Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de marzo de 2017

NATALIA GINZBURG. Y ESO FUE LO QUE PASÓ; A PROPÓSITO DE LAS MUJERES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro que esta semana cierra la serie de recomendaciones de lectura vinculadas a la literatura femenina, un elemento común a todos los programas de este mes de marzo que ahora termina, “marcado” por la celebración, el pasado 8, del Día Internacional de la Mujer.

Nuestra propuesta de hoy es especialmente ajustada al tema de referencia, pues Natalia Ginzburg, ya que de ella hablo, ha escrito una y otra vez sobre el universo femenino, siendo en general las mujeres las protagonistas de sus novelas y relatos, también de los ensayos, mostrando en toda su obra una voluntad decidida de dar voz a quienes, sobre todo en su época, apenas la tenían, esas mujeres de vida anodina, gris, casi siempre mal casadas, solitarias, encerradas en sus deprimentes casas y en sus tediosos matrimonios, de triste y vacío deambular por la existencia. El profundo y dramático, el significativo y deslumbrante texto con el que cerraré esta reseña da buena muestra de esas recurrentes preocupaciones de la formidable escritora italiana.

La Ginzburg, de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el pasado 2016, es bien conocida en España, en donde sus libros han sido traducidos desde hace décadas con distintas versiones en muy variadas editoriales. De hecho, yo podría sugeriros ahora con pasión la lectura de cualquiera de sus títulos, que he venido leyendo desde hace más de treinta años: Las pequeñas virtudes, que me regalaron en su momento en la antigua edición de Alianza de 1966; El camino que va a la ciudad, su primera novela, que publicó Bassarai en el 97; Nuestros ayeres, que pude leer en la hoy inencontrable versión de Debate, traducido por Carmen Martín Gaite; Sagitario, que tradujo  Félix Romeo, en la edición de Espasa Calpe también descatalogada; la autobiográfica (aunque, de una manera u otra, casi todos sus libros lo son) Léxico familiar, una obra maestra y quizá su novela más conocida, en Ediciones del Bronce; la genial Las palabras de la noche en la preciosa edición de la primera etapa de Pre-textos, con traducción de Andrés Trapiello; Querido Miguel, en Acantilado; La ciudad y la casa, su última novela, que apareció también en Debate y con traducción de Mercedes Corral, que ha vertido al castellano muchas de sus obras. La mayor parte de estos títulos están siendo reeditados en los últimos años por Acantilado y, más recientemente, por la editorial Lumen, que lleva meses ofreciéndonos su “Biblioteca Ginzburg”, con ediciones nuevas, muy cuidadas, punteadas por dibujos e ilustraciones y con prólogos de Elena Medel, pero manteniendo en casi todos los casos las traducciones de la mencionada Mercedes Corral.

Siendo, como digo, todas estas referencias altamente recomendables, esta tarde quiero hablaros de Y eso fue lo que pasó, una novela corta que fue la segunda publicación de la italiana y que no había visto la luz aún en nuestro país, y de A propósito de las mujeres, una recopilación de relatos, no conocidos tampoco hasta ahora en su versión en castellano. Y eso fue lo que pasó apareció en 2016 en la editorial Acantilado con prólogo de Italo Calvino y traducción de Andrés Barba. A propósito de las mujeres la presenta este mismo año la Editorial Lumen en traducción de María Pons Irazazábal y con láminas de Oscar Tusquets Blanca, prologada -un preámbulo francamente prescindible, desde mi punto de vista, como lo son también los dibujos- por la mencionada Elena Medel, la ya veterana aunque todavía muy joven poeta cordobesa.

Le pegué un tiro entre los ojos. No llevamos ni diez líneas del libro cuando se desvela, así, súbita y bruscamente, su desenlace. La narradora mata a su marido, huye en un estado de confusión y oscuridad hasta un parque cercano y, sentada en un banco, rememora su vida para dar cuenta de su historia a las pocas horas de su crimen en lo que será el relato que tenemos entre manos.

