Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 5 de noviembre de 2014

FLORIAN ILLIES. 1913. UN AÑO HACE CIEN AÑOS
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro que esta semana continúa con las recomendaciones de lecturas relacionadas con la Primera Guerra mundial a partir del centenario del inicio del conflicto que, como es bien conocido, se celebra este año, y en estas fechas cercanas al 11 de noviembre en que se firmó el armisticio que en 1918 puso fin al terrible enfrentamiento. El libro que hoy os traigo no habla propiamente de la guerra mundial, aunque sí de la época en la que surgió. Con el título de 1913. Un año hace cien años, Florian Illies, un periodista, historiador y animador cultural alemán, presentó en 2012 -y la editorial Salamandra la publicó en España un año después en traducción del alemán de María José Díez y Paula Aguiriano- una interesantísima obra, a caballo del documento y la ficción, del ensayo de investigación y la creación literaria, centrada en el acontecer del mundo en ese año que, como veréis, fue muy destacado y significativo para el desarrollo de la humanidad y, obviamente, antesala -no sólo cronológica- de la brutal contienda.
 
Florian Illies parte de la presunción -claramente acertada- de que ese 1913 fue un año clave en el que emergieron poderosas todas las fuerzas -de la cultura, del arte, del pensamiento, de la literatura, de la música, de la arquitectura- que habían ido germinando con inusitado impulso en la primera década del siglo. Fuerzas caracterizadas no sólo por su potencialidad creadora, sino también por su voluntad destructiva, revolucionaria, por su afán de cuestionar, y hasta de demoler, los valores, las ideas, los principios en los que se sustentaba la sociedad de aquel tiempo. Y por ello, a partir de esa premisa, decide mostrar en su libro lo que el mundo -nuestro mundo occidental, obviamente- vivió a lo largo de ese año, poniendo ante el lector, sin juzgarlos, de un modo más o menos neutro (aun admitiendo que no cabe tal neutralidad, que la sola selección de unos determinados ejemplos de entre los muchos posibles, que la mera atribución de relevancia a unos sucesos o situaciones en detrimento de otros ya significa tomar partido, ya tiñe de subjetivismo el enfoque) centenares de “acontecimientos” ocurridos en esos doce meses en cierto modo trascendentales para la historia de la humanidad. Lo singular de la propuesta de Illies reside en el hecho de que su proyecto no se lleva a cabo rastreando y dando cuenta de la realidad que afloraba en la prensa del momento -cuya mayor cercanía al acontecer diario permitiría quizá ofrecer una fotografía más fidedigna de esa etapa, de ese ciclo anual escogido-, ni tampoco a partir de la consulta de manuales de investigación historiográfica, ensayos de expertos en los fenómenos sociales, económicos o culturales de aquel tiempo, o análisis de historiadores -de los cuales resultarían muy valiosos para sus fines la “exactitud”, la profundidad y el rigor científicos-, sino que, por el contrario, la “cala” que el autor hace en el espíritu de ese año (y el término un tanto etéreo ya permite vislumbrar que el propósito de la obra va más allá de la mera recreación de una etapa histórica en sus datos, en sus rasgos “exteriores” y se desenvuelve en un espacio más ambicioso, el que tiene que ver con el “alma” de una época) se lleva a cabo en el libro -sin prescindir del todo del enfoque periodístico ni del historiográfico, presentes aunque no de manera principal en el texto- a partir de infinidad de anécdotas, referencias, apuntes, fragmentos, relatos y citas, entresacados de diarios, memorias, biografías, recopilaciones de pensamientos, textos autobiográficos, volúmenes de correspondencia, libros sobre arte, obras de referencia, publicaciones literarias, y tantos otros documentos variopintos relativos a decenas de personajes destacados de la cultura de aquel año: escritores, músicos, pintores, filósofos, políticos, bailarines, científicos y también -espero que sepáis perdonar esta última mención, tan políticamente incorrecta- numerosas mujeres, singulares -las menos, dada la situación objetiva de la mujer en la sociedad en aquellos días- por sus propios logros en los campos citados, o relevantes -en la mayor parte de los casos- por su influencia decisiva sobre las existencias de los hombres con los que compartieron amistad, intimidad o hasta vida en común. En total, el autor ha manejado cerca de cien menciones bibliográficas que se recogen en una sección final de la obra.
 
