Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de marzo de 2015

TAIYE SELASI. LEJOS DE GHANA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Esta tarde quiero proponeros la lectura de una novela magnífica, la primera publicada por su autora, la exótica y bellísima Taiye Selasi. Exótica -sin connotación negativa alguna; antes al contrario- porque, nacida en Londres, formada en Estados Unidos y viviendo en Roma, de padre ghanés y madre nigeriana (rasgos biográficos que, como comprobaréis dentro de un momento, afloran en su libro), Selasi es un nombre literariamente “excéntrico” en relación al panorama más habitual de las publicaciones a las que normalmente accedemos. Y enfatizo lo de bellísima porque así aparece en todas las fotos que he podido ver de ella; elemento este, el de su atractivo, absolutamente irrelevante a los efectos que aquí me traen, siendo el hecho de que yo lo mencione demostrativo de una visión retrógrada, con reminiscencias aún claramente machistas, que imperan en nuestro mundo... ¿Alguna vez he remarcado, en estas reseñas, el grado de hermosura de un autor? En fin... anacrónicos impulsos irracionales que subsisten bajo una aparente capa de modernidad liberada. (“Aunque”, preguntaréis, “si ha caído en la cuenta de la torpeza de su comentario, si ha sido consciente de él y, en consecuencia, ha podido eliminarlo antes de que su reseña viera la luz, ¿por qué ha mantenido su absurda trivialidad, añadiendo además este larguísimo excurso adicional?... ¿para tener ocasión de castigarnos con sus pedantes justificaciones?... ¿para que todos veamos su pose de “autocrítico concienciado”?... ¿no podría haberse ahorrado esta superflua disquisición?... ¡¡¡y encima en un mes de marzo en el que -sin demasiado sentido- le ha dado por subrayar el contenido “femenino” de la emisión!!!” Lo dicho: en fin...).
 
El caso es que la muy inteligente, extraordinaria escritora y además guapísima (erre que erre...) Taiye Selasi ha escrito Lejos de Ghana, una novela espléndida que, en traducción del inglés de Rita da Costa, nos ha ofrecido hace unos meses la editorial Salamandra.
 
La primera singularidad de Lejos de Ghana -que ha sido destacada por numerosas críticas- es que, siendo, en cierto modo, una novela africana, con personajes nacidos en ese continente, y desarrollándose parte de su acción en Lagos y Accra, su planteamiento, su enfoque, rompe con todos los estereotipos que se manejan cuando -antes de abrir el libro- el lector se dispone a enfrentarse a los tópicos africanos más o menos “esperables”: ceremonias de iniciación, conflictos tribales, naturaleza salvaje, primitivismo irracional, y tantos otros banales -y casi siempre equivocados- lugares comunes sobre “lo africano”. La autora ha repetido en todas las entrevistas que he podido leer de ella que detesta la noción de novela africana y que ofrece como alternativa, reivindicándolo, el término de “afropolitismo”. Os transcribo su esclarecedora respuesta a una pregunta de Nuria Barrios, que dialogó con ella para El País: En 2005 escribí un ensayó en donde describía el origen de una noción más flexible de identidad. El afropolitismo describe a jóvenes de origen africano con una identidad híbrida, como mi hermana y yo. Mi padre nació en Costa de Oro, que en 1957 se convirtió en Ghana, estudió en Escocia y terminó trabajando como cirujano en Arabia Saudí. Los abuelos de mi madre eran un misionero escocés y una mujer yoruba, ella se crió entre Londres y Lagos y conoció a mi padre cuando ambos estudiaban Medicina en Zambia. Mi hermana melliza y yo nacimos en Londres y crecimos con el sentimiento de ser de todas partes, no sólo nigerianas o británicas o americanas.
 
Pues bien, este enfoque cosmopolita, afropolita, impregna la novela entera, protagonizada por una familia de características muy parecidas a las de la propia escritora, teniendo así Lejos de Ghana, parece obvio, un carácter claramente autobiográfico.
 
