Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 25 de marzo de 2015

AGOTA KRISTOF. CLAUS Y LUCAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que semanalmente os ofrece una propuesta de lectura escogida con criterios de calidad y buscando siempre alguna obra que pueda interesaros. Esta tarde, último miércoles de marzo, cerramos el extraño paréntesis que hemos consagrado en este mes -con la leve excusa del Día Internacional de la mujer, que como sabéis se celebra cada 8 de marzo- a la literatura escrita por mujeres. Sin intentar paliar -pues ello resultaría de todo punto imposible en tan escaso período de tiempo- la no muy numerosa presencia de escritoras entre nuestros autores semanales, un escaso dieciocho por ciento del total, sin pretender contentar tampoco no sé sabe qué oscuras y absurdas culpabilidades que por ello hubieran podido asaltarme, y sin sentirme ni mucho menos urgido por las conminaciones de lo políticamente correcto, movido, tan sólo, por un ligero afán testimonial -nada representativo y sí rozando lo anecdótico-, lo cierto es que estos cuatro miércoles marceños, el día de hoy y los tres que lo precedieron, han tenido como protagonistas sendos referentes literarios femeninos. Y al igual que en la primera entrega de la breve serie os ofrecía dos títulos -por ver de multiplicar así, tenuemente, la cifra de nuestras invitadas- serán tres las obras -aunque agrupadas ya en un título común, pese a su publicación por separado muchos años atrás- cuya lectura quiero proponeros esta tarde. El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira, son tres novelas, de 1986, 1988 y 1993, respectivamente, escritas en francés -su lengua literaria- por Agota Kristof, la escritora húngara que, muy joven, tuvo que abandonar su país tras el arrasamiento soviético de la incipiente revolución húngara de 1956, viviendo desde entonces en Suiza; una Suiza que la vería morir en 2011 a los setenta y cinco años de edad. Los tres libros habían aparecido por separado en España al poco de sus respectivas ediciones originales, aunque su mayor difusión se produjo a partir de la publicación en 2007 -con reedición este 2015- de un único volumen, titulado Claus y Lucas, a cargo de la editorial El Aleph que confió la traducción de los dos primeros a Ana Herrera Ferrer y la del tercero a Roser Berdagué Costa.
 
En El gran cuaderno, Claus y Lucas son dos pequeños, dos gemelos de escasos nueve años, a los que su madre, huída de una ciudad bombardeada día y noche -estamos, aunque nunca se dice abiertamente, en los aciagos días de la segunda guerra mundial, en un país que tampoco se precisa, muy probablemente la Hungría natal de la autora-, abandona en casa de su abuela -contra la voluntad de ésta, que los llama “hijos de perra”-, en una perdida aldea alejada -en principio- de los horrores bélicos. La abuela, a quien la gente conoce como “La Bruja”, es un personaje de dimensiones legendarias que hace honor a su apodo: la cara llena de arrugas, surcada por verrugas pilosas, desdentada, vestida con ropajes oscuros de los que no se libera ni para dormir, sin lavarse jamás, llegando hasta a orinar vestida, un sombra ominosa, enigmática y siempre en silencio, salvo cuando, borracha, profiere improperios y emite risas o gritos o sollozos desencajados en una lengua extraña. Los niños, aterrorizados, se verán sometidos a su férrea autoridad, obligados a trabajar hasta la extenuación para poder acceder a un mínimo alimento y a un precario cobijo, ambos, vivienda y comida, escasos y rudimentarios. En ese entorno terrorífico, y en un ambiente -el del exterior a la vivienda familiar, impregnado de la presencia de la guerra- rural, cerrado y opresivo, también bárbaro y salvaje, los niños irán abriéndose a la vida en contacto con la crueldad del mundo y las manifestaciones más primitivas, descarnadas y elementales de la civilización -más bien de la animalidad humana-: la miseria, la suciedad, la violencia, el robo, las agresiones, el alcoholismo, el sexo bestial, el dolor, la perversión, la amoralidad, la falta de compasión, el engaño, los insultos, las humillaciones, la desesperanza. Unidos por un vínculo poderosísimo y prerracional -su condición de gemelos casi los unifica- los muchachos deben construir su propia educación sin referentes ni pautas que los dirijan o siquiera orienten: leen los libros que se encuentran en un desván -una biblia, un diccionario-, escriben una suerte de diarios en cuadernos escolares de los que se abastecen en la librería de la aldea, se someten a ejercicios para el endurecimiento del cuerpo o del alma: ejercicios de ayuno, de mendicidad, de crueldad, ejercicios de supervivencia, mientras observan, ovejas descarriadas en un mundo abominable, víctimas de una época pervertida, el universo de desgracias en que les ha tocado vivir, deshumanizado y hostil. El fin de la guerra y la “liberación” del pueblo por parte de las tropas soviéticas -tampoco identificadas como tales de manera expresa- no cambian el inhumano escenario en que se desenvuelve la existencia de los niños, cada vez más insensibles, menos compasivos, más feroces, más crueles. La posterior muerte de la madre y el -en cierto modo- asesinato del padre son incidentes que ocurren -que ellos mismos provocan, en el caso paterno- sin que su sensibilidad se sienta concernida, carentes de empatía, sin emoción ni remordimiento, inmunes a toda culpa, a todo sentimiento.
 