La mujer, una joven maestra (Leía a Ovidio a dieciocho niñas en una enorme clase helada) de personalidad rozando lo insustancial, vive su existencia anodina entregada a sus rutinas en la ciudad, las insulsas clases, los viajes en tren los fines de semana para visitar a sus padres en el pueblo, la tibia amistad con su prima Francesca (que intenta escapar al hastío multiplicando los viajes, las diversiones y el número de sus amantes), la agotadora monotonía de la pobreza, del poco dinero en el bolso, de los guantes viejos, las solitarias horas dilapidadas en una pensión tétrica, entre horrendas tapicerías de flores, gritos de los vecinos y olores deprimentes. Su profundo aburrimiento, su tedio existencial (mi vida me parecía totalmente vacía y melancólica), su ausencia de expectativas vitales (no conseguía que se despertara en mí interés por nada ni por nadie), la hacen “inventarse” un sucedáneo de historia de amor cuando en su horizonte sin alicientes aparece un hombre, Alberto, en el que cree vislumbrar una suerte de enamoramiento. Se trata de un individuo muy normal, sin especial interés, mayor -un viejo, dice su prima-, nada interesante y que no le atrae físicamente. Como aquello era algo que no me había sucedido hasta ese momento -afirma-, que un hombre se enamorara de mí, decide, sin demasiado convencimiento (me preguntaba si estaba enamorado de mí o si yo estaba enamorada de él y me daba la sensación que ya no entendía nada) alimentar ese sentimiento y dotar a su vida de una pátina de intensidad (había sido una vida de lo más mediocre e insulsa hasta el día en que le conocí) más imaginaria que real.

En una época en la que el matrimonio aparece como la única liberación posible para una mujer, la protagonista fantasea en la cama de la pensión con una unión que la hará dejar atrás su insípida realidad sin futuro (Lo bonito que sería estar casada y tener una casa para mí sola) y disfrutar de algún ligero atisbo de alegría y placer (aquella era la primera vez que un hombre me hacía regalos y se preocupaba por mí): un paseo junto al río, un café, un helado con chocolate caliente, algún obsequio, un libro, el cálido cariño -o su apariencia- de un hombre, modestas falsas esperanzas para soportar el cansancio vital.

Pero la tibieza del hombre y su propia estólida indefinición la hacen dudar: Aquella noche, cuando me desnudé y me metí en la cama en la que había dormido de pequeña me vino de pronto una especie de miedo y de repulsión al pensar que dentro de poco íbamos a ser marido y mujer e íbamos a hacer el amor. Me decía a mí misma que a lo mejor era porque nunca había hecho el amor, pero me preguntaba también si le quería de verdad porque también sentía un poco de rechazo cuando me besaba. Me decía a mí misma que siempre es muy difícil saber verdaderamente lo que nos pasa por dentro, porque cuando me había dado la sensación de que él se alejaba de mi vida sin remedio yo había sufrido tanto que por un momento pensé que ya no iba a poder vivir más, y cuando por fin estaba dentro de mi vida y hablaba con mi madre y con mi padre sentía aquel miedo y aquel rechazo. Pensé que tal vez era algo que les pasaba a todas las mujeres jóvenes y que hace falta valor y que si una se adentra en los pequeños senderos de sus sentimientos y pasa mucho tiempo escuchando las cosas que suceden en su interior al final se termina equivocando y perdiendo las ganas y la alegría de vivir; pese a lo cual acaba por lanzarse al matrimonio para disolverse entonces en una realidad aún más triste y desesperada. Alberto ama a otra mujer, casada y por ello imposible, y la relación con su ahora esposa se convierte en un páramo hecho de insensibilidad y desventuras mutuas, de desesperanza y miedo. Miedo de ella -es la voz de la mujer la que habla siempre- a no ser querida, al paso del tiempo y la vejez, al deterioro, al abandono, a la soledad. Su discurso interior se puebla de reflexiones apagadas, mortecinas, llenas de desaliento y angustia: Tenía una especie de vacío en mi interior; Me sentía más sola que nunca; Pensaba en lo pobre que era mi vida. Con un marido progresivamente ausente -física y sobre todo espiritualmente-, con una hija en común de corta y trágica existencia y atada a una supervivencia sin estímulos, la protagonista se hunde (A mí me daba la sensación de que yo nunca había sido capaz de vivir y de que ya era demasiado tarde como para aprender, pensaba que en mi vida no había hecho otra cosa que mirar fijamente en aquel pozo oscuro que había en mi interior), se abandona a la infelicidad (Me parecía que ya era demasiado tarde para empezar cualquier cosa de nuevo, un nuevo amor, un nuevo niño, me daba la sensación de que era demasiado trabajo y que yo estaba demasiado cansada) y sin énfasis, sin una especial motivación, con la misma apatía que caracteriza su vida toda pone fin a su desventurada desdicha: Le pegué un tiro entre los ojos.

