Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de julio de 2015

CHIMAMANDA NGOZI ADICHIE. AMERICANAH

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, que a lo largo de este mes de julio llegará a vuestras casas con una serie de programas que no serán radiados -al quedar interrumpidas las emisiones de Radio Universidad por las vacaciones veraniegas- sino que tendrán una aparición exclusiva en este blog. Por otro lado, y siguiendo una costumbre que viene repitiéndose en nuestra ya relativamente extensa vida, con más de doscientas ediciones ofrecidas -la de hoy hace la 220-, todas las recomendaciones de este mes -tan propicio a la aventura, a la experiencia viajera, al descubrimiento de lugares desconocidos o incluso exóticos, también al turismo- tendrán un enfoque relacionado con los viajes, pese a que ello no ocurra de un modo directo -no nos hallamos expresamente, en ninguno de los libros propuestos, ante literatura “de viajes”-, aunque sí porque, al menos, la trama de los libros de los que quiero hablaros, sus personajes, los temas de los que tratan, los lugares en los que se desarrollan, pertenecen a ámbitos no cercanos ni convencionales y sí, por el contrario, muy alejados de nuestros parámetros geográficos habituales, lo que espero que pueda contribuir a despertar -más allá del interés intrínseco en su lectura; sin duda muy grande en los cinco casos escogidos para estos otros tantos miércoles de julio- el deseo, la voluntad, la intención y hasta la necesidad de viajar a esos extraños países de los que los libros seleccionados nos hablan. En el caso de hoy, es África el destino elegido, y más exactamente Nigeria, a partir de Americanah, la voluminosa y espléndida novela de Chimamanda Ngozi Adichie, la estupenda escritora de ese país africano, que publicó hace algo más de un año Random House en traducción del inglés de Carlos Milla Soler.
 
Dejadme deciros, antes de hablar del libro en sí, que Chimamanda Nigozi Adichie es una de las más destacadas escritoras jóvenes del continente negro. Con solo treinta y siete años, tiene otras tres novelas publicadas, antes de esta que hoy os presento: La flor púrpura, Medio sol amarillo y Algo alrededor de tu cuello, todas editadas en nuestro país, todas con una excelente recepción entre el público y la crítica, todas habiendo logrado importantes premios y todas muy interesantes. En sus libros -singularmente en Americanah- está muy presente la propia biografía de su autora, y su peripecia personal, a caballo de su Nigeria natal y los Estados Unidos en los que cursó su educación superior y donde desarrolla su carrera literaria, impregna y aflora en esta su por ahora última novela. Este carácter autobiográfico del libro hace especialmente interesante el conocimiento de su autora, para lo cual os recomiendo “asistir” a su conferencia TED, El peligro de una sola historia, que constituye un excelente complemento a la lectura del libro.
 
Americanah tiene como protagonista principal a Ifemelu, una chica nigeriana que vive sus primeros años de juventud en Lagos y que abandona su país para irse a vivir a Nueva York con su tía Uju, al comenzar sus estudios en una universidad norteamericana. Ifelemu, cuyo nombre en igbo -la etnia a la que pertenece la joven- significa hecha en los buenos tiempos, hecha hermosamente, en una acepción metafórica muy significativa de su propio espíritu e incluso del clima social que envuelve la época en su Nigeria natal, es novia adolescente de Obinze, con el que comparte, además de su amor apasionado, inocente y lleno de ilusiones, el sueño de una América que aparece como destino quimérico que les permitirá superar -así lo piensan- las restricciones de la muy limitada vida de la gigantesca urbe africana. En esta primera etapa de la novela, coincidente con los primeros años de la chica, conocemos las peculiaridades de la existencia de los adolescentes nigerianos de clase media alta, pertenecientes a familias cultas, con padres profesionales, con ciertas holguras económicas, con hábitos de vida y de consumo, con preocupaciones e intereses que sobrevuelan la triste y mísera cotidianidad de la mayor parte de sus conciudadanos, sometidos a una dictadura militar tras otra, sustituidos en el poder, por sucesivos golpes de estado, los corruptos gobernantes.
 
