Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 22 de julio de 2015

MICHAEL ONDAATJE. EL VIAJE DE MINA
 
Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que sale a vuestro encuentro, como todos los miércoles, con una nueva recomendación de lectura. Hoy os traigo un libro espléndido, una novela que como ocurre con las grandes obras literarias, no sólo entretiene y captura nuestra atención, nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad durante su lectura, no sólo nos subyuga y nos transporta, no sólo nos sumerge en su trama y en las peripecias de sus personajes, sino que va más allá y ahonda también en otros planos: nos hace pensar, nos enseña, nos ilustra sobre la condición humana, de tal manera que, aparte de la experiencia estética, derivada de la belleza de lo que leemos, y de la emotiva, provocada por el caudal de sensaciones generado por el libro, salimos de él, de su lectura, un poco más sabios, algo más dotados para entender el mundo, más capaces para comprender nuestra naturaleza, el sentido de nuestro absurdo y sin embargo magnífico paso por el mundo.
 
El viaje de Mina es el título de nuestra sugerencia de hoy, una novela -aunque como de costumbre me asalten las dudas a la hora de catalogar el libro, de etiquetarlo y adscribirlo a un género determinado, por razones que luego explicaré- escrita por el canadiense Michael Ondaatje (canadiense de adopción; aunque de origen cingalés, del Ceilán anterior a la actual Sri Lanka). La obra ha sido publicada por la editorial Alfaguara en traducción de un José Luis López Muñoz que, pese a su calidad y su prestigio como traductor, se permite un inusitado “polizonte” para referirse a lo que no es sino un evidente polizón. Un error, por cierto, que ya habíamos apreciado en una reciente novela de Vargas Llosa, por lo que, admitido el fallo en el Premio Nobel, cómo no entenderlo y disculparlo ahora...
 
En El viaje de Mina, Ondaatje cuenta las tres semanas de travesía a bordo del buque Oronsay que, en 1954, con once años de edad, le llevaron de Colombo, capital de Ceilán, donde había nacido, a Tilbury, un pequeño muelle en Inglaterra en el que le esperaba una madre a la que apenas había visto hasta entonces. Un viaje que tenía que ser una historia inocente dentro de los reducidos límites de la adolescencia pero que se convertirá en toda una intensa y fecunda educación. A lo largo del libro se relatan tanto las peripecias concretas, el viaje “exterior” que el niño que el autor entonces era vivió en aquel largo desplazamiento, una aventura fascinante para un adolescente, como, sobre todo, se nos narra ese otro viaje aun más sugestivo, el interior, la iniciación al mundo adulto que el periplo va a suponer para ese chico. Las tres semanas de la travesía, tal y como yo las recuerdo originalmente -nos dice el protagonista, ya adulto-, fueron plácidas. Sin embargo ahora, años después, cuando mis hijos han insistido en que les describa el viaje, se ha convertido, al verlo a través de sus ojos, en una aventura, incluso en algo muy importante en una vida. En un rito de paso. Volveré sobre esta vertiente esencial más adelante; antes quiero centrarme en algunos de los muchos aspectos que convirtieron la experiencia de ese viaje en un acontecimiento inolvidable para su protagonista y por extensión también para nosotros, los lectores del libro. Un libro que, como veis, y partiendo de esa considerable base autobiográfica, deja, quizá, poco espacio para la ficción, a no ser que consideremos como novela la difusa ensoñación en la que la memoria acaba por convertir, casi siempre, la pálida sombra de nuestros recuerdos.
 
