Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de marzo de 2017

LUCIA BERLIN. MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Cada miércoles, en Radio Universidad de Salamanca, nuestro espacio os ofrece una recomendación de lectura en la confianza de que pueda interesaros. Nuestras propuestas, que elijo con criterios de calidad y guiado de mi propio gusto personal, no siempre se someten a razones de oportunidad, no siendo ni el éxito ni la actualidad del libro reseñado argumentos suficientes para la presencia aquí de un determinado título. No obstante, ambas circunstancias, la extraordinaria y positiva repercusión en crítica y público, y la relativa novedad, sí se dan en el caso de mi sugerencia de hoy, un libro espléndido pero muy publicitado, muy premiado, muy vendido, muy recomendado, muy regalado… hasta el punto de que uno se cuestiona si tiene objeto que os hable de él, partiendo de la casi absoluta seguridad de que ya lo conocéis, de que probablemente ya lo habréis leído, mis palabras, pues, innecesarias (tantas veces lo son…). Y sin embargo, me ha entusiasmado tanto, ha sido tan grande el placer derivado de su lectura que no puedo dejar de compartir mi emoción y sumarme al aluvión de elogios con mi apasionada reseña.

Os hablo de Manual para mujeres de la limpieza, la deslumbrante colección de cuentos de la norteamericana Lucia Berlin, que publicó el pasado marzo la editorial Alfaguara y que multiplica sus ediciones desde entonces. El libro se presenta en traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, a la que solo puede oponerse -a mi juicio- una objeción muy menor: el hecho de que no aclare -y bastaría con una mera nota a pie de página- el significado de “AA”, fórmula que con reiteración aparece en el libro y cuya identificación con las siglas de “Alcohólicos Anónimos” no es tan obvia -al menos en las primeras ocasiones en que se menciona- como para hacer innecesaria la acotación. Los relatos (cuarenta y tres de un total de setenta y siete escritos por la autora en toda su vida) vienen precedidos por un esclarecedor e ilustrativo prólogo de Lydia Davis, otra excepcional cuentista, y por una introducción de Stephen Emerson, escritor y amigo personal de la autora. Emerson es responsable también de la edición y de una sucinta nota biográfica que cierra el volumen. Permitidme un consejo personal a propósito de estos “estudios” complementarios: la comprensión y el provecho que se obtienen de las atinadas notas preliminares de Lydia Davis aumentan si accedemos a su preámbulo al finalizar la lectura del libro; del mismo modo, el disfrute de los cuentos es mayor si se lee la biografía final de la autora antes de adentrarse en ellos.

Y es que la vida y la obra de Lucia Berlin se confunden hasta extremos que, en ocasiones -así me ha ocurrido de continuo mientras leía sus relatos- pareciera que leyendo este Manual para mujeres de la limpieza estamos accediendo a una particular variante de autobiografía. No procede aquí detallar las vicisitudes concretas de sus cerca de setenta años, pues nació en 1936 (el 12 de noviembre de este pasado año hubiera cumplido ochenta) y murió en 2004. Baste decir que la literatura no fue su principal ocupación ya que aunque siempre escribió no publicó su primer libro hasta muy tardíamente, con casi cuarenta y cinco años. Hasta entonces, variados escenarios vitales, tres divorcios, cuatro hijos de padres diferentes y trabajos muy diversos para mantenerlos son los rasgos más destacados de una existencia como mínimo agitada e “intensa”. No obstante, y como digo, podemos conocer su vida real a través de sus cuentos, en los que las protagonistas -que en ocasiones llevan su nombre, reforzando este carácter de ficción autorreferencial- dan cuenta de sus sucesivas parejas, sus fracasos sentimentales, sus tres matrimonios fallidos, los cuatro hijos, la madre alcohólica y finalmente suicida, a la que odia y con la que apenas trata, el cáncer de la hermana -siempre Sally, en los muchos relatos en que aparece-, el abuelo dentista, el excéntrico tío John, tuerto -el ojo de cristal- por un disparo de su padre -el brutal dentista-, la escoliosis padecida desde la infancia, la necesidad de usar corsé y la relativa marginación que ello conlleva siendo niña, las propias crisis alcohólicas, los abundantes episodios de delírium trémens, el peregrinaje por distintos centros de desintoxicación, la sucesión de empleos: mujer de la limpieza, sanitaria (urgencias, pediatría: hijos del crack, heridas de bala, bebés con sida. Hernias y tumores, pero sobre todo las heridas de los pobres de la ciudad, desesperados y llenos de rabia, dice en un significativo fragmento de un cuento, recogiendo uno de los “tonos” más notables de vida y obra), recepcionista, operadora telefónica, profesora en colegios, algunos religiosos, y hasta en cárceles, el jazz y sus músicos, los muchos lugares de su vida, la residencia temporal en una caravana, la itinerancia: Chile, Oakland, El Paso, México… E insisto, estoy hablando tanto de los personajes como de la propia Lucia Berlin, todos esos elementos coincidentes.

