Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 21 de febrero de 2018

VÍCTOR ARRIBAS. GOOF! LOS MEJORES GAZAPOS DEL CINE

Hola, buenas tardes. Un miércoles más os damos la bienvenida a Todos los libros un libro que desde hace un mes lleva ofreciéndoos su semanal sugerencia de lectura centrada en estas ocasiones en títulos relacionados con el cine, corriendo así nuestro espacio en paralelo a las distintas celebraciones que el mundo cinematográfico festeja en estos días de febrero y marzo, singularmente los premios Goya y los Oscar.

Tras algunos acercamientos más formales y académicos, más sesudos y hasta densos, hoy mi propuesta se desenvuelve en un plano relativamente ligero, muy asequible y entretenido, ameno y muy curioso, a partir de Goof! Los mejores gazapos del cine, un divertido y bien documentado librito del comunicador Víctor Arribas, presentado el pasado 2017 en la editorial Espasa. Víctor Arribas, controvertido periodista tanto en su etapa en los informativos de Telemadrid como en su actual desempeño como presentador de La noche en 24, en el polémico canal 24 horas de Televisión Española -la sombra de la parcialidad y el sesgo progubernamental lastrando, en ambos casos, su trayectoria-, es también un apasionado y erudito cinéfilo, habiendo publicado numerosas obras centradas casi siempre en el cine clásico y en distintos géneros cinematográficos, en particular el negro, del que ya ha presentado las dos primeras entregas de una anunciada trilogía. En el caso del texto que nos ocupa, y como resulta evidente desde su muy inequívoco título, Arribas recopila centenares de gazapos, de equivocaciones y despistes de toda índole que inundan las películas casi desde el mismo origen del séptimo arte.

El término goof, bobadas, y sus equivalentes gaffe o flubb, errores, meteduras de pata, designan en Estados Unidos los descuidos y deslices, algunos de muy grueso calibre, que, inopinadamente y sin que el común de los espectadores llegue a percibirlos, afloran en una cinta rompiendo la coherencia de una escena, revelando un fallo de rodaje, mostrando un anacronismo o, en general, alterando la correcta construcción de una creación cinematográfica.

El elenco de posibilidades a las que se abre el estudio de Arribas es muy amplio e incluye problemas técnicos no detectados al rodar, inexactitudes históricas, datos inconsistentes o directamente falsos en las biografías de los personajes, absurdos desajustes en la narración, cabos sueltos, discontinuidades, olvidos y equivocaciones varios a los que no se sustraen ni las más reconocidas y aclamadas producciones del medio. Junto a este tipo de errores “comunes”, consabidos, pues -valga el ejemplo del avión que surca los cielos por encima de Brad Pitt en una escena de Troya, ambientada en el siglo XII antes de Cristo-, en el libro se incluyen también otras “curiosidades” en cierto modo colindantes con aquellos: bromas, guiños, parodias, autocitas, cameos, alusiones, etc. Por desgracia, y aunque es muy abundante la colección de referencias analizada, la edición no cuenta con un correlato fotográfico equivalente o siquiera digno, siendo una escasa veintena la pobre aportación de imágenes al, pese a todo, altamente interesante volumen. Lamentablemente también, el autor no ha sido ajeno a las “imperfecciones” que con rigor y meticulosidad detecta en las películas, incurriendo a menudo en ellas, no tanto en el contenido de su texto (alguna hay), como desde el punto de vista formal, con frecuentes erratas y, en general, una sintaxis algo descuidada.

