Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de noviembre de 2016

ANTONIO SOLER. UNA HISTORIA VIOLENTA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. El espacio que cada miércoles dedica Radio Universidad de Salamanca a los consejos de lectura se ocupa hoy de Antonio Soler, un escritor que inexplicablemente no había aparecido en nuestro programa cuando ya llevamos cerca de trescientas emisiones en antena, con otros tantos libros y autores presentados. Y resulta difícil de entender el hecho porque Soler es uno de mis escritores españoles favoritos, al que sigo desde que en los primeros años noventa comenzó a publicar sus novelas. Recuerdo ahora, especialmente, y recomiendo también con énfasis, Las bailarinas muertas, que fue Premio Herralde y Premio de la Crítica en los años 96 y 97, respectivamente, El nombre que ahora digo, también premiada, con el Primavera, en 1999, El camino de los ingleses, que obtuvo el Nadal en 2004, y algunas más no tan vivas en mi memoria. En todas ellas se reiteran los elementos clave de su universo estilístico y temático: la intensa visión subjetiva, la recreación del mundo de la infancia, los recuerdos de su Málaga natal, la imposibilidad de asir una realidad que nos desborda, los sueños siempre rotos, el inflexible destino que reparte sus cartas y contra el que es difícil luchar, el fracaso, la emoción, la ternura, la sensibilidad...

La mayor parte de estos motivos vuelven a aparecer, aunque con matices que la singularizan, en su penúltima novela cuya lectura quiero proponeros esta tarde. Se trata de Una historia violenta, y la publicó la espléndida Editorial Galaxia Gutemberg, con sus libros tan bien editados, muy atractivos como meros objetos, el pasado 2013. Aprovecho para recomendaros también su última obra, una novela histórica, bastante alejada de esos planteamientos definitorios de la literatura de Soler que acabo de resaltaros -aunque quizá no tanto-, que con el título de Apóstoles y asesinos, recrea -con una exhaustiva labor de documentación detrás (el autor confiesa haber trabajado en ella desde hace años)- la convulsa situación que padeció la Barcelona de los años veinte del pasado siglo -en algunos aspectos, y descontada la violencia sanguinaria, con ciertas concomitancias con la Cataluña actual-, a partir de la figura de El Noi del Sucre, el carismático líder anarquista. El libro, de lectura imprescindible no solo para profesores e interesados en la Historia, sino para cualquier persona con inquietudes intelectuales, ansia de conocimiento y pasión por la literatura, lo edita también Galaxia Gutemberg.

La trama argumental de Una historia violenta es prácticamente inexistente. En un verano de los últimos años sesenta en Málaga, un niño cuenta en primera persona su vivencia de aquellos días, que percibe brumosos e incomprensibles para una conciencia aún casi infantil que intenta vanamente entender la realidad que le rodea. El niño -con muchos componentes autobiográficos declarados por el propio autor- pasa los días estivales jugando en las calles con sus amigos Mauri y Ernestito Galiana, observando a los adultos, a sus propios padres, a la madre de Mauri, a Don Guillermo y Doña Julia, progenitores de Ernestito, a Tusa, la misteriosa y atractiva tía de este último... La acción -en puridad no hay acción- no parece avanzar, se suceden las jornadas en las que no ocurre nada relevante, nada a destacar: pasan los días, los niños se entretienen en las casas de los amigos, hacen excursiones a la playa, recorren los descampados cercanos. Todo se desarrolla con la normalidad de esos primeros años de la vida, se afianzan amistades, aparece el primer despertar sexual, se manifiestan algunas tensiones, algunas peleas habituales en la niñez, los chicos curiosean en el mundo adulto, intentan descifrar los secretos familiares, se inquietan o se sienten atraídos -a menudo ambas cosas a la vez- por los aspectos oscuros de las vidas de sus mayores. Pero en ese mundo previsible y ordenado, y contra el tópico de la infancia feliz, todo son miedos y dudas e inseguridades, la atmósfera es de insatisfacción, algo desasosegante, hay pequeños detalles tenuemente ominosos, acontecimientos nimios que esconden una cierta tensión, atisbos de una violencia larvada que parece apuntar -pero todo es muy sutil, nada directo, meros rastros imprecisos, hábilmente dosificados por el autor, en una novela que el fallecido profesor Senabre calificó de elusiva- a un trágico fin de la edad de la inocencia.