La reelaboración posterior que hace Illies de tan ingente cantidad de referencias, de la variada información recogida de fuentes tan diversas, se muestra como una especie de puzle, un amplio mosaico que acaba constituyendo una -podríamos decir- historia cultural de ese intenso año, aunque en realidad el “dibujo” final nos sirve como penetrante radiografía de toda un época, anticipando incluso el devenir de varias décadas posteriores. El libro se estructura en doce capítulos, en correspondencia con los meses del año, cada uno de los cuales se abre con una imagen inicial -un cuadro, una escultura, una fotografía- que opera a modo de resumen de alguno de los acontecimientos de los que se dará cuenta en el contenido posterior del apartado. Los capítulos se conforman como un agregado de entre veinte y treinta textos breves -es raro que excedan las dos páginas; en ocasiones sólo se “extienden” a lo largo de un par de líneas- en los que aparecen las sucintas historias -cada una con un protagonista diferente, y, en general, no mezcladas entre sí- que el autor ha querido seleccionar como significativas de la atmósfera cultural del año.
 
Resulta imposible enumerar el variado elenco de personajes que pueblan las páginas del libro. Baste señalar a modo de ejemplo que -en un universo centrado mayoritariamente, por razones obvias, en nombres alemanes- del mundo del arte conocemos los conflictos vividos en el seno de los movimientos del arte expresionista El Jinete Azul o El Puente por August Macke, Franz Marc, Oskar Kokoschka y Ernst Ludwig Kirchner, entre otros. O las singularidades de las vidas de Gustav Klimt o Egon Schiele. O el poderoso influjo de Picasso y su rivalidad con Matisse (impagable el relato de su conjunta excursión a caballo). O las innovaciones de Juan Gris, Marcel Duchamp o Georges Braque o Giorgio de Chirico. En el ámbito literario comparecen Joyce y Musil y un Kafka viviendo torturado su amor postal por Felice Bauer (los tres escritores, al parecer -y siempre a partir de las inusuales fuentes del autor-, llegan a tomar un café el mismo día -aunque por separado- en Trieste). También Proust, que publica el primer tomo de En busca del tiempo perdido, y Stefan Zweig y Arthur Schnitzler y Georg Trakl y Thomas Mann y Bertold Brecht y Rainer María Rilke y D.H. Lawrence. Y en la filosofía, Wittgenstein, Spengler y Adorno y Rudolf Steiner y el controvertido pensador y literato Ernest Jünger (cuyo espíritu militar lo lleva a alistarse, muy joven en ese 1913, en la Legión extranjera francesa) y Carl Schmitt. Y en la ciencia, Sigmund Freud (una personalidad decisiva en la conformación de los “valores” del siglo, como luego veremos, a juicio del autor) y Carl Jung (con las turbulentas escisiones en el grupo psicoanalista), Albert Schweitzer y su benéfica aventura africana, Albert Einstein que empieza a difundir sus hallazgos, y el arquitecto Adolf Loos y su despojada racionalidad. Arnold Schönberg, Frank Wedekind, Maurice Ravel, Gustav Mahler, Igor Stravinsky, que estrena con escándalo su Consagración de la primavera en coreografía del revolucionario Nijinsky, pero también Louis Armstrong, son algunos de los músicos que “suenan” en el libro. Y los grandes personajes de la política, entre ellos un anodino Hitler de veinticuatro años que vive en una especie de semirreclusión en un albergue vienés leyendo y dibujando mientras vende cuadros para sobrevivir, despechado por su rechazo por la Academia de Bellas Artes. Y Stalin, cuyos paseos por Viena quizá le llevaron a cruzarse -y a saludarse, en la aventurada hipótesis de Illies- con quien acabará siendo su enemigo. Y Trotski, y un jovencísimo Josip Broz, Tito, que llegará a ser el dictador de la Yugoeslavia creada décadas más tarde, tras la Segunda guerra mundial. Y por supuesto, Francisco Fernando, el archiduque de Austria y heredero perpetuo -y frustrado- del Imperio austro-húngaro, cuyo asesinato apenas un año después desencadenará la primera gran guerra a la que el libro se refiere de continuo, si bien, como os comentaré más adelante, de un modo muchas veces velado e indirecto.
 
Y están también las mujeres, las muy notables mujeres que florecían en el ambiente cultural de aquellos días: Alma Mahler, Lou Andreas-Salomé, Gertrude Stein, Coco Chanel, Virginia Woolf o las excepcionales Else Lasker-Schüle y Sidonie Nádherný von Borutin, siempre objeto de la admiración de hombres inteligentes y brillantes, siempre enamoradas, siempre influyentes (y espero de nuevo que no penséis que atribuyo -no es así en la mayor parte de estos casos, aunque la época lo propiciara- un papel demasiado “pasivo” a estas, por otro lado, inteligentes y brillantes -también ellas- mujeres).
 
