Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 1 de marzo de 2017

MAYLIS DE KERANGAL. REPARAR A LOS VIVOS

Hola, buenas tardes, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca dedicado a las recomendaciones de lectura. En el caso de mi propuesta de esta tarde os traigo una novela (aunque, en último término, serán dos de las que os hablaré) que ha conocido un extraordinario éxito en Francia, de donde es su autora, y en el mundo entero, tanto por su multitudinaria acogida entre los lectores como por su fervorosa recepción y entregada crítica entre los expertos, pues no en vano este Reparar a los vivos, el libro del que hoy os hablo, acumula premios literarios sin cuento.

Reparar a los vivos es la última novela de Maylis de Kerangal, cuya anterior obra, Nacimiento de un puente, publicada como esta en Anagrama y con la que guarda unas innegables semejanzas estilísticas y hasta estructurales, también me ha interesado y os recomiendo igualmente. Reparar a los vivos, en la que centraré mi reseña, apareció en España en 2015, en traducción de Javier Albiñana, mientras que Nacimiento de un puente, en versión de Jaime Zulaika -uno y otro, “pesos pesados” de la traducción en nuestro país-, había visto la luz en 2013.

Quiero abrir mi comentario con unas breves palabras sobre Nacimiento de un puente, galardonada con los prestigiosos premios Médicis y Frank Hessel y, como digo, francamente interesante. En la ciudad de Coca, una invención de su autora difusamente ubicada en una California algo irreal y evanescente, su alcalde, John Johnson, alias el Boa, concibe un proyecto faraónico que dejará -además de bien repletos sus bolsillos- una indeleble y fastuosa huella de su paso por el mundo: la construcción de una gran megalópolis que acabará con el lento deambular de su pueblo por las veredas secundarias de la Historia. Para ello, decidido a desenclavar la ciudad y situarla en el mundo, y comprometido a sacar a Coca del anonimato provinciano en que dormita tranquila para introducirla en la economía mundial, convertirla en la ciudad del tercer milenio, polifónica y omnívora, destinada a la satisfacción, al gozo, a la experiencia del consumo, decide empezar su delirio mastodóntico con el levantamiento de un puente que permita arrumbar el tradicional Golden Bridge -estrecho, lento, viejo, anacrónico- y que constituya el emblema de la nueva Coca.

El libro da cuenta de la construcción de ese puente, y lo hace, en una historia que avanza con la intensidad de un thriller, a través de las vidas de media docena larga de personajes implicados en la tarea: el propio alcalde, megalomaníaco y corrupto; George Diderot, el arquitecto, desarraigado y misterioso, solitario y polémico, inteligente y algo despótico; Sancho Alfonso Cameron, el conductor de grúas; Shakira Urga, la atractiva secretaria; Summer Diamantis, responsable de la producción de hormigón; Mo Yun, el joven chino con una experiencia terrible como minero; Soren Cry y su ominoso pasado en Alaska; Duane Fischer y Buddy Loo, encargados del control de los efluvios del río, de los flujos de las bombas extractoras, para lo que aprovecharán sus conocimientos como buscadores de oro no demasiado afortunados; Katherine Thoreau, que aguanta diez horas encajonada en una máquina que despeja terraplenes para poder así sostener a su marido incapacitado y depresivo y a sus dos pequeños y exigentes hijos; Jacob, el iluminado y algo enloquecido defensor de la causa de los indígenas, entre los que vive seis meses cada año -el resto lo hace en el intelectual campus de Berkeley-, entregado apasionadamente a un dominio de la naturaleza que la envoltura forestal preserva hasta que la llegada de las hordas depredadoras que levantan el puente pone en peligro su pacífica estabilidad.

Pero más allá de la trama -como se ve, algo irrelevante: la erección (mecánica, industrial, técnica) de un puente-, son su condición de novela coral, el carácter metafórico de la obra (el puente contra la selva, la economía contra la naturaleza, el movimiento contra la inmovilidad), el trabajo con el lenguaje -el léxico muy rico, la prosa, arrebatada y algo barroca-, y la voluntad de estilo -los distintos puntos de vista, la multiplicidad de planos, de enfoques, de frentes- los elementos más destacados en el libro, presentes también en Reparar a los vivos, una obra mayor, una novela apasionante y genial.