En paralelo, o mejor aún: como telón de fondo del relato de la vida familiar y personal, de las peripecias escolares, sentimentales, vitales de la chica, Chimamanda Ngozi Adichie -que nació en 1977, y cuya adolescencia y juventud coinciden con las de la protagonista de la novela, que vive esos años a mediados de los noventa- trufa su texto de innumerables apuntes sobre la vida de su país, no sólo descripciones de los lugares, el ambiente de las calles, las interioridades de las familias, las costumbres sociales, sino también penetrantes reflexiones sobre la política o los modos de vida nigerianos. Así funcionaban las cosas en Nigeria, se dice en un momento del libro, y a continuación aparece un panorama sombrío trufado de corrupciones múltiples, sospechosas fortunas gestadas de la noche a la mañana, sobornos, tráfico de influencias (verás, vivimos en una economía basada en lamer culos. El mayor problema de este país no es la corrupción. El problema es que hay mucha gente cualificada que no está donde tendría que estar porque no le lame el culo a nadie, o no sabe qué culo lamer, o ni siquiera sabe lamer un culo), oscuras maniobras económicas en los aledaños del poder, políticos venales, militares que aprovechan su posición de fuerza para enriquecerse ilegalmente... Y, como digo, tras ese escenario de fraude y degradación moral, con sus corolarios “estéticos” de ostentación, mal gusto y exhibicionismo millonario (la primera vez que presentó su proyecto de empresa al banco -dirá Obinze, ya adulto, en un momento del libro-, experimentó una sensación surrealista al decir “cincuenta” y “cincuenta y cinco” omitiendo la palabra “millones” porque no era necesario expresar lo evidente), asoma, tenue pero nítidamente, la vida del nigeriano medio, víctima de la injusticia y el profundo desequilibrio social, sometido por las dictaduras, padeciendo hambre, violencia y opresión, sufriendo violaciones y torturas, sin esperanzas, sin expectativa alguna de vida. Ifemelu, Obinze y sus jóvenes amistades son privilegiados, pueden escapar al lamentable presente y al decepcionante futuro que acechan a sus compatriotas pero, pese a ello, su insatisfacción, sus sentimientos de asfixia existencial y su falta de horizontes los llevan a dejar su tierra, abandonar a sus parientes y amigos, y lanzarse a la aspiración de otra vida mejor en Inglaterra -en donde, con poco éxito, se instalará Obinze- o Estados Unidos, destino de la chica. Ya en tierra americana, en una fiesta entre conocidos, la autora nos da la clave que explica el porqué de este anhelo de huida de Nigeria: Alexa, y los demás invitados, y quizá incluso Georgina, comprendían todos que se huyera de la guerra, de la clase de pobreza que aplastaba el alma humana pero no entenderían la necesidad de escapar del letargo opresivo de la falta de elección. No entenderían por qué las personas como él, que se habían criado sin hambre ni sed pero vivían empantanadas en la insatisfacción, condicionadas desde su nacimiento a mirar hacia otro lugar, convencidas eternamente de que las vidas reales se desarrollaban en ese otro lugar, ninguna de ellas famélicas, ni victima de violaciones, ni procedente de aldeas quemadas, estuvieran ahora decididas a afrontar peligros, a actuar ilegalmente, para marcharse, ávidas solo de elección y certidumbre.
 