El narrador vive en un barrio de clase media baja, con la calle Lanuza, su límite, operando como difusa frontera entre dos mundos; por un lado, la zona de los Pabellones militares (Había vecinos con bastón, vecinos con enfermedades, trabajos y motocicletas -uno con un piano-, vecinos con hijos mayores que trabajaban en talleres o cada tanto aparecían vestidos de soldados. Una nebulosa que a nadie interesaba), un universo de prosperidad y bienestar al que también apuntaba la casa familiar de Ernestito Galiana (una gran joroba blanca y esplendorosa que le salía a la calle. Alta y robusta -silenciosa, satisfecha-, con sus dibujos de yeso dividiendo horizontalmente la fachada en dos y enmarcando las ventanas con aquellas molduras que al principio del verano un hombre famélico y pequeño, subido a una escalera bamboleante, pintaba de color azul), y más allá de la calle los bloques, en los que vivían niños que sabían cómo y cuándo debían decir palabras como picha, cagón, mierda y puta, y las decían sin reírse, metidas con decisión entre otras palabras, verdaderamente irritados. Escupían lejos y te miraban muy fijo a los ojos y con la cara torcida, como si no oyeran bien, esperando que repitieras lo que habías dicho. Llevaban navaja en el bolsillo de atrás. Y ello marca el contraste con los tres amigos: Ernestito, Mauri y yo éramos niños que no apedreábamos cristales, no tocábamos los timbres de las casas, no huíamos de las personas mayores en desbandada después de regarlas con agua ni robábamos en el quiosco de Fortes. Y así, creciendo entre los dos territorios, el narrador constata cuál es la deprimente realidad de su familia (Maridos, casas con ventanas umbrías, toses de enfermo al final de un pasillo estrecho. Ruidos y voces calladas que se oyen en medio de la noche, quejidos. Hombres sin afeitar que hablaban poco. Jaulas colgadas en las paredes de las terrazas donde revoloteaban unos pájaros tiñosos, tórtolas casi tan grandes como la propia jaula y que repetían siempre el mismo canto, corto y absurdo) y va siendo consciente de la injusta desigualdad entre ambos mundos y del desfavorable papel, confrontado con la estable felicidad de Ernestito, que le ha tocado en el reparto que la existencia ha llevado a cabo.

La novela está surcada por infinidad de apuntes de esta desequilibrada dualidad que será determinante en el paso del chico a la edad adulta y en la conformación de su personalidad; un dualismo que, a la postre, contiene en sí el germen de la violencia a la que alude el título del libro. Me tocaba sufrir, había caído en el lado de sombra de la vida y eso ya no tenía remedio ni había marcha atrás; Pertenecíamos al bando del infortunio; Me dedicaría a patalear inútilmente el resto de mi vida; La vida era un perro callejero que se pegaba al costado de cualquiera.

Estas son algunas de las intuiciones del niño -ya se ha dicho que en su discurso no hay afirmaciones categóricas, ni énfasis, ni subrayados, sólo impresiones, pálpitos, evanescentes atisbos de una realidad imprecisa que constantemente se le muestra al chico difuminada y se le aleja luego rodeada de ambigüedad- reflejadas sobre todo en la comparación entre su humilde existencia y la muy desahogada de Ernestito Galiana: el contraste entre Don Guillermo “el imprescindible”, el padre de su amigo, cuya sola presencia te hacía creer que una vida mejor era posible, y el padre del propio narrador, que le hacía sentir todo lo contrario. La presencia de mi padre, dice, te hacía ponerte en guardia. Te hacía pensar que de pronto podías perder fondo, que el suelo que pisabas podía convertirse en arenas movedizas y tragarte, engullirte en cualquier momento, y cuando asomaras la cabeza, si es que conseguías hacerlo, todo hubiese cambiado y nada fuese como antes. Y también: Y sentía miedo al verlo. Recelo, desconfianza. Los sentimientos que provoca un invasor. Alguien que pasaba casi todo el tiempo fuera y que de pronto aparecía por allí y se desenvolvía como el dueño absoluto de todo. (...) Yo sabía que en casa de Ernestito nada cambiaba cuando llegaba don Guillermo. Todo seguía igual. Al revés, todo se afianzaba. Todo se confirmaba.