El libro nos presenta a la familia Sai, cuya historia se nos cuenta a partir de un desencadenante principal, la muerte de Kweku Sai, el padre y marido. Kweku, un cirujano ghanés que hace años abandonó en Boston, donde residía la familia, a su mujer, Fola, y a sus cuatro hijos, el primogénito Olu, los mellizos Kehinde y Taiwo, y la pequeña Sadie, cae abatido por un infarto en el jardín de su casa de Accra, en donde vivía ahora con su segunda esposa, Ama. A partir de su sorprendente muerte, Fola, que desde hace años ha vuelto a África dejando atrás sus hijos, los reúne de nuevo para el funeral de un padre del que se han distanciado y al que no veían desde hace años. Los cuatro hermanos viajan desde Estados Unidos a la capital ghanesa y el reencuentro propicia el que afloren los recuerdos, se rememore la historia familiar, se busquen explicaciones, se contrasten los distintos relatos de lo acontecido, se desborden las emociones y se cierren las muchas heridas abiertas.
 
Y es que Kweku, un inmigrante ghanés que con esfuerzo y sacrificio había alcanzado una posición desahogada como cirujano en un hospital bostoniano había huido del hogar familiar de un modo inopinado y sin aparente motivo, una noche de hace dieciséis años. Fola, abandonada y desvalida, no puede salir adelante teniendo a su cargo a sus cuatro hijos. Deja la cómoda vivienda de clase media en la que vivían en Brookline, se muda a una casa de alquiler en el borde de un solar con vistas a la autopista -como remarca de modo irónico-, se divorcia, manda a Olu a estudiar a Yale y envía a sus dos gemelos a Lagos a vivir con un medio hermano suyo, Femi (aunque los chicos regresan menos de un año después, marcados por un terrible incidente que sólo conoceremos al final del libro). Fola vive inicialmente con Sadie, aunque acaba huyendo a Lagos tras una discusión con su hija ya adolescente y vivirá sola en África hasta la muerte de su marido (“Ya no están, se han ido”, todas las voces, los cuerpos, un amante, cuatro niños, el latir de sus corazones, el murmullo de sus voces, el calor, el movimiento y el rumor incesante, el ajetreo y la cháchara, un río que se había secado mientras ella lloraba), pues Kweku se instala en Accra con su nueva esposa y sus hijos completan sus estudios y residen, Olu, también cirujano, en Boston, Taiwo y Sadie en Nueva York y Kehinde, que se ha convertido en un artista de éxito, en Londres. Todos son seres complejos, confundidos, con sus heridas y sus vagas esperanzas, marcados por la desaparición de la figura paterna, abriéndose paso en la vida a trompicones, llenos de dudas, cometiendo errores, dolidos, sufrientes, incompletos.
 
La añoranza de la familia, la nostalgia del perdido equilibrio familiar es, sin duda, uno de los temas del libro. La bella e inteligentísima Taiwo -en quien yo veo, por infinidad de detalles, el trasunto de la propia autora- envidia la calidez del hogar en las familias americanas, los comedores bañados por la luz amarilla de las arañas (...) los dormitorios cuyo fulgor ambarino se recortaba contra la oscuridad de la noche, contra todo lo que había de puertas afuera. Contempla extasiada las ventanas de los edificios neoyorquinos e imagina la felicidad -perdida e imposible ya para ella- de la vida tras los cristales: Jamás había experimentado lo que atisbaba en esas ventanas, ese cálido, ambarino, hogareño resplandor de puertas adentro. Los Sai, en cambio, piensa, eran una familia inconclusa, un ensayo, una obra en fase de producción en la que cada uno desempeñaba su papel con afectado aplomo, sin poder eludir jamás la tensión previa al estreno, como un ruido sordo que sonara de fondo. Un zumbido.
 
Y otro tanto siente Sadie: Cinco personas desperdigadas, una familia sin gravedad, sin nada que los mantenga unidos. Sin nada con el peso del dinero que tire de ellos hacia abajo, hacia un mismo trozo de tierra, dibujando un eje vertical, ni raíces que se extiendan bajo sus pies, sin un solo abuelo vivo, sin historia, una línea horizontal. Han flotado a la deriva, cada uno por su lado, se han visto arrastrados hacia la periferia, hacia el centro, sin apenas darse cuenta cada vez que alguien se ha salido de las coordenadas.
 
E incluso el ponderado Olu cuenta a su pareja, Ling: No quiero formar una familia. No creo en la familia. Yo no quería una familia. Quería que fuéramos algo mejor. Y de nuevo Taiwo: Le recuerda la casa que tanto detestaba: la tristeza reinante, los fantasmas de otras familias, forasteros todos ellos (...) La casa se ve fuera de lugar en ese paisaje, y así se han sentido ellos siempre, una familia africana en Brookline. Así se ha sentido ella siempre por las noches, en su habitación, en aquella casa en que los fantasmas se sentían más a gusto que ella.
 