Hasta tal punto es atinada esta percepción que si juntamos todos los cuentos, hacemos abstracción de sus “fronteras” formales (“aquí se acaba un historia, aquí empieza otra”), los organizamos cronológicamente y los consideramos por tanto como un todo unitario -una operación que de manera inconsciente y casi inevitable llevamos a cabo mientras los leemos- nos encontraremos con una muy completa fotografía de la vida (externa, pero sobre todo interior) de su autora. Yo he tenido en todo momento la sensación de estar leyendo una novela en la que lo autobiográfico -presente en formas diversas, con personajes que se llaman de modos distintos, en situaciones que se retoman desde ángulos diferentes- es el hilo conductor de la narración.

Y como digo, las concomitancias entre la vida de la autora y la de sus “criaturas” no se refieren solo a los hechos vividos, los sucesos o los acontecimientos experimentados, los lugares visitados o las anécdotas protagonizadas, sino a las vivencias interiores, sentimientos y emociones: esperanza, decepción, dolor, amargura, desorientación, felicidad, tristeza, desesperación, tedio, amor, también humor. Vemos siempre en la narradora a una mujer algo neurótica, alcohólica, insegura, tierna, melancólica, sensible, sufriente y a la vez vividora, simultáneamente desencantada y feliz, vibrante y tranquila, inteligente y valiente, radicalmente libre, tal y como, al parecer, era la propia Lucia.

Las claves de la literatura de Lucia Berlin, muy bien analizadas por Lydia Davis en el prólogo, no están, no obstante, en sus historias, casi todas comunes, sin mayor notoriedad, sino en lo que la brillantez literaria de su autora nos deja entrever tras ellas: los desastres de la existencia, la fealdad y el deterioro, la marginalidad, la sordidez y el desarraigo, la enfermedad y la vejez, en definitiva, el fracaso que, en cierto sentido, es toda vida… Desde esta perspectiva, vienen a nuestra memoria Raymond Carver o Anne Sexton, con universos literarios y personales relativamente similares. También, aunque desde enfoques casi opuestos, hay coincidencias con Emma Reyes, cuya excepcional Memoria por correspondencia acabo de leer y os presentaré en fechas próximas.

