Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de mayo de 2015

LUIS LANDERO. HOY JÚPITER; ABSOLUCIÓN; EL BALCÓN EN INVIERNO
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy, como cada miércoles, queremos proponeros una nueva recomendación de lectura que pueda resultaros de vuestro agrado. Esta tarde quiero hablaros de tres novelas muy difundidas, muy ‘publicitadas’, de un autor también bastante reconocido y hasta popular. Se trata de Hoy, Júpiter, Absolución y El balcón en invierno, tres de las últimas entregas novelísticas de Luis Landero, publicadas, como prácticamente toda su obra, por la editorial Tusquets.
 
Luis Landero debutó con la excepcional Juegos de la edad tardía en 1989, con la que fue Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa en 1990, y desde entonces ha mantenido una muy sólida carrera literaria centrada, con ligeras excepciones, en una serie de temas que han constituido las grandes preocupaciones de su obra desde aquella aparición fulgurante. El valor de la imaginación, el placer de las lecturas y el encantamiento que los libros proporcionan, la capacidad de transformación de nuestras vidas a través de la literatura, la búsqueda de la felicidad, el afán de todos los seres humanos por vivir otras existencias más logradas a las que casi nunca alcanzamos, el fracaso, la imposibilidad de realizar los sueños, el amor, sus gozos y sus frustraciones, la infancia, la anodina realidad cotidiana de cualquiera de nosotros, pobres hombres, oscuros y mediocres, son los leitmotivs recurrentes de la escasa media docena de novelas que nos ha ofrecido Landero desde entonces. De todo ello se ocupaba en ese Juegos de la edad tardía deslumbrante y también en magníficas obras posteriores como Caballeros de fortuna o El mágico aprendiz. Y ese es también el universo en el que se desenvuelven estas tres novelas, de 2007, 2012 y el pasado 2014, respectivamente, de las que hoy quiero hablaros.
 
En la primera de ellas, Hoy, Júpiter, aparecen, además de los temas reseñados, otros menos habituales en la producción literaria de Luis Landero: el odio, las venganzas y los enfrentamientos familiares, la alargada sombra de los padres sobre la vida de los hijos, sobre todo cuando se trata, como ocurre con uno de los protagonistas de la novela, de un chico sensible y algo frágil.
 
En el libro se narran dos historias paralelas en capítulos alternos; dos historias que sólo hacia el final de la novela acaban confluyendo. Por un lado, asistimos a la infancia, la adolescencia, la juventud, a la vida en suma de Dámaso Méndez, un hombre marcado por el influjo negativo y castrador de un padre que traslada a su hijo todos sus anhelos de realización que él mismo no ha logrado completar, hasta provocar en el niño un odio, una frustración, un resentimiento y un afán de venganza que le acompañarán en todo su periplo vital. Por otro lado, se nos muestra la existencia de Tomás Montejo, un profesor de literatura en un instituto de secundaria. Tomás es un apasionado de la escritura, de los libros, de las palabras, de la creación literaria y de su enseñanza. Escribe también con el deseo de lograr el éxito y el reconocimiento, de seducir y conquistar a las mujeres, a sus mujeres, Marta primero y Teresa más tarde. Su vida, como la de casi todos los personajes de la obra de Landero, es una vida mediocre, roma, en la que los mayores logros se producen en la imaginación. Ambos personajes viven sus oscuras existencias, que transcurren entre diversas peripecias para, como digo, acabar entrelazándose al final en un desenlace común que incorpora elementos, incluso, de una novela de intriga.
 
