Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 8 de abril de 2015

JULIA BLACKBURN. CON BILLIE HOLIDAY
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que hoy abre este tercer y último trimestre del curso con una recomendación de lectura vinculada a una efeméride que ha sido profusamente resaltada en los medios de comunicación. Ayer hizo cien años del nacimiento en Filadelfia, el 7 de abril de 1915, de Eleanora Fagan Gough, a la que probablemente pocos de vosotros conoceréis por ese nombre y sí en cambio por el que la identifica en el mundo artístico, Billie Holiday, la excepcional cantante de jazz y blues, una de las más destacadas figuras femeninas -con Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan, quizá, aunque las existencias de ellas no hayan sido tan novelescas- en ese ámbito. El pasado lunes, en mi otro espacio en Radio Universidad, ya os ofrecía un primer programa de homenaje a la artista, en el que sonaron algunas de sus más importantes canciones alternándose con textos extraídos de un interesante libro que es, precisamente, el que ahora quiero comentaros. Podéis escuchar esa emisión y también las que con el mismo planteamiento aparecerán los dos lunes próximos en buscandoleonesenlasnubes.blogspot.com, el blog del programa.
 
Pero vayamos con la referencia del libro, uno de los muchos que se han editado en torno a la complicada vida y la excepcional obra de Billie Holiday. En 2007 vio la luz en nuestro país Con Billie Holiday. Una biografía coral, un texto que su autora, Julia Blackburn, había publicado en el Reino Unido en 2005. En España lo presentó la editorial Global Rhythm, especializada en temas musicales, en traducción de Ferrán Esteve.
 
Hay, como digo, bastantes otros libros sobre la cantante y casi todos se recogen -como resulta inexcusable en un trabajo como el que os presento esta tarde, con un indudable valor documental y ciertas pretensiones de exhaustividad- en la abundante bibliografía con la que Julia Blackburn cierra su obra. Quiero llamaros la atención en particular sobre Lady sings the blues, la peculiar autobiografía -dictada por Billie, pero escrita por William Dufty- de la diva (conocida también como Lady Day), que dio pie a una película del mismo título protagonizada en 1972 por Diana Ross. El libro se publicó en España en 1991 en una edición prácticamente inencontrable, aunque ha sido objeto de reediciones posteriores en otras colecciones, por lo que quizá aún se pueda acceder a alguna de ellas en las librerías. No obstante, la imagen de Billie que se da en esa obra es una construcción artificiosa y algo edulcorada, que obvia o lima los aspectos más controvertidos de la tortuosa vida de la cantante. En este sentido, este Con Billie Holiday. Una biografía coral es, con todas sus limitaciones, de las que luego os hablaré, una propuesta más realista y por ello, a mi juicio, más valiosa.
 
Conviene detenerse brevemente en el relato de la génesis del libro, no solo porque la historia interesa en sí misma sino porque, además, explica algunas de las claves del especial enfoque que plantea su autora. A principios de la década de los setenta del pasado siglo, una mujer llamada Linda Kuehl quiso escribir un libro sobre Billie Holiday. Durante años entrevistó a centenares de personas que habían tenido algún tipo de relación -aunque fuera menor- con la cantante. Acumuló cajas de zapatos llenas de cintas magnetofónicas conteniendo las entrevistas. Pacientemente transcribió al papel todas esas cintas, llenando centenares de páginas. Recopiló cuanto material encontraba sobre el objeto de su estudio: recortes de periódicos, documentos legales, historiales médicos, archivos policiales, actas de juicios, liquidaciones de derechos de autor y fotos y cartas que le cedían las personas con las que hablaba. Llegó incluso a acceder a listas de la compra, postales y a lo que ella llama “anotaciones etílicas” que estaban en poder de quien era la secretaria de Billie en el momento de su muerte. Durante años -y apalabrada la publicación del libro con una importante editorial- intentó dar forma coherente a aquel ingente material desperdigado, pero su lucha resultó inútil, escribía y reescribía incesantemente sin encontrar la fórmula que diera unicidad y carácter narrativo y convicción a aquella suma heterogénea de documentos. Por fin, en 1979, inmersa aún en el proceso de redacción del fantasmal libro, Linda Kuehl se suicidó lanzándose al vacío desde la habitación de su hotel en Washington, a donde había acudido para asistir a un concierto de Count Basie al que nunca llegó. Su familia conservó los archivos hasta los años noventa, en que fueron vendidos a un coleccionista privado.
 
