Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de marzo de 2016

JESSIE BURTON. LA CASA DE LAS MINIATURAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a una nueva emisión de Todos los libros un libro, que como cada semana os ofrece una recomendación de lectura que elegimos con criterios de calidad e interés. En esta ocasión mi consejo se centra en un libro que ha tenido una extraordinaria repercusión tanto de lectores como de crítica, contando a estas alturas, algo más de un año después de su presentación en Inglaterra, con cientos de miles de ejemplares vendidos, decenas de traducciones y numerosos premios -el prestigioso National Book Award entre otros-, y ello pese a tratarse de una primera novela, el debut literario de su autora, la inicialmente actriz teatral pero en la actualidad entregada en cuerpo y alma a la literatura Jessie Burton que, paradójicamente, vio rechazado una y otra vez su original por los editores hasta su deslumbrante “descubrimiento” final. En traducción de Carlos Mayor, la casi siempre acertada editorial Salamandra publicó en España el mayo pasado La casa de las miniaturas, que ese es el título de la fulgurante y exitosa aparición literaria de la joven británica.
 
El libro se fundamenta en una base real, un personaje y un contexto que “irrumpieron” por casualidad en la vida de la escritora en un corto viaje de esta a Ámsterdam. Allí, en las salas del Rijksmuseum, Jessie Burton pudo contemplar la primorosa casa de muñecas que había pertenecido a Petronella Oortman, una mujer holandesa del XVII, casada con un rico comerciante local. Encandilada por el mueble -un regalo, un símbolo de estatus, muy común en la época, hecho por el marido, Johannes Brandt, a su esposa; una pieza artística muy sutil y refinada que reproducía hasta el mínimo detalle las características de la vivienda real (los bordados de los cojines, las filigranas de los azulejos, la pátina de antigüedad de los cuadros, el brillo metálico de la cubertería, la blancura inmaculada de los manteles, la pulida curva de los melodiosos laúdes, incluso las manchas del pelaje de los animales de compañía), una colosal labor de artesanía que llegaba a implicar en su fabricación hasta a ochocientos trabajadores y que alcanzaba, en ocasiones, el mismo precio que la casa a la que replicaba en miniatura-, la autora comenzó a indagar en la vida de su propietaria y llevada por su al parecer fecunda imaginación (aquí no hay nada más fabuloso que la verdad, se dice en un momento de la obra), por un riguroso trabajo de documentación y por sus indudables condiciones como escritora, dar vida a una historia que, con un tenue fondo de intriga y misterio que aporta la propia existencia de la casa de juguete, se adentra en las interioridades del alma de sus personajes -sobre todo de Petronella, Nella, su protagonista- y dibuja un impresionante y muy fidedigno panorama de la Ámsterdam de finales del siglo XVII.
 
Petronella Oortman es una chica de dieciocho años a la que vemos al inicio de la novela llegando a Ámsterdam desde su pequeño pueblo de Assendelft, del que hasta ese momento nunca se había alejado. Dada en matrimonio a un hombre mucho mayor que ella (¡Treinta y nueve años, más viejo que Matusalén!) en una decisión de conveniencia de su familia, la joven se presenta, en octubre de 1686, desconcertada y bastante perdida, con la sola compañía de su periquito Peebo, único vínculo que la conecta a la existencia que acaba de dejar atrás, en el domicilio del que ya es su marido, al que sólo ha podido ver fugazmente en una ocasión antes de la boda y ninguna más tras ella, hace ya algunas semanas. En la casa se encuentra un ambiente de indiferencia e incluso, a veces, de aparente hostilidad, con un Johannes a menudo ausente y casi siempre esquivo, convertida en una sombra errabunda en ese espacio oscuro y misterioso regido por Marin Brandt, su cuñada, una mujer soltera algo arisca y desagradable, de difícil acceso y evidente antipatía -una creación literaria, poderosísima y llena de matices, que recuerda inevitablemente a la áspera ama de llaves de Rebeca, la obra de Daphne du Maurier que la maestría de Alfred Hitchcock convirtió en un clásico, una referencia que Burton confiesa abiertamente. En su nuevo hogar, decepcionada y solitaria, pesarosa y melancólica, y ante el distanciamiento que le evidencian los hermanos, Nella sólo encuentra compañía en Otto y Cornelia, los criados de los Brandt, un joven negro el primero, relativamente liberado de su esclavitud por su amo para ocuparse de las tareas de la casa, y una pizpireta y desenvuelta chica la segunda, que conoce los secretos de la mansión familiar y acepta compartirlos tímidamente con su joven señora.
 