En un breve repaso a algunos de sus cuentos pueden apreciarse todas estas notas mencionadas (y dejad de leer aquí quienes prefiráis adentraros en los relatos sin conocimiento previo alguno de sus tramas). Así, en Lavandería Ángel, que os dejo íntegro al final de esta reseña, un suceso anodino muy repetido en sus cuentos -la espera en una lavandería- permite ver un trozo de realidad y, con alusiones, silencios y elipsis, contar mucho de la vida de la protagonista. En Doctor H.A. Moynihan -siendo ese el apellido “real” de su rama materna-, la vemos (en realidad a la protagonista, pero de ahora en adelante la identificaré con la propia autora, por las razones ya comentadas) en Texas, de niña, ayudando a su abuelo -estrafalario, autoritario, racista- en la clínica, en un episodio sanguinolento y surrealista. En Estrellas y Santos está, desde el punto de vista de la historia, su infancia en colegios religiosos, su primera experiencia escolar en El Paso, la relación con las monjas, la vivencia de la religión (siendo ella protestante, alumna en un colegio católico). En el plano formal, se produce una “intromisión” explícita de la personalidad de la autora en la voz de la narradora del relato. En el cuento que da título al libro, Manual para mujeres de la limpieza, está su vida, las anécdotas con las diferentes personas y en las casas para las que trabaja, y ello punteado por los trayectos de autobús a cada casa y por hilarantes consejos para mujeres de la limpieza. Entre medias, meros apuntes de, en ocasiones, una sola frase, con el recuerdo de su relación con un hombre, Terry, Ter, que ha muerto y deja a la protagonista al borde de unas lágrimas que nunca brotan y que solo se desencadenan al final a causa de un suceso -ni siquiera eso- trivial. En Mi jockey, un cuento genial de solo cinco párrafos, no hay historia apenas: un jockey, una caída del caballo, múltiples fracturas y la protagonista, que trabaja en Urgencias, se hace cargo del dolorido y aterrado enfermo, lo cuida, lo protege, lo acuna (Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?), apenas una página de emoción y ternura… y una cita culta de Mishima.

Los rasgos autobiográficos vuelven a aparecer en El Tim. En él, la narradora da clase de español a hispanos en un colegio de monjas. El Tim es un chico conflictivo, insolente, desafiante, que distorsiona las clases y plantea un duelo sutil a su profesora, que se resuelve -si es que lo hace, la ambigüedad y la “apertura”, los cortes súbitos al final de un cuento son notas dominantes en la escritura de Berlin- de un modo elusivo, indirecto, con muchas líneas de fuerza soterradas y no mencionadas expresamente. Punto de vista, que menciona expresa y significativamente Tristeza, un cuento de Chéjov, plantea también el juego autora/narradora, con reflexiones iniciales acerca del planteamiento de un cuento, pero es, sobre todo, una magistral descripción de los rituales en los que se desenvuelve el tristísimo domingo de una mujer solitaria de cincuenta y tantos años. El relato entero es genial, pero el final, presentado con leves pinceladas incompletas con la habitual sutileza de la autora, es estremecedor y prodigioso. En Su primera desintoxicación, vuelven a apreciarse de modo notorio los rasgos autobiográficos. Otro cuento desolador en el que la protagonista, profesora, con cuatro hijos y sin marido, lleva al extremo sus problemas con el alcohol hasta el punto de estrellar su coche contra una tapia y tener que ser internada en un centro de desintoxicación. En Dolor fantasma -una metáfora sugerida a partir del que cree sentir un personaje del cuento, un paciente sin piernas que comparte habitación con el padre de la protagonista en la residencia de ancianos en que ambos están internados- se entreveran las conversaciones entre padre e hija en la residencia con los recuerdos de la infancia de la niña, en las distintas minas del mundo -Idaho, Arizona, Colorado, Bolivia, Chile- en las que su progenitor trabajaba. Dentelladas de tigre nos pone en contacto con la extravagante familia del personaje principal, en una historia con el aborto como tema de fondo. Por Apuntes de la sala de urgencias, 1977, desfila la deprimente serie de visitantes, frecuentadores y usuarios de las urgencias, en un clima -común en el “territorio Berlin”- de soledad, vejez, desolación, desamparo e intentos de suicidio. El miedo, la pobreza, el alcoholismo, la soledad son enfermedades terminales. Urgencias, de hecho. Y ante todo ello, la protagonista: Mis lágrimas eran por mi propia soledad, mi propia ceguera. En Carpe diem reaparece una lavandería, y en ella la narradora vive un incidente menor que se narra mientras la presencia implícita de la llegada de la menopausia impregna el relato. También en Toda luna, todo año volvemos encontrar a una mujer madura, solitaria después de la muerte de su marido. Estamos en Zihuatanejo, México, escenario real de la vida de Berlin. Se narra con pasión, alegría y vitalidad, una formidable experiencia de submarinismo -que surgirá en más cuentos- y la existencia, modesta y esencial pero magnífica e intensa en unas palapas sobre el mar.