Esas diferencias, tan amargas, afloran también en otras facetas de las relaciones paternofiliales: En aquella época yo sabía ya que don Guillermo, además de leerle a Ernestito algunos pasajes de la Biblia, le contaba casi todos los días cuentos de príncipes y de soldados y de niños embrujados y de perros sabios. Siempre historias diferentes. O no le contaba nada y le dejaba allí aquellos cuentos encuadernados con todos los colores del arcoíris que yo veía apilados en el dormitorio de Ernestito. Esparcidos sobre la cama o colocados pulcramente en su estantería. Don Guillermo le llevaba a su hijo aquellos cuentos con láminas de colores y mi padre me traía a mí palitos afilados del puerto. Palos torneados, con sus nudos y su olor a verdura algo descompuesta que él sacaba del bolsillo de la chaqueta, con briznas de tabaco, con monedas que parecían valer menos de lo que en realidad valían.

Y también los significativos -y dolorosos para nuestro protagonista- usos del lenguaje en uno y otro lado de la sutil “frontera” se revelan pronto como una barrera que acabará resultando infranqueable: La palabra educación era la palabra que más se usaba en la casa de la familia Galiana. Y eso, en la calle Lanuza, en aquel tiempo, era tan insólito como si toda la familia Galiana hubiera ido vestida de esquimal. O más nítidamente: La familia Galiana empleaba el verbo ocurrir y el verbo suceder. Mi padre, en caso de que hubiera pasado por allí y se hubiera decidido a acabar de modo tan rápido con esa pelea, nunca habría dicho «Qué ha ocurrido» ni menos aún «Qué ha sucedido». No. Seguramente me habría zarandeado y me habría enviado para mi casa con un grito o señalando la puerta con la nariz se habría limitado a decir, «Venga». Y si en algún momento, improbable, hubiera sentido algún tipo de curiosidad por el motivo de Ia pelea nunca habría empleado esas palabras. Los verbos que usaba la familia Galiana. «Qué ha pasado» era lo más que mi padre, con desgana, habría alcanzado a decir. O, «Qué puñeta ha pasado aquí». O, «Qué bicho te ha picado». Pero don Guillermo no era mi padre ni se parecía a él en nada. Ni siquiera parecían de razas diferentes, sino de especies distintas, de planetas distintos. O esta otra realidad, el modo de saludar de Don Guillermo, también aparentemente trivial pero vivida aún con más dramatismo por el muchacho: al oír aquella voz, al oír aquellas palabras, «Buenas tardes», tú sabías que lo que en realidad estaban diciendo esas palabras era, «Descansa, yo estoy aquí», «Duerme, reposa, abandónate. Soy el padre, ya estoy aquí». Saber eso, ser consciente de esa diferencia -aunque fuese muy en lo hondo de mí, aunque apenas fuese una luz ridícula, la estrella más pequeña que brilla en el cielo-, me producía tristeza, o ahogo, o más miedo. Saber que las cosas en otra parte eran distintas, mejores. No en las películas ni en los países que había al otro lado del planeta, no en los dibujos que había en los libros del colegio con un padre con gafas y un niño eternamente sonriente, sino allí, al lado de tu casa. Justo al lado de tu casa. A sólo quince o veinte pasos de la puerta de tu casa.

Otro de los interesantes logros de Una historia violenta es el excelente dibujo de los personajes: el narrador, sensible y desconcertado; el inquietante Ernestito, con sus bizqueos y su cabeza torcida, encerrando bajo su educación de “niño bien” algún desequilibrio, algo dispar, tal vez roto, descuadrado; Mauri, desarraigado y solitario, el sempiterno cigarrillo en la boca, quemando hormigas por placer, escupiendo como los adultos para marcar su distancia con su triste realidad, con su triste infancia; la Popi, la amiga del Mauri, que aún muy joven sabía ya, sin embargo, que ella y su vida iban a ser puro saldo.

