Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de octubre de 2017

AMÉLIE NOTHOMB. ESTUPOR Y TEMBLORES. METAFÍSICA DE LOS TUBOS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Hoy os traigo un par de novelas, de las primeras de su autora, una escritora compulsiva, que ya ha publicado un buen número de ellas, a razón, casi, de una por año desde mediados de los noventa, con un éxito extraordinario casi todas, pero que, pese a ello, todavía no había aparecido en nuestro programa. Se trata de la belga, aunque nacida en Japón, Amélie Nothomb, y los libros que hoy quiero recomendaros son Estupor y temblores y Metafísica de los tubos, obras del año 2000 y 2001 respectivamente, que resisten muy bien el paso del tiempo pues acumulan numerosas ediciones desde entonces, y que pasan por ser los más representativos, también los más destacados, de la autora. Ambos libros los publica la editorial Anagrama, sello responsable de la mayor parte de la literatura de la Nothomb en nuestro país, en traducción de Sergi Pàmies.

Estupor y temblores es una novela corta en la que se narra de un modo ágil, fluido, ligero y con altas dosis de humor -todos ellos rasgos “marcas de la casa”-, la peripecia claramente autobiográfica de su autora que, a los veintidós años, se incorporó al tantas veces incomprensible mundo laboral japonés, al acceder a las oficinas en Tokio de una gran empresa nipona, la intrincada, la inaccesible, la indescifrable compañía Yumimoto, que oficia en la novela no sólo como escenario central y exclusivo de la narración sino que se constituye en algo más, la clave, quizá, del mensaje, del propósito último del libro, al figurar como paradigma de la jerarquización, de la rigidez y, en último término, del absurdo de la organización del trabajo en ese enigmático mundo que para los occidentales representa el universo japonés. Amélie, que así, sin ocultamientos, se llama la protagonista, llega a Yumimoto y, desde el primer momento, desde el primer párrafo de la novela, se ve inmersa en un estado de cosas, en un cerrado orden que se presenta como feroz e indiscutible, arbitrario e irracional. Dice Amélie: El señor Haneda era el superior del señor Omochi, que era el superior del señor Saito, que era el superior de la señorita Mori, que era mi superiora. Y yo no era la superiora de nadie. Así pues, en la compañía Yumimoto yo estaba a las órdenes de todo el mundo. A partir de este momento inicial, y sentadas de este modo las férreas claves del funcionamiento de la organización, Amélie vive un auténtico calvario profesional, en el que se suceden las humillaciones, las incomprensiones, los abusos de sus superiores, el silencio cómplice de sus compañeros, las tareas absurdas, los mandatos delirantes, las exigencias ridículas, los acosos, los desprecios, las incomprensiones. En su particular bajada a los infiernos laborales, la protagonista, que supuestamente es contratada para realizar tareas de contabilidad, es sucesivamente relegada a ocupaciones cada vez más insensatas y denigrantes, dada su cualificación y su dominio de la lengua japonesa, causas aparentes de su contratación: se ve obligada a servir los cafés -siempre de modo inadecuado, al decir de sus jefes-; se la condena -como si de una moderna Sísifo nipona se tratara- a fotocopiar una y otra vez, de modo interminable y estéril, en multitud de innecesarias copias, el reglamento de un club de golf absolutamente ajeno al acontecer profesional de la empresa; se le exige, en un nuevo intento de anular su individualidad, cuadrar centenares de irrelevantes cuentas; se le impone la desmesurada e irracional tarea de archivar miles de anticuadas facturas; y, en el último escalón de su injusta cosificación, de su degradante esclavitud, se la destina a la limpieza de los lavabos masculinos.