Absolución, elegida mejor novela del año 2012 por los críticos del diario El País, abunda en la temática habitual de Landero a partir de la historia de Lino, que un jueves de mayo, un día de primavera a escasas horas de su boda, repasa su existencia desde su infancia insatisfecha aunque llena de sueños hasta el momento en que conoce a Clara, la mujer de su vida, con la que va a casarse el próximo domingo y que le aportará esa felicidad que ansía y a la que lleva aspirando toda la vida. ¿Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz?, se dice, incrédulo, en vísperas del esperado acontecimiento. El relato de la trayectoria vital de Lino se articula en torno tres capítulos, de los cuales los dos primeros son formidables, mientras que el último decae, a mi juicio, al adentrarse el autor por vericuetos algo estrambóticos, poco creíbles -por más que en las novelas todo esté permitido y los lectores aceptemos la convención que nos obliga a suspender durante su lectura el juicio de verosimilitud- y, en cualquier caso, algo disonantes con el tono del resto de la obra. La narración de la infancia, la adolescencia y la juventud insatisfactorias y estériles del pobre Lino es espléndida y remite a las mejores páginas de Landero. La humilde y triste vida familiar, la condición de inválido del padre, el segundo plano anodino y resignado, apagado y vencido, de la madre, el aburrimiento del chico en los días escolares, su deambular, solitario y sin rumbo, por los descampados de la ciudad, refugiado en las palabras (tedio, contingencia, absurdo, ironía, destino, cobardía, valor) que moldean su manera de ser y pensar, su vagabundeo vital y laboral, su permanente necesidad de huir, siempre y de cualquier lugar o situación en que se encontrara; y, como contrapunto, las visitas a un lejano pariente, Don Gregory, que languidece en una residencia de ancianos y que abre para él y para sus progenitores, con la perspectiva de una herencia difusa, un sueño a la postre frustrado, el anhelo quimérico de una vida mejor encarnada en una Australia exótica, lejana y de perfiles casi míticos, completan un primer capítulo emotivo e intenso en el que aflora, con toda su crudeza, el sinsentido y el asco, el fracaso y el tedio existenciales del muchacho. Examinó su vida y vio que sólo quedaba de ella, tras el saqueo, el orgullo y la furia, y por supuesto el desprecio hacia el mundo, piensa Lino en un momento de la obra. O también esta otra significativa descripción de los “demonios” interiores del personaje: Como el animal enfermo o herido, que se esconde en la espesura y gruñe a los intrusos, también él buscó amparo en el fondo de su madriguera. Allí, huraño y lastimado, conoció el placer de entregarse incondicionalmente a la fatalidad, la añoranza de lo no vivido, la alegre y grata servidumbre, la enajenación y plenitud de los sentidos, el vivir en la contradicción como pez en el agua, la furia, la desesperación, la dejadez y el ansia, los celos, la esperanza y el miedo…
 
En el segundo capítulo, el joven se incorpora al mundo laboral y en él, pese a su escepticismo y desesperanza, encuentra el amor. Lino abandona su aislada madriguera y se abre a la vida -porque el amor todo lo cambia, nos hace sabios, alegres, generosos- gracias a Clara, una mujer magnífica, inteligente y bella. Y surge entonces, pletórica y vital, incandescente, radiante, como un obsequio del destino, la felicidad. Una felicidad que, sin embargo, se va a ver amenazada -y no quiero adelantar ningún elemento sustancial de la novela- por un confuso incidente en el que el joven se ve envuelto cuando ese primaveral jueves de mayo se encamina, tan ágil y feliz, tan emprendedor, tan dueño de sí mismo y del futuro, hacia la comida en la que despedirá su soltería con su familia y la de Clara. A partir de este inquietante acontecimiento, la narración cambia radicalmente, la trayectoria de Lino también, al verse envuelto en una serie de peripecias insólitas que Landero nos describe -con un enfoque muy distinto a los anteriores- en ese para mí muy discutible y no logrado capítulo tercero.
 
Por último, en El balcón en invierno, Landero parece cambiar el registro habitual de su obra literaria, deslizándose de la ficción a una suerte de narración autobiográfica. Pero ello es así sólo en apariencia, pues las novelas del extremeño siempre han contado con una significativa presencia de elementos extraídos de la propia vida del escritor, aunque convenientemente ficcionalizados hasta el punto de parecer meras referencias secundarias casi ocultas por la poderosa capacidad de invención del autor. En este caso, con los mismos parámetros temáticos y estilísticos que de costumbre, cambia, tan sólo, la “proporción”, el peso de dichos elementos biográficos en la trama final; unos rasgos vinculados a la personalidad “real” del propio Landero que adquieren esta vez un lugar central, destacado, primordial -empezando por la fotografía de un joven Landero con su abuela que se nos ofrece en la portada- en este conmovedor El balcón en invierno, una obra espléndida aunque, a mi juicio, menor, en la deriva literaria del muy sensible escritor.
 