Pero no son sólo los grandes nombres de la cultura, ni los acontecimientos literarios, ni los movimientos artísticos, los que constituyen el objeto de la atención de Florian Illies; en el libro, aparece también la “vida cotidiana”, entresacada de periódicos o revistas: la ropa de moda (¿Qué debe ponerse la mujer en Nochevieja?), la botadura de un importante trasatlántico, la explosión de un dirigible, la irrupción del cine como fenómeno de masas (en 1913, en Berlín había más de doscientas salas), la primera película de Chaplin, la desaparición de la Mona Lisa, robada por un italiano altruista que la devolverá meses después, la mayor temperatura nunca alcanzada hasta la fecha (los 56.7 grados del Valle de la muerte californiano), el nacimiento de Burt Lancaster (también el de Albert Camus), y tantas otras informaciones no tan anecdóticas, que contribuyen a recrear el ambiente de aquel año.
 
El hilo que une todas estas historias, más allá de su propio interés y de la curiosidad que suscitan en sí mismas es, a mi juicio, doble. Por un lado, el autor quiere poner de manifiesto la concentración de inteligencia, talento y creatividad que coincidió en el tiempo -ese magnífico 1913- y en el espacio -las ciudades decisivas en ese comienzo de siglo, sobre todo París, Viena, Berlín, Munich o Nueva York, pero también Trieste, Basilea, Venecia o Moscú-, la inusual y deslumbrante constelación de refulgentes estrellas -en muchos casos verdaderos planetas- que brillaban en el reluciente cielo de la sociedad de la época, la formidable vorágine de creación e innovación, la furiosa ola de modernidad que inundó el mundo en aquel comienzo de siglo irrepetible. En este sentido, el libro de Illies privilegia la idea de cambio radical, de revolución, de ruptura con los postulados que en el arte, la literatura, la música, la ciencia, la arquitectura o la psicología se habían venido sosteniendo hasta ese momento inaugural. Latente -y subrayada enfáticamente a lo largo de la obra, en la que la figura del padre aparece... ¡¡¡hasta en el nombre de un buque de pasajeros!!!- subyace la noción de parricidio -y aquí la figura de Freud sobresale por su anticipadora visión: la tragedia de Edipo y el imperioso mandato de “matar al padre”-, esto es, la necesaria e inevitable destrucción de la autoridad ancestral, tradicional, “totémica”, como forzoso paso para la liberación, para la madurez, para el crecimiento autónomo y fecundo. Hacer tabla rasa del pasado, pues, como postulado emblemático de la época.
 
Pero por otro lado, las anécdotas reseñadas, los fragmentos escogidos de obras literarias, los textos entresacados de los apuntes personales o los diarios de todas estas “celebridades” sirven al autor para -con la amenazante presencia en el horizonte de la devastadora guerra, sólo conocida hoy para nosotros, ignorantes de sus atisbos los que pronto serían sus contemporáneos- avisarnos de cómo de un día para otro, casi sin indicios visibles de la inminencia de la destrucción, toda esta eclosión de vida, de imaginación, de inteligencia, de sensibilidad, todos los logros y los avances y el bienestar y el progreso que ahora -y entonces- nos parecen ilimitados, irrefrenables, ineluctables, todo ello puede venirse abajo con un mero soplo de los dioses o de la fuerza de la Historia o de la estupidez humana o de la estulticia de los gobernantes.
 
Casi sin indicios visibles de la inminencia de la destrucción, he escrito. Y sin embargo, Florian Illies recoge en su libro numerosos avisos de la devastación que se avecina. Y la guerra amenaza con estallar a cada paso, escribe el filósofo Steiner en una carta a su madre. O el llamativo y quizá esclarecedor incremento de efectivos -de 117.267 a 661.478- que el Parlamento alemán aprueba el 20 de junio en su tercera versión del proyecto de Ley de Defensa presentado por el gobierno. O el sueño de Jung -insisto una vez más en que todo lo que se cuenta en el libro, incluso los sueños íntimos, está convenientemente documentado, una prueba más de la brillantez y el exhaustivo trabajo de su autor- en el que Europa entera sucumbe bajo una gran inundación que deja cadáveres y devastación, asesinatos y homicidios por doquier. O el pesimismo de Spengler, autor de La decadencia de occidente, que en la Navidad de ese año recoge en su diario: Hoy me pesa vivir en este siglo. La cultura, la belleza y el color que existían están siendo desmantelados.
 
En fin, no puedo detenerme más en las decenas de aspectos destacables de un libro muy interesante y ameno (no he hablado del sentido del humor del autor, que permea toda la obra). Os recomiendo vivamente este 1913. Un año hace cien años escrito por Florian Illies y publicado por la editorial Salamandra, del que ahora os dejo un largo texto sobre Thomas Mann, un muy buen ejemplo del enfoque, del estilo, del “tono” del libro.
 