Y ahí es donde entra en la historia Julia Blackburn, que accede a la documentación por iniciativa de ese coleccionista. Al consultar los desmesurados y heteróclitos archivos, Julia se encontró con un caos de carpetas, miles de papeles sueltos, capítulos inacabados del libro repletos de anotaciones y correcciones y signos de interrogación, transcripciones de informes y documentos oficiales, cartas formales de editores y discográficas y otras más informales de amigos o amantes y, por supuesto, las transcripciones mecanografiadas de las conversaciones junto con las cintas originales en que éstas habían sido registradas.
 
Inicialmente, Julia Blackburn pretendió sistematizar toda esa información dispersa, agrupando la información entresacada de los distintos documentos en categorías preestablecidas por ella misma, conforme a criterios más o menos objetivos -Infancia en Baltimore, Harlem en los años treinta-, pero el resultado no le pareció convincente, al contrario, dicho esquema no hizo sino acabar con la vitalidad y la pasión que convertía aquellas páginas en un material tan interesante. El resultado era insulso y uniforme: sólo había logrado que cada una de las voces se disolviera en la siguiente. Fue entonces -escribe- cuando decidí que el libro debía ser un documental en el que la gente pudiera contar libremente sus historias sobre Billie, y que no importaba si éstas no casaban o si a veces parecía que se estaba hablando de mujeres distintas.
 
Y así se organiza, pues, la obra que ahora os presento, haciendo honor a su subtítulo: una biografía coral. En treinta y ocho capítulos hilados por una sutil pero evidente trama cronológica -aunque hay episodios sobre los que se vuelve más de una vez y hay vueltas atrás y hay reiteraciones de los mismos hechos narrados en voces distintas- comparecen en el libro numerosos testigos de la vida de Billie Holiday, desde los primeros amigos de la infancia hasta amantes, maridos, representantes, agentes, abogados, fugaces compañeras de habitación en estancias de la cantante en hospitales, agentes de estupefacientes y, claro está, numerosos músicos que compartieron con ella escenarios y viajes y borracheras y actuaciones y días y noches de excesos.
 
El resultado es fascinante, repleto de vida y emoción, de pasión e intensidad, de lágrimas y recuerdos conmovedores. Los distintos “testigos” hablan -y el mérito de Lisa Kuehl como fantástica entrevistadora es innegable, al propiciar esa atmósfera íntima favorable a la confidencia- con el corazón en la mano, y sus visiones de la cantante, si bien confusas y contradictorias en muchos casos, suenan -todas ellas- creíbles, verosímiles, auténticas. Julia Blackburn confiesa abiertamente las limitaciones de su enfoque, ya desde el primer capítulo: Un sinfín de mitos, habladurías y tergiversaciones rodearon a Billie como una niebla espesa durante toda su vida, y han seguido creciendo y multiplicándose desde entonces. Es obviamente imposible dilucidar una verdad absoluta sobre Billie, sobre cómo fue o cómo vivió, pero podemos escuchar las voces de la gente que la conoció, y ser después nosotros quienes decidamos qué es creíble y qué no. Y vuelve a resaltarlas en numerosas ocasiones más mientras avanza en la obra: No sólo son muchos los relatos contradictorios que existen sobre la salud física y psíquica de Billie y la calidad de su voz; también abundan las historias sobre los lugares que visitaba y qué hacía, y cuánto tiempo pasaba antes de que volviera a partir. Sin embargo, comoquiera que me ciño a las voces de la gente que habla de los recuerdos que guardan del tiempo que pasaron con ella, no tengo por qué decantarme por una versión y desestimar el resto.
 