El libro narra la infancia y la adolescencia del autor, una infancia que se desarrolla en Alburquerque, el pueblo extremeño del que es originario Landero, y una adolescencia en la que un traslado familiar lleva al joven a Madrid y, en concreto, al entonces muy humilde y casi marginal barrio de Prosperidad. Moviéndose en torno a una estructura temporal oscilante, que salta de continuo hacia adelante y hacia atrás, retrotrayéndose hasta los años de la guerra para dar cuenta de la biografía de su padre, y con significativas calas en las décadas de los sesenta y los setenta del pasado siglo así como en los días del presente, Landero nos presenta su vida, en un relato -que alterna la primera y la tercera persona- en el que destacan la recreación del entorno familiar, la fidedigna descripción de la atmósfera de una época -la España de la posguerra- y, sobre todo, el acercamiento a una biografía, la del propio escritor, un joven soñador y sentimental, atrapado por la poesía y el encantamiento de los libros, romántico y fabulador, enormemente sugestiva tanto por sí misma como por lo que tiene de significativo emblema de la vida de nuestro país en aquellas décadas del franquismo que, vistas desde el presente, y pese a lo ominoso y aborrecible de aquel régimen, el autor no puede dejar de percibir sino con nostalgia.
 
Los Landero proceden de un familia judía de hojalateros ambulantes que se instala en Alburquerque en el siglo XV. La pobreza, el miedo difuso (a la autoridad, a las tormentas, a las cosechas arruinadas, a las mudanzas, a las enfermedades, a los rayos, a las lluvias, a los curas, a los cambios), la precariedad de la vida, marcan la infancia del niño en el pueblo extremeño, una infancia, empero, feliz, hecha de libertad, de embelesado encantamiento por las historias mágicas de la abuela Frasca, de días interminables bañándose en la alberca, trepando a los árboles, cazando ranas, corriendo por los campos, en contacto con contrabandistas y guardias civiles, músicos ambulantes y vendedores de sardinas, curanderos y merchantes, personajes habituales en aquella zona fronteriza con Portugal.
 
En esta evocación de la infancia destacan la poderosa figura del padre, que hizo parte de la guerra con los nacionales y parte con los republicanos, su elemental autoritarismo (espléndida la rotunda imagen de la garrota del progenitor -que está ya presente en Absolución-, su brusco golpe al colgarla en la percha cuando volvía de la calle -hubiera querido ser cariñoso, pero todos le teníamos miedo-), su muerte en verano de 1964, tras el ilusionado traslado de la familia a Madrid, la madre trabajando en casa con sus hijas, afanadas ante la tricotosa, el permanente runrún de la máquina, el único libro -El calvario de una obrera o Los mártires del amor, de León Montenegro- del que disponía la familia (probablemente ya estaba en la casa cuando los padres la compraron), el trasiego del chico por distintos oficios -aprendiz en un taller mecánico, dependiente en comercios varios, oficinista- a los que le llevaba el padre, que pretendía que su hijo se convirtiera en un hombre de provecho (el sueño paterno: que sea abogado, para darle en la cara a la “gente gorda”), su evolución posterior, sus voluntariosos aunque oscuros estudios en academias nocturnas y algo siniestras, sus peripecias como guitarrista flamenco, frecuentador de la vida nocturna, de festivales y programas televisivos (magnífico el relato del encuentro -quizá sólo soñado- con Sofía Loren).

Y con este escenario de fondo, la España rural y el Madrid aún castizo aunque abriéndose tímidamente a la modernidad en el tercer cuarto del siglo pasado, El balcón en invierno nos cuenta, sobre todo, la educación sentimental de su protagonista, el propio Landero, un chico fantasioso, un mentiroso que inventa historias de continuo (el piano tan largo que se necesitaban veinte músicos para tocarlo, el cabezazo de Di Stéfano -desde fuera del área- que partió un larguero, el cielo de Madrid lleno de globos aerostáticos), un joven que -ya se ha dicho- quiere ser poeta, pues a los quince años, dejé de creer en Dios, afirma, y me encontré creyendo en Gustavo Adolfo Bécquer, atrapado por la magia que encerraba su primer libro propio, Las mil mejores poesías de la lengua castellana. Un chaval arrebatado por los sueños que lo alejan de su aparentemente irremisible destino: yo no quería ser oficinista, ni casarme, ni echar barriga sentado ante una mesa, yo quería ser vagabundo y poeta, o marino mercante, o maquinista de tren; impulsado por sus aspiraciones de intensidad y belleza, por sus anhelos de amor y libertad (siempre, siempre, el viejo, el incansable afán, el particular leitmotiv del extremeño, presente en toda su obra); atrapado por el encanto de las palabras, una vez más las palabras: añoranza, inefable, heliotropo, taciturno, iridiscente, madreselva, plenitud, doliente; fascinado por el fervor de la lectura, que lo llevaría hasta los cuatro o cinco mil libros que atesora en su presente adulto (quién me iba a decir a mí que iba a tener tantos y tantos libros).