La consagración de la primavera, quizá la obra maestra de Igor Stravinsky, de cuyo estreno -como he dicho- se da cuenta en el libro ilustra musicalmente -en la coreografía de Maurice Béjart- este comentario.
 
 
Thomas Mann se despierta a las ocho. No porque esté desvelado o haya puesto el despertador, sino porque siempre se despierta a las ocho. Cuando en una ocasión lo hace a las siete y media, permanece confuso treinta minutos en la cama, preguntándose cómo puede haberle ocurrido. No debería volver a pasar. Su cuerpo lo obedecía. Seguimos sin saber gran cosa de la habitación que comparte el matrimonio formado por Thomas Mann y Katia Pringsheim. Pero llama la atención que, después de que su marido concluyera La muerte en Venecia en 1912, Katia pase casi un año y medio ininterrumpidamente en distintos balnearios de Suiza para curarse su afección pulmonar. Lo que le impedía respirar era la velada homosexualidad de su esposo. Por supuesto, sabía más que cualquier otra persona que su Gustav von Aschenbach era un autorretrato, y que en 1911, cuando pasaron unas vacaciones juntos en Venecia, fue en el Grand Hotel des Bains donde no pudo apartar la vista del guapo y joven Tadzio, al que el libro describe como “bellísimo, el rostro pálido y graciosamente reservado”. A Katia le sorprendió la forma en que su marido miraba boquiabierto al muchacho, aunque después leyó la novela sobre el artista entrado en años que seguía con desenfreno a su joven amor cuando estaba en la playa y cuando comía, esa figura en que confluían “la gracia y la rigidez de la pubertad”. Pero Thomas Mann tiene a Gustav von Aschenbach para que viva por él la vida según le plazca y encuentre la muerte. En ese año de estancias permanentes en sanatorios, Katia y Thomas se ven obligados a renunciar con dolor a la “severa dicha conyugal”. Sin embargo, permanecen juntos, guardan las apariencias y se construyen una casa.
 
Durante todo su matrimonio, Katia y Thomas Mann se reúnen a las ocho y media en punto para desayunar. Ya sea en la Mauerkircherstrasse o en la mansión de Bad Tölz o más tarde en la Poschingerstrasse. Cuando dan las nueve, el gran escritor se pone a trabajar. Sus cuatro hijos siempre recordaron cómo su padre cerraba invariablemente la puerta a las nueve en punto. Era una forma de cerrar la puerta sumamente categórica, definitiva. Indicaba que el mundo debía quedar al otro lado.
 
Después cogía el manuscrito y empezaba. Como una máquina. “La hoja nuestra de cada día dánosla hoy”, le dijo en una ocasión a su amigo Bertram. “Necesito papel blanco, completamente liso, tinta fluida y una pluma nueva, que se deslice con facilidad. Para que no sea un galimatías, coloco debajo una falsilla. Puedo trabajar en cualquier sitio, pero con un techo sobre mi cabeza. El aire libre es bueno para soñar y concebir ideas sin compromiso: el trabajo preciso exige el amparo de un techo.” Exactamente tres horas después, a las doce en punto, deja la estilográfica. Y se afeita con parsimonia. Lo ha comprobado: si se afeita por la mañana, a la hora de cenar ya asoma la primera sombra. Desde que lo hace a las doce, en la cena sus mejillas siguen lisas. Tras rasurarse y echarse un poco de loción para después del afeitado, da su paseo. Luego almuerza con los niños, y a continuación se permite fumarse un cigarro puro recostado en el sofá, lee algo, habla algo. A veces incluso juega con sus hijos. Erika tiene siete años, Klaus seis, Golo cuatro y Monika tres. Pero acto seguido todos ellos le son confiados deprisa y corriendo a la niñera, ya que Thomas Mann quiere acostarse. Siempre duerme de cuatro a cinco. Ni que decir tiene que no necesita despertador. A las cinco toma el té, y después se dedica a lo que él llamaba “tareas secundarias”, se le puede telefonear e incluso visitar (“venga usted sobre las cinco y media”, le escribe a Bertram); por decirlo así: está. A las siete cenan. De manera que la literatura universal sólo es una cuestión de planificación metódica. Esa primavera habló a sus hijos por primera vez del nuevo libro que quería escribir. Se titulará La montaña mágica, y será divertido. Poco después, Erika se inventa un nombre para su padre: Zauberer, Mago. Y se le quedará de por vida. Las cartas que escribe a sus hijos las firma sólo con este nombre, y de vez en cuando, de forma muy íntima, apenas con la “Z”.
 
De modo que al parecer lo tenía todo bajo control con su varita mágica, que era su estilográfica. De la A de Aschebasch a la Z de Zauberer.

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