Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de abril de 2015

MARCOS ORDÓÑEZ. DETRÁS DEL HIELO. BIG TIME: LA GRAN VIDA DE PERICO VIDAL. UN JARDÍN ABANDONADO POR LOS PÁJAROS
 
Hola, buenas tardes. Aquí estamos de nuevo, un miércoles más, en Todos los libros un libro, un intento que hacemos todas las semanas desde Radio Universidad de Salamanca por ofreceros una propuesta de lectura que pueda resultaros interesante y sugestiva. Hoy traigo al programa no una sino varias recomendaciones, todas muy atractivas y todas debidas a un escritor español que pese a su constante y muy destacada presencia en los medios de comunicación y pese a contar también con una más que estimable obra literaria a sus espaldas, no es demasiado conocido para el gran público, ni siquiera para el más reducido universo de los afectos a los libros. Se trata de Marcos Ordóñez, un escritor que en su, como digo, ya relativamente amplia trayectoria narrativa tiene en su haber media docena de novelas, habiendo publicado, además, varios libros relacionados con el cine y, sobre todo, con el teatro. Y es en relación con este ámbito, el teatral, en el que es un experto, agudo, culto e inteligentísimo crítico, donde descuella su figura, con sus habituales columnas en el diario El País y sus frecuentes crónicas, artículos y colaboraciones en Babelia, el suplemento cultural del diario madrileño.
 
Yo leí, hace ya muchos años, algunas de las novelas de Marcos Ordóñez, de las que mi deplorable memoria recuerda ahora, con especial cariño, Una vuelta por el Rialto, publicada en Anagrama en un lejano 1994, Puerto Ángel, que me entusiasmó en 1999, Tarzán en Acapulco, también apasionante, que apareció en 2001, o, más recientemente, Detrás del hielo, que vio la luz en la editorial Bruguera en 2006. Es de esta última de la que conservo aún recuerdos menos difusos y algunas notas de lectura, y de la que, por ello, quiero esbozaros de modo breve su argumento. Detrás del hielo se desarrolla en la República de Moira, un país imaginario que presenta rasgos de alguno de los países del Este europeo, del Telón de acero -la novela está ambientada en los años sesenta-, aunque algo remite también en este pequeño país de ficción a una tópica República bananera centroamericana. En este escenario geográfico y con un fondo que alude de modo claro a los sucesos de mayo de 1968, no sólo el famoso mayo francés, sino también la primavera de Praga, Marcos Ordóñez nos cuenta la relación triangular entre Klara Liboch, Jan Bielski y Oskar Klein, tres jóvenes unidos primero por la amistad y luego por el amor. Narrada por Klara, la novela cuenta su búsqueda personal de identidad, relata también la mencionada historia de amor y amistad que constituye el núcleo de su trama, y describe, por último, los convulsos días de un mundo, de una época que toca a su fin. El emotivo fragmento del libro que he elegido como cierre a esta reseña “múltiple” lo relata Klara y, aunque aparentemente no tiene relación con la base argumental de la novela, sí encierra, en cambio, alguna de sus claves, entre ellas, el porqué del título.
 
Pero son otros dos textos, de publicación y consiguiente lectura por mi parte más recientes, los que explican la presencia de Marcos Ordóñez en esta emisión de Todos los libros un libro. Me refiero a Big time: La gran vida de Perico Vidal, que apareció a finales de 2014 en la ejemplar editorial Libros del Asteroide, y a la espléndida -para mí una obra mayor- Un jardín abandonado por los pájaros, que un año antes, en 2013, había presentado El Aleph. De esta manera, al centrarse en libros tan diversos, mi comentario de esta semana me permite mostraros algunas de las distintas facetas de la obra narrativa, muy versátil y heterogénea, de un escritor poco común y nada convencional.
 
