Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 19 de noviembre de 2014

JOHN DOS PASSOS. INICIACIÓN DE UN HOMBRE: 1917
 
Hola, buenas tardes, bienvenidos a Todos los libros un libro. La ya esperada aproximación de este miércoles a la Primera Guerra mundial, la sangrienta contienda que con ocasión de su centenario lleva aflorando en las últimas semanas en nuestro espacio, la haremos hoy con un libro de un autor norteamericano, en un intento por mi parte de mostraros el dramático conflicto desde el mayor y más diverso número posible de perspectivas. Así, han comparecido aquí hasta ahora, diarios, ensayos divulgativos o novelas (a falta aún de algún otro género literario que aparecerá en programas posteriores). Y, desde el punto de vista de la nacionalidad de sus autores, os he ofrecido en ediciones precedentes el enfoque de autores franceses y alemanes para, como digo, traeros hoy a un escritor estadounidense que representa así, en cierto modo, la “mirada” de otro de los países contendientes. En los próximos miércoles os propondré nuevos acercamientos a esa Gran Guerra desde ángulos diferentes, tanto estilísticos como geográficos.

Mi recomendación de esta tarde es un breve librito -de poco más de cien páginas- escrito por John Dos Passos, el extraordinario autor de algunos grandes clásicos de la literatura norteamericana, Manhattan Transfer o la "trilogía USA", cuya lectura aprovecho para aconsejaros también. El libro del que ahora quiero hablaros, Iniciación de un hombre: 1917, publicado este mismo año por la editorial Gallo Nero, dista mucho de la calidad de esas obras maestras, circunstancia que, por otro lado, no puede sorprender ya que estamos ante el primer texto de Dos Passos, escrito cuando su autor apenas había cumplido los veinticuatro años; aunque no fue hasta 1968, casi medio siglo después, cuando vio la luz tras una enrevesada peripecia editorial de la que se da cuenta en una ilustrativa nota final. Pese a ello el libro no carece, como os comentaré a continuación, de cualidades suficientes como para que su lectura pueda interesaros. El título, que aparece también en castellano, casi simultáneamente, en otra editorial, Errata Naturae, se presenta en una traducción, algo chirriante en ocasiones (como en la ininteligible construcción Martin sintió ablandarse hacia ella, o la poco probable frase en español ¡Qué maravilloso es París en la mañana temprana!, entre otros ejemplos), de Camila Batlles. Por otro lado, la edición esta muy lejos de resultar impecable, con bastantes erratas y fallos tipográficos, así como con un discutible criterio tanto a la hora de encarar las abundantes palabras en francés que pueblan el texto y que no se traducen, como con respecto al tratamiento dado a determinadas abreviaturas técnicas vinculadas al mundo militar y cuyo significado también se hurta al lector, privándole en ambos casos de la completa comprensión del objeto del relato, al que sólo se accederá a partir de una interpretación intuitiva.

Iniciación de un hombre: 1917 narra la aventura -pues así la vivirá, al menos inicialmente, su protagonista, con la despreocupación, la inconsciencia y la ingenuidad de quien encara una empresa arriesgada pero atractiva, peligrosa aunque placentera, brutal e inhumana pero “entretenida”- de Martin Howe, un trasunto del propio autor (la novela es abiertamente autobiográfica) que, con veinte años, a principios de agosto de 1917, y tras alistarse como voluntario, viaja a Europa para desempeñarse como conductor de ambulancias en el frente franco-alemán, el temible flanco occidental de la devastadora guerra. Un año después, exactamente el 12 de agosto de 1918, en alta mar, a bordo del Espagne, el viejo vapor de línea que lo lleva desde Burdeos de regreso a Nueva York, y con las experiencias vividas en esos intensos doce meses (un año de lo más instructivo, escribe en el prólogo a la edición de 1968) aún muy nítidas en su memoria, comienza a tomar los apuntes que acabarán constituyendo su libro primerizo. La novela es, pues, una exposición de recuerdos, una mera colección de estampas de las vivencias, los lugares, las gentes, los momentos experimentados durante de la guerra, contados con sencillez, sin apenas aparente “elaboración” literaria ni tampoco demasiado énfasis dramático, -salvo en algunos pasajes singulares, como luego veremos-, y entrelazados con abundantes reflexiones de tono pacifista y abiertamente antibélico del autor, que en esas fechas comulgaba con ideas socialistas y anarquistas; las mismas que le llevaron, años después, a participar -también como voluntario- en la Guerra civil española.

