Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de octubre de 2014

LOUIS BARTHAS. CUADERNOS DE GUERRA (1914-1918)
 
Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más al espacio de literatura de Radio Universidad de Salamanca. Cada semana, en Todos los libros un libro, os ofrecemos una propuesta de lectura, siempre interesante, con la intención de facilitaros la elección de un libro entre el aluvión de publicaciones que se ofrecen en nuestro algo delirante mercado editorial, que ronda la cifra de 70.000 nuevos títulos cada año.
 
Un ejemplo muy indicativo de esa desmesurada oferta, que desborda cualquier posibilidad humana de acceder siquiera a una mínima parte de lo que se edita, nos lo da la avalancha de libros que, con ocasión del centenario de la Primera Guerra Mundial, han inundado las librerías en estos últimos meses. Como sabéis, el 28 de julio de 1914 dio comienzo una contienda salvaje y brutal, devastadora y atroz, bárbara y muy cruenta -todas lo son-, con un cómputo final de más de nueve millones de muertos sólo entre los contendientes, sin contar civiles. El desencadenante que propició el comienzo de las hostilidades fue -como es sabido y ha sido recordado profusamente por los medios de comunicación- el asesinato en Sarajevo del Archiduque Francisco Fernando de Austria por Gavrilo Princip, el jovencísimo nacionalista serbio incapaz de prever, en su acto impulsivo, las horribles consecuencias de su acción. Decenas de países -Francia y Alemania como principales potencias enfrentadas- se vieron involucrados en la inhumana y cruel conflagración. Por diversas razones -la celebración de los setenta años del desembarco en Normandía, las vacaciones veraniegas, otras exigencias en la emisión- no me ha sido posible hasta hoy abrir este espacio a algunas publicaciones vinculadas al sangriento conflicto bélico de entre las decenas que, como digo, han henchido en este año los anaqueles de las librerías. Y ahora quiero paliar este retraso con unas cuantas reseñas -las que se corresponden con siete semanas, dos meses casi completos de “recordatorios” literarios de la Gran Guerra- centradas en textos -de toda índole: diarios, novelas, pequeños ensayos y hasta cómics; de orígenes diversos: Francia, Alemania, Estados Unidos; de diferentes épocas: contemporáneas a los combates, inmediatamente posteriores a los mismos o muy recientes y actualísimas- que tienen como tema central aquellos dolorosos e inolvidables -tristemente inolvidables- episodios. Estos comentarios, de los que hoy os ofrezco la primera muestra, se articulan -dos antes y cinco después- en torno a un eje central, también significativo, el 11 de noviembre, pues en tal fecha, en 1918, se firmó el armisticio que puso fin a cuatro años de feroz batalla. Además, incluso en el trascurso de 2015, seguiré ofreciéndoos alguna otra interesante referencia de lectura relacionada con el trágico episodio histórico.
 
La primera aproximación a la terrible guerra que ahora os propongo es un libro-documento, podríamos decir, pues a diferencia de la mayor parte de los textos que aquí aparecerán en las próximas semanas no se presenta tocado por la “magia” de la ficción literaria. Se trata de Cuadernos de guerra, escrito por Louis Barthas y publicado este año por la editorial Páginas de Espuma en traducción del argentino Eduardo Berti (una condición ésta, la “argentinidad” del traductor, que aflora en algunas ocasiones en el texto, con opciones expresivas más propias del país austral que de nuestro castellano habitual; además, muchas veces Berti se deja llevar por el juego del “falso amigo” y traduce reiteradamente quitter (dejar, abandonar) por un literal y erróneo quitar, como en Quitamos Maroeuil a las once de la mañana, o Debíamos quitar Bethancourt a las seis de la tarde; igualmente ocurre con la expresión s’emparer, apoderarse, que aflora nítida y equivocadamente en Cierta noche en la que se empararon de Saint-Brieuc, o destination, destino, mal trasladada en No bien llegásemos a nuestra destinación, entre otros ejemplos menores en una traducción por lo demás eficaz). El libro cuenta con un estupendo prólogo de Rémy Cazals, historiador y profesor emérito de la Universidad de Toulouse.
 
Louis Barthas fue un simple y modesto tonelero francés, nacido en 1879. Hijo de una madre costurera y un padre a su vez tonelero, vivió los primeros treinta y cinco años de su vida en una relativamente plácida existencia cerca de su lugar natal en un Departamento de la Francia meridional. Sin haber accedido nunca a la escuela secundaria, se mostraba inquieto intelectualmente e interesado por la cultura, beneficiándose en ese ámbito de la amistad -que había nacido en la infancia- de Léon Hudelle, universitario y jefe de redacción de un periódico regional. Casado y con dos hijos, comulgando con los valores cristianos, dirigente local del Partido socialista, de ideas pacifistas y talante antimilitarista, es movilizado en agosto de 1914, destinado inicialmente -dada su edad “provecta” para la época- al ejército reservista. No obstante, pronto fue enviado al frente, en donde permaneció, tras muchas idas y vueltas, evacuaciones y retornos a la primera fila de batalla, cortos períodos de permisos (y alguno más extenso, causado por su absoluta extenuación, en los diez meses finales de su participación en la guerra) y vicisitudes diversas, hasta el 14 de febrero de 1919, día -evocado en el fragmento que os ofrezco como colofón a esta reseña y con el que se cierra el libro- en que queda absolutamente liberado de sus obligaciones militares. En esos cincuenta y cuatro largos meses, Barthas -movido por un espíritu reivindicativo y militante, que le lleva a reaccionar contra la propaganda y las mentiras de quienes iniciaron, acometieron y alentaron la disparatada contienda- afronta la tarea de dejar constancia fiel de su experiencia -como testigo privilegiado- en el frente de guerra, en las expuestas y casi siempre endebles trincheras, en el campo de batalla, también en la retaguardia, en los momentos de descanso, en las jornadas de tregua. Durante ese tiempo -del 2 de agosto de 1914, fecha de la primera entrada, al mencionado 14 de febrero de 1919 en que finaliza su escritura- redacta su testimonio del horror en diecinueve cuadernos de cien páginas (hasta completar un total de 1.732). Tras diversas peripecias -a las que no fue ajeno el propio prologuista de la obra, que conoció los manuscritos y propició su publicación (pasados a limpio y vueltos a redactar por el propio autor, ya en su hogar, acabada la guerra, a partir de los originales, cubiertos de lodo y mordisqueados por las ratas)- los Cuadernos de guerra, “el Barthas”, como pasaron a ser conocidos, vieron la luz en Francia, aligerados en su extensión, en 1978, obteniendo una extraordinaria repercusión. Desde entonces, han aparecido numerosas reediciones hasta llegar a este 2014, en el que la celebración del centenario del inicio de la guerra los ha devuelto a la actualidad y ha provocado -el libro ya convertido en un clásico que se estudia en las escuelas del país vecino- su traducción a numerosas lenguas a las que hace unos meses se ha sumado la española.
 
Dejadme destacar -ante la imposibilidad de sintetizar el contenido de sus 645 intensas páginas- dos aspectos a mi juicio esenciales del libro. El primero hace referencia al enfoque, a los postulados ideológicos, a las tesis que sostiene en sus “apuntes” Louis Barthas, de un modo con frecuencia explícito, y en cualquier caso aflorando siempre indirectamente en la descripción de las gentes y los lugares, de las situaciones y los acontecimientos con los que se encuentra en sus cuatro largos años en contacto con la infernal locura bélica. Barthas era, como ya se ha dicho, antibelicista por convicción, y ello le lleva a trufar su texto de continuos alegatos en contra del sinsentido y la brutalidad de la guerra. Son constantes las alusiones a la torpeza, la insensibilidad -y aun más, al cinismo- de los mandatarios que enviaron a tantos hombres al infierno y la muerte; cualquier ocasión le parece oportuna al concienciado tonelero para constatar los desmesurados y burdos y mezquinos intereses económicos a los que la contienda beneficia -desde las empresas de armamentos hasta las de estufas, desde los negocios centrados en la ropa hasta los de alimentación; todos ellos creciendo, y sus responsables medrando, con la guerra-; con frecuencia, Barthas se muestra airado ante el carácter despótico de los mandos, la sumisión cobarde de los soldados que aceptan silenciosos su condición de carne de cañón, los absurdos e ineficaces protocolos militares, las prácticas inútiles, las maniobras sin sentido, los ejercicios repetidos y carentes de contenido, las órdenes arbitrarias que ponen en peligro inútilmente las vidas de inocentes con la vana excusa del Honor, la Patria, la Gloria, todas esas mayúsculas. Contrario a la vacía parafernalia militar, a la exaltada retórica bélica, a los tronantes clamores de las marchas guerreras, a la fatua soberbia de los superiores que desprecian a sus subordinados -los “peludos”, como se llamó en Francia a los soldados de a pie en la Primera guerra-, el lúcido pacifista denuncia en sus Cuadernos las condiciones inhumanas en que deben combatir sus compañeros y él mismo (atenazados por el frío, hambrientos, agotados por el cansancio y la falta de sueño, consumidos por las enfermedades, sufriendo atrozmente el dolor de sus heridas, aterrados -en ocasiones hasta la locura- por la siempre inminente posibilidad de la mutilación o la muerte) mientras tenientes, capitanes, generales, todo tipo de oficiales, esperan el resultado de las operaciones de campaña en sus cómodos refugios, preservan sus vidas entre ataque y ataque en las acogedoras casas de los civiles huidos, rodeados de sus confortables muebles, nutridos por sus agradecidas despensas y satisfechos, a veces, por la servicial entrega de los cuerpos de las jóvenes lugareñas. Ante tal escandalosa injusticia, Barthas pondera en cambio las virtudes del compañerismo, los valores sencillos de un cristianismo primitivo: el camarada que renuncia a su escueta ración en beneficio de alguien más necesitado que él, la solidaridad elemental entre seres que sufren, la genuina rebeldía ante un poder ciego e inclemente que condena a una muerte horrible a millones de pobres indefensos. Y como síntesis y ejemplo especialmente significativo de este humanismo pacifista que inspira al autor resulta ilustrativo, casi un emblema -y de una emoción que conmueve-, el relato de una situación vivida en diciembre de 1915, cuando los soldados de los dos ejércitos enfrentados, ante el intempestivo diluvio que anega sus posiciones, interrumpen espontáneamente las hostilidades y contra la voluntad de sus jefes confraternizan con alegre camaradería y espíritu esperanzado:
Al día siguiente, 10 de diciembre, en diversos puntos de la primera fila los soldados debieron salir de las trincheras para no ahogarse en ellas; pudo verse, entonces, este singular espectáculo: dos ejércitos enemigos, frente a frente, sin dispararse ni una sola bala.
Una misma mancomunidad de sufrimientos aproxima a los corazones, hace que se fundan los odios y que nazca simpatía entre las personas que sienten mutua indiferencia o, incluso, que son adversarios. Los que niegan algo así no entienden nada de la psicología humana.
Franceses y alemanes se contemplaron, vieron que eran humanamente iguales, se sonrieron, intercambiaron unas frases, se estrecharon las manos y compartieron el tabaco, un poco de café o de alcohol
¡Ay, si hubiésemos hablado el mismo idioma!
Un día, un diabólico alemán se trepó a un montículo y profirió un largo discurso del que sólo los alemanes entendieron el significado de las palabras, pero del que nosotros entendimos el sentido general, pues entre gestos de rabia partió en dos su fusil contra el tronco de un árbol. Unos aplausos estallaron a ambos lados de las trincheras y empezó a oírse “La Internacional”.
Ay, si ustedes hubieran estado allí observando aquel sublime espectáculo, reyes dementes, generales sanguinarios, ministros obnubilados, periodistas vociferadores de muerte, patriotas de retaguardia.
Pero no alcanzaba con que los soldados se negasen a combatir; era imperioso que se rebelaran contra esos monstruos que los empujaban a pelear los unos contra los otros y a matarse como bestias. Mientras no lo hiciéramos, ¿cuánto tiempo más duraría la matanza?
 
Por otro lado, y más allá de esta mirada “externa”, del análisis y la reflexión teóricos, del juicio crítico, de la actitud moral, el libro es indispensable en un primer plano meramente descriptivo, más elemental -nada intelectualizado, pues, nada “ideologizado”-, y extraordinariamente valioso en tanto contiene una muy nítida “imagen” (en sentido metafórico, aunque en el volumen editado en nuestro país se incorporan numerosas representaciones gráficas del propio Barthas y de los escenarios de la guerra), una descripción minuciosa y exacta, descarnada y por ello de inestimable valor, de la “verdad” de la Primera Guerra Mundial. Siguiendo con el símbolo iconográfico, podríamos decir que Cuadernos de guerra “fotografía” el horror que supuso la lucha en las trincheras en el estancado frente occidental, en Verdún, en el Somme, en Champagne.
 
Son decenas los pasajes en que acompañamos a Barthas por los escenarios más “expuestos” de la guerra y es por ello imposible trasladaros siquiera una mínima impresión de la multitud de escenas escalofriantes, pavorosas, que su prosa “objetiva” nos describe, con una desnudez dramática, desprovista de “filtros”, carente de cualquier paliativo que pudiera edulcorar la realidad de unos hechos abominables, sobrecogedores, trágicos. Baste decir que uno sale de la lectura de estos diarios horrorizado ante la angustiosa sucesión de trincheras inundadas y gélidas, siempre a punto de su desmoronamiento asesino; de atosigantes charcos de lodo en los que los cuerpos se hunden salvo que una fuerza sobrehumana, que no se sabe de dónde sacan los combatientes -el instinto de vida-, los salve por unos minutos; de ejércitos de ratas que buscan su alimento sin distinguir entre los restos de cadáveres y las provisiones de comida, entre los macutos de los soldados y los ateridos e insensibles miembros de estos; de miríadas de pulgas y chinches y parásitos de todo tipo que se ensañan con los combatientes y minan su voluntad; de cuerpos mutilados, heridas sanguinolentas, hombres -muchas veces casi niños- que agonizan en el barro, cubiertos de sangre, entre gritos y lamentaciones; de caballos desventrados por la acción de los obuses; de gases mortíferos que invaden las galerías, de balas que silban por doquier, de una artillería que no cesa, de relampagueantes nidos de ametralladora, de bombas y granadas, minas y morteros, de explosiones continuas, de esquirlas de metralla que ciegan una vida en un segundo, de toneladas de tierra desplazada por los bombardeos que sepulta escuadrones enteros, de sanguinarias alambradas de espino que impiden los avances, y de lluvia inclemente y noche y frío y sueño y hambre y sufrimiento y miedo, el miedo a un muerte que se lleva a compañeros y amigos, que acecha tras el próximo estallido, tras la nueva ráfaga mortífera, tras otro ataque con gases, tras el enésimo raid de la aviación enemiga, tras el lanzamiento del último obús cuyo impacto devastador es anticipado por el siniestro y ominoso silbido que aterroriza segundos antes de la definitiva extinción. El horror.
 
Excepcional aunque tremebundo documento histórico, irreprochable alegato antibélico, este Cuadernos de guerra de Louis Barthas es un libro indispensable que no puedo dejar de recomendaros con la mayor pasión, pese, insisto, a su crudeza, a su lúcida y por ello espeluznante sinceridad, a su elogiable condición de testimonio valiente, fidedigno y veraz de la locura que encierran todas las guerras.
 
Inequívocos aires militares respira La Madelon, la canción con la que cierro esta reseña. Mencionada en el libro, y muy escuchada durante la contienda, os la ofrezco aquí con un fondo de imágenes de postales relativas a los “peludos”, los pobres soldados franceses de a pie de la Primera Guerra Mundial. Y es que según datos de Mission Centenaire 14-18, una comisión que coordina el centenario, combatientes y familiares intercambiaron en los años que duró la guerra 10.000 millones de cartas y postales.
 
 
Por fin, el día tan deseado llegó para mí. Fue el 14 de febrero de 1918.
Ese día, en Narbona, tras múltiples formalidades impuestas a los desmoralizados [no tengo ocasión de comprobar mi intuición confrontando la obra original, pero mucho me temo que el traductor ha escrito desmoralizados cuando -dado el contexto- quizá la expresión original sea desmovilizados] y tras pasar por una serie de despachos, un sargento chupatintas me tendió mi hoja de liberación y me dijo esa frase que yo esperaba con más impaciencia que la llegada del Mesías: “Queda usted libre”.
¡Era libre, sí, tras cincuenta y cuatro meses de esclavitud! Escapaba al fin de las garras del militarismo, por el que sentía un odio feroz.
Este odio se lo inculcaré a mis hijos, a mis amigos, a toda mi gente cercana. Les diré que la Patria, la Gloria, el honor militar y los laureles no son más que palabras huecas destinadas a ocultar todo lo horrible, lo espantoso y lo cruel que hay en una guerra.
Para mantener la moral a lo largo de esta guerra, para justificar la guerra, se mintió cínicamente diciendo que luchábamos tan solo por el triunfo del Derecho y de la Justicia, que no nos guiaba ninguna ambición, ninguna codicia colonialista, ningún interés financiero ni comercial.
Nos han mentido afirmando que había que luchar hasta el fin para que esta fuese la última de las guerras.
Nos han mentido diciendo que nosotros, los “peludos”, deseábamos que la guerra prosiguiera para vengar a los muertos y para que nuestros sacrificios no fueran inútiles.
Eso es mentira... Y me niego a escribir todas las calumnias salidas de la boca o de la pluma de nuestros gobernantes o periodistas.
La victoria ha hecho olvidar todo, absolver todo. La victoria les hacía falta, a cualquier precio, a nuestros jefes para su propia salvación. Y con tal de obtenerla hubiesen sacrificado a toda la raza humana, como decía el general de Castelnau.
En los pueblos se habla ya de erigir unos monumentos a la gloria y la apoteosis de las víctimas de esta gran matanza: a aquellos que, según dicen los patrioteros, “han sacrificado sus vidas voluntariamente”, como si los pobres diablos podrían haber optado, podrían haber hecho algo diferente.
No daré mi óbolo, salvo si esos monumentos simbolizan una protesta vehemente contra la guerra, contra el espíritu de la guerra. No daré mi contribución si son hechos para exaltar o glorificar la muerte o para incitar a que las futuras generaciones sigan el ejemplo de estos mártires involuntarios.
Ay, si los muertos de una guerra pudieran salir de sus tumbas, destrozarían esos monumentos de hipócrita piedad, pues quienes los han erigido son los mismos que los han enviado al sacrificio.
¿Alguien ha osado clamar “¡basta de sangre vertida, basta de muertos, basta de sufrimientos!”?
¿Quién ha osado rechazar públicamente el oro, el dinero y otros privilegios mientras duraba la guerra?
De regreso en el seno de mi familia, tras años de pesadillas, disfruto de la felicidad de vivir o, mejor dicho, de revivir y siento una tierna alegría con ciertas cosas a las que, antes, no les prestaba atención: sentarme en mi casa, a la mesa; echarme en mi cama para acechar el sueño mientras el viento agita las persianas y lucha contra los plátanos vecinos; oír cómo la inofensiva lluvia golpea contra las baldosas; contemplar una noche estrellada, serena, silenciosa o incluso evocar, en una sombría noche sin luna, aquellas noches similares que debí pasar en el frente...
A menudo pienso en los numerosos camaradas que cayeron a mi lado. Pude oír sus imprecaciones contra la guerra y contra los responsables de ella. Asistí a su más sentida revuelta contra ese funesto destino, contra ese asesinato. Y yo, que he sobrevivido, me inspiraré en su voluntad para luchar sin descanso, hasta mi último aliento, por la paz y la fraternidad humana.

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