Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de abril de 2015

WILLIAM CLAXTON Y JOACHIM-ERNST BERENDT. JAZZ LIFE
 
A principios de octubre de 1959, recibí una llamada de Alemania. Mi interlocutor se presentó: Joachim-Ernst Berendt, musicólogo residente en Baden-Baden. En un inglés perfecto, me explicó que se disponía a venir a Estados Unidos para llevar a cabo un trabajo sobre “ese gran arte americano, el jazz”. Buscaba un fotógrafo para trabajar con él -un fotógrafo que amara y comprendiera el jazz. Había visto mis fotos en revistas europeas y en carátulas de discos y pensaba que yo era exactamente el hombre que necesitaba porque mis fotos “tenían alma”. El libro en cuestión incluiría sus escritos sobre el jazz ilustrados con mis imágenes. Los textos serían entrevistas con músicos, descripción de los diferentes lugares en los que se escucha jazz, un estudio de los orígenes del jazz y del jazz en sí mismo, en tanto que arte por derecho propio. Al escucharlo hablar, todo me pareció muy culto aunque, por otro lado, se trataba de un proyecto muy importante. No podía creer mi suerte. La ocasión de fotografiar a un buen número de mis héroes del jazz y de descubrir a otros viajando por todos los Estados Unidos era muy tentadora. Respondí que sí, que me gustaría estar en el proyecto, pero que necesitaba aún más detalles. Me respondió que me escribiría. Antes de colgar, mencionó que le gustaría encontrarse conmigo en abril en Nueva York, y pasar en torno a dos semanas cubriendo los escenarios del jazz en Manhattan. Después de lo cual, alquilaríamos un coche y surcaríamos el país entero explorando el mundo del jazz, sus raíces, sus creadores, los entornos en los cuales se desarrollaba. Pasaríamos algún tiempo en Nueva Orleans, en Memphis, en Chicago, en Hollywood y en una docena de otros lugares menos previsibles. Y -¡ah, sí!- nuestro trabajo seria publicado en forma de un lujoso álbum por el editor alemán Burda Verlag en la primavera de 1961. ¿Qué joven fotógrafo no quedaría deslumbrado por una oferta así? Me volví hacia mi mujer, Peggy Moffitt, y le conté lo que acababa de pasar. Asumiendo el papel de la más práctica de los dos, me preguntó cuánto me pagarían. ¡Vaya! Había olvidado preguntarlo. Volví a llamar inmediatamente al señor Berendt o, más bien, al profesor Berendt, y le planteé la pregunta. Respondió que estaba dispuesto a pagarme 7.000 dólares más todos los gastos profesionales y de desplazamiento durante los cuatro o cinco meses necesarios para llevar nuestra misión a buen puerto. En aquella época era como si me ofreciera siete millones. Colgué y repetí muy complacido su oferta a Peggy. Ella sonrió y dijo con tristeza: “¿Y yo?” Hay que decir que no llevábamos casados más que algunos meses. Una negra sombra apareció entonces sobre mi cabeza, con un haz de rayos estallando en el corazón de la tempestad. Estaba excitado pero deprimido a la vez por la idea de separarme de mi mujer durante tanto tiempo. Llamé de nuevo a Berendt y le expliqué mi situación conyugal. Supliqué: “aún somos recién casados”, pidiéndole si no era posible llevar a Peggy con nosotros. Lo sentía, me dijo, pero no había cabida para ella en nuestro presupuesto.
 
Entonces, le pregunté, ¿qué debería hacer un joven fotógrafo -con talento y ambicioso- ante una ocasión única como ésta? Después de un largo rato de discusión decidimos que debería aceptar la oferta. Durante este tiempo Peggy permanecería en Los Ángeles para ocuparse de su carrera de modelo.
 