En Estados Unidos, mientras cursa su carrera universitaria, Ifemelu procura incorporarse a una sociedad ajena y tan distinta, trata con norteamericanos y con africanos emigrados, mantiene -sin olvidar del todo a Obinze- relaciones sentimentales con distintos hombres blancos (especialmente significativos los tres años pasados con Blaine en New Haven, la aparente tranquilidad de una estabilidad y un orden perfectos y sin embargo insatisfactorios: tres años sin una sola arruga, como una sábana planchada), investiga, estudia, trabaja e intenta adaptarse, con muchas dificultades (se sentía en la periferia de su propia vida), en un tipo de organización social tan diferente del nigeriano. El principal obstáculo para esa normal identificación con el estilo de vida americano, para esa plena integración en la realidad estadounidense lo constituye la raza, de la que, paradójicamente, sólo es consciente -por exceso o por defecto- al ir o volver de Lagos (me convertí en negra precisamente cuando llegué a Estados Unidos; y también: Tengo la sensación de que dejé de ser negra nada más apearme del avión en Lagos). Acostumbrada a la vida en un continente -el africano- en el que la condición racial no resulta significativa (cuando todo el mundo es negro, nadie lo es, en realidad), la “potencia” del fenómeno racial, el peso que la raza tiene en la existencia de las gentes en la desarrollada sociedad americana, los ostensibles -y también los más sutiles y apenas perceptibles- apuntes de racismo en el trabajo y las relaciones, en la vida pública y la privada, la llevan a reflexionar sobre su “negritud” y a plasmar sus ideas en un blog que crea para dar salida a sus pensamientos sobre el asunto. Llamado, de entrada, Raza o Curiosas observaciones a cargo de una negra no estadounidense sobre el tema de la negritud en Estados Unidos, aunque posteriormente le asignará un nuevo título: Raza o Diversas observaciones acerca de los negros estadounidenses (antes denigrados con otra clase de apelativos) a cargo de una negra no estadounidense, la bitácora se convierte en un espacio que -más allá de su personaje- permite a Chimamanda Ngozi Adichie expresar sus opiniones sobre su propia vivencia del conflicto racial.
 
Y así la novela encuentra su núcleo principal, pues Americanah es, sobre todo -y al margen de la historia de amor que permite enhebrar la acción, al margen de la interesante reflexión sobre la identidad y el dilema entre la vinculación a las raíces y el apego a la tierra de adopción, al margen del acertado retrato de los dos mundos, el americano y el nigeriano-, un texto sobre la conciencia de la raza, sobre la triste -y tantas veces cruel- experiencia de la discriminación a causa del color de la piel, y, en definitiva, sobre el racismo. Las anécdotas que vive la protagonista -impagable la “escena” de la dependienta de comercio que obvia la ostensible negritud de su compañera (llevando hasta extremos delirantes la ridiculez habitual de lo políticamente correcto) con el fin de no “significarla”, acentuando así la componente racista de su comportamiento-, las discusiones de pareja, las intervenciones de los participantes en el foro de su blog, las opiniones de sus amigos y conocidos, las experiencias de otros africanos expatriados, y sus propias elucubraciones sobre todo ello, permean la novela y la llenan de sustanciosos pensamientos en torno al tema racial. No me resisto a ofreceros algunos de los más reveladores, como por ejemplo: La única razón por la que dices que la raza no fue causa de conflictos es porque desearías que no lo hubiera sido. Es lo que deseamos todos. Pero es mentira. Yo vengo de un país donde la raza no era motivo de conflicto; no pensaba en mí como negra, y me convertí en negra precisamente cuando llegué a Estados Unidos. Cuando eres negro en Estados Unidos y te enamoras de una persona blanca, la raza no importa mientras estáis los dos juntos y a solas, porque estás únicamente vosotros y vuestro amor. Pero en cuanto salís a la calle, la raza sí importa. Pero no hablamos de ello. No comentamos siquiera a nuestras parejas blancas los pequeños detalles que nos sacan de quicio, ni las cosas que nos gustarían que entendieran mejor, porque nos preocupa que digan que exageramos, o que somos demasiado susceptibles. Y no queremos que digan: Fíjate en lo lejos que hemos llegado, hace sólo cuarenta años, habría sido ilegal el mero hecho de que tú y yo fuéramos pareja, bla, bla, bla, porque ¿sabes que pensamos cuando dicen eso? Pensamos, por qué coño ha tenido que ser ilegal alguna vez. Pero no decimos nada. Dejamos que se amontone dentro de nuestra cabeza, y cuando vamos a agradables cenas con personas progresistas como esta, decimos que la raza no importa porque eso es lo que debemos decir, para no incomodar a nuestros agradables amigos progresistas. Es la verdad. Hablo por experiencia. E igualmente: Nos dicen que la raza es una fantasía, que existe más variación genética entre dos negros que entre un negro y un blanco. Luego nos dicen que las negras tenemos una clase peor de cáncer de mama y más fibroides. Y las blancas tienen fibrosis quística y osteoporosis. ¿En qué quedamos, pues, médicos aquí presentes? ¿Es la raza una fantasía o no? Y por fin esta reflexión sobre el propio hecho literario, en la que podemos ver una suerte de justificación, o al menos de explicación, a su propia obra: En este país no se puede escribir una novela sincera sobre la raza. Si escribes sobre cómo afecta realmente la raza a las personas, todo resulta demasiado obvio. En este país los autores negros que escriben narrativa, cuatro gatos si no contamos los diez mil que escriben gilipolleces de gueto con portadas chillonas, tienen dos opciones: pueden ser afectados o pueden ser pretenciosos. Cuando no eres ni lo uno ni lo otro, nadie sabe qué hacer contigo. Así que si escribes sobre la raza, tienes que procurar ser tan lírico y sutil que el lector que no lee entre líneas ni siquiera se entere de que el libro trata sobre la raza.
 