Pero, como se puede imaginar, más allá de la sorprendente sucesión de peripecias que conducen al libro, o de la singular estructura en torno a la cual lo organiza su autora, es la propia vida de Billie Holiday la que atrae nuestra atención, una vida turbulenta y excesiva, atormentada y dramática, llena de conflicto y amargura, de tristeza y de dolor, de violencia y sexo y enfermedad y droga y tinieblas, oscuras tinieblas psicológicas... llena también, claro está, de la asombrosa voz de la cantante, de la maravilla de su música intensa y estremecedora, desgarrada y rezumando aflicción.
 
Y es que la vida de Billie Holiday que aparece en el retrato plural de quienes la trataron es ciertamente excepcional. Nacida, como he dicho, en Filadelfia el 7 de abril de 1915, hay discrepancias sobre la edad de sus padres cuando ella nació -de trece a diecinueve años la madre, Sadie, según las distintas versiones; quince o dieciséis el padre, Clarence Holiday-, e incluso sobre la propia paternidad, pues en el registro consta como progenitor Frank DeViese, del que nada se sabe desde entonces. En cualquier caso, su infancia es problemática, con una madre abandonada que deambula de una ciudad a otra, de un trabajo a otro, de un hombre a otro, con la niña que la sigue en sus devaneos o que es entregada temporalmente a distintos parientes en Baltimore. Sin haber cumplido diez años Eleonora -el nombre de Billie no aparecerá hasta años más tarde- comparece ante un tribunal de menores por faltar a clase y carecer de las atenciones y la custodia adecuadas. Con once años es violada por un vecino. A los doce ya acumula diversas estancias en reformatorios, comienza a cantar en bares de noche, frecuenta los burdeles. Con trece, colocada y borracha con whisky de maíz de contrabando -estamos en plena Ley Seca-, suma un altercado tras otro en after-hours y garitos nocturnos, se prostituye, recibe palizas de diversos hombres. A sus catorce años ya es una mujer experimentada, que vive de ciudad en ciudad, alternando camas, fiestas, tugurios en los que cantar, fumar, beber y drogarse.
 
Su vida adulta, viviendo ya en Harlem, es un rosario de incidentes vinculados a las drogas (consumo de marihuana y cocaína, visitas habituales a fumaderos de opio, espeluznantes “dietas” alcohólicas, adicción a la heroína -los brazos destrozados por los innumerables pinchazos-, registros policiales, detenciones por posesión de estupefacientes) y también a su turbulenta vida personal (centenares de hombres de una noche, frecuentes cambios de pareja, presuntas relaciones bisexuales igualmente conflictivas, un par de matrimonios absurdos y a la postre fracasados, encarnizadas disputas conyugales, conflictos y peleas con novios y amantes, explotaciones y abusos constantes por parte de los hombres que la rodeaban, matones y chulos, mafiosos y proxenetas, aprovechados y violentos); en definitiva, una existencia degradada que corre en paralelo a una progresivamente exitosa aunque también problemática carrera profesional. Descubierta a los diecisiete años por un productor musical, pronto empiezan sus primeras grabaciones y actuaciones “serias”, el contacto con los grandes músicos de jazz de esa época (lo que es lo mismo que decir “de la historia”): Lester Young, Ben Webster, Count Basie, Coleman Hawkins, entre otros muchos, las interminables giras de un extremo a otro del país (aunque casi nunca en recintos “importantes”, pues la disipación de su vida, la sordidez de una existencia atada a las drogas, le impidieron en muchas ocasiones disponer de la tarjeta oficial indispensable para trabajar en los clubs de Nueva York), el reconocimiento popular y el prestigio entre sus colegas músicos y, claro está, el ingreso de grandes cantidades de un dinero que Billie dilapidaba en los pocos casos en que no era esquilmada por el macarra de turno. Su muerte a los cuarenta y cuatro años sumida en la ruina económica, consumida por la enfermedad, con el hígado destrozado, aferrándose a la heroína en la habitación del hospital donde yacía arrestada, custodiada por tres policías que se turnaban ante su puerta las veinticuatro horas del día, resulta una significativa metáfora de su infortunada vida.
 