Pese que la idea del libro pueda resultar teñida de “negativismo”, al centrar su estudio en los “defectos” de las películas, el enfoque del autor no es crítico ni destructivo, ni, mucho menos, sospechoso de iconoclastia. Víctor Arribas es un devoto del cine, palabra que siempre escribe con mayúscula -Cine- para subrayar su grandeza y defender la inmortalidad de sus muchas obras maestras (e incluso de bastantes de las menores, como afirma en su preámbulo). Cuando, en su exhaustivo repaso, detecta inmisericorde los errores que por descuido, falta de atención, ignorancia o simple mala suerte aparecen en las películas, nunca pone en cuestión la validez de las cintas afectadas por el “mal”, antes al contrario, el descubrimiento y la revelación de sus imperfecciones lo llevan a reforzar sus elogios y a ensalzar su bien ganada leyenda. Llega incluso, en el caso, que se recoge en el entregado prólogo, de Centauros del desierto, una de las excelsas creaciones de John Ford, a disculpar la flagrante contradicción histórica en la que se incurre en el guion, que alude a la concesión a un determinado personaje de una medalla sudista en la Guerra de Secesión -una distinción que en la documentada realidad de la contienda nunca existió-, señalando que se trata de una licencia consciente y por tanto voluntaria de su, por tantas razones, mitificado director. Y por si fueran pocas tales aclaraciones, disculpas y prevenciones iniciales, en las postreras páginas del volumen se incluye un redundante Desagravio final en el que se vuelve a entonar un entusiasta cántico en pro de la magia, el encanto y la fascinación de esta deslumbrante manifestación artística, la fábrica de sueños cinematográfica.

El libro se articula en torno a veintiún capítulos -de contornos algo imprecisos- en cada uno de los cuales se explora una variante distinta de las muchas en que se manifiestan las incongruencias fílmicas recopiladas. Siendo, una vez más, de todo punto imposible recoger todas ellas aquí, en el breve espacio de esta reseña, me limitaré a mencionar algunas de las más llamativas y destacadas. Así, en un primer apartado de título Lo imposible solo pasa en el cine, se aportan docenas de ejemplos de hechos, situaciones, personajes o circunstancias de realidad absolutamente inverosímil y que, sin embargo, han encontrado acogida -casi siempre involuntaria- en el poco cuidadoso metraje de una película. ¿Por qué en La diligencia los indios no disparan a los caballos poniendo fin de una vez por todas a la historia? ¿Por qué la policía no detiene a Viktor Laszlo en cuanto aparece en Casablanca, dejándolo pasearse por uno y otro lado con el único fin aparente de permitir que la película se desarrolle? ¿Por qué los protagonistas alados de Los pájaros no proyectan su sombra sobre el suelo o los tejados de las casas? ¿Por qué en uno de los tiroteos de Dos hombres y un destino el personaje de Sundance Kid que interpreta Robert Redford realiza diecisiete disparos cuando cada uno de sus dos revólveres sólo tiene capacidad para albergar seis balas? ¿Por qué el embarazo de Melania Hamilton, el rol al que daba vida Olivia de Havilland en Lo que el viento se llevó, dura -teniendo en cuenta las fechas señaladas en la película- veintiún meses? ¿Por qué las pupilas de Janet Leigh aparecen contraídas tras su asesinato en la ducha en Psicosis si, como certifica el gremio entero de oftalmólogos, deben dilatarse inmediatamente después del fallecimiento? ¿Por qué en Pulp fiction vemos el impacto de un disparo antes de que la detonación se produzca? Preguntas todas de imposible respuesta lógica, como tantas otras con las que ilustra Arribas este primer capítulo de disparates cinematográficos, entre los que la ingeniosa mirada del autor incluye también curiosas contradicciones entre las experiencias y las ideas de ciertos personajes en algunas películas que se verán “rectificadas” por las que vivirán o mantendrán otros encarnados por los mismos actores en cintas posteriores. Es el caso del Nicholas Cage protagonista de Peggy Sue se casó cuando anticipa a su compañera de reparto Kathleen Turner que, entre los muchos males que podían acontecerle en el futuro si ella no aceptase su propuesta de matrimonio, cabría considerar la pérdida de un brazo. Pues bien, ello acaba por ocurrirle al propio Cage, sólo un año después, en Hechizo de luna.