Y este lamento por la familia perdida proviene, claro está, del abandono del padre. En cada uno de los hermanos ha germinado, de un modo u otro, el odio al padre cobarde y huido. Kweku, el Proveedor, como lo recuerda Taiwo, evocando lo que quizá pudo ser el sueño de un niño africano en las playas de su infancia: Conquistó tierras desconocidas y fundó una casa, pero su vergüenza era demasiado grande y su conquista cambió de manos. Mejor dicho, volvió muy probablemente a las manos de una entrañable familia de rostro rubicundo, los descendientes de los primeros colonizadores, más acostumbrados a ejercer la dominación (...) A ese niño pobre que había recorrido aquella playa, que había soñado con casas señoriales y nuevas patrias, con los pies agrietados y las plantas ennegrecidas, sin sospechar jamás su error: que nunca encontraría un hogar, o por lo menos un hogar duradero. Que quien arrastra la vergüenza jamás podrá sentirse como en casa en ningún sitio. Se ríe al pensar en aquel niño en esa playa, y se ríe con más ganas al pensar en sí misma en esa casa a sus doce años, cuando aún era una niña, cuando aún creía en el hogar.
 
E igualmente Olu, el hijo mayor: Me basta con entrar en esa casa, esa choza en la que se crió. Ese hombre partió de cero, luchó con uñas y dientes, lo sé. Quiero sentirme orgulloso de él. De todo lo que consiguió. Sé que sus logros fueron muchos y grandes. Pero no puedo. Lo odio por vivir en ese piso mugriento. Lo odio por ser ese hombre africano. Lo odio por haber hecho daño a mi madre, por haberse marchado, por morirse, lo odio por haber muerto solo.
 
Sin embargo Fola, el Ama de casa de las afueras, como se designa a sí misma, ama aún a su marido, y ese amor llena de emoción las últimas páginas de la novela, las más intensas, las mejores de un libro por lo demás sobresaliente, lleno de momentos memorables. Son tantas las cosas que nunca llegó a preguntarle, se lamenta.
 
Y en el dibujo de esa familia rota, las personalidades de los cuatro hermanos, sus dudas, su desamparo y su perplejidad ante la vida, sus complicados itinerarios sentimentales y emocionales, se perfilan de un modo muy convincente y creíble, muy eficaz y casi siempre conmovedor.
 
Olu, de tristeza tenue y persistente como el zumbido de un ventilador, es el exigente y consentido primogénito. Programado para sacar títulos universitarios, para obtener becas, androide dedicado a hacer el bien, es la viva imagen de la perfección, la perfección a la que aspiraban los nuevos inmigrantes, la cobardía recompensada. No sabe nada de tentaciones, de errores, de la pérdida, el fracaso, la pasión, la lujuria, el pesar o el amor (y es de nuevo la cáustica Taiwo la que habla). Su serena inteligencia, su dominio de la ciencia, su voz grave y firme que transmite la seguridad de los hechos conocidos, hacen de él el paradigma del hermano mayor. A Olu le ha tocado el papel de poner orden, aun cuando, a menudo, ese rol de sensatez y ecuanimidad disimule su propia inseguridad.
 
Taiwo es la tirantez y la tensión pese a su inteligencia y su brillantez. Es Summa cum laude en la Universidad de Nueva York, licenciada en Filosofía, Política y Economía por el Magdalen College, becaria en Watchell. En ella deslumbra el oscuro ingenio, el sonido áspero, susurrante y cautivador de su voz, el aura de misterio y de innata elegancia, su belleza deslumbrante. Y sin embargo, esa niña excepcional que su padre abandonó en América ya no es la misma de ahora en África Occidental. A Taiwo le tocó el papel del permanente enfado, no es ya la niña risueña y encantadora, la vida ha hecho que se oculte bajo un caparazón, que se endurezca; parece una chica, se comporta como chica pero en realidad es un soldado que sale a la batalla para evitar nuevos ataques, tal y como dice de sí misma.
 