Y en ese dibujo detallado de su personalidad juvenil comparecen los amores frustrados, el desdén de las rubias, las mujeres prohibidas e inalcanzables, las catástrofes sentimentales, las canciones románticas, la timidez y la tristeza y la soledad y el desarraigo y el dolor. Y también las dudas: ni de ciencias ni de letras; en el fútbol, ni atacante ni defensor, no sabiendo si crear o destruir, no figurando ni como titular ni como suplente; y hasta la vivencia del dilema entre el inocente misterio del campo y la naturaleza y la moderna ebullición de la civilizada ciudad. El signo de mi vida, escribe, la ambigüedad, el desarraigo, el merodeo, la vaguedad de los contornos, la indefinición de las tareas.

Y todo ello evocado desde la memoria y la nostalgia: También en la vida real la memoria funciona así, con pasajes subrayados y notas marginales, con detalles cargados de sugerencia, a veces convertidos en símbolos. Hay épocas de nuestra vida de las que apenas recordamos nada. Años que, por intrascendentes y rutinarios, que son casi todos, la memoria ha ido abandonando hasta entregarlos al más atroz de los olvidos. ¿Qué hice yo cuando tenía treinta y cuatro, veintiséis, cuarenta y ocho años? Imposible saberlo, fuera de algún episodio excepcional o del vago contorno de las tareas habituales, de las costumbres fuertemente arraigadas. Fuera de eso, y salvo que se escriba, porque lo que no se escribe se pierde sin remedio, recordamos si acaso un olor, un sabor, un gesto, un rostro, la pesadumbre de una lejana tarde de lluvia, y a menudo queda tan solo una sensación casi inefable, una sensación que es la experiencia destilada en el alma y hecha ya sentimiento. Y los sonidos, cómo no, la banda sonora de la memoria, porque a veces del pasado no nos llegan tanto las palabras y las cosas como las voces, los ruidos -el golpe de una garrota en la percha-, las risas, los murmullos, la honda significación del silencio en ciertos momentos definidos precisamente por las pausas, como ocurre a menudo en la música, en el teatro o en el cine.

Voy a dejaros con un par de fragmentos significativos de Hoy, Júpiter y El balcón en invierno. En el primero de ellos, entre otras cosas, se incorpora una explicación de su título. En el segundo, la atmósfera de nostalgia y melancolía, la presencia de los sueños, de la escritura como superación de la siempre chata realidad, la irreprimible añoranza de lo que no se ha vivido, constituyen un excelente resumen de toda la obra de Landero. Yesterday, el clásico de los Beatles, que el protagonista escucha en la novela en sus días de adolescencia, cierra por hoy esta reseña.


En el silencio de la madrugada, tumbado en la hierba fresca de una arboleda, recuerdo que se veían entre el ramaje las estrellas, ya débiles y lejanas, y que entonces me acordé de una cosa que me había contado mi socio René allá en la cárcel, y fue que una vez estuvo en Santiago de Chile y que, en una placita, vio una noche a un viejo vestido pobremente que tenía instalado un telescopio de latón, aún más viejo y pobre que él, y un cartelito de cartón al lado donde ponía con mala letra: ‘Hoy, Júpiter’. Cobraba sólo la voluntad, y cada algunas noches, según las órbitas o a saber qué, cambiaba de astro. Según René, apenas se veía un resplandor difuso, pero el viejo, muy serio, decía: ‘Ése es Júpiter’, o ‘Ésa es la Hidra’, o ‘Ése es Tucán’, o ‘Ése es Venus’, y el que quería se lo creía y el que no, no. Y allí, tumbado bajo las estrellas, pensé: ‘Ya está, se acabó. Ya no soy abogado ni músico ni nada’, y me pareció que en ese momento despertaba de un sueño que empezó en la niñez. ‘Hoy, Júpiter’, me decía en alto, y en vez de dolor me sentía liberado y feliz, como si flotara, o al menos así es como lo recuerdo.