El tedio y la desesperanza que asaltan a la muchacha ante la perspectiva de una existencia para siempre condenada a la triste reclusión en la fría celda de su por otro lado no consumada vida conyugal, se ven paliados en parte cuando Johannes, el arriscado mercader, próspero comerciante, aventurado marino, destacado miembro de la VOC, la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, y evasivo aunque cariñoso marido -junto a otros rasgos distintivos que no puedo revelar sin desentrañar aspectos relevantes de la novela que debe el lector descubrir por sí mismo-, regala a su jovencísima esposa una réplica en miniatura de su propia casa señorial, que como ya he avanzado reproduce fielmente hasta el más insignificante de los pormenores de la residencia verdadera en la que la chica consume sus días. La llegada del “juguete” a su vida cambia la existencia de Nella, que se “entrega” a su nueva y casi única distracción, poniéndose en contacto con una misteriosa miniaturista, con la que, sin embargo, nunca llega a hablar, y a la que solicita de continuo nuevas piezas para completar la decoración de su inopinado y absorbente pasatiempo. Pero sus encargos a la minuciosa artesana se ven pronto desbordados por sucesivos envíos de muebles, objetos, figuritas varias para el mínimo habitáculo, que de manera no pretendida empiezan a llegar a la casa. Piezas todas compuestas con la delicadeza, el virtuosismo y la precisión habituales en su creadora pero que incorporan, además, una condición algo enigmática: los objetos recibidos por Nella parecen adentrarse en los secretos de la indescifrable vida familiar y predecir, con exactitud sorprendente por su carácter anticipatorio (estas figuras... ¿son ecos o presagios?), el futuro de los acontecimientos en que la propia Nella, su marido, su cuñada o los restantes habitantes de la casa se van a ver envueltos.
 
Pero no es la leve intriga que aporta este artificio que la autora introduce en la trama novelesca el elemento más destacado del libro, sino que mientras la “acción” se desarrolla con el telón de fondo de los cambios que “provoca” la singular miniatura, es la densa atmósfera que se vive en la casa y, más en particular, la rica e intensa intimidad de sus habitantes lo que deslumbra en el excelente relato de Jessie Burton. Todos los personajes aparecen dibujados con rigor y profundidad, con hondura e infrecuente capacidad de penetración. En primer lugar y por encima de los demás Nella, apenas una niña al comienzo de la obra pero que irá evolucionando desde ese su casi infantil desconcierto inicial (en Ámsterdam es una marioneta, dice de sí misma en tercera persona, un recipiente en el que los demás vierten sus palabras) hasta ir conformando una personalidad fuerte, decidida, valiente, que se atreve a desafiar las convenciones del opresivo ambiente de la casa de los Brandt, romper las barreras que impone su aparentemente desapegada cuñada, ganarse la confianza de los sirvientes, hacerse un sitio en la muy masculina y cerrada sociedad de la Curva de Oro del Herengracht, el núcleo de poder de la obscenamente opulenta Ámsterdam de la época, y, sobre todo, establecer un muy sincero vínculo de afecto con su esposo en su imposible matrimonio (no se ha casado con un hombre, piensa Nella, sino con un mundo). Y también es muy vigoroso el retrato de éste, un Johannes independiente, atrevido, enérgico, fuerte y atractivo, valeroso y desafiante luchador contra las crueles convenciones de su intransigente núcleo social, y a la vez un ser sensible, comprensivo, cariñoso, en el fondo frágil y afligido (¿Dónde está tu hogar?, le pregunta Petronella. No lo sé, contesta. Donde haya consuelo. Y eso es difícil de encontrar), atormentado por un inconmensurable secreto que lo convierte en una muy singular excepción entre sus conciudadanos, un secreto que condenará amargamente su vida. Igualmente, la figura de Marin, con sus reservas, su doble vida, su coraza exterior, inflexible y hasta cruel, y sus emociones íntimas, sus sentimientos siempre ocultos, una mujer compleja, ilustrada y lectora, soñadora y enamorada, bajo una apariencia de severa frialdad, austeridad puritana y desagradable desapego. También otras figuras menores, como la fantasmal miniaturista (Ella mueve los hilos y yo no logro ver las consecuencias, dice Nella), la criada Cornelia, el matrimonio Meermans -sobre todo la esposa, la retorcida Agnes-, el atribulado Otto, Jack Philips, ese muchacho grotesco, conforman un elenco muy bien dibujado, del que se muestran sus sentimientos y sus emociones, sus deseos y sus pasiones, sus amores y sus escondidos impulsos sexuales, sus tribulaciones, sus secretos y sus tormentas interiores, incluso las facetas más recónditas de sus almas, en una novela en la que las mujeres, su pensamiento y su sensibilidad, su conciencia y su personalidad, desempeñan un papel principal.
 