Todo eso, el fugaz éxito y el reiterado fracaso, los desengaños y las decepciones pero también la alegría, la permanente desgracia y los esporádicos momentos felices, la tortura interior y la exaltación artística, la belleza y el horror, la ternura y la dureza, todos esos claroscuros de la vida de Billie Holiday, toda esa delicadeza y esa aflicción que afloran en su música imperecedera están también en este libro de Julia Blackburn que ahora os recomiendo.
 
Como cierre a mi comentario os dejo el largo capítulo final del libro en el que la autora glosa una ya legendaria actuación de Billie Holiday -rodeada por un elenco de músicos prodigiosos: Ben Webster, Gerry Mulligan, Lester Young, Vic Dickenson, Coleman Hawkins y Roy Eldridge- en el programa de televisión The Sound of Jazz, que salió al aire el 8 de diciembre de 1957. La magistral interpretación de Fine and Mellow aparece también en el vídeo que acompaña esta entrada.
 
 
He examinado una filmación de Billie cantando Fine and Mellow durante el programa de televisión The Sound of Jazz emitido el 8 de diciembre de 1957. La secuencia dura unos tres minutos y medio. Llego al final y rebobino las parpadeantes imágenes hasta empezar de nuevo. Paro la cinta, la rebobino y la pongo en marcha una y otra vez. Observo las caras. Intento leer la historia que aquí se cuenta. Estudio cómo se mira la gente, cómo se yergue, cómo se mueve. Unos parecen fuertes; otros tienen un aspecto frágil. Los hay que cierran los ojos, concentrados; otros los mantienen abiertos.
 
Billie está con un puñado de viejos amigos. Varios de ellos solían tocar juntos en los años treinta y cuarenta, pero las cosas cambiaron, sus caminos rara vez han coincidido y apenas han tenido la oportunidad de reunirse sobre un escenario. La razón es muy sencilla: todos eran estrellas por derecho propio, ganaban dinero y sus nombres refulgían sobre las puertas de los clubes. Pero eran pocos los propietarios de locales que podían pagar a más de una estrella en cada show, así que estos músicos aparecían por separado, de modo que perdían la emoción de trabajar juntos y la posibilidad de compartir con los demás su talento y experiencia.
 
Lester Young, por ejemplo, no podía soportar la sensación de aislamiento y de incompatibilidad que lo asaltaba cuando tocaba junto a músicos novatos. Tal vez se refugiaba cada vez más en la bebida, la marihuana, las pastillas y la tristeza porque le resultaba imposible recuperar la fluidez de antaño a menos que se rodeara de sus viejos amigos y pudiera ser de nuevo él mismo. Otros no se dejaban vencer tan fácilmente, pero tampoco estaban satisfechos con la situación. El contrabajista Milt Hinton contaba que Ben Webster, viejo amigo de Billie, estaba «enloqueciendo... porque le pagaban quinientos dólares semanales en Rochester, pero tenía que tocar con tres chicos salidos del instituto, y cada tarde debía sentarse con ellos para enseñarles los acordes, pero ya los habían olvidado cuando subían al escenario. ¡Y no te quiero decir si se tomaban un descanso extra!».
 