Salvo este matiz -el disparo- más melodramático que el resto de su obra (la propia autora se declaraba infeliz y sin fuerzas en la época en que escribió el libro), en Y eso fue lo que pasó están todos los rasgos que definen la escritura de Natalia Ginzburg, una maestra de la introspección, de la realista indagación en el interior de sus personajes, capaz de ahondar en los recodos más inaccesibles, más oscuros, más complejos y confusos de la personalidad femenina. La memoria, las emociones, la incomunicación, los secretos, los deseos irrealizados, el fracaso y las frustraciones, los sueños postergados, las expectativas malogradas, la complejidad del amor, el devastador paso del tiempo, la angustia existencial, la vejez y la muerte, las decepciones, la mentira y los engaños, los silencios, la incomprensión, el matrimonio, el adulterio y la infidelidad, la familia, lo pequeño, lo cotidiano, lo trivial y las banalidades de la vida diaria, lo que sucede de puertas adentro, “entre visillos” (la cercanía con el mundo de Carmen Martín Gaite es innegable, habiendo la salmantina traducido varias de las obras de la italiana, como ya he señalado), el tono intimista, la sencillez, la capacidad de observación de las vidas comunes, el enfoque humanísimo, la melancolía y la tristeza, pero también la ternura, la ironía y a veces el humor, y todo ello contado siempre con extraordinaria fluidez y una muy difícil naturalidad desde el interior del alma femenina, caracterizan las historias de la Ginzburg, de una gran y adictiva belleza pese a su amargura.

Además, quiero resaltar la importancia que tiene en las obras de Natalia Ginzburg la descripción del ambiente, de la atmósfera, del contexto en que sus protagonistas desarrollan sus casi siempre tristes existencias. Un escenario de fondo, el de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, descrito con la deprimente fidelidad del neorrealismo: el clima de posguerra, las ciudades vacías, las afueras, la soledad de los domingos, las ropas modestas y oscuras, la grisura de unas vidas sin futuro, como en este fragmento, en el que nada relevante parece describirse y en el que yo veo, en cambio, toda la tristeza de aquella vida de la Italia que apenas dejaba atrás la horrible guerra: Se sentía [un fallo de traducción, un “falso amigo”: sentire en italiano -y en este contexto- es oír, no sentir] a lo lejos el silbido de los trenes y las fábricas y también el tranvía tintineando y dejando unos pequeños destellos de chispas entre los árboles verdes de la calle. A caballo de las películas de Rosellini (el paisaje urbano, la pobreza, el frío, el desvalimiento) y Antonioni (el despojamiento, el vacío existencial, la angustia), Y eso fue lo que pasó es, a mi juicio, en sus escasas cien páginas, una excepcional muestra de la magnífica narrativa de la italiana.

Como lo son, aunque, a mi juicio, en un tono menor, los ocho cuentos de A propósito de las mujeres, ocho brillantes ejemplos del universo estilístico y temático de Natalia Ginzburg. La Anna huida de Una ausencia; la madre que coquetea con el adulterio en Los niños; la chica que en Giulietta interfiere en la relación de dos hermanos; las dos chicas, también hermanas, con las que juega y a las que engaña el protagonista de Traición; la Vilma de La casa frente al mar, perdida, desconcertada, confusa en sus patéticas “escenitas familiares”; la mujer casada de Mi marido, encerrada en un a la postre trágico matrimonio de dos personas que no tenían nada en común, que no tenían nada que decirse, que se sentaban en silencio largo rato una junto a la otra; las jóvenes que se marchitan en el pueblo, solas, en espera de un marido, secándose poco a poco mientras el ajuar va amarilleando, en Las muchachas; y la viuda del último cuento, el magistral La madre, quejosa y cansada, dubitativa y tímida, libre pero profundamente desdichada, todas ellas son mujeres típicas en la obra de Natalia Ginzburg, mujeres infelices, mujeres solitarias, mujeres hastiadas, aburridas, desesperadas, enamoradas, hartas, engañadas, soñadoras, ilusionadas, llorosas, arrepentidas, sufrientes, atenazadas por la culpa… mujeres con una presencia poderosa aunque el protagonismo de muchos de los relatos, la voz narradora, recaiga en los hombres, hombres también ahogados en matrimonios insustanciales, en vidas sin esperanza, desconcertados (Tampoco yo sé lo que quiero, dice el amargado Walter de La casa frente al mar), perdidos, indecisos, desorientados, buscando inútilmente escapar de la apagada mediocridad de sus monótonos días.