Solo en el barco, la perspectiva que la vida en el buque ofrecía a ese niño, in albis frente al mundo, era desconcertante y, del mismo modo, muy atrayente. En el Oronsay existía la posibilidad de escapar a todo orden. Y yo me reinventé en aquel mundo en apariencia imaginario. Con otros dos chicos, a los que conoce al poco de iniciar la travesía, Ramahdin y Cassius, Mina descubre en el microcosmos del barco un universo deslumbrante y se mete de lleno en él, en una especie de fiebre de vida, que su sangre joven quiere explotar al máximo. No duerme siquiera pues, como dice, el sueño es una cárcel para un muchacho que tiene amigos con los que reunirse. Las noches nos impacientaban y nos levantábamos antes que el amanecer se adueñara del buque. No queríamos esperar, queríamos seguir explorando sin descanso aquel universo. Corren descalzos sobre la madera de cubierta recién lavada, resbaladiza, hasta estrellarse contra la barandilla o contra una puerta que abría de repente un pasajero. Se zambullen en la piscina, juegan al ping-pong, presencian las clases de piano que imparte uno de los viajeros, el señor Mazappa, visitan el camarote del señor Fonseka, magnífico contador de historias, conversan con el sobrecargo tuerto admirados por su ojo de cristal, ven películas proyectadas en la popa del trasatlántico sobre una sábana bien tensada colocada al efecto, se atan a cubierta para aguantar una dramática noche entera los embates de una tempestad. Carecía de responsabilidades familiares, podía ir a cualquier sitio, hacer cualquier cosa. Todos los días teníamos, al menos, que perpetrar algo prohibido, declara.
 
Y en este juego perpetuo, en esta libertad sin límites que quizá sólo pueda darse de modo genuino en la infancia, recorriendo sin cesar los siete niveles del barco, desde la casi inaccesible primera clase de los pasajeros escogidos, hasta la sala de máquinas que, en las profundidades del infierno, se agita con un ruido y un calor insoportables, Mina y sus amigos entran en contacto con decenas de personajes, a cual más sorprendente, que estimulan sin cesar su imaginación. La bella Emily de Saram, prima de Mina, enlace del niño con el mundo de los adultos y protagonista de su primer atisbo de deseo, algo que ni siquiera constituye el despertar sexual, algo más intenso, más sutil, un temblor interior, mezcla de emoción y vértigo, narrado de modo magistral en un pasaje conmovedor y memorable. La estirada tía Flavia Prins, jugando al bridge con sus amigas en sus suntuosas dependencias de la clase superior. El señor Hastie, encargado de las perreras del Oronsay, que, siempre ataviado con su sarong, también juega las cartas con sus amigotes y su ayudante el señor Invernio, pero en el más modesto camarote de Mina, de quien es compañero de habitación. La enigmática patinadora australiana que recorre la cubierta del barco, grácil y como alada, desde antes del alba y que protagoniza el fragmento del libro que he elegido para ilustrar su atmósfera, al final de esta reseña. El preso Niemeyer, conducido a Inglaterra para ser juzgado porque, al parecer, había matado a un juez y ello impedía el juicio en Ceilán, y al que pasean a avanzadas horas de la noche con sendos aros de metal en las muñecas pues, ducho en mil fugas, se temía que intentara una más en el limitado espacio del navío. El señor Giggs, oficial británico de alta graduación, que junto al señor Perera, un ignoto y escondido miembro del Departamento de Investigación Criminal de Colombo, escolta al preso para impedir su improbable huída. Sir Hector da Silva, potentado, filántropo, que había hecho fortuna con las joyas, el caucho y el negocio inmobiliario, y que viaja enfermo para ser tratado en Europa de una enfermedad probablemente mortal causada por el mordisco de un perro rabioso, cuyo ataque se debe -supuestamente- a una maldición proferida por un santón del que se había burlado. El médico ayurveda de Moratuwa, que lo atiende con sus pócimas. Larry Daniels, el compacto y musculoso botánico que traba amistad con Mina para así poder acceder a Emily, por la que está “chifladísimo”, y que -una maravilla más en un mundo repleto de ellas- tiene un jardín botánico en la cala del buque. El ya mencionado señor Fonseka, encerrado entre libros, con su cuerda de cáñamo humeante, según la costumbre cingalesa, y el agua del río de su lugar de origen embotellada, en un ejercicio permanente de nostalgia, recitando de memoria con lánguida cadencia fragmentos de sus libros, y que acoge al niño contándole relatos inusuales e interesantes para de repente interrumpir la narración diciéndole que algún día llegaría a descubrir lo que faltaba para concluir aquella historia, en una metáfora perfecta de otro de los aspectos esenciales del libro -lo incompleto, el misterio, lo fragmentario- al que después me referiré. Los miembros de la compañía Jankla, artistas camino de Europa, acróbatas, que hacen teatro en el barco, y su figura principal, Sunil, “el cerebro de Hyderabad”, que se pasea entre el público de los someros espectáculos que se organizan a bordo adivinando datos íntimos de los pasajeros, y que tendrá mucho que ver en el desenlace de algún asunto turbio en la travesía. El señor Gunesekera, el sastre silencioso, que no llega a pronunciar ni una sola palabra en todo el trayecto. La solterona señora Lasqueti, que viaja con sus veinte o treinta palomas enjauladas, que lee de continuo novelas policiacas recostada en una hamaca en la cubierta, tirándolas por la borda cuando se cansa de ellas, y cuyo discreto aspecto físico parece ocultar unos enigmáticos antecedentes, una trayectoria y un pasado misteriosos. La joven Asuntha, la persona aparentemente más vulnerable del barco, menuda y silenciosa, que solo oye por el oído derecho. El barón C. y sus sigilosos robos en las habitaciones, para los que se aprovecha de la delgadez de Mina. El pianista señor Mazappa, de nombre artístico Sunny Meadows, que venera a Jelly Roll Morton, toca con la orquesta del barco y da clases de piano, divirtiendo a los niños con letras confusas y a menudo obscenas de canciones de su repertorio. El señor Nevil, desguazador de barcos jubilado que regresa a Inglaterra después de años en Oriente y que había desmantelado barcos por todo el mundo, desde Bangkok hasta Barking. E incluso, no presentes en el trasatlántico, comparecen también -en los recuerdos de Mina-, dos sirvientes de su familia: Narayan, el hombre para todo, y Gurepala, el cocinero siempre acompañado de un coro lunático de perros callejeros, con los que el niño había pasado más tiempo que con su familia. Fueron mis guías esenciales y afectuosos durante aquel período de mi vida todavía amorfo y, en cierta manera, lograron que me hiciera preguntas sobre el mundo al que teóricamente pertenecía. Me abrieron puertas a otro universo distinto. O el padre Barnabus, maestro de escuela primaria que pervive en la memoria de Mina con su larga vara de bambú astillada, pues nunca recurría a las palabras ni a los razonamientos y sí a la incuestionable autoridad del palo.
 