Kehinde, es el resonar de una ausencia, el artista difícil. Es el talento en estado puro, el don de ver, la paz, la discreta convicción con que observa el mundo y la capacidad de hacer aflorar todo ello en su obra artística. Su condición de pintor de éxito le predisponía a una vida de glamour, fama y riqueza, pero Kehinde está herido en lo más íntimo, y su desconcierto, su dolor, lo llevan hasta un intento de suicidio: Los médicos determinaron que no suponía un peligro para sí mismo tras seis meses ingresado, seis meses de cháchara y tranquilizantes y de volver una y otra vez sobre los motivos por los que había deseado morir (sólo había uno) en una habitación con vistas a un jardín donde lloviznaba a menudo, muy inglés, relajante de algún modo, acuático, todo verdes y grises, enfermeras de porcelana y vajilla de porcelana para servir los analgésicos y el té, medio año sentado frente a ese jardín, pintándolo, mientras las cicatrices viraban al marrón y las ramas grises al verde, hasta que un día de agosto el doctor Shipman, enarcando sus hirsutas y canosas cejas, le dijo: “Estás preparado para vivir”.
 
Sadie, la pequeña, es descrita en el libro como un aleteo, la inquietud, la angustiosa e infructuosa búsqueda. “Tu madre se ha ido”, piensa hecha un ovillo en la cama, todavía vestida, sobre la manta que huele a pasado, a un período muy breve en el que aún vivían bajo un mismo techo con el Hombre del Relato y aún eran una familia, y llora muy quedo por todo lo que sí es verdad, por la pérdida de ese hombre y por lo mucho que añora a su madre, por lo inconsistente que se ha vuelto todo y por lo perdida que está, por cuán solos, desamparados y difusos están todos ellos (...). Llora sólo de pensar en ello. Todos juntos, cinco almas desperdigadas (una menos), comiendo judías estofadas al estilo de Boston. Y se mece en su propio llanto hasta quedarse dormida, con la ropa puesta, sin que nadie se moleste en buscarla durante horas, sin que nadie perturbe su sueño. A Sadie le ha tocado el papel de llorar a las primeras de cambio, dice su hermana.
 
Pero Lejos de Ghana no es sólo -aunque sí lo es de una manera primordial- una novela de sentimientos que nos pone en contacto con el desvalimiento y el desgarro existencial de unos seres perdidos y desamparados. No se mueve sólo en este ámbito íntimo, sino que el libro nos permite apreciar también otras dimensiones, menos recogidas, menos personales, menos emotivas. En la novela está, también, esta vertiente “externa” que supera los límites de las personalidades y los conflictos de sus personajes; está, también -y de modo muy destacado- África.
 
Está África en su paisaje humano: Y luego Ghana, y el olor de Ghana, una contradicción, una vasija de barro resquebrajada: el olor a sequedad, a humedad, ambos a la vez, la humedad de la tierra y la sequedad del polvo. El aeropuerto. Cuerpos que se empujaban, gritaban, suplicaban, tocaban, respiraban. (...) Había olvidado los cuerpos. La proximidad de los cuerpos. En América los cuerpos se mantenían a distancia. La calidez de esa cercanía. Y sus devastadoras y al parecer inevitables guerras, como cuando se nos presenta Nigeria como un país desgarrado por la guerra, incorregible, inhumano y húmedo como cualquier otro país desgarrado por la guerra, o se nos narra el incidente que provoca la muerte del padre de Fola, un ataque en que los hausa hostigan a los igbo, y aunque su padre fuera yoruba, su abuela escocesa, los criados fulani, alguno indio, mueren diez personas, diez muertos y sólo un igbo.
 
Y la novela reivindica también, como he dicho a propósito del afropolitismo, la importancia simultánea -y sólo en apariencia contradictoria- de la tradición y la mezcla, del peso del pasado y, a la vez, de la apertura y la renovación y la fecunda hibridación de razas, de lenguas, de costumbres, de ritos. Y así, Olu será en el físico una réplica de la nigeriana Fola, típicamente yoruba, mientras que Sadie, será como Kweku, su padre ghanés, nítidamente ga. Y en el mismo sentido describe Kehinde a su familia: Los ojos etíopes, los pómulos de los indios norteamericanos, la combinación galesa de pelo negro y ojos azules, la piel nórdica. Son un registro de algún tipo, eso cree él, un registro visual de la historia de un pueblo, de su paso por el mundo. Le resulta fascinante el hecho de que él pueda reconocer, y le resulte conocido, el contorno vagamente cuadrangular de los labios, el ancho hueso ciliar y la majestuosa nariz aguileña en su madre y su hermano, como si fueran máscaras rituales esculpidas en marfil por artesanos del siglo XVI, el hecho de que ese rostro siga repitiéndose, ese mismo rostro, una y otra vez, a lo largo de épocas, océanos, amantes y guerras, como la matriz de un grabador, una buena matriz, digna de ser reutilizada. Es algo que les envidia. Sus hermanos y sus padres pertenecen a un mismo pueblo, portan el sello distintivo que así lo acreditan.
 