Simon Limbres, un joven de Le Havre, se levanta a las 5.50 de la madrugada para iniciar su jornada de surf. Después de encontrar a dos de sus amigos y de disfrutar con ellos de las olas, de vuelta a casa -aún no son las 9, el día invernal no acaba de despuntar-, con los tres chicos medio adormilados por el pronto despertar, por el liberador cansancio del ejercicio matutino, por el acogedor abrazo de la calefacción de su furgoneta hippie, el vehículo se estrella contra un árbol, tal vez el hielo en la carretera, quizá una distracción o una fugaz cabezada del conductor. Chris y Johan, sus colegas de expedición, sufren solo algunos daños menores. Simon, al que no falla su poderoso corazón de diecinueve años, está sin embargo muerto cerebralmente, como se comprueba en cuanto es trasladado al hospital.

A partir de este irresistible -y trágico- inicio, la novela fluye arrebatada, acelerada e intensa, conmovedora y delicada; la acción se desencadena y, en apenas doscientas cincuenta páginas, el talento de Maylis de Kerangal nos hará vivir una jornada -el libro se cierra a las 5.49 de ese mismo día, a punto de cumplirse las veinticuatro horas desde el comienzo- emotiva y sobrecogedora, una historia excepcional que nos interesa y conmociona, que toca nuestra sensibilidad, estimula nuestra inteligencia y nos subyuga como solo puede hacerlo la gran literatura.

Y es que desde la muerte cerebral de Simon se pone en marcha un frenético proceso por “aprovechar” -y el verbo suena lamentablemente “utilitario”- los órganos rebosantes de vida del chico, que pueden servir para salvar a otras personas. Reparar a los vivos es el relato impetuoso y a la vez sutil, documentado y riguroso y simultáneamente humanísimo, austero y despojado al modo de la más sofisticada técnica quirúrgica pero poético como las más íntimas emociones de nuestras almas, de esa compleja secuencia de pequeños protocolos que llevan a que en un cortísimo espacio de tiempo -los requerimientos de conservación de los órganos así lo exigen- esos pulmones, esos riñones, ese corazón -sobre todo ese corazón- puedan llegar a un paciente que a cientos de kilómetros de distancia espera -tantas veces sin apenas esperanza- la milagrosa “absolución” de una condena hasta ese momento mortal e irremisible. En el caso de la novela, será una traductora parisina de 52 años -una mujer a la que solo conoceremos en las postrimerías del libro- la que recibirá la víscera primordial y salvadora.

El primer gran eje del libro es, pues, este del trasplante y las donaciones de órganos. He querido por ello presentar esta reseña en estos días cercanos al 27 de febrero, Día nacional del trasplante. En la novela comparecen todos los momentos y situaciones, todas las decisiones, todos los efectos y consecuencias, todas las repercusiones -emocionales y psicológicas, inconscientes y racionales, filosóficas y legales-, todas las implicaciones, las influencias, todas las fases y todas las formalidades, todos los afectados -los directamente implicados y los levemente concernidos, los protagonistas principales y los meros figurantes colaterales, los cirujanos-estrella y los oscuros e indispensables sanitarios, los expertos responsables y los meros colaboradores necesarios-, de ese fenómeno rozando lo mágico -pero la palabra idónea, ya repetida, es milagroso- que consiste en implantar en el pecho de un ser vivo un corazón ajeno de otro semejante ya fallecido. El libro acentúa esta vertiente que podríamos llamar documental, aparte de por su fidedigna recreación del lenguaje médico, como luego veremos, por las referencias a los pioneros como Christiaan Barnard, Norman Shumway o Christian Cabrol que en los años sesenta del pasado siglo inventaron el trasplante, lo idearon mentalmente, lo compusieron y descompusieron cientos de veces antes de realizarlo, e igualmente por las menciones a los investigadores que, una década antes, pusieron los cimientos que hicieron posible la donación de órganos, modificando -en cierto sentido- la noción de muerte conocida hasta entonces, al desplazar al momento de la interrupción de las funciones cerebrales -si ya no pienso ya no existo- la constatación del final irreversible de una persona, ese extraordinario hallazgo de Maurice Goulon y Pierre Mollaret que supuso el destronamiento del corazón y [la] consagración del cerebro; un golpe de Estado simbólico, una revolución.

Pero Reparar a los vivos está lejos de ser una crónica periodística o un reportaje para concienciar al lector sobre la necesidad de los trasplantes y sus complejidades jurídicas, médicas, morales y sobre todo emocionales (por más que la escritura revele una fecunda labor previa de documentación, manifestada expresamente por la autora, que presenció un trasplante, visitó la agencia francesa de biomedicina y mantuvo numerosas charlas con expertos en la materia antes de encarar su obra). Estamos ante una novela, de manera inequívoca, y ello se pone de manifiesto, fundamentalmente, por dos circunstancias que ya había resaltado a propósito de Nacimiento de un puente: la profundidad en el tratamiento de los personajes, en un nuevo planteamiento coral (Maylis de Kerangal ha hablado, para referirse a los trasplantes, de epopeya colectiva) y la singularidad, la riqueza, la precisión, el ritmo y el carácter simbólico del lenguaje (experiencia del lenguaje es la expresión elegida por la escritora para subrayar esta dimensión).