Así, en esa sucesión de “fotografías”, nos encontramos de entrada con un puñado de jóvenes que dejan Nueva York en el trasatlántico que los conducirá a Francia. Resaltando entre el pasaje por el color caqui de sus uniformes, cantando canciones que ridiculizan al Káiser y los alemanes, bebiendo champán, jugando a los dados y apostando, riendo y charlando en voces exaltadas por la emoción, el tono general de sus conversaciones es de ligereza, de atrevimiento, de inocencia ante la novedosa experiencia. Los chicos -diecinueve, veinte escasos años- representan ese espíritu americano libre, desprejuiciado, decidido, primordial, que tan bien describe la actitud estadounidense hacia la vida, el espíritu pionero, para el que no hay obstáculos, no hay fronteras, nada limita su voluntad ni su empuje. En las charlas nocturnas en el barco alguien se hace eco de los rumores sobre la crueldad de las batallas, lo sanguinario de los gases venenosos, la brutalidad de la guerra que aguarda, pero, en la distancia, todo ello suena irreal, a ficción, y no apaga el entusiasmo casi infantil de los expedicionarios. John Dos Passos corrobora esa actitud casi lúdica en el prólogo mencionado, cuando -cincuenta años después- abiertamente confiesa: debo reconocer que gocé enormemente con el viaje y la aventura después de cuatro insípidos años universitarios. Su álter ego, Martin Howe, manifiesta desde el comienzo, ya en el barco, sus objeciones al absurdo de la guerra, en las que se dejan ver trazos de la izquierdista ideología del autor. Pero yo dudo, dice, ante el odio unánime a los boches, ante la noble uniformidad combatiente de sus interlocutores.

Tras la llegada a Europa, se suceden -lenta y desapasionadamente- los días de nuestro protagonista: Howe pasa -antes de su llegada a los campos de batalla como integrante del Servicio Voluntario de Ambulancias de Norton-Harjes, detrás de Verdún- unos distendidos días en París, recorriendo con amigos cómodos cafés y magníficos restaurantes, siendo objeto de la atención de las atrevidas mujeres franceses, tan distintas de las norteamericanas (lo que no impide que, de repente, irrumpa, en la figura de un inválido, su rostro desfigurado convertido en una cavidad monstruosa, el salvaje recordatorio de una guerra que estalla sólo unas decenas de kilómetros más allá); lo vemos, ya en la segunda línea del frente, en su trabajo de camillero; respiramos con él el hedor a suciedad, sudor y miseria de las tropas que avanzan, el olor a sangre, cloruro, vendajes y carne inmunda y miserable de los precarios espacios habilitados para la asistencia médica; compartimos el silencio y el miedo, la tensión y la angustia de los refugios en la espera agónica de un nuevo ataque con gases, de un nuevo bombardeo, de una nueva carga de obuses; conocemos las cobardes maniobras para obtener la Cruz de Hierro de algún oficial sin merecimientos y con desmesuradas pretensiones; comprendemos el reparo moral que le impide -pese a la necesidad: hay tantos pobres diablos que necesitan botas...- arrebatarle las suyas nuevas, casi sin estrenar, a un cadáver al que los camilleros conducen al cementerio; lo acompañamos, junto a su amigo Tom Randolph, en los escasos paréntesis en que se aleja del frente: los permisos, alguna escapada parisina en donde de nuevo se multiplican las mujeres, el alcohol, las borracheras; disfrutamos de los no tan infrecuentes momentos de relajación entre el fragor de las batallas, ocasiones en las que echado sobre la hierba observa el cielo azul, las delicadas nubes, el verde de los bosques, o tendido sobre el tejado de una abadía abandonada abre su camisa para recibir los cálidos rayos del sol sobre el pecho, o charla perezosamente o duerme en el campo bajo la lánguida luz de primavera o despierta de un profundo sueño en un improvisado refugio en una alquería, mientras le asaltan, apacibles, los sonidos procedentes del corral, gallinas, cerdos, vacas y palomas que también se desperezan; participamos de sus apasionadas conversaciones filosóficas en los refugios, pobladas de alegatos en contra de la guerra, de sutiles argumentos que matizan las diferencias entre los distintos planteamientos -comunistas, socialistas, liberales o anarquizantes- de sus compañeros de aventura, y en las que las discrepancias se resuelven en abrazos fraternos y cánticos solidarios.