En fin, leed cualquiera de los libros de Natalia Ginzburg, estoy convencido de que encontraréis en ellos numerosos motivos de interés. Os dejo ahora para completar esta reseña una desgarradora canción de Mina, Domenica sera, con su atmósfera de desesperanza y violencia soterrada, tan cercana al clima de Y esto fue lo que pasó.


A una muchacha le produce tanto placer pensar que un hombre se ha enamorado de ella que aunque no esté enamorada es un poco como si lo estuviera y se pone más guapa y le brillan los ojos y se le vuelve el paso más ligero y también la voz se le vuelve más ligera y más dulce. Antes de conocer a Alberto yo había pensado que me iba a quedar sola para siempre porque me sentía totalmente sosa y sin gracia, pero cuando le encontré y me dio por pensar que tal vez se había enamorado de mí me dije que si le había gustado a él no había razón para que no le gustara también a otros, tal vez a uno que me hablara con aquella voz entre irónica y tierna que oía dentro de mí. Ese hombre a veces tenía una cara y otras veces otra, pero siempre tenía la espalda ancha y fuerte y las manos rojas y un poco bastas y tenía una forma maravillosa de burlarse de mí cuando volvía a casa por la noche y me encontraba tirada en el sofá bordando pañuelos.

Cuando una muchacha está demasiado sola y lleva una vida demasiado monótona y agotadora, cuando se ve con poco dinero en el bolso y los guantes viejos, se le va la imaginación a diario detrás de tantas cosas que al final se encuentra indefensa frente a todos los errores y trampas que pone la fantasía. Yo, víctima fácil de mi propia imaginación, leía a Ovidio a dieciocho niñas en una enorme clase helada y comía en el tétrico comedor de la pensión mirando a través de aquellas ventanas con cristales pintados de amarillo esperando que viniese Alberto a buscarme para ir a un concierto o a dar un paseo. La tarde del sábado cogía el tren correo de Porta Vittoria e iba a Maona. Regresaba el domingo por la tarde.

Mi padre es un médico que se trasladó a Maona hace ya más de veinte años. Es un viejo alto, gordo y un poco cojo que camina apoyándose siempre en un bastón de cerezo. En verano lleva un sombrero de paja con una cinta negra y en invierno una gorra de castor a juego con un abrigo bordado también de castor. Mi madre es una señora pequeña con una gran mata de pelo blanco. A mi padre le llaman ya poco porque está viejo y se mueve con desgana, por eso la gente suele llamar más bien al médico de Cavapietra, que tiene una motocicleta y estudió en Nápoles. Mi padre y mi madre se pasan el día entero en la cocina jugando al ajedrez con el veterinario y el concejal del ayuntamiento. Yo, cuando llegaba a casa el sábado, me sentaba junto a la estufa y me pasaba allí sentada todo el domingo hasta que llegaba la hora de marcharme. Me arrullaba junto a la estufa y me adormilaba hinchada de polenta y menestra sin decirle una sola palabra a mi padre, que no paraba de jugar una y otra partida de ajedrez con el veterinario y de decirle que las muchachas modernas habían perdido totalmente el respeto a sus padres y ya ni siquiera les decían una sola palabra de lo que hacían.

Cuando me encontraba con Alberto le hablaba de mi padre y de mi madre y le contaba que había vivido en Maona antes de venir a enseñar a la ciudad, que mi padre me pegaba en las manos con el bastón y yo me encerraba a llorar en la carbonera y que una vez robé Esclava o reina y lo escondí debajo del colchón para leerlo de noche y también que se iba mucho al cementerio, yo, mi padre y la criada del concejal, siempre por la calle que baja hacia el cementerio entre los campos y los viñedos y le contaba también las ganas de escaparme lejos de allí que me daban cuando contemplaba aquellos campos y aquella colina desierta.

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