Y es notable también -y yo lo vinculo también al legado africano, aunque la ciencia nos haya dado pruebas de su virtualidad universal- el peso de lo que podríamos llamar el conocimiento irracional en las vidas de nuestros protagonistas. Los gemelos Taiwo y Kehinde (recuerdo que la propia autora tiene una hermana melliza) tienen poderes telepáticos, sienten lo mismo en los mismos momentos a miles de kilómetros de distancia. Lo había hecho durante años. Los leía o, mejor dicho, los oía. Como si ella formulara pensamientos en voz alta en la mente de su hermano. No eran más que fragmentos, pero los oía con toda claridad, y más claros aún eran los sentimientos que los acompañaban. Y Fola sabe lo que le pasa a sus hijos, a partir de las sensaciones de su cuerpo: Se toca el vientre en cuatro puntos distintos, los cuadrantes del torso comprendidos entre la cintura y el pecho: primero el cuadrante superior derecho (Olu), situado debajo del seno del mismo lado; luego el cuadrante inferior derecho (Taiwo), donde tiene una pequeña cicatriz; después el cuadrante inferior izquierdo (Kehinde), adyacente al de Taiwo, y finalmente el cuadrante superior izquierdo (Sadie), el bebé, su corazón.
 
Termino ya, pues el tiempo se nos agota, con una mención al título original del libro, que alude a algunos de sus aspectos esenciales; alusiones que, por desgracia no son tan evidentes en el Lejos de Ghana castellano. En inglés la novela se llama Ghana Must Go, “los ghaneses deben marcharse”. Se trata de una frase popular en Nigeria a raíz de la llegada masiva de refugiados ghaneses, que provocó sentimientos xenófobos en la población nigeriana. En el texto se nos informa de cómo, incluso, por extensión, las precarias bolsas en las que los inmigrantes -ahora obligados al retorno forzado- guardaban sus pertenencias pasaron a recibir este nombre, bolsas Ghana must go. Y es que el desarraigo, la huida, el marchar, el irse, es otro de los grandes temas del libro. Significativamente, las tres partes en que se desenvuelve la novela se llaman Fue (la primera, en la que se nos cuenta el pasado de Kweku y Fola y su “instalación” en Estados Unidos), Yendo (la segunda, que narra el viaje de los hermanos de vuelta a África) e Id (la tercera, que anticipa el futuro, el vuelo autónomo y liberado de los hijos, la promesa de una vida sin el peso del pasado, sin las ataduras de la familia rota, de la tradición africana). Aunque esta distribución temporal está lejos de ser rígida, pues la estructura de la obra, muy trabajada y eficaz, se mueve alternando presente y pasado, conjugando tiempos y espacios, entrelazando las vivencias de los protagonistas.
 
En cualquier caso, esta idea central de la huida se recoge también en el muy emotivo capítulo final, que cierra y explica el libro. Yo también te abandoné, dice Fola, comentando la marcha de su marido dieciséis años atrás, para concluir: Hicimos lo que sabíamos hacer. Eso era lo que sabíamos hacer, marcharnos (...) ¿No podíamos haber aprendido, aprendido a no marcharnos? (...) Éramos emigrantes, los emigrantes se van.
 
En fin, leed este apasionante Lejos de Ghana, lleno de emoción y humor, de frescura y originalidad, de inteligencia y excelente técnica literaria. Como complemento musical a mi reseña, un tema de un músico mencionado en el libro, Reggie Rockstone, un rapero ghanés. No he podido encontrar el Death for life citado en el texto. En su lugar, suena un desasosegante Eye Mo De Anaa.
 