Según el contrabajista, Billie se hallaba en la misma tesitura. «Va a un club... y le ofrecen un caché relativamente elevado, pero pagándole eso no pueden contratar a los músicos adecuados, por ejemplo los que tocan en las grabaciones. Así que pillan un garito infecto, le pagan lo que pide y la ponen a cantar con músicos locales, algo ridículo, básicamente porque suelen ser intérpretes inexpertos. Puede que en el futuro sean grandes músicos, pero ahora son espantosos y sólo cobran cincuenta o sesenta dólares por semana. Y Billie tiene que pelearse con este acompañamiento durante toda la actuación.»
 
De modo que cuando dos críticos musicales y un productor de televisión propusieron reunir en el Studio 58 de la Décima Avenida a algunos de los mejores músicos de jazz y ponerlos a tocar los temas que habían interpretado en el pasado, la noticia causó sensación. El cartel lo componían las bandas de Count Basie y Henry «Red» Alien, los tríos de Thelonius Monk, y Jimmy Giuffre más la banda de Billie Holiday y Mal Waldron. Todos los grupos tenían un día para ensayar, escuchar a sus compañeros y charlar. El programa se emitiría en directo al día siguiente, por la noche.
 
Durante aquellos dos días de diciembre, las calles de Nueva York se vieron sepultadas bajo una nevada y algunos de los músicos no se encontraban bien, pero el gozo que les provocaba entrar en el estudio y toparse de nuevo con aquellos rostros familiares relegó a un segundo plano todos los inconvenientes. Milt Hinton recordaba «la emoción que sentía por el mero hecho de estar allí», y cómo todos repetían «aquí estamos, tocando juntos. Nos conocemos, y también nos conoce la gente. Ya no podemos tocar con los buenos, pero aquí y ahora estamos juntos».
 
Durante el ensayo todos iban de un lado a otro. Count Basie y Thelonius Monk charlaban mientras Billie sonreía a su lado. Milt Hinton observó el «porte principesco, la presencia majestuosa» del baterista Jo Jones, y se oyó a Vic Dickerson decir «soy una puta del jazz». Su amable humor provocaba carcajadas entre sus compañeros. También acudió Roy Eldridge, a quien Billie llamaba todavía «hermanito», y Gerry Mulligan, el «rey del saxo», único blanco y benjamín del grupo.
 
Estaba incluso Lester Young, aunque se había sentado solo en un banco, calzaba zapatillas porque le dolían los pies y parecía envejecido para sus cuarenta y ocho años. Según Milt Hinton, todos sabían que Pres «no estaba muy bien», pero no recordaba que nadie dijera que se iba a morir. «No nos lo podíamos imaginar, y desde luego tampoco en el caso de Billie.»
 
Billie estaba muy animada, aunque Roy Eldridge estaba sorprendido ante lo mucho que había cambiado desde la última vez que se habían visto.
 
—Era una mujercita de nada. Diminuta. Nunca la había visto así, y la conocí cuando ella tenía catorce o quince años.
 
Doc Cheatham dijo que tras el ensayo «todos bromeaban, reían y hablaban a mil por hora... Billie nos invitó a su apartamento a comer verduras y costillas, y muchos fueron». Sólo Lester Young declinó la invitación. «Siguió en su mundo, sin mezclarse con el resto. Aquel día no abrió la boca y parecía muy triste. Prácticamente no habló con nadie.»
 
Al día siguiente, el contrabajista Walter Page se desplomó camino del estudio y tuvo que ser trasladado al hospital, donde murió al cabo de un par de semanas. El resto de los músicos lograron llegar a pesar de la nieve, y lo hicieron puntualmente. Las cámaras empezaron a filmar. Roy Eldridge recordaba la cordialidad del productor. «Dejaba que la gente se mezclara, y no interrumpía... Le gustaba el jazz... “¡Que toquen!”, decía», y las cámaras seguían filmando.
 
Billie era la única mujer del grupo, pero no era una situación nueva. En la secuencia se la ve con los once músicos tomando posiciones. La luz de los focos atraviesa la oscuridad adornada por volutas de humo que salen de los cigarrillos.
 