Big time: La gran vida de Perico Vidal -empezaré por el postrero, que acabo de leer- tiene su origen en un ámbito no estrictamente literario, pues fue apareciendo, por entregas, en el blog de Ordóñez -Bulevares periféricos- en el espacio virtual del diario El País. En quince “episodios”, publicados entre abril de 2012 y mayo de 2013, y bajo un título genérico parecido al que luego encabezaría el libro: Big time: La fabulosa vida de Perico Vidal, Marcos Ordóñez fue dando al público el resultado de sus muchas horas de conversaciones con Perico Vidal, el inclasificable personaje, de intensa vida social, que había estado presente en la mayor parte de las aventuras cinematográficas de importancia internacional en la efervescente -al menos en ese ámbito- sociedad española de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. El escritor había conocido a Vidal en 2003, siete años antes de su muerte, cuando se dirigió a él para entrevistarle con ocasión del libro que entonces lo ocupaba, Beberse la vida: Ava Gardner en España. En aquella charla inicial Ordóñez quedó fascinado por la vitalidad, la memoria, la facundia desbordante, las muchas -y valiosas- gentes conocidas, los innumerables recuerdos de una vida intensísima, la multitud de historias que se agolpaban en el torrencial relato -en el que pasaba sin solución de continuidad del castellano al catalán, del inglés al francés o hasta al portugués- del interesante anciano, entonces ya casi octogenario. A partir de esa primera reunión, y presa del encantamiento suscitado por la seductora personalidad de Vidal, Ordóñez cultivó su amistad y multiplicó las ocasiones para nuevos encuentros, que se repitieron -en el bar de un hotel madrileño y en la casa barcelonesa del escritor, también a través de llamadas telefónicas- siempre presididos por la irrefrenable y subyugante capacidad de Perico para narrar, encadenando una historia tras otra, hilando anécdotas, relatando episodios de su ajetreada y vivida y disfrutada y apurada hasta el final existencia: Hablaba y hablaba y comenzaba a anochecer, caía la noche y yo me olvidaba de encender la luz -escribe el autor-, embebido, o no quería encenderla para no romper el clima, y nos quedábamos a oscuras. Esto me ha pasado algunas otras veces y siempre es una buenísima señal, siempre re¬cuerdo eso de las mejores entrevistas. O se acababa la cinta y como el grabador era un trasto prehistórico del que todos se reían, pero dónde vas con eso, cómprate un mp3, el botón no saltaba y quedaban muchos minutos en el limbo, que a veces reconstruía luego o ya nunca, qué le íbamos a hacer.
 
Tras la muerte de Perico Vidal, Ordóñez concibió el proyecto de convertir esas conversaciones en libro, para lo cual mantuvo, con modificaciones, supresiones y añadidos, pero sin cambiar lo fundamental, las quince entregas del blog, agrupadas bajo la rúbrica La parte de Perico. A ellas incorporó una introducción explicativa a modo de presentación del personaje y del proceso de escritura de la obra y, sobre todo, una segunda parte o coda o bonus track, como la denomina el propio periodista, titulada La parte de Alana, en la que Alana Vidal, la hija de nuestro protagonista, cuenta la increíble historia de su familia materna, retrotrayéndose a los inicios del siglo XIX, y, con una emoción especial, conmovedora, la a veces difícil y tortuosa, a menudo feliz y siempre amorosa experiencia de la relación con su padre.
 
En ambas partes percibimos el carácter vividor de Perico Vidal que se enfatiza ya desde el antetítulo del libro, Big Time, que es -explica Ordóñez- una expresión que Perico utilizaba con frecuencia. Es uno de esos términos ingleses (americano, más bien) de naturaleza un tanto mutante, porque varía según el contexto. Como adverbio suele traducirse por “a lo grande” o “a base de bien”. To be into the big time puede ser “estar metido en algo plenamente, hasta el fondo”. Como adjetivo (con guión incorporado) también indica una cota: a big-time cinema es “el gran cine”, por ejemplo. Como sustantivo, to reach the big time es “alcanzar el triunfo”. Y Perico siempre decía que triunfar no es otra cosa que hacer lo que te gusta. Vivió a lo grande, apurando la vida, y “metido en algo plenamente, hasta el fondo”. Y triunfó, hasta que el tiempo y sus estragos le llevaron para otro lado. Acabó una época, una gran época, y la ola le arrojó a la playa, y no le fue fácil levantarse, pero lo consiguió, y lo hizo por amor. El retrato que pergeña Ordóñez nos muestra la esencia del alma de Perico Vidal, su generosidad, su apasionamiento, su alegría, su intensidad, (me arrepiento de muchas cosas en mi vida, pero no de lo bien que lo he pasado), sus excesos con el alcohol, en un relato en el que aparecen las distintas ciudades en las que llegó a vivir, Barcelona y Madrid y Marbella y Nueva York y Los Ángeles y Cuernavaca y México y Miami y Río de Janeiro (O barquinho, una estupenda canción de Joâo Gilberto que le hacía evocar, con nostalgia, la capital brasileña, cerrará esta reseña), las muchas e interminables fiestas, los frecuentes viajes, su acontecer profesional como ayudante de dirección y “hombre para todo” en el cine, los centenares de amigos y conocidos (Orson Welles, David Lean, Frank Sinatra, Ava Gardner, Robert Mitchum, Sofía Loren, Omar Sharif, Julie Christie, Peter O’Toole, Louis Armstrong o Lionel Hampton, por citar sólo algunos de los más nombrados), sus incontables mujeres, amantes y esposas... Y todo ello, ese mundo casi irreal, con visos de sueño, aflora arrastrado por el poderoso caudal de un discurso que fluye, imparable, como si la labor de ingeniería literaria de Marcos Ordóñez no hubiera existido, como si todo fuera -así lo parece, pero sólo lo parece- una mera transcripción de las muchas cintas grabadas de las conversaciones entre entrevistador y entrevistado.
 