Y está también -resulta inevitable- la descripción del horror. Pero, como ya hemos visto a propósito de 14, el libro de Echenoz del que os hablaba la semana pasada, y a diferencia de otras novelas que centran el núcleo de su acción en los episodios bélicos, aquí ese relato de los desastres de la guerra, siendo ostensible e inequívoco, manifestando sin ambages el sufrimiento y la destrucción, los estragos y las mutilaciones, el dolor y las muertes que ocasionaron los muy cruentos combates, aparece de un modo menor, como en sordina, una estampa más -sin especiales subrayados- de entre las muchas mostradas a lo largo del libro y que dan cuenta de los días de la guerra. Pese a ello -insisto- ningún testigo de la barbarie puede sustraerse a lo terrible de los padecimientos que ocasiona, y así las muestras de la brutalidad inherente a todo enfrentamiento militar afloran por doquier en el texto. Entre los ojos castaño claro, donde debiera estar la nariz, había una pieza negra triangular que terminaba en cierto artilugio mecánico con pequeñas y relucientes varillas negras de metal, el cual ocupaba el lugar de la mandíbula, así describe el narrador el pavoroso rostro de un mutilado. Igualmente, con naturalidad y sin énfasis dramáticos, en una frase neutra en un párrafo casi anodino, la voz del protagonista nos habla, con neutralidad de cirujano, de la espantosa herida de un moribundo: En el centro del cuerpo, donde antes había estado la curva de la tripa y los genitales, donde los muslos habían estado unidos al tronco por medio de fuertes músculos, había una concavidad, un profundo charco de sangre que brillaba tenue a los fríos rayos de luz grisácea del oeste. Y en otro momento del libro se nos informa, con idéntica espantada “asepsia” -valga el oxímoron-, de cómo un individuo, un francés, coloca una granada bajo la almohada de un pobre diablo alemán que había sido apresado, el cual, antes de saltar en mil pedazos, es aún capaz de pronunciar un escueto “gracias”, creyendo que un amable benefactor le acomoda la cabeza para confortarlo en su desgracia, mientras su asesino -¿puede hablarse de asesinato en las guerras?- se echa a reír inclemente. Del mismo modo, más adelante se nos proporciona una austera y rotunda constatación: fue la primera vez que tuvo ocasión de comprobar que la carne desgarrada tiene el mismo tono oscuro que la de los embutidos. La condición de sanitario del narrador puede explicar una cierta “naturalidad” en la descripción de las tragedias: Entró tambaleándose un hombre que se sostenía con una mano el brazo del otro lado, rígido y envuelto en una manga cubierta de barro de la que caían gotas de sangre y lodo. Los cuerpos destrozados son sólo un elemento más del paisaje cuya presencia se menciona entre la referencia a los árboles calcinados y los camiones volcados, a los furgones desventrados y los restos de metralla: cuerpos arracimados envueltos en largas chaquetas azules, medio sepultados en el fango de las cunetas. Incluso las acciones guerreras más despiadadas e inhumanas, surgen en el relato de un modo nada forzado, como si su condición de sucesos inevitables les confiriera un estatuto de normalidad: Los pasábamos a bayoneta y yo estaba corriendo -cuenta un soldado- cuando un hombre alzó los brazos frente a mí diciendo: Mon ami, mon ami [amigo, amigo; el paréntesis es mío]. Yo seguí corriendo porque no podía detenerme y oí el rechinar de mi bayoneta al traspasarle. Tropecé con algo y me caí. (...) Al levantarme vi al hombre tendido de costado con la boca abierta, echando sangre por ella, y mi bayoneta seguía clavada en su cuerpo. Supongo que sabrán que, para sacarla, uno ha de apoyar el pie contra el individuo y tirar violentamente. Hasta los animales, en fin, protagonizan también escenas dantescas: Martin recuerda una mula que vio tendida al borde del camino con las patas agitándose y, humeante en la fresca atmósfera matutina, su vientre desgarrado de color púrpura, rojo y amarillo.