Dentro de la infinidad de detalles que son objeto de “relectura” racial en el libro, hay algunos, aparentemente menores pero decisivos, como la voz, la entonación en el habla, pues en aras de esa supuesta integración, Ifemelu adopta un modo de hablar que le permita ser “reconocida” como plenamente “negra estadounidense”, un estatus superior al de “negra no estadounidense”: Había adoptado, durante demasiado tiempo, un timbre de voz y una manera de ser que no eran los suyos. Y ahí es donde alcanza pleno sentido la peculiar grafía -Americanah- (en realidad un entonación) del título del libro. Se rieron a carcajadas, por la palabra “americanah”, envuelta en jolgorio, la cuarta sílaba prolongada y por el recuerdo de Bisi, una chica del curso por debajo de ella que había regresado de un corto viaje a Estados Unidos con peculiares afectaciones, fingiendo que ya no entendía el yoruba, añadiendo una “erre” arrastrada a cada palabra que pronunciaba en inglés. La integración, siempre dolorosa, exige pagar el precio de renunciar al propio acento, adoptando el impostado del inglés americano, termómetro del nivel económico, cultural, social.
 
Y en este sentido, el gran emblema del conflicto racial, la gran metáfora que nos traslada el libro, es el pelo, el encrespado y libre cabello de las africanas, símbolo de independencia, de insumisión, de reconocimiento y aceptación de la propia identidad, y el pelo alisado, infructuosamente domesticado, plegado a los requerimientos estéticos (y en cierto modo morales) de la mayoría blanca (Alisarse el pelo es como estar en la cárcel. Estás enjaulada. Vives tiranizada por tu pelo). Hay una entrada del blog de Ifemelu que, pese a su extensión, quiero ofreceros íntegra, pues recoge lo sustancial de esta cuestión. Con el título de Un mensaje a Michelle Obama, más. El pelo como metáfora racial, este es su texto:
 