Este carácter “realista” y casi documental del libro aparece también como uno de los rasgos dominantes de Un jardín abandonado por los pájaros, el extenso relato autobiográfico -casi quinientas páginas de emoción y ternura, de melancólicos recuerdos, de nostalgia y de memoria, de poderosísima y subyugante y conmovedora escritura- en el que Marcos Ordóñez recrea la historia de su familia -volviendo atrás en su narración hasta las trayectorias vitales de sus bisabuelos- y la suya propia a partir de su nacimiento en la Barcelona de finales de los cincuenta y avanzando en su remembranza hasta sus inicios en la profesión literaria, con apenas quince o dieciséis años, recién empezada la década de los setenta.
 
Tres son, sobre todos los demás, los aspectos a destacar en el enfoque con el que el autor nos cuenta su infancia y adolescencia, tres aspectos que afloran interrelacionados, casi indiscernibles por separado, en el curso de una narración que fluye con naturalidad y sin -aparentemente- demasiados artificios literarios. Por un lado, la fidedigna reconstrucción de una época, la de los últimos años del franquismo (Ordóñez nació en 1957), que surgen “fotografiados” de un modo indirecto y magistral, a partir del escenario, del telón de fondo en el que se inscriben los acontecimientos de la historia personal. El paisaje urbano de una Barcelona todavía cercana a la posguerra, mostrando aún algún trazo disperso de los bombardeos, con sus humildes bares, con las tiendas de baratijas y sus tentadores escaparates, con los promisorios kioscos repletos de ajados tebeos y modestos juguetes infantiles, con los talleres de costura en los que se desenvuelven las jovencitas sin posibles, con los sórdidos burdeles que tantas veces acaban por acoger a esas mismas muchachas al menor revés de la fortuna, con los señoritos y los cabarés y las “chicas de conjunto”, con el ominoso silencio en torno a los “represaliados”, a los pobres diablos que se han “significado", con la sombra -casi imperceptible para un niño, pero aun así notoria- de los “rojos” y las “cárceles” y la represión, con la cotidiana familiaridad nocturna de los serenos en unas calles, siempre oscuras y frías, repletas de gente deshecha, todo ese paisaje de una España triste y gris y depauperada va dando paso, con el correr de los años, a los primeros atisbos de desarrollo y de una cierta holgura económica en el país. Los programas de radio y las inaugurales emisiones televisivas, los espectáculos de circo, los estrenos cinematográficos, las estrellas de la pantalla, los anuncios publicitarios, las canciones del momento, las cafeterías “modernas”, primeras manifestaciones de una sociedad que tímidamente se abre al progreso y al consumo, acompañan el crecimiento del niño.
 
Junto a esta vertiente descriptiva y “externa”, Un jardín abandonado por los pájaros nos traslada de un modo genial, rezumando sensibilidad y ternura, a las interioridades del alma del protagonista a través de la descripción del entrañable mundo familiar de ese Marcos Ordóñez infantil, inteligente y curioso, tímido y sensible. La rama materna, con el bisabuelo que emigró a México, y Florentina, la prima de la abuela, enamorada de Goerge Chakiris, el actor de West Side Story, y el abuelo músico, siempre de un lado para otro, un concierto, una orquesta, una actuación, y la enérgica, decidida y valiente abuela, llena de fuerza pese a su mutilación, el brazo perdido en un bombardeo en la guerra, y la madre, joven, bella, piropeada de continuo por las calles, siempre cantando, y la lengua catalana de todos ellos, de la que afloran muchas expresiones en el libro, ancladas para siempre en la memoria del chaval. Y también, aunque algo menos presente, la familia del padre, un linaje poblado de personajes valleinclanescos, altos militares, marinos mercantes, o el tío Benito, abogado y profesor, el intelectual de la familia (este niño sale al tío Benito, dice el padre ante las reiteradas peticiones de novelas por parte del Marcos infante), una pléyade de individuos singulares que acaba por desembocar en Conrado Ordóñez, un culto comisario de policía -de derechas e inicialmente falangista- con orígenes leoneses y asturianos, que será destinado a Barcelona en los primeros cincuenta y en donde conocerá a la que será su mujer, veintitantos años más joven, en un episodio muy tierno, contado con inmensa dulzura por su hijo en el libro. Y la presentación de todos estos diferentes miembros de ambas familias se hace mientras el narrador recrea su paso a la adolescencia, dejando atrás con melancolía y añoranza esa infancia que pese a la visión nostálgica se nos muestra sobre todo feliz. El inesperado regalo de un coche de juguete, la compra de un proyector, la excursión a la piscina en el calor agosteño, los interminables veranos, las tonadas que suenan a través de los patios de vecinos, las cenas en el terrado de la casa -un espacio para la aventura y la ensoñación-, los seriales radiofónicos, Matilde, Perico y Periquín, las siempre cariñosas presencias de los abuelos, de los padres, el encantamiento de las historias escuchadas a los parientes, los libros de Enid Blyton y Guillermo, las comidas familiares, las tortillas de patata de circularidad perfecta, la carne con castañas, las tostadas de nata, la mortadela trufada con aceitunas, los primeros frankfurter, los innumerables olores... he ahí el universo en el que el pequeño Marcos vive su infancia. Y después, el progresivo avanzar hacia la juventud, la fascinación por los libros y la lectura, la germinal inspiración de El fantasma de Canterville y más adelante Lorca y tantos otros, el descubrimiento de la atracción -y el talento- por la escritura, el hechizo del cine, el encantamiento del teatro, el primer premio literario -modesto y juvenil-, la aparición del jazz y de Bob Dylan, la incipiente promesa de un futuro que le ensancha el pecho: El aire de la promesa, el temblor de la promesa, el aroma de la promesa, el tiempo de la promesa abriéndose como un estuario, verde como los ojos de Emma Cohen, como escribe Marcos, embriagado ante la vida que explota (y enamorado -como yo mismo lo estuve- de la fresca belleza de la guapísima actriz). Y también, claro está, surge el inevitable aprendizaje de la muerte, de las muchas muertes: la del padre, y la del abuelo, a la misma hora y el mismo día -cuarenta y cinco años después- que la fecha de su boda, la de la tan querida abuela -durante años la llamé a gritos-, clausurando una infancia que permanece en la memoria y en la que sus amados familiares están aquí, están siempre, en el mismo presente.
 