Y por encima de todos ellos, a mi juicio, los profundos -pese a estar hechos, salvo excepciones, de meros retazos, de alusiones indirectas- retratos de los cinco “secundarios principales”, valga el oxímoron: los respectivos padres del personaje principal y de Ernestito, y la tía de este, Tusa. El padre del narrador, ausente, silencioso, enigmático, contándole al niño, una y otra vez, el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones (pensé que lo que mi padre hacía no era otra cosa que contarme su propia historia. Sólo que entonces yo no atinaba a saber si la historia de mi padre era la del jefe de los cuarenta ladrones o la del leñador Alí Babá. O tal vez, simplemente, la de uno de aquellos cuarenta ladrones anónimos que se escondían en el interior de las tinajas. Ése era el gran misterio); el padre, con su pasado -una incierta mención a la guerra- o sus trabajos misteriosos, camionero de difusas labores (Mi padre no era ladrón pero robaba cosas. Seguro que las robaba. Robaba cosas y tenía amigos con chamarras de cuero que iban en motos estruendosas y se reían mirando pasar las mujeres, con el cigarro en la esquina de la boca. Amigos que daban portazos al bajarse del camión y propinaban un golpe con sus monedas en la barra del bar, sin importarles los charcos de agua o de cerveza ni los números pintados con tiza que había allí escritos); el padre, que refleja en ciertos pormenores de su figura la tristeza y la derrota que el hijo anticipa en su propio futuro: sus dientes (Los dientes de mi padre. No se podría decir que los dientes de mi padre fuesen irregulares. Ni que estuvieran salidos, ni mucho menos picados ni del todo amarillos. Los dientes de mi padre eran como mi propio padre. Eran alargados y estaban allí, a punto de ser cualquier cosa. A punto de estropearse o a punto de ser envidiables, pero siempre notándose que se daban con los codos entre ellos, que en verdad no eran perfectos y no querían serlo. Que odiaban cualquier cosa que pudiera ser perfecta o incluso que recordara la perfección. Un ejército bien uniformado pero con el cuello del uniforme desabrochado, sin afeitar, vivo. Eso eran los dientes de mi padre) que, una vez más, el chico percibe en contraste con los de Don Guillermo (Cuando don Guillermo hablaba o sonreía y sacaba los dientes al sol parecía que alguien hubiera subido un telón o enchufado el reflector de una película de presos aficionados a las fugas nocturnas. Aquel muestrario de dientes. Sanos, rectos. La muralla china de los dientes) -aunque la maestría de Soler hace aparecer ambas reflexiones con decenas de páginas entre ellas, de modo que la impresión que la comparación suscita no es directa, frontal, obvia, burda, sino alusiva, velada, más inteligente-; sus zapatos (los zapatos de mi padre transmitían una inconsolable sensación de tristeza) y, de nuevo, los de Don Guillermo que, a diferencia de los otros, nunca podrían haber parecido perros abandonados, radiografías de muertos, cucarachas desmembradas (...) nunca nada que fuera triste y que al mirarlos te dejase abatido, angustiado por algo que no alcanzabas a comprender pero que pesaba sobre ti de un modo rotundo y se quedaba pegado a tu alma, entrando y saliendo, durante el resto del día.

Y la madre, mi madre era la realidad, el fantasma de la madre (En esas ocasiones me encontraba de lleno con su cansancio, con su pelo descuidado y sus ojos un poco hundidos. Podría pensarse que me encontraba con el fantasma de mi propia madre), siempre restregando la ropa en el lavadero, con sus aspiraciones, sus esperanzas, sus ilusiones defraudadas (Su drama, su desgracia. La desgracia de tener unos hijos que no se sabía qué momento la habían defraudado oscuramente. La habíamos engañado, decepcionado o traicionado. Así debía de sentirlo ella. Como todo en su vida. Ésas eran las señales que continuamente emitía), sus lágrimas (Mi madre lloraba encogiendo los hombros muchas veces, como si tiritase, como si en el fondo se estuviera riendo de su propio llanto. Y eso también era peor. La vi, sentada en el borde de la cama, con cuidado de no deshacerla. Una vez la vi allí en completo silencio, quizá después de haber llorado o antes de empezar a llorar. Mirándose los pies muy fijamente. Y otra vez la vi de ese otro modo, con un pañuelo pequeño apretado en una mano y todo su cuerpo temblando por el llanto. Al llorar, mi madre hacía el mismo ruido que el agua en el lavadero, cuando ella o la madre de Mauri dejaban un instante de frotar la ropa y el agua jabonosa chocaba contra las paredes de la pila y se escurría, hacía burbujas y empezaba a irse por el sumidero).

