Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de mayo de 2015

ALBERTO MANGUEL Y ÁLVARO ALEJANDRO. PARA CADA TIEMPO HAY UN LIBRO; AA.VV. LOS LIBROS EN THE NEY YORKER; GOFFREDO FOFI (ED.) ESCRITORES
 
 
El autor del Eclesiastés nos enseña que para todas las cosas “hay sazón” y que todo tiene su tiempo determinado; igualmente, sabemos que cada ocasión tiene su libro. Pero no todo libro, por supuesto, conviene a cualquier momento de nuestra vida. Compadezco al pobre lector que se halla con el libro equivocado en un percance difícil, como le ocurrió al pobre Amundsen, descubridor del Polo Sur, cuyo bolso de libros se hundió en los hielos y se vio obligado a leer, noche tras helada noche, el único volumen que pudo rescatar, un indigesto tratado del Dr. Gaudens titulado Retrato de Su Sagrada Majestad en Sus soledades y sufrimientos.
 
Es que hay libros para leer después de hacer el amor y libros para armarse de paciencia en el aeropuerto, libros para la mesa del desayuno y libros para el cuarto de baño, libros para las noches de insomnio en casa y para los días de insomnio en el hospital, y no pueden ser intercambiados.
 
Nadie, ni siquiera su propio lector, puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. De manera misteriosa, algo inefable hace que ocasiones y libros se acuerden o se opongan.
 
La lista de libros que Oscar Wilde pidió para acompañarlo en la cárcel de Reading incluyeron La isla del tesoro y un manual de conversación franco-italiano. Alejandro Magno partía a sus campañas con un ejemplar de la Ilíada de Homero. El asesino de John Lennon consideró que un buen libro para tener en el bolsillo al cometer un crimen es El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. No sé si los astronautas se llevan a bordo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury o si, por el contrario, prefieren Los alimentos terrestres de André Gide. El risueño Bernard Madoff, condenado a la prisión, ¿pedirá acaso La pequeña Dorrit de Dickens para enterarse de cómo el señor Merdle, ese sutil estafador, incapaz de soportar la vergüenza al ser descubierto, acaba cortándose el cuello con una navaja prestada? El papa Benedicto XIII ¿se retirará a su studiolo en el Castel Sant’Angelo con Bubu de Montparnasse de Charles-Louis Philippe, para estudiar cómo la falta de preservativos ocasiona una epidemia de sífilis en el París fin-de-siècle? Prosaico, G. K. Chesterton imaginó que, si estuviese naufragado en una isla desierta, desearía tener consigo un Manual de construcción de embarcaciones. No sé cuáles libros me serán permitidos en mi último viaje.
 
Hola, buenas tardes. Con este esclarecedor preámbulo (que incluye sin embargo, a mi juicio, dos errores flagrantes) y con ocasión de la trigésimo quinta edición de la Feria del Libro que se celebra estos días en nuestra ciudad, Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca, aprovecha el festivo acontecimiento que ilumina nuestra Plaza Mayor para proponeros algunas obras que tienen a los libros como protagonistas. Tres serán, pues, nuestros consejos de esta tarde, que os presentaré de manera sucinta para permitir un mínimo acercamiento a cada uno de ellos.
 
El primero de los libros escogidos, del que está extraído el fragmento con el que he abierto el programa de hoy, es Para cada tiempo hay un libro, una publicación de 2014 de la Editorial Sexto Piso en la que el argentino-canadiense Alberto Manguel incluye doce breves reflexiones sobre la lectura -de la que la leída es la primera de la serie- que se presentan complementadas con más de sesenta fotografías -también con los libros como centro- del joven artista mexicano Álvaro Alejandro.
 