Billie se sienta en un alto taburete de madera situado en el centro del escenario, y los músicos se colocan a su alrededor formando un semicírculo. Lleva un vestido claro de lana y cuello redondo que le llega hasta las rodillas. Calza zapatos planos, luce un reloj de pulsera y se ha recogido el pelo en una coleta. Se acomoda despacio con las manos en el regazo y mira a su alrededor como una maestra que se prepara para leer un cuento a la clase. El único atisbo de glamour son los pendientes, que chispean como estrellas cuando mueve la cabeza.
 
Toda la filmación está hecha desde dos encuadres. En uno de ellos, una luz tenue baña a Billie, y la claridad de su vestido juega con la luminosa palidez de su piel. Parece más joven de lo que es; casi parece la chica que fue. Tiene un aspecto dulce e inocente, y muestra una belleza casi etérea, sobre todo al sonreír.
 
La otra cámara enfoca a una mujer totalmente distinta perfilada por sombras dramáticas. Esta segunda mujer está demacrada y rota, sus ojos son como dos pozos siempre llenos de lágrimas. Este segundo encuadre no nos permite ver el modesto vestido o el reloj; sólo una fantasmal cara flotante con las cambiantes emociones que contiene.
 
Billie mira a los hombres que la rodean. Con algunos de ellos ha compartido en algún momento de su vida lo que Roy Eldridge llamó «ligeras actividades domésticas», pero con quienes no se ha acostado mantiene una relación no menos íntima. Harry «Sweets» Edison lo explicó en una ocasión:
 
—Cortejaba amistosamente a todos los músicos del grupo. Porque Billie era tu amiga.
 
Luego la ves ocupándose de los músicos, va de uno a otro, les sonríe y los ayuda a prepararse para dar lo mejor de sí mismos. En palabras de Doc Cheatham, «tenías que ser un fuera de serie para tocar con ella. Quería que todo saliera perfecto. Una sola nota errónea, aunque fuera corta o casi imperceptible, y se daba cuenta. Y sabía darte a entender con la mirada que lo había notado, que la trompeta, por ejemplo, sonaba demasiado estridente. Era educada, pero implacable».
 
La música empieza y Billie canta: My man dont love me, treats me oh so mean. My man, he dont love me, treats me awful mean. He’s the lowest man, that I’ve ever seen [Mi hombre no me ama, me trata muy mal. Mi hombre no me ama, me trata fatal. Es el hombre más miserable que he visto jamás].
 
El primer solista es Ben Webster. Al ponerse en pie se aprecia su corpulencia y lo peligroso que podía ser enojado o borracho. Tuvo con Billie «actividades domésticas» a finales de los años treinta. A veces la golpeaba, y al menos en una ocasión le puso un ojo morado. Billie lo observa ahora con una ternura infinita, porque todo marcha sobre ruedas y Ben toca de fábula.
 
La cámara se desplaza para enfocar a Gerry Mulligan, que tiene los ojos cerrados y la cabeza echada hacia delante, como si estuviera sumido en un sueño profundo. Entonces vemos cómo Lester Young se pone en pie y se acerca a su vieja amiga, Lady Day. La cámara le enfoca el rostro y nos muestra su aspecto amarillento y cansado. Su último disco, grabado ese mismo año, se titula Laughin to Keep from Cryin’, y, por sus hinchados ojos, se diría que Lester lleva semanas llorando. Se acerca el saxo a los labios y abre la boca sediento por recibirlo. La música que interpreta es lenta, contenida y desgarradora. Como más tarde diría Nat Hentoff, periodista del New York Times, «tocó el blues más puro y más sobrio que jamás haya oído».
 
La cámara abandona el rostro de Lester Young para posarse en sus manos y sus dedos, que apenas parecen moverse luego pasa a Billie y se detiene en ella mientras la cantante observa a quien fuera en tiempos su mejor amigo. Lo mira como para darle fuerzas, como si la concentración de esa mirada sirviera para protegerlo de cualquier amenaza. Asiente con la cabeza a lo que él dice con el lenguaje de la música, y se muerde el labio porque puede sentir su esfuerzo, ver el abismo al que está asomado.
 