Y el inefable Don Guillermo (cuando uno estaba ante don Guillermo Galiana (...) se sentía bañado por un resplandor pacífico, igual que si le diera en todo el cuerpo el primer sol de la primavera o contemplase su vida de tal modo que hubiera desaparecido de ella todo aquello que uno no quería ver y sólo quedasen las cosas placenteras y soportables), y su mujer, la triste Doña Julia, pese a su feliz bienestar, cuya leve presencia anticipa también, de un modo latente, un vislumbre de drama, de tragedia. Y está Tusa, la lánguida y siempre indolente, la enigmática Tusa (Alrededor de Tusa había misterios, nieblas en las que uno deseaba perderse), que ejerce una fascinación casi febril sobre el amigo de su sobrino Ernestito (Tusa se limitaba a decirme «Lávate las manos». Y eso bastaba para que todos los miedos desaparecieran de un soplo y todos los equilibrios entre la vida y la muerte se resolvieran definitivamente del lado de la vida), despertando los celos de este -callados pero furibundos- en un nuevo ejemplo de la violencia soterrada que impregna la novela.

Además del repetido juego de dualismos y de la copiosa y muy significativa información que transmiten las descripciones de los personajes, en Una historia violenta destaca la construcción de una atmósfera deprimente y opresiva, rezumando tristeza y melancolía, a partir de ciertos recursos estilísticos y “artificios” técnicos, que la maestría de Soler utiliza con brillantez. Así, son frecuentes las reiteraciones, el uso constante -en diversos momentos de la obra- de elementos significativos, con extraordinario valor metafórico, que aparecen y reaparecen en el texto para fijar de modo casi imperceptible en el lector su “mensaje” revelador: el indio con el que juega el niño (Mi indio de la mano en la frente, el que miraba el horizonte, nunca moría. Nunca caía entre los grumos de tierra ni se despeñaba desde lo alto de una maceta. Él y yo estábamos atentos a lo que ocurría a nuestro alrededor, a lo que decían mi madre y la madre de Mauri, a los movimientos de mi hermana y sus amigos, a la gente extraña que asomaba por el comienzo de la calle y al notarse perdida se daba la vuelta), las hediondas patas de gallina que la madre hierve de continuo (Pero sobre todo, por encima de todo, oía los preparativos de la pestilencia, el sonido de la miseria. Ese amargor que me llegaba al paladar nada más oír aquel sonido. Los ruidos que hacía mi madre con una olla pequeña, blanda y abollada antes de meter en ella las patas de pollo y empezar a propalar aquella fetidez. Esa náusea, ese abismo que yo había entrevisto peleando con Ernestito Galiana, esa visión de la que yo pretendía escapar y que mi madre se empeñaba en recordarme una y otra vez. Todo empezaba con un ruido. Incluso si estaba durmiendo, aquel trasteo leve y lejano entraba en el sueño y me despertaba. Una alarma. El sonido blando, pantanoso, las uñas de las patas arañando la olla, las vísceras cayendo en el agua con su chapoteo siniestro. Lo oía. Igual que oye el reo los trabajos del verdugo en la habitación de al lado), los aviones que en sus juegos los chicos ven pasar sobre sus cabezas (Los aviones pueden pasar por el cielo y desaparecer. Con las personas, por lo visto, todo ocurre de modo diferente. Un trazo se amontona sobre otro, lo deriva. Lo impulsa o lo frena. Se enredan. Nadie puede borrar nunca esa pizarra ni deslindar un trazo de otro. Así sucede, aunque nadie lo piense, aunque nadie se decida a decirlo. Cada uno va emborronando lo que puede. A la velocidad que puede), la máquina de picar carne (Durante años, la madre de Mauri me había aterrorizado con su máquina de picar carne. Una extraña trituradora que su marido habría sacado Dios sabía de dónde y en la que su mujer metía toda clase de alimentos antes de atronar con ella su casa y la mía. Cuando era más pequeño, con dos o tres años menos, nada más comenzar a funcionar la máquina, emitiendo aquel ruido, yo comenzaba a llorar. A gritos, despavorido. Todavía, al oír aquel sonido, el estallido permanente del motor eléctrico, aquel zumbido que me perseguía por toda la casa y brotaba de cada rincón como un animal acorralado y furioso, sentía un miedo descontrolado y ganas de llorar. No sabía para qué servía aquel ruido. Ya no lloraba, pero sentía el mismo fuego, el mismo temblor en la boca y en el estómago. La misma alarma recorriendo el interior de mis huesos), las manos (Eran las manos de mi madre. Las manos que veía cada día, un poco hinchadas, con los dedos cortos. Las manos que nunca, teniéndolas delante de los ojos, tocando el pan que yo iba a comer, aplastando, frotando, estirando la ropa en el lavadero, me habían dicho nada y que de pronto habían aparecido dentro de mi cabeza para decirme quién era yo y cuál mi condición), las ratas que afloran en el patio de la casa de los Galiana y cuya presencia será decisiva en el desenlace de la historia, la explosión final que explicará el título del libro y que yo no quiero revelaros (Sólo la expresión de extrañeza, de incredulidad, que uno vio en la cara del otro nos convenció de haber sido testigos de una aparición que venía de debajo del suelo, de las tuberías, de los túneles y pasadizos que existían bajo nuestros pies. Podría decirse que era una aparición que venía de dentro de nosotros mismos. Un monstruo que había salido de nuestro propio cuerpo y que huía para hacer el mal por el mundo. Tal vez).