Una amiga blanca y yo somos grupis de Michelle Obama. Así que el otro día voy y le digo: Me pregunto si Michelle Obama lleva postizo, hoy se le ve el pelo más denso, y tanto calor a diario debe estropeárselo. Y ella contesta: ¿Quieres decir que el pelo no le crece así? O sea: ¿soy yo o he ahí la metáfora perfecta de la raza en Estados Unidos? El pelo. ¿Os habéis fijado alguna vez en cómo aparecen las mujeres negras en los programas de belleza de la televisión? En la foto fea de “antes” la negra sale con su pelo natural (áspero, acaracolado, crespo o muy rizado), y en la foto bonita de «después», alguien ha cogido un metal caliente y le ha alisado el pelo a fuerza de chamuscárselo. Algunas mujeres negras, NE y NNE, preferirían correr desnudas por la calle antes que mostrarse en público con su cabello natural. Porque, haceos cargo, no es profesional, sofisticado, o lo que sea; sencillamente no es normal. (Por favor, comentaristas, no me digáis que es lo mismo que cuando una mujer blanca no se tiñe el pelo). Cuando tienes el pelo natural de una negra, la gente cree que te has “hecho” algo en el pelo. En realidad, las que llevan afros y rastas son las que no se han “hecho” nada en el pelo. Deberíais preguntar a Beyoncé qué se ha hecho. (A todos nos encanta Bey, pero ¿por qué no nos enseña, solo por una vez, cómo es su pelo tal como le crece en el cuero cabelludo?). Mi pelo natural es crespo, y lo llevo en trenzas cosidas o sueltas o me lo dejo en afro. No, no es una cuestión política. No, no soy artista ni poeta ni cantante. Tampoco soy una madre tierra. Simplemente no quiero alisadores en mi pelo: ya hay sustancias cancerígenas en mi vida más que suficientes. (A propósito, ¿podemos prohibir las pelucas afro en Halloween? Por Dios, el afro no es un disfraz). Imaginaos que Michelle Obama se cansara de todo ese calor (para dejar el pelo liso) y decidiera dejarse el pelo natural y saliera en televisión con un montón de pelo lanoso, o apretados rizos en espiral. (Imposible saber cómo será su textura. No es raro que una negra tenga tres texturas distintas en la cabeza). Causaría sensación, pero el pobre Obama desde luego perdería el voto independiente, incluso el voto de los demócratas indecisos.
 
Tras años en Estados Unidos, Ifemelu acaba por retornar a Lagos (Nigeria se convirtió en el lugar donde debía estar, el único sitio donde podía hundir sus raíces sin el incesante anhelo de arrancarlas y sacudirse la tierra) en donde reencontrará a Obinze (y de las vicisitudes de su relación nada diré, para no “destripar” más la historia), y seguirá dando rienda suelta a sus reflexiones sobre su lugar en el mundo, sobre la evolución de sus afectos, sobre las diferencias entre la vida en Nigeria y Estados Unidos (Lagos no ha sido nunca, no será nunca, ni ha aspirado nunca a ser como Nueva York, ni como ningún otro lugar, dicho sea de paso. Lagos siempre ha tenido indiscutiblemente su propia identidad, pero eso uno nunca lo sabría en una reunión del Club Nigerpolitano, un grupo de jóvenes retornados que se dan cita todas las semanas para lamentarse de las numerosas diferencias entre Lagos y Nueva York, como si alguna vez Lagos se hubiera asemejado un poco a Nueva York. Una confesión: yo soy una de ellos. Casi todos nosotros hemos vuelto para ganarnos la vida en Nigeria, para abrir negocios, para buscar contratas públicas y contactos. Otros han venido con sueños en los bolsillos y un afán de cambiar el país, pero nos pasamos la vida quejándonos de Nigeria, y aunque nuestras quejas sean legítimas, me imagino a mí misma como observadora externa diciendo: ¡Vuélvete por donde has venido!), sobre los distintos ángulos de su propia identidad cultural y del comportamiento de los expatriados (No había vuelto a Nigeria desde hacía años y tal vez necesitara el consuelo de esos grupos online, donde pequeñas observaciones prendían y estallaban en forma de ataques, donde se entrecruzaban insultos personales. Ifemelu imaginaba a los autores, nigerianos en casas lúgubres de Estados Unidos, sus vidas amortecidas por el trabajo, guardando el dinero ahorrado con cuidado a lo largo del año para poder visitar su país en diciembre durante una semana, y entonces llegarían con maletas llenas de zapatos y ropa y relojes baratos, y verían, en los ojos de sus parientes, imágenes de sí mismos intensamente bruñidas. Después regresarían a Estados Unidos para seguir enzarzándose online en disputas por visiones mitológicas de su país, porque su país era ahora un lugar desdibujado entre aquí y allí, y al menos por Internet podían olvidarse de lo intrascendentes que habían acabado siendo sus vidas) y, claro está, sobre el asunto racial, objeto principal de la mayor parte de las entradas de su nuevo blog, Las pequeñas redenciones de Lagos.
 