 
No comprendía por qué no los había visto hasta entonces, aún hoy no se lo explica, el hecho de no haber visto jamás sino una cara de sus pies, la cara suave y tersa. Las plantas, en cambio, se veían rosadas, encallecidas, en carne viva, la piel negra en algunos puntos, hinchada en los dedos. Era como si hubiese caminado literalmente sobre ascuas (en realidad, apenas había usado zapatos en su juventud). Taiwo apretó los labios con fuerza para enmudecer su propia repugnancia, pero lo que sintió a continuación carecía de forma y sonido:
 
          un extraño vacío, una sensación de ingravidez, como si flotara, como si por unos instantes hubiese cesado de existir; una nueva e insólita forma de pena, en parte dolor, en parte compasión, una tristeza de helio, tan irrespirable que resultaba insoportable. En el futuro, cuando sea adulta y experimente esa misma sensación de ahogo, cuando sienta que su propio ser le escapa como una bocanada de aire, anhelará tocar y que la toquen, establecer contacto físico (y lo hará con consecuencias dispares). Este anhelo, que, como casi todas las cosas, era inocente al nacer, echará raíces en sus manos y en su corazón desbocado; el impulso de tocar, de besar sus pies, de besarlos para sanarlos. De recomponer a su padre. Pero no sabía cómo. No tenía la respuesta. No conocía a su padre. Se arrodilló. Rompió a llorar.
 
Estaba asustada por motivos que no podía explicar, por la certeza -ajena a la razón pero no por ello menos sólida- de que estaba a punto de producirse una tremenda desgracia, si es que no lo había hecho ya, de que algo había cambiado. En buena medida, cabría atribuir esa certeza a su aguda e inexplicable intuición (así como al insomnio medio, aún sin diagnosticar a los doce años de edad). Pero llegó sin pensarlo, una sensación completamente desprovista de discurso. Algo que se abre.
 
Algo se había abierto en alguna parte.
 
El hecho de que su padre estuviera allí postrado a la luz de la luna significaba que algo se le había escapado, algo que jamás hubiera creído posible: que él era vulnerable. Y si él lo era -su padre, íntegro e inflexible-, también ella debía de serlo, todos lo eran, y peor aún: quizá no lo supieran. Si él había mantenido las plantas de los pies ocultas durante toda la vida de Taiwo, doce años, él podría ocultar cualquier otra cosa (cualquiera podría hacerlo). Y, por último, el hecho de que hubiese intentado ocultarlas, de que tuviera algo que ocultar, significaba que su padre se avergonzaba de sí mismo. Lo que, por algún motivo, le resultaba insoportable.
 
Apoyó la cabeza en el escabel, junto a los pies del hombre dormido.
 
-Papá -susurró, y lo tocó levemente. El seguía roncando-. Venga, despierta -insistió-. Despierta.
 
Pero fue en vano. Reparó entonces en las zapatillas, que descansaban en la alfombra, junto a sus propias rodillas. Con toda la delicadeza y el sigilo de que fue capaz, Taiwo le calzó una zapatilla, que se meció en el aire como si colgara de una horma. Luego la otra. Al menos, ya no se verían las plantas magulladas.
 
-No-rezongó él con un hilo de voz.
 
Presa del pánico, Taiwo se levantó de un brinco y de una sola zancada se apartó de la ventana y la luna y se cobijó en la oscuridad. Allí, oculta entre las sombras, cerró los ojos a la espera del grito. Que no llegó. Kweku hizo otro ruido, un sonido blando y húmedo propio del sueño profundo, murmuró otro débil “no” y enmudeció. Luego empezó a roncar de nuevo. Taiwo abrió los ojos y dio un paso, todavía temerosa. Ahora Kweku tenía la cabeza erguida. Hablaba en sueños.
 
-Era demasiado tarde- dijo, con tanta claridad como si hubiese sabido que ella estaba allí delante, observándolo.
 
Pero no sonrió en sueños como hubiese hecho Kehinde en la misma tesitura. Volvió a reclinar la cabeza sobre el pecho.
 
Taiwo echó a correr hacia la escalera.
 
Desde ese día, cada vez que Taiwo piense en su padre, cuando el recuerdo se le cuele, taimado, por esa grieta del mundo -y con él la imagen de su padre muerto en un jardín, con las plantas de los pies magulladas, desnudas, expuestas a todas las miradas-, se preguntará impotente: “¿Dónde están sus zapatillas?”, y como cuando tenía doce años, romperá a llorar.


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