En fin, ya no hay tiempo para más comentarios. Cierro aquí esta reseña con mi entusiasta recomendación de lectura de Una historia violenta, la penúltima novela de Antonio Soler, aconsejándoos también, con el mismo énfasis apasionado, la de sus otras obras principales, y en particular la postrera, Apóstoles y asesinos. Como correlato musical al clima desesperanzado del libro y en consonancia con la época en la que se desarrolla, os dejo con Penélope, uno de los grandes clásicos, muy triste, de Joan Manuel Serrat, compuesto en 1969.


Mi padre siempre me contaba el cuento de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Una y otra vez. No se si porque no sabía ningún otro cuento o porque a él mismo le gustaba estarse un rato allí acostado en su cama, mirando al techo y hablándome de aquella cueva, las tinajas, el tesoro y los ladrones. Como si todo eso le recordara algo.
Muchas veces, viéndolo allí tumbado, fumando y con la vista perdida en la blancura del techo, pensé que lo que mi padre hacía no era otra cosa que contarme su propia historia.
Sólo que entonces yo no atinaba a saber si la historia de mi padre era la del jefe de los cuarenta ladrones o la del leñador Alí Babá. O tal vez, simplemente, la de uno de aquellos cuarenta ladrones anónimos que se escondían en el interior de las tinajas.
Ése era el gran misterio.
Mi padre se tumbaba en la cama, empezaba a hablar y yo, sentado en el borde del colchón, lo observaba. Lo observaba con atención pero sin escuchar realmente ese cuento que había oído mil veces, «Ábrete, ciérrate, Sésamo».
Observaba sus dientes, observaba los orificios de su nariz, muy grandes y profundos vistos desde ese ángulo. La ceniza cada vez más larga de su cigarrillo y la mirada llena de ensoñación, como cuando miraba el álbum de las fotos viejas y él aparecía allí con una gorra de plato. «En la guerra», susurraba.
Resultaba impensable imaginar al padre de Ernestito en esa postura, repitiendo la misma historia, embelesado en sus fantasías, con los zapatos puestos encima de la cama y persiguiendo con la mirada el humo que se desvanecía al salir de su boca.
Yo me estaba allí, quieto en el borde de la cama, sin escuchar aquel cuento de ladrones, sin ni siquiera oír el murmullo de la voz de mi padre, sólo pensando qué parte de esa historia era la historia de ese hombre que estaba tumbado a mi lado. Ése que todos, incluido yo mismo, decían que era mi padre.
Mi padre no era ladrón pero robaba cosas. Seguro que las robaba. Robaba cosas y tenía amigos con chamarras de cuero que iban en motos estruendosas y se reían mirando pasar las mujeres, con el cigarro en la esquina de la boca. Amigos que daban portazos al bajarse del camión y propinaban un golpe con sus monedas en la barra del bar, sin importarles los charcos de agua o de cerveza ni los números pintados con tiza que había allí escritos.
Esos hombres no te decían «Buenos días» y «Cómo estás», como hacían don Guillermo y todas las personas mayores de su familia, sin importarles que fueras un niño.
Nada de eso.
Los amigos de mi padre ni siquiera se decían buenos días entre ellos. Sólo alzaban las cejas al verse y si acaso decían, «Mira», o, «Qué haces», y nada más, seguían a lo suyo o empezaban a hablar entre ellos como si no hubieran pasado dos o cuatro o nueve días desde la última vez que se habían visto. Alzaban las cejas, despegaban la silla para que el otro se sentara a su lado y empezaban a hablar, seguían con lo que fuera que estaban hablando una semana atrás y eso era todo.
Así que a mí los amigos de mi padre tampoco me decían «Buenos días» ni nada parecido. Realmente casi nunca me decían nada. No parecían verte, ni siquiera te miraban, y aunque te mirasen era como si tampoco te vieran. Daba igual. Veían el mueble que había detrás de ti, la gente que cruzaba por la calle, la ventana, lo que fuera, pero no a ti. Ni a ti ni a ningún niño.
Y puede que eso fuera lo mejor, que no te mirasen, que no te vieran y continuasen pensando que no existías. Que no eras otra cosa que un niño.
Porque si reparaban en ti y de pronto se daban cuenta de que eras el hijo de su amigo, si de pronto In relacionaban, inmediatamente te cogían la cabeza y te la sacudían de un lado para otro mientras te decían, «Granuja», o, «Pirata», «Ladrón», o simplemente, «Niño», y te dejaban con el pelo revuelto o, si eran de los que te abarcaban la cabeza entera con la mano y te la movían como una pelota, te quedabas allí unos segundos mareado y viendo el mundo dar bandazos.
O te pellizcaban los carrillos con sus dedos olorosos a tabaco o a pescado o a grasa de motor hasta que se te saltaban las lágrimas y soltaban una carcajada al ver cómo te frotabas las mejillas mientras te decían «Tarzán» y todavía fingían que te lanzaban un puñetazo al vientre o a la cara para acabar de reírse.
Cualquier cosa menos decirte «Buenos días» o «Cómo estás» o algo que a ellos les pudiera sonar a melindre.
Así eran los amigos de mi padre.
Lo que yo no acababa de saber era cómo era él, cómo era mi padre. Ése era el auténtico misterio.

