoración de la figura de su hija y la indagación en los motivos que pudieron llevarla al suicidio, y todo ello con los breves apuntes -a veces una frase, apenas un par de palabras- con los que da cuenta de la presencia en su vida -ya he dicho que algo fantasmal- de su mujer, Lydia, un enigma.
 
Pero es que, además, estos recuerdos -que ya en sí mismos, por el carácter vagaroso consustancial a su naturaleza, resultan de difícil concreción: ¿cuánto hay de verdad y cuánto de invención en esa nuestra existencia recreada en el recuerdo?- aparecen conscientemente difuminados por las dudas y los titubeos del narrador, que de manera constante cuestiona la fiabilidad de su memoria (mi memoria, con su lamentable afición por la falacia patética...), y advierte de los engaños que el irremisible y devastador paso del tiempo induce en nuestras mentes. El Tiempo y la Memoria son una quisquillosa empresa de decoradores interiores, siempre cambiando los muebles y rediseñando y reasignando habitaciones, escribe. Y es, por cierto, en esta permanente y a la vez imposible presencia del pasado en nuestras vidas (por cuanto lo modificamos al “revivirlo”) donde podemos encontrar el sentido último de la “antigua luz” del título del libro, que, más allá de una mención indirecta y creo que menor a la servidumbre de luces (ancien light en inglés), una figura del derecho civil, tiene que ver con el hecho conocido -que un también algo fantasmagórico personaje de la novela, el argentino Fedrigo Sorrán (anagrama de Rodrigo Fresán, el escritor también argentino, una no tan velada cita de Banville), hace notar Cleave- de que la luz de las estrellas es un destello que da cuenta de una realidad quizá inexistente y en cualquier caso pasada, y que no sólo eso sino que hasta la luz que es la imagen de mis ojos -dice el argentino- tarda un tiempo, un tiempo ínfimo, infinitesimal, pero un tiempo, en llegar a los suyos, y por eso, allí donde miremos, por todas partes, estamos mirando el pasado.
 
Por otro lado, la voz que habla -que es, no se olvide, la de un actor, y por tanto algo impostada- pone de continuo distancia entre los detalles de la realidad vivida (supuestamente) y su “actualización” siempre algo reconstruida, embellecida, en suma ficcionalizada. Si a ello añadimos todo el juego de espejos que supone el trasvase de personajes de un libro a otro, junto al hecho de que el autor de la obra que constituye la base para la filmación de la película que Alexander protagoniza es un tal JB, en otro guiño que no parece descabellado considerar consciente del propio John Banville, y le sumamos algunas otras muestras de cuestionamientos y ocultaciones, de resonancias y ambigüedades, de reflejos e incertidumbres y velos (todos ellos minuciosa y refinadamente “fabricados” por el inmenso y perfeccionista talento del irlandés), el resultado es una “divagación” magistral, un relato nebuloso, envuelto en brumas, que ocultan y a la vez muestran una realidad -como la vida- muy rica, muy compleja, no clausurada en una visión unívoca y rígida, abierta por el contrario a decenas de sugerencias, y por ello en el fondo inatrapable, imposible de reducir a una fórmula, a algunas ideas, a unas cuantas certezas. Tengo la impresión de que muevo en el desconcierto, me muevo inmóvil, como el héroe desafortunado y bobo de un cuento de hadas, enredado en los matorrales, obstaculizado por las zarzas, dice el narrador en una metáfora de la escritura y de la existencia (la suya propia y la de cualquier mortal). Y precisamente la soberbia construcción de ese desconcierto, de ese imposible intento de “fijar” el pasado, (La invención del pasado es, precisamente, el título del libro del ambiguo JB que inspirará la película que rueda nuestro actor), del carácter desgraciadamente incierto de nuestros recuerdos, es uno de los grandes logros del libro.
 