Los elementos de carácter autobiográfico vuelven a estar en Buenos y malos: el colegio, Chile, el padre ingeniero, una cierta maldad inocente en la niña, la culpa. Melina es otro cuento memorable, con una estructura de relato más convencional, aunque incluye las peculiaridades algo excéntricas de la vida de Berlin: los exmaridos, los hijos, el ambiente bohemio, la música de jazz, pero con un final imprevisto -y prodigioso- que lo acerca a la lógica del cuento breve clásico. Otro tanto -el esquema relativamente “convencional”, aunque espléndido- se da en Amigos, con la entrañable pareja de ancianos que lo protagoniza y el inesperado punto de vista final. Inmanejable vuelve a traer el tema del alcoholismo, los hijos, la desorientación vital (más exactamente, la doble vida: normalidad/adicción). Contiene la frase -con la precisión y la belleza, con la profundidad y la lucidez de un haiku- que la editorial ha escogido para la portada: En la profunda noche del alma las licorerías y los bares están cerrados.

En Paso nos vemos de nuevo ante un incidente en un centro de desintoxicación, en el que un combate de boxeo que los pacientes contemplan en la televisión “funciona” como metáfora de la deriva de la propia vida, en un final melancólico y tristísimo, aunque lleno de hermoso lirismo. El mismo escenario -un sórdido centro de desintoxicación- aparece en Perdidos: El mundo sigue girando. Nada importa mucho, ¿no? Me refiero a importar de verdad. Sin embargo, a veces, de pronto, durante apenas un segundo, se te concede la gracia de creer que sí, que importa muchísimo. Penas presenta a dos hermanas que están juntas en un hotel en México, de vacaciones; hablan de sus penas, los divorcios, el cáncer, la muerte de la madre (Su mayor temor, ser como su madre […] era cruel, una borracha), el alcoholismo (tengo una enfermedad letal. Estoy aterrorizada). En Macadán, el asfalto del título se carga de valor metafórico para hija, madre y abuela, en un cuento cortísimo e intenso. Querida Conchi cuenta, a través de cartas que la narradora escribe desde Nuevo México a su amiga Conchi en Chile, sus primeros meses en la universidad, en un relato una vez más autobiográfico.

Triste idiota conecta con Penas, de nuevo el protagonismo de las dos hermanas, el cáncer -ahora ya terminal-, y recrea episodios de la infancia de la narradora y de su madurez con 54 años, recorre una vida entera. Como siempre, y por encima de la anécdota contada, aparece el detalle revelador, la mirada de dolor del hijo en un incidente trivial, la misma que he visto después en todos mis hijos a lo largo de su vida. La herida de un accidente, un divorcio, un fracaso. Mi deseo feroz de protegerlos. Mi impotenciaLuto nos trae de nuevo a una protagonista encargada de la limpieza de casas, en este caso la de un muerto, y la conversación con los hijos del difunto. Una ocasión más para hablar de la muerte, la familia, la pena, el dolor. Pude ver que la muerte empezaba a ablandarla. La muerte cura, nos dice que perdonemos, nos recuerda que no queremos morir solos. La dura historia familiar reaparece en Panteón de Dolores: la madre cruel y loca, sus prejuicios racistas, su incapacidad para escuchar. También el cáncer de la hermana y una suerte de desesperación, al menos de desconcierto: No hay ninguna guía para la muerte. Contiene un significativo autorretrato: Mi naturaleza es oscura. He conocido la muerte, la violencia. Estaba completamente sola. Hasta la vista recrea la vida con su hermana, en uno más de los cuentos en los que el cáncer de Sally, la muerte, los recuerdos de la infancia -los felices y los más dolorosos- son protagonistas. Cuando te estás muriendo es natural volver la vista atrás, recapitular sobre tu vida, arrepentirte. Están también el amor, el adulterio, la vida: ¿Qué es el matrimonio, a fin de cuentas? Nunca lo he sabido muy bien. Y ahora es la muerte lo que no entiendo.