Joachim-Ernst Berendt, al que desde entonces yo llamaría Joe, y yo habíamos convenido encontrarnos en el aeropuerto Idlywild (todavía no se llamaba JFK) en Nueva York el día de su llegada desde Francfort. Esa mañana, Peggy y su hermana me llevaron al aeropuerto de Los Ángeles. Me sentía un poco débil pero aún así embarqué. Me encontraba muy mal y antes incluso de despegar tuve que ir al baño. Un rato más tarde me di cuenta de que el avión de disponía a aterrizar no en Nueva York sino en San Francisco. La azafata me explicó que habían tenido que cambiar de avión y que probablemente yo me había equivocado de vuelo. Tuve que coger otro avión entre San Francisco y Nueva York. Joe me esperaba desde hacía cinco horas pero por fortuna la compañía aérea le había advertido de mi nueva hora de llegada. Joe y su amigo, el guitarrista húngaro de jazz Attila Zoller, me condujeron a Manhattan en el flamante Buick nuevo de Attila. Creo que no le produje a Joe una primera impresión demasiado buena. Estaba lívido y en un estado penoso. Habíamos reservado una habitación en el hotel Alwyn, en la esquina de la West 58th Street con la Séptima Avenida. El edificio estaba bastante destartalado (había que pagar al contado desde la misma llegada) y era conocido por ser lugar de paso de yonquis. Joe comentó: “¿No te parece que es un sitio formidable? Un hervidero de músicos. ¿Es buena señal, no?
 
A la mañana siguiente, todavía bastante enfermo, me despertó una llamada de Peggy. Me decía que tomaría el próximo vuelo y estaría conmigo esa misma noche. El solo hecho de oír su voz ya me animó un poco. Le expliqué a Joe que no podría trabajar con él esa primera jornada. Le pareció bien porque tenía muchos asuntos que investigar y mucha gente con la que contactar.
 
Con Peggy a mi lado me restablecí rápidamente. Decidimos que ella se quedaría a trabajar como modelo en Nueva York mientras yo andaba por las carreteras. Había firmado un contrato con la Agency Plaza Five y estaba excitada por el hecho de trabajar en Nueva York, que era entonces la capital de la moda. Encontró alojamiento en casa de otra modelo de la misma agencia. Todo parecía ir a mejor. Aunque volveré sobre la “saga” Peggy más adelante.
 
Presenté a Joe a George Avakian, director del departamento de jazz de Columbia Records; a Jack Lewis de RCA Victor; a Ahmet Ertegun y a su hermano Nesuhi de Atlantic. Joe estaba muy impresionado porque yo conociera a gente tan importante en el mundo del jazz. Todas estas relaciones me ayudaron a entrar en contacto con los más grandes músicos y arreglistas de jazz de la región de Nueva York. Sentía curiosidad por ver cómo iba a ser aceptado Joe por todos esos jazzmen tan en la onda. Quedó muy claro desde el principio que no sólo había hecho bien sus deberes y conocía la música y a los músicos al dedillo sino que sabía hablar con ellos como experto de una manera sincera y auténtica. El hecho de que fuera extranjero ayudaba, pues eso lo volvía aún más interesante. Era una fuente inagotable en lo que se refería a “la forma artística más importante de América”.
 
El plan de Joe para nuestra odisea del jazz era salir de Manhattan, pasar por Filadelfia y Washington, bajar hacia nueva Orleans y Biloxi atravesando los Estados costeros, remontar el Mississippi hasta Memphis, y luego continuar hasta Chicago, San Luis, Detroit y Kansas City. Después de lo cual nos dirigiríamos hacia el Oeste por Los Ángeles, Hollywood, San Francisco y Las Vegas. Volveríamos a continuación a Nueva York para subir a Boston y conocer la Berklee School of Music, y terminaríamos nuestro periplo en el festival de jazz de Newport, en Rhode Island. Yo tenía pensado asistir al festival de jazz de Monterrey más tarde, en otoño, después de que Joe hubiese vuelto a Alemania.
 
Hola, buenas tardes. Con este largo aunque sustancioso y significativo texto de William Claxton os damos la bienvenida un miércoles más a Todos los libros un libro que esta tarde os trae una recomendación de lectura vinculada al universo jazzístico -como habréis podido deducir del fragmento inicial (que forma parte de uno de los dos prólogos del libro)- con ocasión de la celebración, mañana, 30 de abril, del Día internacional del Jazz. Y hablo de lectura aunque mi propuesta de hoy no es tan estimable por el texto en sí -interesante en cualquier caso- como por las muchas y extraordinarias imágenes que lo acompañan, centenares de fotografías de músicos, conciertos, sesiones de grabación, festivales, gentes, músicos anónimos, artistas reconocidos, así como lugares y entornos relacionados con el jazz. Se trata de Jazz life, una obra monumental de seiscientas intensas páginas presentada por la editorial Taschen en 2005 y que recoge el viaje, al que se alude en el texto de entrada, que el experto alemán Joachim-Ernst Berendt y el fotógrafo William Claxton (ambos ya fallecidos) hicieron por los escenarios del jazz en los Estados Unidos de 1960, un libro que se publicaría originariamente un año después, en 1961. La obra -que se edita en tres idiomas, inglés, alemán y francés- cuenta con una edición de lujo algo más extensa -casi setecientas páginas- que por unos probablemente bien empleados mil quinientos euros ofrece cada uno de sus exclusivos mil ejemplares firmados, numerados y recogidos en un artístico cofre, con encuadernación en tela e incluyendo cuatro fotografías de gran calidad y un CD con algunas de las grabaciones originales registradas en el periplo citado.
 