Por último, más allá del interés que suscitan el tenue enigma que plantea la trama y la excepcional descripción de la intimidad de sus personajes, en La casa de las miniaturas resulta sobresaliente la “ambientación”, podríamos decir, la formidable plasmación de la vida -en todos sus extremos, los más mínimos detalles de la vida cotidiana y también el complejo juego de intereses, las fuerzas políticas, religiosas, económicas, morales que mueven sus turbulentos días- de esa edad de oro del Ámsterdam de mayor esplendor de la historia. Los ropajes de los personajes, la delicada perfección de las piezas de la casa en miniatura, trasunto de la belleza de la vivienda real, la suntuosidad de las vajillas y cristalerías, los abigarrados interiores y el recargado mobiliario, la austera y sin embargo cálida decoración de las tabernas, los tejados de terracota de las casas, de un color casi bermellón en los días radiantes, las calles oscuras en las frías madrugadas, la heladora inmensidad, el sobrecogedor vacío de las iglesias protestantes que condenan a una suerte de nulidad existencial a quienes atraviesan sus inquietantes naves, el hedor de las aguas casi estancadas de los canales, las barcazas amarradas a los muelles, mecidas suavemente por unas aguas putrefactas, los olores de las mercaderías, los escaparates que ofrecen mayólica italiana, tafetán español, porcelana de Nuremberg, lino de Haarlem, los almacenes de tabaco y seda, de café y especias, de azúcar y canela, la exuberancia de las reuniones de comerciantes y burgueses, todos esos pormenores de la existencia de la época -que nos remiten, por su representación precisa y muy verosímil, a los mejores logros de la pintura flamenca- constituyen un excepcional telón de fondo sobre el que aparece, también magníficamente recogido, el juego de contrastes, el dualismo moral que impregna la sociedad holandesa del XVII. Así, la opulencia y la podredumbre; la rígida austeridad del calvinismo, puritano y represor, y la desbordante riqueza, lujuriosa y excesiva, que aportaban las exóticas mercancías que llegaban de las Indias; el ansia de descubrimientos, el afán por extender el mundo, la progresiva racionalización del pensamiento y, a la vez la férrea distinción de clases, los prejuicios racistas y el visceral rechazo de la homosexualidad, el muy secundario papel al que se condenaba a la mujer, el fanatismo religioso, el omnímodo poder del dinero, son algunos de los grandes temas del libro -tan vigentes en la actualidad la mayoría de ellos- que puede ser calificado por ello, en una categorización que por desgracia hoy día resulta algo imprecisa, de novela histórica.
 
En fin, no hay tiempo para más. Espero que disfrutéis de esta extraordinaria La casa de las miniaturas, de Jessie Burton. Os dejo, como complemento musical a mi comentario, con Windeken, una pieza del holandés Joachim van den Hove, un célebre compositor e intérprete de laúd -instrumento que toca la propia Nella- solo unas décadas anterior a la época en la que se desarrolla la novela. Anthony Bayles es su intérprete actual.
 
 
La Iglesia Vieja, Ámsterdam. Martes 14 de enero de 1687
 
El entierro debería haber sido una ceremonia íntima, ya que la difunta no tenía amigos. Sin embargo, en Ámsterdam las palabras son como el agua, inundan los oídos y ceden paso a la podredumbre, de modo que el rincón oriental de la iglesia está abarrotado. La mujer presencia la escena desde una silla del coro, sin que nadie la vea, mientras los miembros de los gremios y sus esposas se acercan a la tumba abierta como hormigas atraídas por la miel. Al poco rato aparecen los empleados de la VOC y los capitanes de navío, las regentas, los reposteros... y él, ataviado con el mismo sombrero de ala ancha. Intenta compadecerse de él. La compasión, a diferencia del odio, puede guardarse en un rinconcito y olvidarse.
 
El techo policromado de la iglesia (lo único que no demolieron los reformistas) pende sobre sus cabezas como el casco de un espléndido buque volcado. Es un espejo del alma de la ciudad; pintados en sus viejas vigas, Jesucristo en majestad sostiene la espada y el lirio, un barco de carga dorado rompe el oleaje, la Virgen descansa en una media luna. La mujer levanta la vieja misericordia de la silla contigua y sus dedos revolotean sobre la imagen proverbial tallada en la madera. El relieve representa a un hombre que caga una bolsa de monedas con una mueca de dolor. «¿Qué ha cambiado?», se pregunta la mujer.
 
Alguna cosa.
 
Hasta los muertos han hecho acto de presencia, bajo losas que ocultan cuerpo sobre cuerpo, huesos sobre polvo, todo amontonado bajo los pies de los asistentes al entierro. El suelo esconde mandíbulas de mujeres, la pelvis de un mercader, las costillas huecas de un noble entrado en carnes. Allí abajo hay cadáveres pequeñitos, algunos del tamaño de una hogaza de pan. Observa que los presentes apartan la mirada de esa tristeza condensada, evitan pisar todas las losas diminutas que ven, y lo comprende perfectamente.
 