Amélie Nothomb aprovecha la descripción de este proceso progresivo de despojamiento personal por parte de la jerarquía de la empresa, de este frío intento de arrebatamiento de la más elemental dignidad humana desde el poder omnímodo y ciego de una organización sádica, para mostrarnos, por un lado, la realidad de las costumbres, las prácticas, los usos laborales en Japón. Un mundo éste, el del trabajo en el país oriental, en el que cada trabajador es, a la vez, esclavo y torpe verdugo de un sistema que no le gusta, pero que jamás denigrará, por debilidad y por falta de imaginación. Sirva como muestra de esta tesis el personaje de la bellísima señorita Mori, la cual, cercana a Amélie, no sólo por su posición en la empresa, sino también por una cierta aparente afinidad afectiva, se convierte sin embargo en el más acerado verdugo de la protagonista y en su principal torturadora.

Pero no es esta sola intención sociológica, esta mera descripción de la realidad del trabajo y de la empresa en Japón, el único propósito, a mi entender, de esta interesante novela. Hay también, como puede apreciarse en el texto que os dejo como cierre a esta reseña, una crítica abierta a la jerarquización de las relaciones laborales, a la insensatez que lleva consigo casi siempre la burocratización del trabajo, a la tantas veces absurda lógica de nuestros sistemas productivos, a la alienación que con frecuencia el trabajo produce en nuestras vidas. En este sentido hay que entender el aparentemente extraño título de libro: Estupor y temblores alude a la actitud correcta con la que un ciudadano cualquiera debería dirigirse al Emperador según el antiguo protocolo imperial japonés; un título que encierra por tanto la esencia de la novela: el respeto sobrehumano, la personalidad traumatizada, la propia individualidad cercenada, castrada por el sometimiento irracional a las directrices de unas organizaciones que, por fortuna -en mi lectura optimista-, van despareciendo progresivamente de nuestro panorama laboral.

Metafísica de los tubos refleja igualmente las notas distintivas de la literatura de su autora: el carácter autobiográfico de sus argumentos; la vinculación con Japón y el amor por ese país, pese a que más de una vez se critiquen sus, a nuestros ojos, estrambóticas costumbres; la aparente ligereza; la simplicidad de una escritura de frases concisas, de párrafos cortos, que no se complica en complejos desarrollos; la brevedad de sus textos, que rara vez superan las ciento cincuenta páginas; el enfoque original, algo disparatado, inteligente y novedoso, insólito e incluso provocador, de los asuntos tratados; el ritmo ágil y la fluidez de la narración, en consecuencia fuertemente adictiva; la indudable cultura, que aflora en frecuentes citas literarias, filosóficas y, en el caso concreto de esta novela, bíblicas; el sutil pero siempre transgresor sentido del humor…

En la novela se narran los tres primeros años de vida de una niña que, de modo inequívoco, es la propia Amélie Nothomb. Su padre, cónsul de Bélgica en Japón, cuyas costumbres valora y hasta adopta (es un estrambótico pero comprometido cantante de teatro no, como se relata en una hilarante historia que nos muestra su “nacimiento” para el arte), vive en Osaka con su mujer y sus tres hijos, André, Juliette y nuestra protagonista, cuatro años menor que el primogénito. La niña, que nace, como la autora, en 1967, pasa los dos primeros años de su vida inmóvil, convertida en un mero “tubo” (de donde surge la metáfora que recoge el título): dominada por la inercia y la pasividad, sin llorar, sin hablar, sin andar, en las edades en que todo ello es esperable, habita el mundo como un Dios cuyas únicas actividades son la deglución, la digestión y, como consecuencia directa, la excreción. Un Dios algo despótico que se limita a abrir todos los orificios necesarios para que los alimentos y líquidos lo atravesaran, en una frase recurrente que se repetirá en distintos momentos del texto. Un tubo, pues, a partir del cual la escritora levanta su particular metafísica: las bondades de una existencia sin movimiento, en una singular mezcla de plenitud y vacío ajena a las complicaciones de la realidad.