Joachim-Ernst Berendt fue miembro fundador de la Südwestfunk, una legendaria emisora de la radiodifusión alemana, y productor musical con más de doscientos cincuenta discos en su haber. Estudioso del jazz, coleccionista, investigador y autor de numerosos libros sobre el género, se unió al conocido fotógrafo William Claxton (toda una autoridad en el mundo de la fotografía de moda, colaborador en revistas como Life, Vogue y Paris Match, e igualmente gran experto en jazz, con infinidad de portadas de discos a su cargo y, sobre todo, responsable de un deslumbrante contingente de imágenes -muchas de las cuales han alcanzado la categoría de iconos- de los grandes nombres del universo jazzístico internacional) en un viaje de cuatro meses en el que atravesaron Estados Unidos en un Chevrolet de ocasión, para visitar, conocer, descubrir, sondear, reflejar y fotografiar el panorama del jazz en el enorme país americano, empeño que es casi equivalente al intento de plasmar en un libro el universo del jazz mundial. Jazz life es la prueba y, sobre todo, el espléndido testimonio de ese viaje.
 
Berendt, autor de los textos que acompañan las impresionantes fotografías, parte de un presupuesto -que recoge en su prefacio inicial, el segundo de los preámbulos del libro, junto al que ya os he leído de William Claxton- que explica su proyecto. El jazz -nos dice- lejos de ser un lenguaje musical “unitario” que reflejaría de modo homogéneo y uniforme el “alma” y el espíritu de los Estados Unidos, es, por el contrario, un organismo vivo que admite estilos y manifestaciones heterogéneos, muy diferentes según las ciudades, los paisajes, los entornos en los que se desenvuelve. Y así, el clima permanentemente soleado de California no puede influir sobre la música que allí se hace con idénticos efectos a los que los sombríos barrios de Chicago provocan en la que nace entre sus calles oscuras, y del mismo modo -continúa- en que Mozart pertenece a Salzburgo, Grieg a Noruega y los Strauss a Viena, el estilo Nueva Orleans no puede pensarse fuera de la ciudad sureña, el jazz de Kansas City es inimaginable sin los pasajes del Medio Oeste, California aparece unida al jazz West Coast o el blues al Southside de Chicago. Siendo el fecundo panorama musical de Nueva York -puntualiza- una excepción que pareciera contradecir esa tesis, al albergar en su seno una enorme multiplicidad de vertientes, enfoques y planteamientos estilísticos. Además, señala Berendt apuntalando la antedicha noción de heterogeneidad, resulta notorio el contraste entre la melancolía, la tristeza, el humor desesperado, el ambiente depresivo, la ruina existencial, la presencia ominosa de los conflictos raciales y sociales, el fracaso y la atmósfera de soledad que aparecen como consabidos clichés con los que se ha retratado habitualmente el mundo del jazz, sobre todo el norteamericano y, por otro lado, la alegría de vivir, la energía, la vitalidad, la ironía, la atmósfera festiva, el humor y el espíritu juvenil también presentes en muchas de sus manifestaciones y más valorados -quizá- por los críticos europeos. Y es por todo ello por lo que la “aventura”, la “expedición” -como la denomina- llevada a cabo por los dos privilegiados “investigadores”, se plantea como un intento de constatar la validez de estos análisis apriorísticos, o de negarlos, al ser en ocasiones tan limitados y reduccionistas.
 