Y ambos planos, el externo y el introspectivo, aparecen ligados por lo que a mi juicio constituye el tercer motivo de interés del libro: el poético estilo de la prosa, la escritura desbordante, el agilísimo ritmo de la narración, el amplio y cuidado léxico y la vasta cultura del autor, la ironía y el desapegado humor de un Marcos Ordóñez que se mueve a caballo de la autobiografía “documental” y la ficción novelesca. Este carácter fronterizo entre el recuerdo y la invención de la propuesta del autor se pone especialmente de manifiesto en un pasaje de la obra en que rememora con detallada minuciosidad un mural que había al fondo de una horchatería en la barcelonesa plaza Universidad y que visitaba deslumbrado con su madre: Resplandecía en medio de un cielo azul cobalto, con estrellas como pellas de tiza, y bañaba con su luz un mundo de casitas techadas de rojo, escribe; para añadir a continuación: Es muy posible que el mural no fuera exactamente así. No me costaría nada verificarlo, porque allí sigue: la antigua horchatería es ahora casi un bar de diseño pero han tenido el buen gusto de mantener el mural como si de un fresco primitivo se tratara. Y sin embargo, dice -y, aquí está la clave final del libro, en mi opinión- no he ido ni iré a verlo de cerca. Prefiero recordarlo tal como lo veía entonces: esa es para mí su verdadera esencia.
 
Y así el recuerdo de la infancia perdida -un jardín abandonado por los pájaros- es recreado libremente, “re-construido”, en una biografía/novela apasionante y conmovedora, llena de sentimiento y emoción. Confío en que lleguéis a interesaros por alguno de los múltiples registros de este excepcional escritor que es Marcos Ordóñez.



Una vez tía Olga me contó una historia. Era una especie de leyenda local. Una pareja de alpinistas se perdió en las montañas de Gschwind. Eran jóvenes, acababan de casarse y querían pasar su luna de miel escalando el Gran Staad, el monte más alto y peligroso de la cordillera. Estaban llegando a la cima cuando les sorprendió una tormenta.

El muchacho cayó por un ventisquero y desapareció en el abismo.

La joven esposa volvió al albergue, y allí le dijeron que jamás recuperaría el cadáver de su hombre. Verano tras verano, cuando se acercaba el aniversario fatal, la mujer regresaba al Gran Staad para arrojar un ramo de rosas al abismo.

Envejeció. Cada año, la ascensión se le hacía más y más difícil, hasta que dejó de ir.

Un día sonó el teléfono en el asilo.

Era un funcionario de la alcaldía de Gschwind. Unos espeleólogos habían encontrado el cuerpo de su esposo en una sima, aprisionado en un enorme bloque de hielo.

Llevaron a la mujer hasta la cueva, abierta en la falda del Staad. La mujer alargó una mano, frágil como una rama seca, y acarició el hielo.

Detrás del hielo, su hombre seguía intacto, eternamente detenido en la edad que tenía cuando los dos se perdieron en la tormenta. Intacto y con los ojos abiertos.
 

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