El lenguaje, hecho de frases breves, secas, incisivas, de descripciones neutras, de una asepsia gélida, sin el mínimo atisbo de valoración o aún menos juicio, contribuye a resaltar este carácter simbólico de la novela que resalta la brutalidad de las guerras y la deshumanización que el totalitarismo lleva consigo, aspecto -la crítica profunda, aunque no explícita ni panfletaria, a la oscura, siniestra y asesina dictadura soviética- que aflora sobre todo en los otros dos títulos de la trilogía.
 
Estas dos últimas novelas abandonan ya la narración más o menos naturalista -aunque cargada de valor metafórico- del primer libro y se desenvuelven en un espacio más brumoso, ambiguo y hasta onírico. En La prueba, los gemelos se han separado, Claus ha “saltado” al mundo libre mientras Lucas resta del lado de acá del muro, en la sordidez de la casa de la abuela y del sombrío y dirigido y autoritario y tenebroso “paraíso del proletariado”. El relato, que se centra en la muy sórdida vida de Lucas, nos traslada a una sociedad heladora, de sufrimiento y dolor, una sociedad mezquina y despiadada, sin futuro ni ilusiones, prosaica y roma, una sociedad de huérfanos y frío húmedo, de apagados burócratas y silencio gris, de soledad y recuerdos difuminados, en una narración que se desliza progresivamente, como acabo de señalar, hacia los difusos territorios del sueño. Pasan los años y Claus logra retornar al pueblo, que aparece ante sus ojos como una presencia fantasmal, en la que ni siquiera encuentra cobijo la memoria del pasado. Lucas ha desaparecido dejando como único rastro, en la librería de la infancia, cinco grandes cuadernos escolares; un manuscrito que, al término del libro, ya no sabremos quién ha escrito, pues las espectrales autoridades que detienen y expulsan a un Claus que entonces ya tiene cincuenta años emiten un informe en el que arrojan dudas sobre unos cuadernos cuya redacción, a su vez, parece coincidir con el texto de la primera novela, en un juego de espejos y de sombras que confunde los contornos del relato y hace dudar no sólo de su auténtica autoría, sino de los límites entre la realidad y la ficción. Así reza el documento oficial, en su austera prosa administrativa: Naturalmente, por razones de seguridad, hemos examinado el manuscrito enpoder de Claus T. Mediante ese manuscrito asegura que se puede probar la existencia de su hermano Lucas, que escribió en persona la mayor parte, y Claus sólo añadió las últimas páginas, el capítulo número ocho. Ahora bien; la escritura procede de la misma mano desde el principio hasta el fin, y las hojas de papel no presentan señal alguna de envejecimiento. La totalidad de ese texto fue escrito de una sola vez, por la misma persona, en un lapso de tiempo que no puede remontarse a más de seis meses, es decir, por el mismo Claus T. durante su estancia en nuestra ciudad.
En lo que concierne al contenido del texto, no puede tratarse más que de una ficción, ya que ni los acontecimientos descritos ni los personajes que allí figuran han existido jamás en la ciudad de K, a excepción, sin embargo, de una persona, la supuesta abuela de Claus T., de la cual hemos encontrado la pista. Esa mujer, en efecto, poseía una casa en el emplazamiento del actual campo de deportes. Muerta sin herederos hace treinta y cinco años, figura en nuestros registros con el nombre de Maria Z., de casada V.
Es posible que durante la guerra se le hubiese confiado la custodia de uno o de varios niños.
 