Los textos de Manguel -lector furibundo y autor de numerosas obras sobre el tema, recuerdo ahora su excepcional e imprescindible Una historia de la lectura- abordan el fenómeno literario desde diferentes ángulos, todos extremadamente interesantes y sugestivos: la relación del autor con sus lectores, también con sus editores (entre otros enfoques, resalta la mezquindad de unos y la avaricia de los otros); los libros paganos y los profanos; la comparación entre las sociedades que han basado su relación con la palabra y el pasado en la tradición oral y las que lo hacen a partir del libro; la posibilidad que el libro abre, en cuanto objeto de fácil transporte, para la difusión de la cultura, contribuyendo así a que los rasgos particulares (los paisajes y los ritos, las costumbres y los saberes, las religiones, las mitologías y los dioses) trascendieran su entorno y devinieran universales, conocidos -compartidos- por todos; el “nomadismo literario”, el afán que lleva a los lectores a hacernos acompañar en nuestros viajes, nuestros exilios, nuestras trashumancias, de nuestros libros predilectos (en el siglo X, cuenta, Abdul Kassem Ismael, gran visir de Persia, para sentirse por doquier en casa, viajaba con su biblioteca de 117.000 obras cargadas a lomo de 400 camellos entrenados a marchar en orden alfabético); la secular e inicua obsesión -tan reiterada en el tiempo- que ha llevado al poder, a todos los poderes, a la destrucción de libros, y, simultáneamente, el espíritu heroico de quien pone en peligro su vida por preservar la de un libro sagrado o mágico o fundacional; los lectores enamorados, que buscan en las palabras decir lo indecible; la lectura de los clásicos y sus diversas vicisitudes en función de la edad del lector: el acercamiento apasionado de la adolescencia, la lectura filosófica y sabia de la vejez; la extraña vinculación entre el contenido de los libros y su continente, portadas, cubiertas, tipografías, evocada a partir del genial apotegma de Oscar Wilde: sólo la gente superficial no juzga por las apariencias; el, en fin, placer de la lectura y del contacto con la diversidad de los libros que atraviesan nuestras vidas, también la variedad de emociones que suscitan en nosotros, sus siempre apasionados lectores.
 
Las fotografías de Álvaro Alejandro complementan las distintas facetas de la lectura que afloran en las reflexiones teóricas de Manguel. Con los libros como protagonistas, se trata de imágenes inquietantes algunas, provocadoras otras; artificiosas y “construidas” las más, vagamente “documentales” y hasta realistas las excepciones; todas llamativas, sorprendentes, surrealistas, imaginativas, con un punto onírico, poéticas, abiertas a múltiples interpretaciones, todas también evocadoras y muy sugerentes.
 
Mi segunda propuesta de esta tarde tiene también un esencial componente iconográfico pues está integrada exclusivamente por imágenes, en concreto viñetas humorísticas. Los libros en The New Yorker es una selección de chistes gráficos, publicados originariamente en la prestigiosa revista norteamericana, que Miguel Aguayo, responsable también de la traducción de los textos que acompañan las ilustraciones, presenta en la editorial Libros del Asteroide.
 
En sus noventa años de existencia, y con un intenso ritmo de casi cincuenta números por año, The New Yorker ha publicado por entregas numerosas obras literarias, infinidad de críticas y reseñas, centenares de cuentos. A lo largo de su historia, la influyente revista ha prestado su espacio a algunos de los escritores más destacados de la literatura en lengua inglesa, y autores como Woody Allen, Hannah Arendt, Julian Barnes, Truman Capote, Raymond Carver, John Cheever, Roald Dahl, Joan Didion, E. L. Doctorow, Dave Eggers, Malcolm Gladwell, Dorothy Parker, J. D. Salinger, Anne Sexton, Susan Sontag, John Updike o Richard Yates, por citar sólo a unos pocos de los más conocidos, han aparecido en su sección de ficción.
 
Igualmente, en el ámbito del dibujo humorístico, son decenas de miles las viñetas que han visto la luz en sus distintas entregas, y nombres tan significativos en el universo del cómic o del humor gráfico como Robert Crumb, Otto Soglow (al que yo recuerdo con inmenso cariño desde su aparición en los TBO de mi infancia) o Art Spiegelman han sido asiduos visitantes de sus páginas.
 
En el caso de la obra que ahora os presento, su subtítulo, La literatura en viñetas, pone claramente de relieve que el objeto del ingenio de los más de sesenta dibujantes cómicos escogidos son los libros, que aparecen en cerca de doscientas viñetas agrupadas en cuatro secciones temáticas -autores, editores, lectores y libreros- repletas de inteligencia e ironía, agudeza y espíritu crítico, humor y causticidad. Os ofrezco, en paralelo a esta reseña, alguna de ellas.