Como lo es también la insuperable capacidad de penetración de John Banville, su rigor en la expresión de las emociones y los sentimientos humanos, su profundidad psicológica -como ya he dicho- y su talento para la indagación en los recovecos más íntimos de sus personajes. El amor, la pasión, el erotismo y el sexo -la narración del descubrimiento inicial, de la atracción posterior, del consiguiente enamoramiento, de los reiterados encuentros, de los avances y los obstáculos, de los arrebatos y los miedos que puntean la relación entre el joven Alexander y la fascinante Celia Gray es siempre sutil y deslumbrante, dulce y arrebatadora, emotiva y excitante, lírica y atrevida-, pero también la muerte, el paso del tiempo, la identidad, la ya mencionada imposibilidad de una memoria fiel, la soledad, son algunas de la cuestiones que sobrevuelan la obra, pero no en abstracto sino encarnadas en las vivencias, las reflexiones, las perplejidades, las dudas, el desconcierto de sus personajes. En los libros de John Banville yo encuentro siempre una espléndida plasmación de “lo que sabemos pero no sabemos decir”, es decir lo que nos constituye pero que resulta impreciso, de difícil aprehensión, de casi imposible verbalización, lo, en cierto modo, “inefable” de la existencia humana, pero que él es capaz -con su talento literario; de nuevo la mención a su inteligencia- de formular de un modo esclarecedor. Pero es que además -y ese es el elemento que lo diferencia de la mayor parte de los escritores, lo que lo hace fuera de serie, una de las razones que justifican su postulación para el Nobel-, en sus libros aparece incluso “lo que ni siquiera sabíamos que sabíamos de nosotros mismos”, el descubrimiento de -si exagero ligeramente- la más profunda verdad que se esconde en nuestras almas.
 
Y esta capacidad de desvelar los más recónditos entresijos de la sensibilidad, del pensamiento, de la personalidad humana, la desarrolla Banville a través de un uso sobresaliente, único, del lenguaje. Por un lado, pocos escritores actuales manejan un léxico tan amplio y versátil, tan dotado para captar el matiz, para ajustarse con precisión de orfebre a la realidad descrita. En Antigua luz me he visto obligado con frecuencia a recurrir al diccionario dada la profusión de términos a los que -sin esa consulta- sólo una intuición aproximativa podía otorgar significado conocido. Vocablos como pulverulenta, icor, falordia, rámeos, obduración, estadizo, guad, fetor, sofistería, fermata, efulgencia, poterna (ah, cómo me gustan las palabras antiguas, cómo me consuelan, dice en un momento el narrador) y tantos otros similares pueblan el libro provocando simultáneamente en el lector sorpresa y admiración por la riqueza verbal de Banville (y no se trata -creo- de un mero elegante y artificial ejercicio de impostura narcisista y algo infantil, del tipo “fijaos qué culto soy que hasta escribo con términos que a ti, lector común, te van a acomplejar”, sino, una vez más, de la inteligencia de un autor que “necesita” un más amplio lenguaje para describir una realidad que su portentosa lucidez percibe con mayor sutileza y profundidad -con más aristas, con más facetas, con más detalles- que el común de los mortales) y estimulante envidia por el extraordinario talento literario del autor.
 