Y esta condición algo irreal y borrosa del relato se acentúa en La tercera mentira, que cierra la serie. Alguien -¿cuál de los dos hermanos?- permanece encerrado en la cárcel del pueblo, ya no sabemos quién habla, si ambos están vivos o alguno ha muerto o los dos son meros fantasmas que sólo tienen entidad en la mente de la escritora. El pasado y el presente se entremezclan, los personajes que ya conocemos adoptan una nueva dimensión, la realidad se diluye, las historias se confunden, la absurda burocracia oficial enreda los límites de la verosimilitud. Todo remite a Kafka, la ciudad de K., la imprecisión, las dudas, la narración avanza envuelta en una suerte de niebla existencial, el paisaje -no sólo el meramente físico: oficinas impersonales, vacíos edificios administrativos, imprecisas calles desoladas- remite constantemente a las estampas de Giorgio de Chirico, como si se tratara de meros retazos de un sueño (el delirante sueño de la razón): Sabes bien que no soy más que un sueño -dice uno de los hermanos- Hay que aceptarlo. No hay nada, en ningún sitio. Claus -¿o es Lucas?- escribe, una vez más, un cuaderno (trato de escribir cosas que han ocurrido de verdad pero que, en un momento dado, la historia se hace insoportable por su misma verdad y entonces me veo obligado a modificarla. Le digo que intento contar mi historia pero no puedo, no tengo valor, me hace mucho daño. Entonces lo embellezco todo y describo las cosas no como sucedieron sino como yo querría que hubieran sucedido), pero todo es resbaladizo, todo se desdibuja, todo es evanescente y como alucinado. Nada resiste ya el feroz escrutinio de la realidad, nada se sostiene, nada queda en pie, todo se desvanece, todo puede ser invención, literatura: Todo es mentira. Sé perfectamente que en esta ciudad, en casa de la abuela, yo vivía solo, que ya entonces imaginaba que éramos dos, mi hermano y yo, para hacer soportable la insoportable soledad.
 
Leed esta magnífica trilogía, agrupada bajo el título de Claus y Lucas, una obra mayor de Agota Kristof, un libro muy duro, cruel, terrible, muy triste, fiel reflejo de un mundo desolador y sin esperanza, inhumano y brutal porque, como se lee en la propia obra, la vida es de una futilidad total, (...) no tiene sentido, es aberración, sufrimiento infinito, invento de un No-Dios cuya maldad rebasa la comprensión. Y es que por muy triste que sea un libro, nunca puede ser tan triste como la vida.
 
Gloomy sunday, un gran clásico que conoció versiones de, entre otros intérpretes, la gran Billie Holiday, una canción triste y algo siniestra -pero bellísima- que habla del suicidio, nacida en el contexto de depresión social y política del período de entreguerras, obra del compositor húngaro Reszö Seress con letra del poeta de esa misma nacionalidad Lázslo Jávor, cierra por hoy nuestro espacio en la versión original de su autor.
 