La letra de la canción prosigue: He wears high-draped pants, stripes are really yellow. He wears high-draped pants, stripes are really yellow. But when he starts in to love me, he’s so fine and mellow! [Viste pantalones plisados de rayas muy amarillas. Viste pantalones plisados de rayas muy amarillas. Pero cuando empieza a amarme es una dulce maravilla]. Le llega el turno a Vic Dickenson con el trombón. En la película, su piel es sumamente pálida y por rasgos podríamos confundirlo con un granjero blanco del Sur. Su manera de tocar denota un carácter afable. Durante el solo, Billie le dedica una sonrisa.
 
Y ahora entra Gerry Mulligan. Viste una chaqueta de colores llamativos y pata de gallo que aprieta su espalda cuando adelanta el cuerpo para soplar. Su pelo es muy rubio. Parece nórdico y está muy concentrado. Billie le ofrece una amplia sonrisa mientras observa su gesto anheloso y escucha las sonoras pisadas del saxofón barítono.
 
Vuelve la letra: Love will make you drink and gamble, make you stay out all night long. Love will make you drink and gamble, make you stay out all night long. Love will make you do things, that you know is wrong [El amor te hará beber y jugar, te hará pasar la noche fuera. El amor te hará beber y jugar, te hará pasar la noche fuera. Por amor harás cosas que sabes que están mal]. Billie parece ajena a los músicos. Mira a su interior, absorta en su propio mundo, en sus recuerdos y en sus pensamientos, y no canta sobre un tipo concreto al que ha amado, sino sobre el amor, sobre su necesidad imperiosa de amar y de ser amada sin atender a las consecuencias de su pasión.
 
Ahora llega Coleman Hawkins con el sonido robusto y áspero de su saxofón. Coleman Hawkins, con la mente llena de literatura y política, con su apartamento lleno de música clásica, con el estómago lleno de lentejas y brandy. Gerry Mulligan ha abierto los ojos, se sitúa junto a Hawkins y se balancea como un arbolito sacudido por el viento.
 
El siguiente es Roy Eldridge. Lleva una camisa de rayas y sombrero de ala ancha. Saca de su trompeta notas cada vez más agudas, parece que va a estallar en el empeño. Billie está a su lado, afectuosa y sonriente. En un momento dado, Eldridge busca su mirada de aprobación, justo antes de llevar las notas hacia un último chillido.
 
—¡Levántate, hermanito! —solía decirle—. ¡Levántate! ¡Que ya eres bastante bajo!
 
Por fin la canción se abre a la promesa que contiene: But if you treat me right, baby, I’ll stay home every day. If you treat me right, baby, I’ll stay home every day. But you’are so mean to me, baby, I know you’re gonna drive me away. [Pero si me tratas bien, cariño, me quedaré en casa todo el día. Si me tratas bien, cariño, me quedaré en casa todo el día. Pero eres tan cruel, cariño, que acabarás alejándome]. Tras estas palabras, Billie regresa del lugar al que la habían llevado sus cavilaciones, levanta la cabeza y fija sus ojos negros en la cámara.
 
Después se inclina hacia delante con aire reservado y vuelve a convertirse en la maestra que instruye a sus alumnos. Sacude la cabeza con solemne autoridad mientras les explica que Love is just like a faucet, it turns off and on [El amor es como un grifo que se abre y se cierra] antes de volverse hacia la cámara por segunda vez. Mirando hacia el objetivo con una sonrisa melancólica y encogiéndose ligeramente de hombros, concluye: Sometimes when you think it’s on, baby, it has turned off and gone [A veces crees que se abre, pero está cerrado y seco]. Y así acaba esta historia.
 

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