Desde el primero de los puntos de vista, destaca la penetrante indagación en las vidas de una decena de personajes “tocados” por el fatal acontecimiento (la muerte de Simon) y la ilusionante expectativa (el trasplante a Claire, la receptora del órgano). La madre del chico, Marianne; el padre, Sean, del que aquella está separada; Juliette, la enamorada novia del muchacho; Pierre Révol, el médico que realizará la extracción; el coordinador de los trasplantes, Thomas Rémige; la enfermera Cordélia Owl; Marthe Carrare, médico de la Agencia de Medicina; Claire Méjan, la destinataria del corazón de Simon; el brillante Virgilio Breva, responsable final de la operación de trasplante; o el prestigioso cirujano Emmanuel Harfang, no son meros nombres, ni muñecos o figuras de cartón piedra que aparecen para complementar la narración, son, por el contrario, caracteres con enjundia, con peso, con humanidad y hondura, y de cada uno de ellos conocemos su trayectoria personal, los rasgos definitorios de sus existencias, sus emociones, sus preocupaciones y todo el revoltijo de sentimientos que experimentan al verse envueltos -por azar o por necesidad, como víctimas inocentes o como profesionales implicados- en esa grandiosa tarea de “creación” de vida que es, en cierto modo, todo trasplante.

La prosa de De Kerangal es, por otro lado, y como se ha dicho, espléndida, desbordante, apasionada, fluyendo con sus aceleraciones y remansos, en una metáfora no explícita, al igual que los movimientos del corazón protagonista. Y tanto en los aspectos más técnicos, en los que el rigor de la autora es extremo y magnífico y muy convincente el resultado del ya mencionado trabajo de documentación, como en los aspectos más específicamente literarios, en la “poesía” del texto, la brillantez de la narración es indudable y provoca una lectura deslumbrante y siempre gozosa.

Os recomiendo con entusiasmo este Reparar a los vivos, un libro magnífico que, en definitiva, nos habla del corazón tanto literal como simbólicamente, algo que aflora ya desde la cita inicial (My heart is full, frase del personaje de Paul Newman en la película El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas) y se refleja en numerosas otras ocasiones en la novela, como en esta que no me resisto a transcribir: ¿Qué será del amor de Juliette cuando el corazón de Simon comience a latir en un cuerpo desconocido, qué será de cuanto colmaba ese corazón, de sus afectos lentamente depositados en estratos desde el primer día o inoculados aquí y allá en un arrebato de entusiasmo o en un acceso de ira, de sus amistades y sus aversiones, de sus rencores, su vehemencia, sus inclinaciones graves y tiernas? ¿Qué será de las salvas eléctricas que contraían tan fuertemente ese corazón desbordante, lleno, demasiado lleno, ese corazón full?

Quiero dejaros, como cierre a mis comentarios, con un breve fragmento del libro que explica su título. Os ofrezco también Beauty in the world, una bellísima y optimista canción de Macy Gray que se escucha en un momento especialmente intenso de la novela.


Al quedarse solo, Thomas se desploma en la silla, hunde los dedos en su pelo, en su cabeza, y exhala un largo resoplido. Seguro que se dice que aquello es duro, y quizá que también a él le gustaría hablar, soltar puñetazos en las paredes, patear las basuras, estrellar vasos. Tal vez sea un sí, más probablemente un no, porque suele pasar –una tercera parte de las entrevistas concluían con una negativa–, pero para Thomas Rémige una negativa límpida era preferible a un consentimiento arrancado en medio de la confusión, obtenido con fórceps y deplorado a los quince días por personas atormentadas por el arrepentimiento, que perdían el sueño y se hundían en el dolor, hay que pensar en los vivos dice a veces, masticando la punta de una cerilla, hay que pensar en los que se quedan –detrás de la puerta de su despacho, ha prendido la fotocopia de una página de Platónov, obra que nunca ha visto, pero ese fragmento de diálogo entre Voinitzev y Triletzki, que leyó en una revista que corría por la lavandería, le hizo estremecerse como se estremece el chiquillo al descubrir la fortuna, un Dracaufeu en un juego de cartas Pokémon, un ticket de oro en una tableta de chocolate. ¿Qué hacer, Nikolái? Enterrar a los muertos y reparar a los vivos.

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