 
Estoy sentado en un banco de la estación. Espero el tren. He venido con casi una hora de antelación.
Desde aquí veo toda la ciudad. La ciudad donde viví cerca de cuarenta años.
Cuando, en otro tiempo, llegué aquí, era una ciudad encantadora, con su lago, su bosque, sus casas bajas, sus numerosos parques. Ahora ha quedado separada del lago por una autopista, el bosque está hecho polvo, los parques han desaparecido, hay edificios nuevos y altos que lo afean todo. Las calles viejas y estrechas están abarrotadas de coches, incluso las aceras. Donde antes había tabernas ahora hay restaurantes sin estilo alguno o self-services donde se come deprisa y corriendo, a veces incluso de pie.
Miro esta ciudad por última vez. No volveré, no quiero morir aquí.
No he dicho adiós ni hasta la vista a nadie. No tengo amigos aquí y menos amigas. Mis numerosas amantes ya deben de estar casadas, ser madres de familia y, a esas horas, ya no deben de ser jóvenes. Hace mucho tiempo que no las reconozco cuando las encuentro por la calle.
Mi mejor amigo, Peter, que había sido mi maestro en mi juventud, murió hace dos años de un infarto. Su mujer, Clara, que fue mi amante y mi iniciadora, hace mucho tiempo que buscó el encuentro con la muerte porque no soportaba la proximidad de la vejez.
Me voy sin dejar nadie ni nada detrás de mí. Lo he vendido todo. Todo no era mucho. Los muebles no valían nada, los libros menos aún. Del viejo piano y de los pocos cuadros he podido sacar algún dinero y aquí se acaba la historia.
Llega el tren y me subo a él. Sólo llevo una maleta. Apenas llevo más cosas al marcharme de aquí que cuando llegué. En ese país rico y libre no he hecho fortuna.
Tengo un visado de turista para mi país natal, un visado válido únicamente por un mes, pero renovable. Espero que el dinero que llevo me bastará para vivir unos meses, tal vez un año. También me he provisto de medicamentos.
Dos horas más tarde llego a una gran estación internacional. Más espera, después un tren nocturno en el que he reservado una litera. La de abajo, porque sé que no voy a dormir y que saldré a menudo para fumar un cigarrillo.
De momento estoy solo.
Lentamente el vagón va llenándose. Una vieja, dos muchachas, un hombre que tiene más o menos mi edad. Salgo al pasillo, fumo, contemplo la noche. Hacia las dos me acuesto y me parece que duermo un poco.
Por la mañana temprano, llegada a otra gran estación. Tres horas de espera que paso en el bar tomando unos cafés.
El tren que tomo esta vez es de mi país natal. Hay muy pocos viajeros. Los asientos son incómodos, las ventanas sucias, los ceniceros están llenos, el suelo es negro y pegajoso, los retretes son prácticamente inutilizables. No hay vagón restaurante ni tampoco bar. Los viajeros sacan el desayuno, comen, dejan los papeles manchados de grasa, las botellas vacías en la mesilla de la ventana o los echan al suelo, debajo de los asientos.
Dos de los viajeros sólo hablan la lengua de mi país. Los escucho, pero no les hablo.
Miro por la ventana. El paisaje cambia. Salimos de una región montañosa, llegamos a una llanura.
Se han reanudado mis dolores.
Me trago los medicamentos sin agua. No se me ha ocurrido comprar bebida y me resisto a pedir agua a los viajeros.
Cierro los ojos. Sé que nos acercamos a la frontera.
Ya estamos en ella. El tren se para, suben guardias, aduaneros, policías. Me piden los papeles, me los devuelven con una sonrisa. En cambio, los dos viajeros que sólo hablan la lengua del país son sometidos a un largo interrogatorio y su equipaje es objeto de registro.
El tren vuelve a arrancar y ahora, en las paradas, sólo sube gente del país.