Obviamente, y pese a la casi rutinaria familiaridad que el narrador muestra con las facetas más crueles de la guerra -todas lo son-, la descarnada presentación de tantos y tan terribles horrores obedece a la voluntad de John Dos Passos de denunciar la brutal violencia de las guerras. En este sentido, el libro está plagado de reflexiones sobre el absurdo y la injusticia de aquella feroz empresa de destrucción de vidas (un maldito arreglo para suicidarse mutuamente, como se afirma en más de una ocasión en la novela). ¡Qué absurdo es todo esto! ¿Por qué no podemos acercarnos y hablar con ellos? Nadie lucha por nada... ¡Oh, Dios, qué espantosamente estúpido es!, exclama Martin ante el cruce de estallidos de ametralladoras entre franceses y alemanes. Son constantes los episodios en los que algunos de los contendientes constatan el sinsentido de las rutinarias -y sin embargo sangrientas- operaciones militares, experimentan la interesada estupidez de los mandos, critican la servil obediencia de los soldados o se rebelan ante el cruel determinismo que los condena a una muerte segura: La guerra terminará cuando todo el mundo se haya ahogado en el fango; Lo peor de esta guerra es el hastío; ¿Ha visto alguna vez un rebaño de reses conducido al matadero en una espléndida mañana de mayo?; La gente no ha nacido para este tipo de cosas (...) No logras acostumbrarte; Me avergüenzo de ser hombre; Para esto habían estado luchando todos los siglos de civilización. Para esto habían consumido las generaciones sus vidas en minas, fábricas, fraguas, campos y talleres, afanándose, tensando más y más sus mentes y músculos, puliendo el espejo de su inteligencia. ¡Todo para esto!; Se imaginó el bosque como una mesa de juego donde, lance tras lance, eran arrojados los dados fortuitos de la muerte; ¡Qué absurdo que pudiera morirse en cualquier instante!; Nadie de nosotros cree que la guerra sea justa ni útil ni nada, sino un método terrible para el mutuo suicidio; Debemos alzarnos (...) para demostrar, al menos, que no vamos a consentirlo; que somos esclavos, pero no esclavos voluntarios.

Desde su posición de afortunado espectador de la barbarie no sometido directamente al fuego enemigo, Martin Howe observa a los combatientes y se pregunta de continuo por qué no se resisten a su cruel destino: Y todos esos hombres que había más allá de la colina y el bosque, ¿en qué estarían pensando? Pero, ¿cómo podían siquiera pensar? Las mentiras que los embriagaban se lo impedirían eternamente. Jamás habían tenido oportunidad de pensar hasta verse precipitados en las garras de todo aquello, donde sólo tenían cabida la risa, la miseria y el olor a sangre. En sus pensamientos anhela un mundo razonable, una existencia justa, “normal”: ¡Dios mío!, si por lo menos existiese algún lugar donde uno pudiera huir de toda esta estupidez, de la hipocresía de los gobiernos, de esta terrible reiteración de odio, de este odio asfixiante. Y convencido de que tanto sacrificio carece de sentido, y amparado por la fortaleza de sus convicciones fantasea con un levantamiento general en contra de la necedad del mundo: Algún día, entre el violento estallido de las bombas y el clamor de los fragmentos de metralla, individuos en todos los rincones del mundo, luciendo diversos uniformes, en las trincheras, arracimados en camiones, tendidos sobre camillas, en hospitales, apiñados tras los cañones, implicados en el aparato telefónico, generales sentados a cenar, coroneles sorbiendo licores y mayores revelando fotografías, se levantarían de un salto y estallarían en carcajadas ante la solemne estupidez, la ridícula y malvada ostentación de lo que estaban haciendo. La risa abriría los cielos (...). Embriagados por la risa ante la súbita visión de la necedad del mundo, oficiales y soldados, presos trabajando en las carreteras y desertores conducidos hacia las trincheras, arrojarían sus fusiles, espadas y pesados fardos, y se pondrían en marcha, en carros de artillería o camiones, vehículos del estado mayor o trenes privados, hacia sus capitales, donde reirían hasta sacar de sus sillas a los diputados, senadores y miembros del Congreso, hasta sacar de sus suntuosas oficinas a los káiseres y dictadores.