El capítulo segundo recoge los fallos de racord, de continuidad entre planos, escenas o secuencias. Sombreros que los personajes pierden en una escena y reaparecen misteriosamente en la siguiente, perfectamente colocados sobre su cabeza, caso de Chaplin -Arribas se niega a llamar Charlot a su alter ego fílmico- en El vagabundo; la gabardina empapada tras la suerte de diluvio universal que cae sobre Rick cuando -en el emotivo flashback de Casablanca- espera inútilmente la llegada de Ilsa a la estación de París, que, en la toma posterior, cuando Bogart sube, por fin, desesperanzado, al tren, se ve completamente seca, como, por otro lado, el sombrero y la figura entera del héroe; la guirnalda que lleva James Stewart en una escena de ¡Qué bello es vivir!, que cambia por arte de magia de la mano del actor a una mesa y luego de nuevo a la mano sin motivo aparente; los muchos brindis cinematográficos, con copas que se llenan y se vacían sin justificación alguna en, entre otras, Magnolias de acero, Memorias de África o Dick Tracy; las innumerables prendas que se esfuman y recuperan sin solución de continuidad; los números de una calle que se confunden en dos planos consecutivos; los motores de avión que se multiplican o dividen según estén en el aire o en tierra; los objetos que cambian de lugar o se desvanecen, gafas, vendajes, manchas, hasta cadáveres que hacen mutis por el foro; las heridas que cambian de pierna o brazo de una a otra toma; las posiciones de los actores, las posturas, los emplazamientos, que se mueven de continuo; los figurantes que desaparecen o que irrumpen por sorpresa sin que haya explicación para ello. O, en este orden de cosas, el más llamativo traspiés, a mi juicio, de nuevo en Dos hombres y un destino. Con la inmortal Raindrops keep fallin’ on my head sonando de fondo, Paul Newman, con bombín, se pasea en bicicleta con Katherine Ross, muy guapa y etérea, de blanco, sentada sobre la barra con las piernas colgando hacia un lado. Sólo un plano después, la chica se recuesta en el manillar con los pies apoyados en las tuercas que ajustan la rueda delantera… ¡y aún habrá más cambios en el curso de la escena!

Si algo puede salir mal… es un catálogo de errores en el proceso de rodaje que han pasado a la posteridad al verse incluidos en el metraje definitivo de sus respectivas películas: técnicos que se presentan de improviso en una escena, micrófonos que asoman, cámaras que roban plano, operadores que se cuelan reflejados en un espejo. También se mencionan el anillo de matrimonio de un actor casado que se muestra en el anular de su personaje soltero, como le ocurre a Fred MacMurray en la obra maestra del cine negro, Perdición, dirigida por Billy Wilder; los relojes en brazos de romanos en más de un peplum; los aviones, los coches, los helicópteros, las farolas, que desconciertan con su anacrónica presencia en una película de época. Y el más divertido de los ejemplos de esta sección, los genitales de Superman que, incapaces de mantenerse estáticos embutidos en los estrechos límites del “pijama” de lycra de su dueño, se mueven de uno a otro lado de su eje al albur de las arriesgadas aventuras del superhéroe. El capítulo incluye también un vergonzoso ranking de fallos en películas, que encabeza Apocalypse Now, pese a ello una obra maestra, con sus 568 mistakes.

Un extenso repertorio de disparates se recoge en La historia convertida en papel mojado, tras cuya lectura es fácil llegar a la conclusión de que casi ningún personaje o acontecimiento histórico con una cierta relevancia ha escapado a su correspondiente deformación cinematográfica. Infinidad de documentados episodios de la epopeya conquistadora norteamericana se presentan en los western bajo imaginativas versiones fruto de la libérrima creatividad de sus directores; las dos guerras mundiales, la del Vietnam, la carrera espacial se han recogido en el cine con significativas inexactitudes. Y fuera de Estados Unidos, hay también abundantes pruebas de esta ligereza histórica de los grandes creadores cinematográficos: Braveheart, Apocalypto, 1492. La conquista del paraíso o Ágora, de nuestro Alejandro Amenábar, “caen” también bajo la incisiva y despiadada lupa de Arribas, que se detiene, igualmente, en algún detalle menor: de nuevo en ¡Qué bello es vivir! vemos, en una escena ambientada en 1919, un cartel de Coca-Cola que sólo aparecería en la “vida real” en 1938.