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A pesar de que todas las sensaciones y mis recuerdos me dicen y aseguran que me peleé con Ernestito Galiana en el escalón grande de la calle un día sofocante de verano, sé que mis sensaciones y mis recuerdos me engañan.
Lo sé porque yo sólo empecé a entrar en casa de mi tía Tusa de modo habitual después de la pelea. Sobre todo después de la segunda pelea, si es que puede llamarse así al golpe que Ernestito me dio Inesperadamente en la cabeza con una piedra. Con un trozo de carbón cristalizado. Ya en el colegio, antes de que llegaran las vacaciones, yo pensaba en Tusa, en su espalda, en el olor de los cajones de mis muebles y en su sujetador de color verde esmeralda, de modo que aquella pelea, la primera, la auténtica pelea, tuvo que ser antes del verano. Probablemente en unos días calurosos de abril, en una semana de vacaciones escolares tal vez.
Pensaba en Tusa cuando trazaba la letra ele en la caligrafía. Al completar aquel óvalo alto, elevado, de esa letra me acordaba de ella, sin importar que el nombre de Tusa no contuviera esa letra alargada pero llena, con dos pies que se separaban en el inicio de un silencioso baile. Una letra caminando sigilosamente por el prado blanco de la caligrafía.
Yo hacía unas eles «opulentas». Eso me dijo la señorita Elvira, la profesora.
Sabía vagamente a lo que se refería.
Yo trazaba una elipse voluptuosa, conteniendo la respiración, procurando que el pulso no me fallara en mitad de la letra. Realmente parecía que la estaba dibujando sobre la espalda o el brazo desnudo de Tusa con la yema de mi dedo índice. Eso sentía, con todo el aire de mis pulmones quieto, concentrado en mitad del pecho.
Pensaba en Tusa al escribir la letra ele y pensaba en Tusa cuando la profesora dibujaba en la pizarra el interior de las flores, aquellas líneas que simulaban ser pétalos, pistilos, concavidades blandas, oquedades que la profesora reproducía sombreando de blanco la pizarra. Amapolas o flores que a mí me parecían carnosas y que la maestra dibujaba sin despegar la tiza de la pizarra, hipnotizándonos. Hipnotizándome. Pétalos, hojas, helechos, bulbos, yemas.
También pensaba en Tusa cuando los sábados la señorita Elvira dibujaba la túnica de un apóstol para ilustrar el evangelio de la semana y la rellenaba con tiza de color verde y yo sentía que aquél era el color a través del cual se entraba a su casa, a la casa de Tusa. El color de su puerta, la camisa de ella, las cuentas del collar verde que reposaban sobre su blusa rozándose con los botones, chocando nitre ellas con aquel tintineo tan pacífico de cristales, uñas y canicas. O simplemente pensaba en ella cuando había un silencio en la clase y yo podía imaginar que me encontraba en su casa, viéndola sentada en la mecedora, alzando o sin alzar su brazo.
Mi profesora me tocaba el jersey y parecía que el jersey iba a arder. Parecía que el jersey iba a arder y que ella adivinaría lo que yo estaba pensando, lo que yo sabía, lo que yo hacía y lo que deseaba hacer. Todo lo que tenía almacenado en mi cabeza.