Pero, siendo llamativa esta desbordante panoplia de recursos léxicos, lo que define la literatura de nuestro autor es -ya se ha dicho- lo portentoso de su estilo, de su prosa musical y refinada. En casi todas las entrevistas periodísticas a John Banville que he leído -en todas, en realidad- el escritor acaba mencionando su obsesión fundamental por el “modo de contar” más que por “lo que se cuenta”. La escritura me mantiene atado al escritorio tratando de redactar la frase perfecta. La frase es el mayor invento de la civilización humana, ha dicho. Y también: La escritura es mucho más importante que la vida. O de modo aún más explícito: El estilo y la estructura son la esencia de un libro, las grandes ideas son estupideces. Y ciertamente son decenas los ejemplos -mis notas de lectura se desbordan en este apartado- de opciones estilísticas desconcertantes, de brillantísimos recursos verbales, de construcciones inesperadas, de metáforas atrevidas, de imágenes esclarecedoras, de comparaciones y paralelismos iluminadores, de adjetivación refulgente, de, en suma, infinidad de sobresalientes hallazgos expresivos que inundan la novela dando cuenta de ese deliberado propósito de perfeccionismo literario de su autor. Llegado como estoy al final de mi reseña os mostraré tan sólo una breve muestra de ellos. Así describe el Alexander niño sus sentimientos tras su primera experiencia sexual con la turbadora señora Gray: La lluvia había cesado un rato antes, pero en aquel momento otro chaparrón comenzó a tintinear contra la ventana que había sobre la cama, vi cómo las espectrales gotas impulsadas por la lluvia temblaban y se deslizaban sobre el grisáceo cristal empañado. Pensé, con algo parecido a la pena, en las ramas mojadas de los cerezos y su relucir negro, y en las flores empapadas que caían. ¿Era eso estar enamorado, me pregunté, ese repentino y plañidero viento que te atravesaba el corazón? O esta breve reflexión: El gélido aire de finales de otoño, que olía a humo y mostraba un matiz bronce tras los árboles lejanos, resultó un bálsamo para nuestras frentes palpitantes. O esta imagen fulgurante: ¿Recordáis cómo era abril cuando éramos jóvenes, esa sensación de líquida impetuosidad y el viento extrayendo cucharadas azules del aire y los pájaros fuera de sí en los árboles que ya habían echado brotes? O esta descripción, meticulosa y precisa, detallada y genial, de la piel “inaugural” de Celia Gray: Un recuerdo de ella, una imagen repentina aparecida de manera espontánea, fue lo que me hizo emprender trastabillando el vericueto de la Memoria. Algo que llevaba, llamado media combinación, creo -sí, de nuevo prendas interiores-, una especie de falda resbaladiza de color salmón, de seda o nailon, que cuando se la quitaba dejaba un verdugón de color rosa allí donde la tira elástica había presionado la carne plateada y flexible de su vientre y costado, y, aunque menos discernible, también en la espalda, por encima de su culo maravillosamente túrgido, con sus dos profundos hoyuelos y esos dos trozos de carne gemelos y un tanto rasposos de debajo, allí donde se sentaba. Ese círculo rosado que rodeaba su cintura me excitaba muchísimo, pues sugería un tierno castigo, un exquisito sufrimiento -yo pensaba en el harén, sin duda, de huríes marcadas y cosas así-, y me echaba con la mejilla reposando en su cintura y poco a poco, con el dedo, recorría aquella arruga, y mi respiración agitaba los relucientes pelos oscuros que había en la base de su vientre y en mi oído resonaban los tins y plofs de sus tripas en su incesante labor de transubstanciación. La piel siempre estaba más caliente en esa senda estrecha e irregular dejada por la tira elástica, en cuya superficie la sangre se agolpaba de manera protectora. También sospecho que saboreaba la blasfema insinuación de corona de espinas que era aquello. Pues lo que hacíamos juntos siempre estaba dominado por una leve, muy leve, y enfermiza religiosidad. Y centenares -literalmente- de ejemplos más (el largo texto que os dejo como cierre es otra excelente prueba de la maestría de Banville), hasta el punto de que, de nuevo -pero ahora de modo definitivo-, y sumido en la impotencia, abandono cualquier intento de seguir hablando del libro, interrumpo aquí mi reseña y vuelvo a exigiros: ¡¡¡No dejéis pasar esta maravilla!!! ¡¡¡ Leed Antigua luz, la por ahora última novela de John Banville!!! Y cuando la hayáis terminado... ¡¡¡volved a leerla una y otra vez!!!
 
Como complemento musical a mi comentario, y a propósito del asunto central del libro -la relación entre el adolescente y la mujer casada- os dejo “la” canción por excelencia vinculada al tema: Mrs. Robinson, de Simon & Garfunkel.
 
 
Así que allí estoy, inmóvil delante de esa puerta, mirando fijamente en ángulo hacia ese espejo de cuerpo entero, colocado, de manera improbable, en la parte exterior de la puerta que se abría hacia dentro. Al principio no me di cuenta de lo que veía. Hasta ese momento, el único cuerpo que había visto de cerca era el mío, y tampoco conocía de una manera especialmente íntima esa entidad todavía en desarrollo. No estoy seguro de cómo esperaba que sería una mujer sin ropa. Sin duda lo había estudiado ávidamente en las reproducciones de pinturas clásicas, me había comido con los ojos a esa mujer vestida a la antigua de muslos sonrosados, representada por algún pintor clásico rechazando a un fauno, o a alguna matrona clásica entronizada con toda pompa en medio de, en feliz expresión de Madame Geoffrin, un fricandó de niños, pero sabía que incluso las más desnudas de esas fornidas figuras, con sus pechos en forma de embudo y sus deltas perfectamente calvos y sin ranuras, ofrecían una representación de la mujer en pelotas que distaba mucho de ser naturalista. En la escuela, de vez en cuando una sucia y antigua postal pasaba torpemente de mano en mano bajo el pupitre, pero normalmente el daguerrotipo de una cocotte que enseñaba algún fragmento de carne desnuda quedaba oscurecido detrás de manchas de dedos y una filigrana de arrugas blancas. De hecho, mi ideal de mujer madura era la dama de Kayser Bondor, una belleza de cartulina recortada de un palmo de altura apoyada en el mostrador de corsetería de la mercería de la señorita D’Arcy, al final de nuestra calle Mayor, ataviada con un vestido color lavanda que exhibía el borde de una combinación excitantemente casta por encima de unas deliciosas piernas larguísimas enfundadas en unas medias de nailon de quince deniers, una esbelta sofisticada que aparecía de manera imperiosa, en medio de un frufrú, en muchas de mis fantasías nocturnas. ¿Qué mujer mortal podía compararse con esa presencia, con ese majestuoso porte?
 