Por último, para poner fin a mis recomendaciones de hoy y ya casi fuera de tiempo, Escritores. Grandes autores vistos por grandes fotógrafos, es una cuidada y voluminosa publicación -quinientas páginas- de la editorial Blume que recoge una antología, realizada por el ensayista y crítico cinematográfico italiano Goffredo Fofi, de doscientos cincuenta retratos -de los que algunos son debidos a los más importantes fotógrafos de la historia del género- de otros tantos escritores de relevancia universal, que se presentan acompañados de los correspondientes comentarios de presentación de cada uno de ellos, traducidos por Alfonso Rodríguez Arias, escritos por ocho autores, seis mujeres y dos hombres, también italianos y desconocidos por mí. Henri Cartier-Bresson, Robert Doisneau, Lord Snowdon, Elliott Erwitt, Inge Morath, Richard Avedon, Man Ray, Gisèle Freund, Sebastião Salgado o Robert Capa, entre otros muchos grandes artistas de la fotografía logran, con sus agudísimas cámaras, penetrar en las almas, descubrir la personalidad y hasta hacernos entender mejor, en cierto modo, la obra de autores como Martin Amis, Javier Marías, Italo Calvino, Haruki Murakami, William Faulkner, Sylvia Plath, Franz Kafka, Anna Ajmátova, Fernando Pessoa, Patricia Highsmith, Wislawa Szymborska, Pablo Neruda, Marcel Proust, Philip Roth, Zadie Smith, Antonio Muñoz Molina, José Saramago, Virginia Woolf o Jacques Prévert, por citar sólo algunos de los muchísimos -y muy variados en estilos, orígenes y épocas- escritores antologados. Os dejo como cierre el doble retrato, literario y fotográfico, de Samuel Beckett, debidos, respectivamente a Maria Baiocchi y al gran Cartier-Breson, para que, a partir de ellos podáis haceros una idea de lo muy interesante y atractivo que resulta el libro. Además, y aprovechando la mención a Prévert, cuyos poemas fueron frecuente objeto de versiones musicales, completo esta reseña con la emocionante versión que hace Yves Montand de su ya clásico Les feuilles mortes.
 
 
Samuel Beckett por Henry Cartier-Bresson
París 1964
 
La noche de la Epifanía de 1938, Samuel Beckett fue apuñalado en una calle de París por un proxeneta que había intentado en vano ofrecerle los servicios sus pupilas. El cuchillo le atravesó la pleura y le rozó el corazón y un pulmón. Una vez fuera de peligro, el escritor le preguntó al hombre por qué lo había agredido, y aquel le respondió: “No lo sé, señor. Lo siento”.
 
Aunque la víctima había decidido retirar la denuncia, el proceso continuó y el resultado fue, como escribiría un Beckett asombrado, que el señor Prudent (así se llamaba el sujeto en cuestión) pasó sólo dos meses en la cárcel, a pesar de ser reincidente, y en la prisión fue cuidado por sus pupilas, en tanto que él perdió su traje (cuerpo del delito) y corrió el riesgo de pasar por agresor al haber rechazado a empujones la oferta del proxeneta.
 
Misterios dolorosos del existir, de los que se convertirá en un símbolo Esperando a Godot, obra maestra absoluta del teatro del absurdo, fruto de un interés obsesivo por el lenguaje y, al mismo tiempo, metáfora de heridas insensatas.
 
Nacido en un suburbio de Dublín en 1906, en el seno de una acomodada familia protestante, Samuel, genial en los estudios pero de una naturaleza esquiva y muy tímida, es intelectual en extremo en un contexto burgués y contrario a lo intelectual. Huyendo del Dublín de la buena sociedad y de una relación tormentosa con su madre, hará de París su patria y del francés su lengua. En París empieza a escribir, inspirado, por lo menos inicialmente, por Joyce, de quien fue asistente. Pero, a diferencia de Joyce, Beckett procede por sustracción, llega a la desertificación, a la afasia, y trabaja sin red, en el vacío, sobre lo negativo, sobre los silencios, sobre la desintegración de la palabra, reducida a sonido, a balbuceo, a gritos.
 
En este célebre retrato de Henri Cartier-Bresson, Beckett queda desplazado a la derecha del encuadre, presto a salir de la imagen, con su piel marcada como un mapa, los ojos penetrantes, inquietos, los cabellos híspidos. Parece un ave de rapiña dispuesta a emprender el vuelo para caer sobre una presa que no nos es posible ver.
 
Maria Baiocchi

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