A través del contacto con todos ellos, Mina y sus amigos llegan a entender una cosa pequeña pero importante: que nuestras vidas podían crecer gracias a desconocidos interesantes con quienes nos cruzaríamos sin que se produjera ninguna relación personal. Y aun más, pues, como dice el niño, aquella fue una pequeña lección que aprendí durante el viaje. Lo que de verdad es interesante e importante sucede casi siempre en secreto, en lugares donde no existe poder. Ante la importancia ridícula de los invitados a la mesa del capitán, Mina, sentado en la última mesa del comedor, la más alejada, en el extremo opuesto a la de la autoridad, en “la mesa del gato” en la que, invisibles para todos, están los “don nadie”, Lasqueti, Mazappa, Nevil, los otros dos niños, aprende que serían siempre personas singulares como ellos, en las distintas mesas del gato a lo largo de mi vida, las que conseguirían cambiarme.
 
Y es que, en efecto, los niños crecerán a partir de esas vidas que sólo entrevén de modo fragmentario, en otra de las claves del libro -y antes, claro, de la experiencia infantil del propio autor-: la conciencia del misterio, del enigma que los rodea. Retazos de conversaciones apenas intuidas, escenas inexplicables desde la lógica de los menores, situaciones sólo parcialmente entendidas, la visión fraccionada, y por lo tanto la interpretación parcelada, de la realidad. Nunca estuvimos seguros de qué era lo que presenciábamos, por lo que nuestra cabeza sólo captaba a medias el entramado de las posibilidades adultas. Mina mira, observa, escucha atento y apunta en su cuaderno del colegio las cosas que oye y ve, aunque, como él mismo dice, no sabía si lo que había visto era lo que creía haber visto. Esa perplejidad ante el mundo adulto se revela en otro momento, cuando en la oscuridad nocturna pasan ante sus ojos pistolas y disparos y espías y cadáveres y presos en fuga y cuerpos al agua: ¿Fui testigo de algo más por debajo de la superficie de lo que había sucedido aquella noche? ¿Era todo parte de la imaginación desbordante de un niño? Para acabar concluyendo: de jovencitos, durante aquel viaje a Inglaterra, cuando mirábamos a un mar que parecía no contener nada, nos imaginábamos complicados argumentos e historias sobre nosotros mismos.
 