A ver esa sonrisa es también autobiográfico, un relato genial de una aventura amorosa de la protagonista con un amigo de uno de sus hijos. Narrada -por primera vez en el libro- en dos voces, la propia de la protagonista habitual y la de un abogado que la asesorará en un conflicto jurídico, vuelven a aflorar el alcohol, el lado destructivo, y algunos “escenarios” habituales de vida y cuentos: sexo rabioso y peleas, botellas rotas. Gente vomitando y gritando. Mujeres abofeteadas. La policía y gruñidos, golpes. También el suicidio, tan presente en otros cuentos (y en la vida real de la autora): ¿Qué te parece? ¿Nos casamos o nos suicidamos? Y de nuevo la figura a terrible de la madre llena Mamá, de título explícito, un cuento en que se nos muestran los rasgos más crueles de su personalidad: Mamá odiaba la palabra “amor”. La decía con el mismo desprecio que la gente dice la palabra “furcia”; al igual que el odio a los niños, a los mexicanos, en el fondo a sus propias hijas. Pero, a la vez, se recuerda con añoranza su sentido del humor, cáustico y escalofriante, las surrealistas notas de suicidio.

Carmen habla, una vez más, de adicciones, de modesto tráfico de drogas, de un aborto espontáneo y tristísimo. Eso es lo asqueroso de las drogas, pensé. Funcionan. En Silencio volvemos a la infancia, a los distintos colegios, en anécdotas ya aparecidas en otros cuentos: el placer de niña en la biblioteca, los problemas con la madre y con las profesoras y compañeras: Mal en casa, mal en la escuela. La amistad con una niña vecina, siria, a los siete años. La indescriptible -y dolorosísima, al tratarse de una niña- soledad. Mijito -otra obra maestra- es terrible y tristísimo, conmovedor y bellísimo, una historia de abusos sexuales, con miseria, pobreza y hambre, pero contada con ternura y emoción, un cuento precioso, genial, enternecedor. Narrado también en dos planos, oímos la voz de una joven mexicana analfabeta que acaba de tener un hijo de un hombre ahora encarcelado por largo tiempo, y la “habitual” de la trabajadora de la clínica pediátrica que la atiende en sus esporádicas consultas con cariño y ternura pero que nunca mira a los ojos a los padres de los niños enfermos (Si miras a los ojos de los padres compartirás, confirmarás el miedo y el agotamiento y el dolor). Contiene un fragmento memorable, magistral y estremecedor en el que la adolescente, que en su vida de golpes y errancia con su hijo enfermo y lloroso apenas ha aprendido algunos términos en inglés, resume su vida a través de las palabras que conoce en ese idioma: Empecé a repasar todas las palabras que sabía: Juzgado, Kentucky Fry, hamburguesa, adiós, grasiento, negro, imbécil, ajá, pañales, ¿cuánto?, hay que joderse, niños, hospital, basta, cállate, hola, lo siento, General Hospital, All My Children, hernia inguinal, preoperatorio, posoperatorio, Geraldo, cupones de alimentos, dinero, coche, crack, policía, Miami Vice, José Canseco, indigente, preciosa de verdad, ni lo sueñes, discúlpeme, lo siento, por favor, por favor, basta, cállate, cállate, lo siento. Santa María madre de Dios reza por nosotros.