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De pronto se me representó con total y desolada nitidez lo que habría de ser mi vida en los próximos años. Dos, tres, cuatro, quizá hasta cinco años, sentado en esta mesa, ante este atril —las cervicales—, rodeado de plumas y lápices, de cuadernos, agendas, cartulinas, folios para sucio, papelitos con notas tomadas al vuelo, latas aplastadas de Mahou, rachas de júbilo y momentos de angustia, y siempre a vueltas con el jubilado y sus andanzas, mientras afuera, tras el balcón, florecería y se marchitaría la acacia, perdería sus hojas, y el viento arrastraría alguna hasta mi mesa como advertencia más que como ofrenda, y enfrente, en el inmueble del otro lado de la calle, la vertiente de un tejado con chimeneas y claraboyas y bohardillas, algún gato, balcones con bombonas de butano y alegres macetas de geranios, y a veces una violinista que se mece de pie ante un atril con gracia de arlequín, al compás de la música. Eso es todo, ese es el panorama que llevo viendo durante años desde mi puesto de trabajo.

Y, mirándolo ahora una vez más, me pregunté, o más bien acudió en tropel un cúmulo de sensaciones que podría verbalizarse más o menos así: ¿Qué vida absurda es esta?, ¿qué vas a hacer con los años, quizá no muchos, que te quedan por vivir? Porque llevo escribiendo desde la adolescencia y ahora soy casi viejo, ya pueden verse las primeras sombras del crepúsculo al fondo del camino. Pronto empezarás a oler a viejo, pensé. Estás en una edad en que las balas pasan cerca y, con suerte, podrás escribir aún otros dos, tres, cuatro libros quizá. Y siempre aquí, junto al balcón, junto a la acacia, y al fondo la estampa inalterable del inmueble vecino. Por si fuese poco, a veces caigo en la tentación de pensar que a mí en realidad no me gusta escribir, que a mí lo que me hubiese gustado es una vida de acción, y que todo esto de la escritura es el fruto de un espejismo, de un malentendido vocacional que se originó allá en la adolescencia, y que por tanto he equivocado mi vida y, a fin de cuentas, la he desperdiciado. La literatura me ha llevado además a estudiar filología y a ser profesor de literatura, a casarme con una filóloga, también profesora de literatura, a tener amigos filólogos, a abarrotar la casa de libros literarios, a rodearme de un modo casi enfermizo de plumas, de lápices, de sacapuntas, de cuadernos de todos los estilos y tamaños, de ingentes cantidades de papel. De adolescente soñaba con haber sido pistolero en el Lejano Oeste. Ahora cambio los cartuchos de tinta de la estilográfica con la misma rapidez y destreza que si recargara el revólver en una refriega contra los comancheros. Esto es lo que pienso en algunos momentos, mientras me quedo con los ojos suspensos en el aire.

Ya al anochecer, a veces se enciende la ventana de la violinista, tan joven, tan esbelta, y la enmarca en su rectángulo de luz como si fuese algo mágico, la silueta traviesa de un duende proyectada sobre el espacio irreal de un ciclorama. Cuando se cansa de tocar o hace una pausa, apaga la luz de la habitación y sale a fumar al balcón.

Entonces, al ver desde mi sillón de viejo enardecerse y palidecer en la oscuridad la brasa del cigarro, a veces siento una nostalgia llena de hondos pesares. Es nostalgia y pesar de la juventud, de la belleza, de la acción, de todo cuanto sucumbió al tiempo, pero también de lo que no llegó a vivirse, de los alegres decires nunca dichos, de las correrías nunca emprendidas, de los amigos que no tuve, del amor apenas entrevisto, de la vida dilapidada en vano, y de lo breve e ilusorio de los ahoras, de los mañanas y de los entonces, y de todo este pobre negocio de años y de afanes de que está hecha la vida.

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