En el centro de la muchedumbre, la mujer divisa lo que buscaba. La muchacha parece exhausta, desconsolada, ahí al borde del agujero. Apenas se fija en los ciudadanos que han acudido por curiosidad. El féretro empieza a avanzar por la nave; sus portadores lo mantienen en equilibrio sobre los hombros como si fuera la funda de un laúd. A juzgar por su gesto, podría pensarse que algunos de ellos tienen sus reservas sobre este entierro. «Será cosa de Pellicorne», supone. El mismo veneno de siempre inoculado por el oído.
 
Por lo general, las procesiones de este tipo siguen un orden estricto, con los burgomaestres a la cabeza y la gente de a pie detrás, pero hoy nadie se ha molestado. La mujer supone que jamás ha habido un cadáver así en ninguna de las casas del Señor de los confines de la ciudad, y disfruta de esa condición peculiar y desafiante. Fundada sobre la base del riesgo, Ámsterdam reclama ahora seguridad, un paso ordenado por la vida, salvaguardando el bienestar que el dinero otorga con una mansa obediencia. «Tendría que haberme ido antes de que llegara este día —piensa—. La muerte se ha acercado demasiado.» El círculo se deshace al abrirse paso los hombres que portan el féretro. Cuando lo bajan al hoyo, sin ceremonia, la muchacha se aproxima. Deja caer un ramillete de flores en la oscuridad, y un estornino bate las alas y asciende por la pared encalada de la iglesia. Se vuelven algunas cabezas, distraídas, pero ella no se inmuta, y tampoco la mujer del coro: ambas observan el arco de pétalos mientras Pellicorne entona su última plegaria.
 
Los portadores del féretro colocan la nueva losa en su sitio y una criada se arrodilla junto a las tinieblas que están a punto de desaparecer. Empieza a sollozar y, cuando la muchacha exhausta no hace nada para poner coto a esas lágrimas, hay quien detecta y desaprueba tal falta de dignidad y de orden. Dos mujeres vestidas de seda hablan entre susurros cerca del coro.
 
—Estamos aquí precisamente por comportamientos como ése —murmura una.
 
—Si actúan así en público, de puertas adentro deben de ser como animales salvajes —responde su amiga.
 
—Cierto. Pero ¿qué no daría yo por verlo por un agujerito? Ay.
 
Las comadres contienen la risa y, en el coro, la mujer se da cuenta de que los nudillos se le han puesto blancos de agarrar con tanta fuerza la misericordia con su moraleja tallada.
 
Una vez sellado de nuevo el suelo de la iglesia, el círculo se dispersa por completo. Los muertos están a raya. La muchacha, como una santa caída de una vidriera de la iglesia, saluda a los hipócritas que han acudido sin invitación y que emprenden su cháchara mientras salen hacia las tortuosas calles de la ciudad. Los siguen al fin la joven y su criada, que avanzan en silencio por la nave, agarradas del brazo, hasta llegar al exterior. La mayor parte de los hombres regresará a sus escritorios y sus mostradores, porque mantener Ámsterdam a flote requiere un trabajo constante. «El esfuerzo nos dio la gloria —suele decirse—, pero la indolencia nos hundirá en el mar.» Y últimamente las aguas parecen acercarse mucho.
 
Vacía ya la iglesia, la mujer sale del coro. Aprieta el paso, pues no quiere que la descubran.
 
—Las cosas pueden cambiar —dice, y su voz retumba en las paredes.
 
Cuando encuentra la losa recién colocada comprueba que se ha hecho a toda prisa. El granito está todavía algo más caliente que el de las demás tumbas; aún hay polvo en las palabras cinceladas. Que todo lo sucedido sea realidad resulta increíble.
 
Se arrodilla y mete la mano en el bolsillo para concluir su labor. Ésta es su plegaria, una casa en miniatura tan pequeña que cabe en la palma de la mano, nueve habitaciones y cinco figuras humanas talladas en su interior, un trabajo delicadísimo, tallado en una carrera contra el tiempo. Deposita la ofrenda con delicadeza en el lugar que desde el principio le había atribuido, bendiciendo el frío granito con dedos curtidos.
 
Luego abre la puerta de la iglesia y busca instintivamente el sombrero de ala ancha, la capa de Pellicorne, a las mujeres vestidas de seda. Todos han desaparecido y podría encontrarse a solas en el mundo si no fuera por el ruido del estornino atrapado. Tiene que marcharse ya, pero por un instante deja la puerta abierta para el pájaro, que, pese a detectar su esfuerzo, revolotea hasta detrás del púlpito.
 
Cierra entonces la puerta y da la espalda al fresco interior para volverse hacia el sol, que recorre los canales concéntricos en dirección al mar. «Estornino —piensa—, si crees que en este edificio estás a salvo, no seré yo quien te libere.»


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