Sumaba doce y doce, doce y seis, dieciocho y seis, veinticuatro y seis y de nuevo doce y doce para borrar las huellas de mi temor, para que mi maestra siguiera aquel rastro falso de números y nunca pudiera llegar al centro de mis pensamientos, a lo que yo sabía o a lo que pensaba.
Sumaba números sin mover los labios, veinticuatro y seis, treinta y veinticuatro, cincuenta y cuatro y seis y de nuevo doce y doce y doce más veinte.
Y la señorita Elvira no adivinaba nada. Pero a pesar de todo parecía que adivinaba y que sabía, que sabía lo que yo sentía al estar sentado al lado de Tusa, lo que en aquellos momentos pensaba, y que también sabía lo de los sujetadores de Tusa, lo de sus cajones y su espalda desnuda y cómo al acostarme yo musitaba debajo de las sábanas, «Tusa», sólo moviendo los labios, sin dejar salir mi voz, sólo un suspiro. «Tusa». Tapado en plena noche o metiendo la cabeza bajo las mantas, sólo la cabeza, a mediodía, cuando salía del colegio y esperaba que mi madre pusiera la comida en la mesa, apoyando la cabeza en el colchón, cerrando los ojos, cubierto por el olor de las sábanas, «Tusa». Me arrodillaba al lado de la cama, levantaba con cuidado aquel entramado de sábanas y colchas y metía muy despacio la cabeza en la penumbra para susurrar el nombre de Tusa.
Era como estar dentro del oído de Tusa. Completamente dentro de ella. Y pensaba que ella, en ese momento, me oía y estiraba sus labios recién pintados de rosa con aquel gesto que era casi una sonrisa.
Eso es lo que yo temía cuando la profesora se acercaba demasiado a mí y me tocaba el jersey, la manga, el brazo, el calor, y me miraba a los ojos, tan de cerca que podía oír los latidos de mi corazón, el zumbido de mis pensamientos.
Con Tusa yo no sentía temor.
Con Tusa yo no temía nada. Ni siquiera el hecho de estar allí callado junto a ella me parecía extraño. Sin decir nada ni buscar ansioso palabras que se negaban a salir de mi cabeza. Con ella era justamente al contrario. Nunca sumé ningún número, nunca borré ninguna huella ni escondí nada.
Al revés.
Con Tusa sucedía justamente lo contrario.
Yo quería que supiera, que adivinase mientras estaba sentada en la mecedora a mi lado, con el brazo alzado, acariciándose la nuca, dejando entrever la pelusa amarillenta, parda, casi verdosa, de su axila y el borde, una línea, la sombra de su sujetador.
Quería que me descubriera, sin el obstáculo de ningún número, de ninguna suma ni de ninguna falsa huella. Que se dirigiera directamente al corazón de mi pensamiento y me mirase fijamente a los ojos. Que fuese ella la que me abriera las puertas de los armarios, sus cajones, metiese una mano entre aquellas prendas mullidas y olorosas, y así, sin apartar los ojos de mí, sacara uno de aquellos sujetadores, el verde oscuro, el rojo sangre, y levantándolo como un animal muerto, recién cazado, blando, complicado, dócil, muerto, me dijera,
«Lo sé».
«Tusa», decía yo entonces bajo las sábanas. Lo decía cuando era de noche y ya sólo se oían pasos aislados en la calle y también lo decía al regresar del colegio o de jugar en la calle, mientras mi madre servía la comida y oía el ruido de los platos y su voz cansada, harta de mí, llamándome, condenándome, y yo cerraba los ojos.
«Tusa».

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