Sin haber cumplido tres años, esta existencia vegetal -La Planta, dice de sí misma este muy lúcido e intelectualmente despiadado bebé- se ve definitivamente interrumpida por la aparición de la abuela materna, que viaja desde Bélgica a visitar a su hijo y su familia: Fue entonces cuando nací a la edad de dos años y medio, en febrero de 1970, en las montañas del Kansai y en el pueblo de Shukugawa, ante la mirada de mi abuela paterna, por obra y gracia del chocolate blanco. La barrita de chocolate que la abuela hace probar a su nieta la hará descubrir el placer -el motor de la vida-, abandonar su amorfo pero acogedor estado vegetal y “nacer” a una existencia relativamente normal.

Desde 1970 lo recuerdo todo, escribe. Y en consecuencia, a partir de esa fecha dará cuenta de sus primeros pasos en el mundo, en una por momentos desternillante sucesión de peripecias, convencionales en cuanto son comunes a casi cualquier menor pero extraordinarias al ser relatadas desde la extravagante perspectiva de una niña sumamente inteligente y con un planteamiento de la vida muy original y divertido. Así, aprende a hablar, y conocemos sus disquisiciones acerca de cuáles deberían ser sus primeras palabras: Mamá, Papá, Aspiradora (divertidísima la “escena” del “encuentro” con el electrodoméstico), Juliette (ni por asomo quiere nombrar a su hermano mayor), Nishio-san, su cariñosa cuidadora. Empieza a escuchar las conversaciones a su alrededor interpretándolas, desde su ignorancia infantil, a su imaginativo antojo (llega a la conclusión, por ejemplo, de que la misteriosa profesión de cónsul a la que se dedica su padre debe equivaler a una especie de alcantarillero). Muy avanzada para su edad, se interesa por la Biblia, que se ve obligada a leer “encubierta” entre las tapas de un Tintín, para evitar que los padres la descubran. Atrevida y arriesgada, amante de las aventuras (mentales, físicas, subterráneas y navales, en tipología propia) y muy lanzada, en su afán de descubrir y experimentar hace todo tipo de trastadas que ponen a sus padres al borde del infarto: ahogarse en el mar, lanzarse por una ventana (sabía que las cosas más seductoras tenían que ser, a la fuerza, las más peligrosas)... La atracción por su primordial condición de “tubo” la lleva a intentar el suicidio por inmersión, reconociéndose en una naturaleza acuática, pues como el agua, dice, me sentía preciosa y peligrosa, inofensiva y mortal, silenciosa y tumultuosa, odiosa y feliz, dulce y corrosiva, anodina y rara, pura y embargante, insidiosa y paciente, musical y cacofónica. Inconformista y rebelde, cuestiona la naturaleza vigente de las cosas, rechaza el universo masculino a causa del injusto desequilibrio con la mujer en la cultura japonesa; y por ello odia a las carpas, ese animal totémico en el país nipón, símbolo del hombre en la mitología japonesa (Carpe diem, el dictum latino, es interpretado por ella como un desgradable “Una carpa al día”, hasta ese punto aborrece al repugnante pez). Unas carpas, esos seres rollizos que solo degluten, meras bocas que comen, que traen de nuevo a la mente de la niña -y del lector- la metáfora del tubo. Adora Japón -mi país, dice- y describe fascinada su paisaje, sus costumbres, sus rituales, sus ceremonias. Aparece, larvada, la vocación de escritora, pues miente a su antojo, inventando historias: En el fondo, me daba lo mismo que me creyeran o no. Yo seguiría inventando para mi propia satisfacción. Empecé, pues, a contarme historias.