En Y llegó el sábado, otra historia durísima, la narradora es profesora en una cárcel. El tono es desesperanzado: El dolor está en la conciencia de que la felicidad no durará. Espera un momento retoma la enfermedad de Sally, la hermana de la narradora. Es un cuento muy triste, impregnado por la presencia de la muerte y por los recuerdos que la protagonista evoca (Todos tenemos nuestro álbum de recuerdos mentales, afirma, en una muy buena definición, a mi juicio, del planteamiento último del libro) siete años después de la desaparición de su hermana. Y sin embargo rezuma belleza, ternura, vida. B.F. y yo nos presenta a la protagonista ya mayor, con setenta años, al final de su existencia, impedida y enferma. Es una historia crepuscular, en la que la narradora, de vuelta de todo, contempla la vida con tranquilidad e ironía. Ese mismo tono terminal, de clausura de una vida, languideciente y mortecino, respira Volver al hogar, un cuento en el que la voz que habla recuerda su vida en la cercanía ya de la muerte, especulando con lo que hubiera podido ser su existencia si hubiera tomado ciertas decisiones o las circunstancias hubieran sido otras. Con una imagen que sirve de desencadenante, los cuervos que al atardecer ve llegar en grandes bandadas y poblar el árbol que contempla cada día frente al porche delantero de su casa, poco antes de que anochezca, pero que por la mañana, misteriosamente, han desaparecido, sin que ella tenga conciencia de cuándo han abandonado el árbol, la mujer se pregunta: ¿Qué más me he perdido? ¿Cuántas veces en mi vida he estado, digámoslo así, en el porche de atrás y no en el de delante? ¿Qué me habrían dicho que no alcancé a escuchar? ¿Qué amor pudo haberse dado que no sentí?

En fin, espero que con tan exhaustivo repaso a una amplia muestra de los cuarenta y tres cuentos de Lucia Berlin que recoge su Manual para mujeres de la limpieza, queráis atender mi recomendación de esta tarde y os lancéis decididos a la librería más cercana para comprarlo y empezar a paladearlo. Estoy seguro de que os entusiasmará.

En un libro repleto de referencias musicales, he elegido como complemento a mis comentarios Polka Dots and Moonbeams, la melancólica balada interpretada por Lester Young que suena en el inmejorable final de esa maravilla que es el cuento Punto de vista.


Lavandería Ángel

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí. Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves. La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la encontró. No sé cómo. Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera. El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos. Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS. En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.

Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos. La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: «¿No es un milagro?». El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda. Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca. Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado. —Hermano, créeme, sé lo que es... He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente cómo te sientes. Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso. La Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4. Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos, ediciones de Higiene femenina de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y borrachos y ancianas teñidas con henna que hacen la colada en la lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen «Jueves». Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen especular de las secadoras. «Tina», «Corky», «Junior». La gente de paso va a la lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano las latas vacías de cerveza Hamm’s.

Pero sobre todo son indios los que van a la lavandería de Ángel. Indios pueblo de San Felipe, Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras, naranjas, rojos y rosas hasta quedarme bizca. Yo voy a la lavandería de Ángel. No sé muy bien por qué, no es solo por los indios. Me queda lejos, en la otra punta de la ciudad. A una manzana de mi casa está la del campus, con aire acondicionado, rock melódico en el hilo musical. New Yorker, Ms., y Cosmopolitan. Las esposas de los ayudantes de cátedra van allí y les compran a sus hijos chocolatinas Zero y Coca-Colas. La lavandería del campus tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN. Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta que entré en la lavandería de Ángel y vi un cartel amarillo que decía: AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS. Vi que la colcha no se ponía de un color morado oscuro, aunque sí quedó de un verde más parduzco, pero quise volver de todos modos. Me gustaban los indios y su colada. La máquina de Coca-Cola rota y el suelo encharcado me recordaban a Nueva York. Portorriqueños pasando la fregona a todas horas. Allí la cabina telefónica estaba fuera de servicio, igual que la de Ángel. ¿Habría encontrado muerta a la señora Armitage si hubiera sido un jueves? —Soy el jefe de mi tribu —dijo el indio. Llevaba un rato allí sentado, bebiendo oporto, mirándome fijamente las manos. Me contó que su mujer trabajaba limpiando casas. Habían tenido cuatro hijos. El más joven se había suicidado, el mayor había muerto en Vietnam. Los otros dos eran conductores de autobuses escolares. —¿Sabes por qué me gustas? —me preguntó. —No, ¿por qué? —Porque eres una piel roja —señaló mi cara en el espejo. Tengo la piel roja, es verdad, y no, nunca he visto a un indio de piel roja. Le gustaba mi nombre, y lo pronunciaba a la italiana. Lu-chí-a. Había estado en Italia en la Segunda Guerra Mundial. Cómo no, entre sus bellos collares de plata y turquesa llevaba colgada una placa. Tenía una gran muesca en el borde. —¿Una bala? No, solía morderla cuando estaba asustado o caliente. Una vez me propuso que fuéramos a echarnos en su furgoneta y descansáramos juntos un rato. —Los esquimales lo llaman «reír juntos» —señalé el cartel verde lima, NO DEJEN NUNCA LAS MÁQUINAS SIN SUPERVISIÓN.