Y así, el libro da cuenta -haciendo honor a su título- del proceso de iniciación de un hombre. El joven ingenuo que se embarca en Nueva York rumbo a una guerra que contempla -pese a sus reticencias intelectuales- con un cierto desenfado y hasta con ligereza (no quería perderme el espectáculo, dice en el prólogo, para explicar su alistamiento), acaba madurando, tomando conciencia de la brutalidad inherente a toda guerra y abogando por una visión antimilitarista de la sociedad. El largo capítulo noveno -antepenúltimo del libro- acogerá los razonamientos que justifican su postura ideológica fruto del desencanto tras un año de infernal experiencia.

En fin, una vez más -y pese a la reiteración de mis propuestas de estas últimas semanas- os aconsejo la lectura de este nuevo libro sobre la Primera Guerra mundial. Iniciación de un hombre: 1917, escrito por John Dos Passos, no es ciertamente, una obra mayor de la literatura, pero se lee con interés y resulta, al menos, ilustrativo acerca de la salvaje barbarie que entraña toda guerra. Os dejo con un blues, I've Been Working on the Railroad, un clásico del folklore estadounidense, cuya primera aparición registrada es de ¡¡1894!! En la novela suena en la voz de Tom Randolph, el más cercano compañero del protagonista. La versión que os ofrezco es la de Johnny Cash.


De noche, en un refugio subterráneo. Cinco individuos jugando a las cartas en torno a la llama de una lámpara que sopla de un lado a otro, impulsada por la ventolera que de cuando en cuando penetra por la entrada del refugio y revolotea a su alrededor como un ser viviente intentando descubrir una salida. Cada vez que la llama oscila, las sombras de cinco cabezas se agitan sobre el techo de palastro. Los cañones retumban constantemente en la lejanía como un redoble de tambores para una danza.

Martin Howe, tendido sobre la paja de una de las literas, observa sus rostros en las sombras ondulantes. Le agradaría tener la paciencia precisa para unirse al juego. No, tal vez sea preferible que se limite a contemplarlo; resultaría absurdo que le matasen en medio de uno de esos gestos majestuosos que hace uno al lanzar una carta para tomar una baza. Súbitamente se pone a pensar en todas las vidas que, en estos últimos tres años, tuvieron que verse truncadas en uno de esos magníficos gestos. Es demasiado ridículo. Le parece estar observando sus pobres y laceradas almas, asidas a los naipes mugrientos y estropeados, trepando hasta un escuálido Valhalla, y allí, en estancias hediendo a tabaco y sudor, como las de esos cafetuchos tras las líneas de combate, sentarse en grupos de cinco y mezclar, repartir y tomar bazas, empleando siempre el mismo gesto para arrojar los naipes sobre el tapete, deteniéndose de cuando en cuando para rascarse sus carnes comidas por los piojos.

¡Cuántos hombres deben estar a estas horas, a lo largo de todo el Gólgota que se extiende desde Belfort hasta el mar, procurando engañar su hastío y miseria con ese gesto majestuoso con que lanzan una carta para tomar la baza, mientras en sus oídos, como el batir de tambores, resuena la danza de la muerte de los cañonazos!

Martin está tendido de espaldas contemplando el techo curvado de palastro del refugio, sobre el que las siluetas de cinco cabezas se agitan en formas fantasmales. ¿Es porque están jugando una partida contra la muerte, por lo que se ponen tan contentos cada vez que toman una baza?


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