Y descubre, por fin, la muerte, tras el fallecimiento de su abuela: lo que te ha sido dado te será arrebatado. Esa muerte real dará paso a la metafórica, cuando anticipa -con casi tres años, uno sabe que un día morirá- que algún día deberá dejar Japón, expulsada del paraíso por el cambio de destino de su padre. Ante el descubrimiento de este futuro expolio -dice- sólo existen dos actitudes posibles: o bien uno decide no encariñarse con las personas y las cosas, con el fin de que la amputación no resulte tan dolorosa; o, por el contrario, uno decide amar todavía más a las personas y las cosas, poner toda la carne en el asador, “ya que no estaremos mucho tiempo juntos, te voy a dar en un año todo el amor que te habría podido dar en una vida”. Y concluye, como corolario natural de su prematuramente asumida condición mortal: ya que serás expulsada del edén (…) tienes el deber de recordar todos estos tesoros.

Metafísica de los tubos es, pues, en cierto modo, la descripción de esos “tesoros recordados” en una narración llena, como se ha dicho, de humor e ironía, en la voz de una niña capaz, sin embargo, de análisis y razonamientos adultos. Con un mirada distanciada y crítica del mundo que le rodea, la pequeña Amélie lo cuestiona todo con una mezcla de ingenuidad e inteligencia prodigiosa, lo replantea todo desde un enfoque imprevisto: A los tres años, uno es un marciano. Resulta apasionante pero terrorífico se un marciano recién llegado a la Tierra. Uno observa los fenómenos inéditos, opacos. No posee ninguna llave. Hay que inventarse leyes a partir de estas únicas observaciones. Hay que ser aristotélico las veinticuatro horas del día, lo cual resulta particularmente extenuante cuando uno nunca ha oído hablar de los griegos.

El cumplimiento de los tres años, el último fallido intento de suicidio, esa frustrada aventura iniciática, será el final de una etapa; en cierto modo, el final de todo lo importante de una vida -Luego ya no volvió a ocurrir nada más es la rotunda frase que cierra el libro- que pudo hundirse en una inexistencia quizá más decisiva y reveladora. La existencia nunca me ha molestado, ¿pero quién me asegura que, en el otro lado, todo habría sido más interesante?

En fin, leed estas dos recomendables novelas de Amélie Nothomb publicadas por Anagrama, Estupor y temblores y Metafísica de los tubos, a cuya reseña acompaño ahora una propuesta musical. Aprovecho la mención a los Beatles en la segunda de las dos obras reseñadas para ofreceros She’s a woman, uno de los temas que los británicos interpretaron en 1966 en su concierto en el Nippon Budokan Hall de Tokyo.


Así descubrí algo muy importante: que en Japón la existencia es la empresa.

Se trata, por supuesto, de una verdad que ya ha sido descrita en numerosos ensayos de economía dedicados a este país. Pero existe un abismo entre leer una frase en un ensayo y vivirla. Yo podía convencerme de lo que aquello significaba para los miembros de la compañía Yumimoto y para mí.

Mi calvario no era peor que el suyo. Sólo resultaba más degradante. Aunque eso no era suficiente para que envidiara la posición de los demás. Era tan miserable como la mía.

Los contables que pasaban diez horas diarias recopilando cifras me parecían víctimas sacrificadas en el altar de una divinidad carente de grandeza y de misterio. Desde tiempos inmemoriales, los humildes han dedicado sus vidas a realidades que los superan: en otros tiempos, podían por lo menos entrever alguna causa mística en semejante estropicio. Ahora, ya no podían ilusionarse. Entregaban su vida a cambio de nada.

Como todo el mundo sabe, Japón es el país con la mayor tasa de suicidios. Personalmente, lo que me sorprende es que no sea todavía más frecuente.

¿Y fuera de la empresa, qué les esperaba a aquellos contables de cerebro lavado por los números? La cerveza obligatoria con colegas tan trepanados como ellos, horas de metro abarrotado, una esposa que ya duerme, el sueño que te aspira como el desagüe de un lavabo que se vacía, las escasas vacaciones en las que nadie sabe qué hacer: nada que merezca el nombre de vida.

Y lo peor es pensar que a escala mundial esta gente son privilegiados.

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