En fin, hasta aquí mi ya muy larga reseña que espero haya alentado en vosotros el deseo de leer este interesante Americanah, la última y excelente novela de Chimamanda Ngozi Adichie. El libro contiene unas cuantas referencias a la música negra, no sólo africana. Una de las menciones más significativas es Onyeka Onwenu, por la importancia que tiene su música en la infancia de Ifemelu y porque la diva nigeriana tiene un enorme parecido físico -así se constata en la novela- con la guapa e interesante madre de Obinze. Su éxito In the morning light, citado expresamente en un pasaje del texto, cierra esta reseña.
 
 
Ifemelu se había criado a la sombra del cabello de su madre, que lo tenía muy, muy negro, tan espeso que absorbía dos envases de alisador en la peluquería, tan abundante que tardaba horas bajo el secador de casco, y cuando por fin le retiraban los rulos de plástico rosa, se esparcía, libre y exuberante, cayendo por su espalda como una celebración. Su padre lo llamaba la corona de la gloria. “¿Es auténtico?”, le preguntaban las desconocidas, y tendían la mano para tocarle el pelo en actitud reverente. Otras decían: “¿Eres jamaicana?”, como si solo la sangre extranjera pudiera explicar un cabello tan ubérrimo que no raleaba en las sienes. Ifemelu, en los años de su infancia, a menudo se miraba en el espejo y se tiraba del pelo, lo separaba rizo a rizo, lo instaba a parecerse al de su madre, pero el pelo seguía igual de hirsuto y crecía remisamente; las trenzadoras decían que al tocárselo, las cortaba como un cuchillo.
 
Un día, el año que Ifemelu cumplió los diez, su madre llegó a casa del trabajo con un aspecto distinto. Llevaba la misma ropa, un vestido marrón ceñido al talle con un cinturón, pero tenía el rostro arrebolado, la mirada perdida. “¿Dónde están las tijeras grandes?”, preguntó. Y cuando Ifemelu se las dio, su madre se las llevó a la cabeza y, manojo a manojo, se esquiló todo el pelo. Ifemelu la miró atónita. El pelo estaba en el suelo como hierba marchita. “Tráeme una bolsa grande”, ordenó su madre. Ifemelu obedeció, como en trance, incapaz de comprender qué ocurría. Observó a su madre deambular por el piso, recogiendo todos los objetos católicos, los crucifijos colgados en las paredes, los rosarios guardados en cajones, los misales ladeados en estantes. Su madre lo metió todo en la bolsa de polietileno, que luego sacó al patio trasero con paso enérgico, su mirada todavía distante, imperturbable. Encendió una fogata al lado de la pila de basura, justo allí donde quemaba sus compresas usadas, y primero echó su pelo envuelto en papel de periódico viejo, y luego, uno tras otro, los objetos de culto. Un humo gris oscuro ascendió en espiral por el aire. Desde el balcón, Ifemelu rompió a llorar, consciente de que había pasado algo, y de que la mujer que, de pie junto a la hoguera, añadía más queroseno cuando el fuego se debilitaba y retrocedía cuando las llamas se avivaban, esa mujer calva e inexpresiva, no era su madre, no podía ser su madre.


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