La narración, centrada mayoritariamente en la descripción del viaje, se mueve sin embargo en todas direcciones, y da vueltas atrás y adelante; nos desplazamos al futuro -el presente del escritor que cuenta la historia- en el que vuelven a reaparecer algunos de los viajeros, de los que conoceremos su evolución y su destino, y volvemos al pasado, al recuerdo de la infancia que se deja atrás. Y constantemente afloran -en la otra gran vertiente del libro, la interior, la que da cuenta de la evolución de la personalidad del niño- las reflexiones del Ondaatje adulto que revisa retrospectivamente las imágenes de su memoria, sopesando la importancia -ahora lo sabe- que para él tuvo aquel viaje iniciático: Con el paso de los años, fragmentos confusos, rincones perdidos de historias adquieren un significado más claro si se ven con una nueva luz, en un sitio distinto. Para concluir: Algunas veces descubrimos durante la juventud nuestro yo más verdadero e íntimo. Reconocemos algo que, si bien en un principio es pequeño en nuestro interior, determinará, a la larga, nuestra transformación. Trato ahora de imaginarme quién era aquel chico que había subido al barco. Quizás ni siquiera existía una conciencia del yo en la inmovilidad nerviosa de aquel saltamontes joven o grillo pequeño en la estrecha litera, como si lo hubieran introducido de contrabando en el futuro, sin comerlo ni beberlo. O también, ¿Quién era yo por aquel entonces? No recuerdo ninguna imagen exterior y, en consecuencia, carezco de percepción de mí mismo.
 
En definitiva, un gran libro, este El viaje de Mina de Michael Ondaatje que publica Alfaguara. Si os decidís a leerlo os procurará unas cuantas horas de placer y emoción, os conmoverá y os hará pensar. Os dejo como complemento musical a mi reseña, y como no puede ser menos, con una pieza de Jerry Roll Morton, citada en la novela, The crave.
 
En la hora que precedía al amanecer, cuando nos levantábamos para deambular por lo que daba la sensación de ser un buque desierto, los salones -tan oscuros como cavernas- olían a los cigarrillos de la noche anterior, y Ramahdin, Cassius y yo habíamos convertido ya la silenciosa biblioteca en un caos de carritos en movimiento. Una mañana nos encontramos de pronto a una joven patinadora que daba vueltas velozmente por todo el perímetro de la cubierta superior, con suelo de madera. Por lo que parece, se levantaba incluso antes que nosotros. No dio la menor señal de advertir nuestra presencia mientras patinaba cada vez a mayor velocidad, con fluidas zancadas, poniendo a prueba su equilibrio. En uno de los giros, al calcular mal el salto necesario para superar unos cables, se estrelló contra la barandilla de popa y cayó al suelo. Al levantarse, miró la sangre que le brotaba de un corte en la rodilla y siguió, después de comprobar la hora en su reloj de pulsera. Supimos que se trataba de una australiana, y quedamos fascinados. Nunca habíamos sido testigos de tan notable determinación. Ninguna de las mujeres de nuestra familia se comportaba así. Más tarde la reconocimos en la piscina, su velocidad convertida en cortina de agua. No nos hubiera sorprendido verla saltar por la borda para nadar junto al Oronsay durante veinte minutos manteniendo su mismo ritmo.
 
En consecuencia empezamos a levantarnos incluso antes para presenciar sus veloces cincuenta o sesenta vueltas. Cuando terminaba se quitaba los patines y caminaba agotada, sudando, pero vestida de pies a cabeza, camino de la ducha al aire libre. Se colocaba bajo el chorro que la empapaba, y agitaba los cabellos en una dirección, luego en otra, como un animal que estuviera vestido. Era una nueva especie de belleza. Cuando se marchaba seguíamos sus huellas, que ya se iban evaporando con la nueva luz del sol a medida que nos acercábamos.

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