A mi ciudad no van trenes procedentes del extranjero. Me bajo en la localidad vecina, situada más hacia el interior, más grande además. Podría tomar inmediatamente el tren de enlace, me indican el trenecito rojo de tres vagones que sale del andén número uno cada hora en dirección a mi ciudad. Veo cómo sale.
Salgo de la estación, tomo un taxi, me hago conducir a un hotel. Subo a la habitación, me acuesto y me duermo inmediatamente.
Al despertarme, corro las cortinas de la ventana. Da a poniente. A lo lejos, detrás de la montaña de mi ciudad, veo ocultarse el sol.
Voy cada día a la estación, veo el trenecito rojo que llega y que vuelve a marchar. Después, me paseo por la ciudad. Por la noche tomo unas copas en el bar del hotel o en una taberna de la localidad, junto a gente desconocida.
Mi habitación tiene un balcón. Me siento en él a menudo, ahora que empieza a hacer calor. Desde allí veo un cielo inmenso, como no lo veía desde hace cuarenta años.
Voy cada vez más lejos en mis paseos por la ciudad, incluso salgo de ella y me paseo por el campo.
Sigo una pared de piedra y metal. Detrás de esa pared oigo cantar un pájaro y descubro las ramas desnudas de los castaños.
El portalón de hierro forjado está abierto. Entro, me siento en la gran piedra cubierta de musgo cerca de la entrada. A esa piedra grande la llamábamos «la roca negra», aunque no fue nunca negra, sino más bien gris o azul y ahora completamente verde.
Contemplo el parque, lo reconozco. También reconozco el gran edificio situado en el fondo del parque. Tal vez los árboles sean los mismos, pero no indudablemente los pájaros. Han pasado muchos años. ¿Cuánto tiempo vive un árbol? ¿Cuánto tiempo vive un pájaro? No tengo ni la menor idea.
¿Y cuánto tiempo viven las personas? Una eternidad, supongo, puesto que veo a la directora del Centro que se acerca.
Me pregunta:
—¿Qué hace usted aquí, señor?
Me levanto, le digo:
—Sólo miro, señora directora. Pasé aquí cinco años de mi niñez.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará aproximadamente cuarenta años. Cuarenta y cinco. La he reconocido. Usted era entonces la directora del Centro de reeducación.
Exclama:
—¡Qué impertinencia! Sepa, señor mío, que hace cuarenta años yo ni siquiera había nacido, pero reconozco a los sátiros de lejos. O se va o llamo a la policía.
Me voy, vuelvo al hotel, tomo unas copas con un desconocido. Le cuento el lance de la directora.
—Es evidente que no es la misma. La otra debe de haber muerto ya.
Mi nuevo amigo levanta la copa.
—Conclusión: o las directoras se parecen todas o viven muchos años. Mañana lo acompañaré al Centro. Lo podrá visitar a placer.
Al día siguiente el desconocido viene a buscarme al hotel. Me acompaña en coche hasta el Centro. Un momento antes de entrar, delante de la verja, me dice:
—Mire, esa mujer que vio ayer es la misma. Sólo que ahora ya no es directora, ni de aquí ni de ningún sitio. Me he informado. El Centro ése de usted es ahora un hospicio para ancianos. 
Digo:
—Quisiera ver únicamente los dormitorios. Y el jardín. El nogal sigue en el mismo sitio, aunque me parece muy desmedrado. No tardará en morir.
Digo a mi compañero:
—Pronto se morirá, mi árbol.
Dice él:
—No sea sentimental. Todo muere.
Entramos en el edificio. Atravesamos el pasillo, entramos en la habitación que era la mía y la de muchos otros niños cuarenta años atrás. Me paro en el umbral de la puerta, miro. Todo está como antes. Una docena de camas, paredes blancas, camas blancas, vacías. Las camas están siempre vacías a esa hora.
Subo corriendo un piso, abro la puerta de la habitación donde estuve encerrado varios días. La cama sigue allí, en el mismo sitio. A lo mejor es la misma cama.
Nos acompaña una muchacha, dice:
—Todo fue bombardeado, pero ha sido reconstruido. Como antes. Todo es como antes. El edificio es muy bonito, no se puede modificar.
 

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