Nos echamos a reír, uno al lado del otro en nuestras sillas de plástico unidas. Luego nos quedamos en silencio. No se oía nada salvo el agua en movimiento, rítmica como las olas del océano. Su mano de buda estrechó la mía. Pasó un tren. Me dio un codazo. —¡Gran caballo de hierro! —y nos echamos a reír otra vez. Tengo muchos prejuicios infundados sobre la gente, como que a todos los negros por fuerza les ha de gustar Charlie Parker. Los alemanes son antipáticos, los indios tienen un sentido del humor raro. Parecido al de mi madre: uno de sus chistes favoritos es el del tipo que se agacha a atarse el cordón del zapato, y viene otro, le da una paliza y dice: «¡Siempre estás atándote los cordones!». El otro es el de un camarero que está sirviendo y le echa la sopa encima al cliente, y dice: «Oiga, está hecho una sopa». Tony solía repetirme chistes de esos los días lentos en la lavandería. Una vez estaba muy borracho, borracho violento, y se metió en una pelea con unos vagabundos en el aparcamiento. Le rompieron la botella de Jim Beam. Ángel dijo que le compraría una petaca si iba con él al cuarto de la plancha y le escuchaba. Saqué mi colada de la lavadora y la metí en la secadora mientras Ángel le hablaba de los doce pasos. Cuando salió, Tony me puso unas monedas en la mano. Metí su ropa en una secadora mientras él se debatía con el tapón de la botella de Jim Beam. Antes de que me diera tiempo a sentarme, empezó a hablar a gritos. —¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe de la tribu apache! ¡Mierda! —Tú sí que estás hecho mierda —se quedó sentado, bebiendo, mirándome las manos en el espejo—. Por eso te toca hacer la colada, ¿eh, jefe apache? No sé por qué lo dije. Fue un comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se rio, de hecho. —¿De qué tribu eres tú, piel roja? —me dijo, observándome las manos mientras sacaba un cigarrillo. —¿Sabes que mi primer cigarrillo me lo encendió un príncipe? ¿Te lo puedes creer? —Claro que me lo creo. ¿Quieres fuego? —me encendió el cigarrillo y nos sonreímos. Estábamos muy cerca uno del otro, y de pronto se desplomó hacia un lado y me quedé sola en el espejo. Había una chica joven, no en el espejo sino sentada junto a la ventana. Los rizos de su pelo en la bruma parecían pintados por Botticelli. Leí todos los carteles. DIOS, DAME FUERZAS. CUNA NUEVA A ESTRENAR (POR MUERTE DE BEBÉ).

La chica metió su ropa en un cesto turquesa y se fue. Llevé mi colada a la mesa, revisé la de Tony y puse otra moneda de diez centavos. Solo estábamos él y yo. Miré mis manos y mis ojos en el espejo. Unos bonitos ojos azules. Una vez estuve a bordo de un yate en Viña del Mar. Acepté el primer cigarrillo de mi vida y le pedí fuego al príncipe Alí Khan. «Enchanté», me dijo. La verdad es que no tenía cerillas. Doblé la ropa y cuando llegó Ángel me fui a casa. No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio.

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