La señora Gray en el espejo, en el espejo reflejado, estaba en pelotas. Sería más galante decir que estaba desnuda, lo sé, pero en pelotas es la expresión. Tras un instante de confusión y sorpresa me llamó la atención el aspecto granuloso de su piel -supongo que debía de tener la piel de gallina, allí de pie-, y su brillo amortiguado, como el lustre del filo de un cuchillo empañado. En lugar de los tonos de color rosa y melocotón que había esperado -Rubens es en gran parte responsable de ello-, su cuerpo, de manera desconcertante, mostraba una variedad de tonos apagados que iban del blanco magnesio al plata y al estaño, un matiz mate de amarillo, ocre pálido, e incluso una especie de verde en algunos lugares y, en los recovecos, una sombra de malva musgoso.
 
Lo que se me presentaba era un tríptico de ella, un cuerpo como desmembrado, o, diría más bien, desmontado. El panel central del espejo, es decir, el panel central del espejo del tocador, si eso es lo que era, le enmarcaba el torso, los pechos y el vientre y esa mancha oscura de abajo, mientras que los paneles de ambos lados mostraban sus brazos y sus codos, flexionados de manera extraña. Había un solo ojo, en algún lugar de la parte de arriba, que me miraba fijamente desde mi misma altura con un atisbo de desafío, como si dijera: Sí, aquí estoy, ¿qué piensas hacer conmigo? Entiendo perfectamente que este revoltijo es inverosímil, si no imposible: para empezar, tendría que haber estado colocada muy cerca y justo delante del espejo, de espaldas a mí, para que yo pudiera verla reflejada de ese modo, pero no lo estaba, sólo su reflejo lo estaba. ¿Cabía la posibilidad de que se encontrara un poco más lejos, al otro lado de la habitación, oculta en el ángulo de la puerta abierta? Pero en ese caso no se la habría visto tan grande en el espejo, habría parecido más lejana y mucho más pequeña. A no ser que los dos espejos, el que estaba en el tocador, en el que se reflejaba, y el de la puerta, que reflejaba su reflejo, produjeran al combinarse un efecto lupa. No lo creo. Sin embargo, ¿cómo puedo explicar estas anomalías, estas improbabilidades? No puedo. Lo que he descrito es lo que aparece en el ojo de mi memoria, y debo contar lo que veo. Posteriormente, cuando le pregunté, la señora Gray negó que tal cosa hubiera ocurrido, y dijo que debía de tomarla por una auténtica fresca -fue la palabra que utilizó- si imaginaba que se exhibiría de esa manera ante un desconocido en su casa, y encima un muchacho, y además el mejor amigo de su hijo. Pero mentía, estoy convencido de ello.
 
Eso fue todo lo que hubo, ese brevísimo atisbo de una mujer fragmentada, y enseguida seguí caminando por el pasillo, trastabillando, como si alguien me hubiera dado un fuerte empellón en las lumbares. ¿Qué?, gritaréis. ¿Podemos llamar a eso un encuentro, un escarceo? Ah, pero imaginad la tormenta que bulle en el corazón de un muchacho después de tal licencia, de un gesto tan conciliador. Y sin embargo, no, no fue una tormenta. Yo no estaba todo lo impresionado ni inflamado que debería. La sensación más intensa era de serena satisfacción, como la que puede sentir un antropólogo, o un zoólogo, que por una feliz casualidad, de manera totalmente inesperada, divisa una criatura cuyo aspecto y atributos confirman la teoría referente a la naturaleza de toda una especie. Ahora sabía algo que sabría siempre, y si os burláis y decís que después de todo no es más que el conocimiento de cómo era una mujer desnuda, lo único que demuestra eso es que no recordáis lo que es ser joven y anhelar tener experiencias, anhelar lo que comúnmente llamamos amor. Que la mujer no se hubiera arredrado ante mi mirada, que no hubiera corrido a cerrar la puerta y ni siquiera hubiera levantado una mano para cubrirse, no me pareció ni descuido ni descaro, sino algo extraño, o, mejor dicho, muy extraño, y algo que merecía una profunda y prolongada reflexión.
 

No hay comentarios: