Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 12 de noviembre de 2014

JEAN ECHENOZ. 14
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que fiel a su cita de cada miércoles os ofrece una nueva propuesta de lectura. Hoy, continuando con nuestra serie dedicada a la Primera Guerra Mundial, os traigo una novela excelente de un autor al que llevo leyendo desde hace más de veinte años -pese a lo cual no ha aparecido aquí hasta ahora-, Jean Echenoz. Tanto las primeras novelas que conocí de él en los ochenta, Lago, El meridiano de Greenwich, La aventura malaya, Cherokee, más tarde Rubias peligrosas, hasta las últimas, sus peculiares y elípticas y en cierto modo -sólo en cierto modo- ficticias biografías del músico Maurice Ravel (Ravel), el atleta Emil Zátopek (Correr) o el ingeniero e inventor Nikola Tesla (Relámpagos) son muy interesantes, muestran a un escritor con un estilo singular -en el mejor de los sentidos- capaz de encarar el “antiguo” género novelístico desde perspectivas siempre novedosas. Su último libro publicado en España es 14 -título que parece indicar inequívocamente el contenido de la obra-, una breve novelita, que no llega a las cien páginas, en la que el francés nos narra -con una inusual y prodigiosa economía de medios- los cuatro años de devastadora guerra. 14 vio la luz hace unos meses en la editorial Anagrama, la misma que ha publicado el resto de la producción de Echenoz, en traducción de Javier Albiñana.
 
Corre el primer día de agosto de 1914. Anthime, un joven de veintitrés años, sale a dar una vuelta en bicicleta por los alrededores de Nantes, su ciudad. Avanza sin esfuerzo disfrutando del paisaje durante diez kilómetros de llano, suda y se fatiga cuando encara las estribaciones de una pequeña loma y, por fin arriba, se recrea en la vista desde la colina que permite vislumbrar algunos pueblos desperdigados, infinidad de campos, una sutil red vial que los trocea, e incluso, invisible pero presente por el poderoso olor que alcanza hasta el montículo, muy al fondo, el mar. Su plácida contemplación se ve de repente perturbada al percibir en la distancia el brillo intermitente -un parpadeo binario- que produce el reflejo de la luz de sol en los campanarios de las iglesias de los pueblitos lejanos, un resplandor alternativo -las idas y venidas de las campanas- que, unido al fragor que produce el persistente repiqueteo que nace en lo alto de las modestas torres, es interpretado por el joven como un toque, el de rebato, que, habida cuenta de la situación que atravesaba el mundo, anunciaba sin lugar a dudas la movilización. Como todo el mundo pero sin acabar de creérselo, Anthime se la esperaba un poco, pero no se imaginaba que pudiese caer en un sábado.
 
Así, con esta sencillez, con esta ausencia de énfasis, con esta naturalidad, adentra Echenoz a su personaje -y con él a todos sus lectores- en lo que acabará siendo una tragedia de dimensiones apocalípticas. En un momento sólo hay la perezosa intensidad de agosto, el sol ardiente, la pureza del aire campestre, la hierba y los pastos, los carros de bueyes y caballos que transportan las cosechas, el horizonte interminable, el penetrante aroma del salitre, la apacible tranquilidad del estío y, de repente, la vida ha cambiado, el destino se ha torcido, ya nada -ni las existencias individuales ni el devenir del mundo- volverá a ser igual, en adelante ya sólo angustia, incertidumbre, inseguridad, desasosiego y, poco después, oscuridad, miedo, sufrimiento, dolor, humedad, parásitos, enfermedad, metralla, obuses, mutilación, muerte.
 
No quiero -un aviso que aflora aquí como tantas otras veces en Todos los libros un libro- desvelaros ningún pormenor esencial en la trama de 14. Baste decir que con el mismo estilo despojado, sintético, diáfano, elegante, “natural”, el autor nos va haciendo pasar, paulatinamente, de modo gradual, sin estridencias -tal y como debió ser, al menos al principio, el acontecer de la realidad de la guerra para aquellos jóvenes-, por las distintas etapas en que se fue desarrollando la contienda: la movilización, el transporte, la instrucción, las maniobras previas, la progresiva cercanía al frente, y por fin las trincheras, la lucha cara a cara, las bombas y los gases, el enemigo inclemente, la meteorología inhumana, la nieve y el lodo, los bombardeos y las balas, la destrucción y el terror, en tantos casos la muerte (un dieciséis por ciento de los soldados franceses murieron a lo largo del conflicto).
 
Anthime, con cuatro de sus amigos, el displicente Charles, el endeble y tímido Paidoleau, cuya constitución física no permite adivinar su ruda profesión de carnicero, el matarife Bossis, quejándose del exiguo uniforme que a duras penas contiene su voluminoso cuerpo, y el guarnicionero Arcenel, que encara su reclutamiento desde las dolorosas brumas de las hemorroides y la resaca, son destinados a la 11.ª escuadra de la 10.ª compañía, perteneciente en orden creciente al 93.º regimiento de infantería, 42.ª brigada, 21.ª división de infantería y 11.º cuerpo del 5.º ejército. Tranquilos y jubilosos, persuadidos de que se ven inmersos en una aventura que durará poco, asunto de quince días, se embarcan en un tren que los deja en las Ardenas -en donde la guerra ya se huele- en poco más de cuarenta y ocho horas.
 
En paralelo -y ese juego de contrastes se mantendrá a lo largo de toda la novela-, Echenoz da cuenta de la soledad de los pueblos abandonados, desprovistos de hombres tras la leva forzosa. En Nantes, en la imponente mansión de la familia, queda Blanche, hija única de los dueños de la gran fábrica de calzado Borne-Séze, que ha mantenido con Charles y Anthime algún tipo de relación amorosa (el estilo, sutil y genial, del escritor francés, deliberadamente elíptico en ocasiones, velado y hasta minimalista a veces, se limita a sugerir sentimientos, emociones o estados de ánimo con una frase, con la descripción de una mirada, con el apunte de un gesto: hasta bien avanzada la novela no conoceremos expresamente -y aún entonces no del todo- la realidad de esas relaciones). Blanche pasea por las calles solitarias de una ciudad de cervecerías desiertas, sus camareros desaparecidos, en las que los talludos propietarios deben barrer personalmente las terrazas de sus negocios. Una ciudad poblada sólo por niños y ancianos, por inútiles para el servicio, miopes, sordos, neuróticos o con los pies planos; una ciudad fantasmal, pese a todo despreocupada: el conflicto será muy breve, piensan todos.
 
Y así, día a día, casi imperceptiblemente, superando las enojosas -pero sólo eso- fases de la instrucción y los ejercicios preparatorios, vemos a los amigos soportar, en inacabables caminatas, el peso -hasta treinta y cinco kilos en seco- de sus mochilas repletas de accesorios, atravesar pueblos destruidos mientras se acercan al frente (soberbia la enumeración, en sólo cuatro líneas que reflejan el absurdo de la guerra, de los objetos heteróclitos encontrados en las calles desoladas: cartuchos sin disparar abandonados por una compañía de paso, ropa diseminada, cazuelas sin mango, frascos vacíos, una partida de nacimiento, un perro enfermo, un diez de trébol, una laya rajada), contemplar espantados las ejecuciones de supuestos espías tras procedimientos sumarios y sin garantías para los acusados, seguir avanzando a través de campos y caminos percibiendo ya, de modo ostensible, los ecos de la fusilería, hasta que por fin, tras una ondulación de terreno, darse de bruces con la primera línea de fuego, teniendo, a partir de ahí, que enfrentarse a los hechos: comprendieron realmente que tenían que entrar en combate, montar una operación por primera vez, aunque hasta el primer proyectil que impactó cerca de él, Anthime no se lo creyó de verdad. La descripción del fragor de la batalla, las escenas propiamente bélicas -que constituyen una parte sustancial, así lo hemos visto en semanas precedentes, de la literatura del género- no ocupan aquí más de veinte de las noventa y ocho páginas del libro, pero son de una intensidad que refleja fehacientemente -como podréis comprobar en el fragmento con que se cierra esta reseña- el dramatismo de los hechos. Escribe Echenoz en el párrafo final de dicho texto, reflejando de paso su leve y sutilísimo aunque perceptible sentido del humor: Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa. Y pese a ello, hay detalles en la narración que resultan novedosos, no tanto por los hechos de los que se da cuenta -efectivamente reiterados en tantas otras obras- como por la maestría del autor para encontrar en su enfoque el matiz significativo y diferenciador. Resultan magistrales, en este sentido, el relato del caos en las cargas, los soldados lanzándose a campo abierto sin protección alguna, diezmados con facilidad por el fuego enemigo; el modo en que se refleja el desorden y la ausencia de pautas en las escaramuzas, de manera que las imprudentes balas disparadas por sus propias fuerzas desde las trincheras acaban, por la espalda, con decenas de soldados que corren hacia las posiciones alemanas; la escueta pero reveladora descripción, en una sola frase contundente (en su momento no entendió nada), del desconcierto y la perplejidad con que los soldados viven desde dentro las acciones bélicas, obligados -sin aparente criterio más allá de la obediencia ciega a unas órdenes cuyo sentido último desconocen- a traspasar obstáculos, ganar terreno, perforar cuerpos a golpe de bayoneta, avanzar por encima de cadáveres putrefactos y sanguinolentos restos humanos, escapar -en manos del azar- del fuego y la metralla, batirse en retirada, nuevamente lanzarse a la carga, hundirse en una zanja húmeda, intentar respirar entre asesinas nubes de gases tóxicos, descansar aliviados al llegar al final de otro día con vida. E igualmente son magníficas la enumeración exhaustiva de la presencia animal en la batalla: bóvidos desamparados, ovejas que vagabundean por las carreteras desventradas, cerdos a la deriva, patos, gallinas, pollos y gallos en vías de marginalización, conejos sin domicilio fijo, que acabarán complementando la exigua dieta de los combatientes, otros animales domésticos como pájaros y palomas, pavos desnortados, perros y gatos que han perdido a sus amos, también especies más salvajes, jabalíes, corzos, truchas, tencas, carpas, cuervos, comadrejas o topos, incluso zorros, la amplia legión de insectos que asuelan las trincheras: chinches, pulgas, moscas, garrapatas y mosquitos, y, claro está, las insaciables ratas que corretean impunemente por doquier, alimentándose de vivos y muertos; la sucinta, y sin embargo inapelable en su descarnada brutalidad, narración del fusilamiento de los desertores, capturados por gendarmes que desde la retaguardia garantizan que no decaiga el ardor guerrero con peligrosas tentaciones de huída, y puestos en manos de un tribunal que tras una somera exposición de los hechos, una ojeada puramente formal al código y una mirada que intercambian los oficiales entre sí, supone la condena a muerte del infeliz fugado. No hay vuelta de hoja, escribe Echenoz haciendo gala de nuevo de su estilizada capacidad de penetración y “fotografiando” la guerra en una frase, está uno atrapado: el enemigo delante, las ratas y los piojos encima y detrás los gendarmes.
 
Y luego, quinientos días después, la vuelta a casa (no desvelaré -insisto- quién o quiénes logran retornar de entre el grupo de amigos. Me parece ejemplar, en este sentido, el resumen del libro que puede leerse en la contracubierta de su edición francesa: Cinco hombres se van a la guerra, una mujer espera el regreso de dos de ellos. Falta saber si volverán. Cuándo. Y en qué estado). Y ahí, de nuevo en la vida civil -aunque la guerra no ha terminado aún para muchos combatientes- la dura adaptación individual a una vida distinta, que ya nunca podrá ser la misma -la huella indeleble del horror en el alma de los excombatientes-, la larga posguerra colectiva, el estraperlo, el contrabando, los fraudes millonarios. Y todo ello, de nuevo, recreado de un modo escueto, concentrado, con una extraordinaria sencillez y pese a ello altas dosis de sensibilidad, emoción, ternura y melancolía, por la excepcional prosa del autor.
 
Leed este 14, el último libro por ahora de Jean Echenoz, un soberbio acercamiento a la Primera guerra mundial, seguro que no os defraudará. La chanson de craonne, de autor desconocido y muy popular en la guerra cierra esta reseña.
 
 
Aquel día, el enemigo inició un brutal bombardeo a primera hora de la mañana: comenzó lanzando exclusivamente proyectiles de grueso calibre, 170 y 245 perfectamente ajustados que socavaban las líneas en profundidad, creando desprendimientos para sepultar a hombres sanos y heridos, asfixiados de inmediato bajo las avalanchas de tierra. A punto estuvo Anthime de quedar enterrado en un agujero que se desmoronaba tras caer una bomba, escapando a cientos de balas que se estrellaban a menos de un metro de él, a decenas de proyectiles que caían en un radio de cincuenta metros. Brincando al buen tuntún ante la granizada, vio durante un instante su final cuando un proyectil de contacto cayó todavía más cerca, en una brecha en la trinchera repleta de sacos de tierra, uno de los cuales, despanzurrado y despedido por el impacto, lo dejó medio conmocionado a la par que por fortuna lo protegía de la metralla. Ese preciso momento eligió la infantería contraria, aprovechando el desorden, el pavor general y el total desbarajuste de los atrincheramientos, para atacar en masa, aterrorizando de sopetón al conjunto de la tropa en la que reinaba el pánico: todo el mundo salió huyendo hacia la retaguardia gritando que llegaban los boches.
 
Arrastrándose boca abajo hacia el primer refugio que encontraron, Anthime y Bossis lograron ocultarse bajo una zapa a unos metros bajo tierra, y fue entonces cuando a las balas y a los proyectiles se sumaron los gases, toda suerte de gases cegadores, vesicantes, asfixiantes, estornutatorios o lacrimógenos que difundía con gran liberalidad el enemigo con ayuda de bombonas o de proyectiles especiales, en capas sucesivas y en dirección del viento. No bien percibió el primer efluvio a cloro, Anthime se colocó la venda protectora y convenció mediante gestos a Bossis de que abandonaran la zapa para salir al aire libre: aunque quedaran expuestos a los proyectiles, al menos podían sustraerse a aquellos vapores densísimos y más insidiosamente asesinos, que se acumulaban y, una vez pasada la nube, permanecían largo rato en las zanjas, en las trincheras y en los ramales.
 
Como si no bastase todo aquello, acababan de salir de su escondite cuando un caza Nieuport se estrelló y se hizo trizas al explotar en la trinchera, junto a su refugio, provocando un largo cataclismo de polvo y de humo, a través del cual vieron arder a dos aviadores muertos en el impacto que habían quedado consumidos en sus asientos y transformados en chisporroteantes esqueletos sujetos por sus correajes. Entretanto caía la tarde, que tampoco se veía caer en medio de aquella confusión, y en el momento de su declive pareció restablecerse por un momento una relativa calma. Pero al parecer el enemigo deseaba concluir con un postrer estallido, un final de fuegos artificiales, pues se reinició un gigantesco cañoneo: Anthime y Bossis quedaron cubiertos de tierra al explotar un nuevo proyectil caído en la zapa que acababan de abandonar, y cuya bóveda se vino abajo ante sus ojos.
 
Al anochecer, fue aflojando el fuego, casi habría podido hablarse de calma de no haberse visto obligados -pues la ofensiva había desbaratado el avituallamiento- a ir en busca de víveres a Perthes en medio de la oscuridad recorriendo cinco kilómetros de trincheras. A la vuelta, Anthime apenas tuvo tiempo, antes de acostarse, de buscar y leer una carta de Blanche en la que ésta daba noticias de Juliette -segundo diente-, no sin enterarse a través de un furriel de que el 120.º había tomado dos trincheras a la derecha. A la izquierda, hacia el cerro de Souain, los de enfrente habían tomado otras dos que, al parecer, les fueron inmediatamente arrebatadas, total que aquello era un no parar.
 
Y a la mañana siguiente tampoco hubo descanso, todo fue un continuo y polifónico tronar, bajo el intenso frío ya anunciado. Retumbar de los cañones en bajo continuo, lluvia de proyectiles barométricos y de contacto de todos los calibres, balas que silban, restallan, suspiran o gimen según la trayectoria, ametralladoras, granadas y lanzallamas, la amenaza viene de todas partes: de arriba de los aviones y de los disparos de los obuses, de enfrente de la artillería enemiga, y aun de abajo cuando, creyendo disfrutar de un momento de calma en el fondo de la trinchera donde intenta uno dormir, oye al enemigo cavar sordamente debajo de aquella misma trinchera, debajo de uno mismo, abriendo túneles donde colocará minas con el fin de destruirla y a él con ella.
 
Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases, apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en la zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre. Pues no: huele a cerrado, el olor se extiende sobre las personas y en su interior, tras las alambradas de púas de las que cuelgan cadáveres putrefactos y desarticulados que a veces sirven a los zapadores para fijar los cables telefónicos, que no es empresa fácil, los zapadores sudan de cansancio y de miedo, se quitan el capote para trabajar con más comodidad y lo cuelgan de un brazo que, al salir del suelo, vuelto, les sirve de percha.
 
Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra, como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa.


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