De este modo, ambos autores nos dan cuenta de su viaje en dieciséis capítulos en los que reflejan -con breves textos de Berendt y profusión de fotos de Claxton- los ambientes del jazz en un primer acercamiento que va de los espirituales a la música soul, para luego recorrer, en apartados sucesivos, de las Sea Islands a la Berklee School, Nueva Orleans, Angola, la legendaria prisión del Estado de Louisiana, Memphis, St. Louis, Kansas City, las Big Bands, Chicago, Hollywood y Los Ángeles, San Francisco, Monterrey y Las Vegas, Detroit, Filadelfia y Washington D.C., y, por fin, Nueva York en cinco capítulos finales centrados respectivamente en la City, Harlem, el Nueva York tradicional y “mainstream”, el de la vanguardia y el del Village. Y en todos estos escenarios contemplamos a cientos de protagonistas anónimos (entregados fieles, arrebatados predicadores y acompasados coros que entonan cánticos religiosos en las iglesias, niños que juegan en las calles mientras cantan y bailan, un cartero saxofonista que toca para los chicos del barrio en las pausas de su trabajo, bellísimas jóvenes negras que perezosas se mecen al son de la música frente a las puertas de sus humildes casas, locutores de programas de radio que braman en la noche sus apasionadas recomendaciones, miembros de comunidades afroamericanas que repiten ritos ancestrales entre sonidos tribales y cantos de trabajo, ignorados músicos de orquestas desconocidas que acompañan los sórdidos espectáculos de los night clubs y los locales de strip-tease, conjuntos de “animadores” de entierros que, no siempre convenientemente circunspectos, acompañan los féretros en caótica procesión entre sonidos de metal y movimientos espasmódicos, curtidos bluesmen que lamentan los errores de su vida en inspiradas y desoladas piezas mientras pagan sus delitos en temibles y siniestras penitenciarías, obreros que aprovechan las pausas laborales para cantar en las orillas del Mississippi mientras fluyen las barcazas, adustos componentes de bandas militares, dolientes damas que entonan un triste blues en un perdido local de lesbianas, hombres afiliados a sindicatos de músicos improvisando en jam-sessions en locales polvorientos, combos de aficionados actuando en garitos entre nubes de humo de tabaco, multitudes de lugareños, pueblos enteros, disfrutando de fiestas espontáneas en garajes, grupos de amigos que tocan mientras preparan la cena en exiguos apartamentos “ocupados”, poetas de la efervescente San Francisco recitando sus versos en cafés bohemios acompañados por los sones de un grupo musical, severos componentes de las colosales big bands en los fastuosos espectáculos de casinos y hoteles en Las Vegas, famosos jazzmen interpretando su música en traje de baño, mientras toman el sol y se zambullen en alguna piscina de Los Ángeles, artistas de extraordinaria solvencia profesional reducidos a la anodina condición de meros intérpretes de consabidos standars en salones de té poblados por clientes centrados en sus negocios y ajenos a la música, aficionados en tiendas de discos, músicos callejeros en Times Square, asistentes a multitudinarios festivales con infinidad de artistas invitados actuando en inmensos escenarios, talentosos estudiantes de escuelas de jazz... y tantos otros) y a una ingente cantidad de grandes nombres del género (Charlie Byrd, Mose Allison, Miles Davis, Muddy Waters, Memphis Slim, Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Max Roach, Dinah Washington, Gerry Mulligan, Dizzie Gillespie, Charlie Mingus, John Coltrane -el vídeo de una de sus interpretaciones de My favourite things, la pieza que me “descubrió” el jazz, acompaña esta reseña-, Abbey Lincoln, Ornette Coleman, Sarah Vaughn, Stan Getz, Coleman Hawkins o Ray Charles por citar sólo algunos de los muchos recogidos en el volumen) de los que os dejo aquí, acompañando esta reseña, algunas excelentes fotos. Y además, en el libro comparecen todos los estilos, el blues, el swing, el be-bop, el gospel, el ragtime, el dixieland, el hard-bop, el free jazz... completando un recorrido exhaustivo y fascinante por las fuentes del género.
 
La monumental obra se cierra con una última emblemática foto, que os ofrezco aquí como clausura también a mis comentarios. Tres niños tocan sus instrumentos a las 18.09 de un día de verano de junio de 1960, aclara William Claxton en su breve texto final. Están delante de Washington Square, en el Greenwich Village. Ahora, escribe cuarenta años después, deben rondar la cincuentena. Me pregunto dónde estarán y si alguno de ellos llegó a ser músico profesional. Este libro -finaliza- está dedicado a todos los músicos, de ayer, de hoy y de mañana, con mi admiración, mi respeto y mi amor por su JAZZLIFE.
 

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