En Cinco joyas imperfectas, el autor se muestra despiadado con otras tantas obras maestras (o casi, en alguno de los casos) de la historia del cine: Casablanca, Lo que el viento se llevó, 2001, una odisea del espacio, Ben-Hur y El puente sobre el río Kwai. En cada una de ellas son decenas las “pifias”, de distinta entidad. Resalto ahora la soltura con la que Rick saca un cigarrillo de su pitillera mientras aún sigue fumando el anterior, en la película de Michael Curtiz; los “renuncios” históricos en la gran producción de David O. Selznick y Victor Fleming; los errores científicos que no resisten un examen académico básico en la epopeya de Kubrick; el compendio de incoherencias de todo tipo -históricas, técnicas, simbólicas, narrativas… ¡¡y hasta agropecuarias (la raza de terneras que aparecen en la cinta no se importó hasta 1922 al Oriente Próximo)!!- que no desmerecen el juicio sobre la imperecedera película que protagonizó Charlton Heston; las incorrecciones, discontinuidades, faltas de concordancia, imprecisiones del clásico de David Lean, entre las cuales destaco ahora la imposible alteración del sentido del discurrir del agua del legendario río, al cambiar de orilla el equipo de rodaje en diferentes planos de la misma secuencia.

Sin tiempo para más, no puedo dejar de mencionar el espléndido capítulo -La firma de los artistas- que selecciona la algo narcisista presencia de los creadores que pretenden dejar su sello explícito en los filmes que dirigen o protagonizan, con el proverbial ejemplo de Alfred Hitchcock, del que Arribas presenta un exhaustivo listado de sus propios cameos en las cintas que dirigió (excepcional el recurso utilizado en Náufragos, que se desarrolla íntegramente, como es sabido, en un bote a la deriva, con la aparición del orondo director en un anuncio de un producto contra la obesidad -con fotos del “antes” y el “después” encarnadas por su reconocible figura-, en una revista empapada que llega a la frágil barquichuela). También Besos (no tan) míticos, un algo desmitificador apartado -del que os dejo un breve fragmento como cierre a esta reseña- en el que se desvelan los entresijos, no siempre ejemplares, de algunos grandes -y supuestamente apasionados- besos cinematográficos, con los ejemplos paradigmáticos de Bette Davis masticando ajos antes de besar en pantalla a un Errol Flynn al que odiaba, en La vida privada de Elizabeth y Essex, también con Michael Curtiz en la dirección, o el de Toni Curtis a Marilyn Monroe en Con faldas y a lo loco; fue como besar a Hitler, afirmó el actor quejándose de la agreste actitud de la diva. Igualmente interesantes son Apoteosis de la corrección política que analiza excelentes películas poco conformes con los criterios ideológicos hoy imperantes; El gazapo catódico y otras barbaridades tecnológicas, en donde se incluyen descalabros vinculados a la emisión televisiva del cine -con el summun del disparate en la programación de Retorno al pasado, la obra magna de Jacques Tourneur, que se emitió con los “rollos” cambiados, presentando la segunda parte antes de la primera, hecho que muchos telespectadores no percibieron, dado el carácter onírico del film y el recurso que en él se hace al flashback-; o Con el título hemos topado, que daría para un libro entero, con la mención de las muchas películas que han visto cambiado su título original por razones de censura o de supuesta rentabilidad económica, y que incluye una breve pero sustanciosa coda final relativa a los gazapos en los créditos.

Las inexactitudes geográficas comparecen en Los mapas se han vuelto locos, con desajustes en los que se confunden ciudades, provincias, estados, países… ¡¡¡y hasta continentes!!!; y todo ello sin contar los copiosos errores en las localizaciones o las ostensibles discrepancias entre el espacio que se representa en la película y su real ubicación en los mapas. Las anécdotas sobre los problemas que afrontan los realizadores en su difícil labor de coordinar el trabajo de grandes equipos y las negativas consecuencias que, en ocasiones, se trasladan al resultado final de sus obras, se glosan en El ingrato oficio de director. Quien debió ser y no fue incluye decenas de casos de actores y actrices que renunciaron a un papel o fueron sustituidos en última instancia en un rodaje o sufrieron el desaire de la industria del cine o arrastraron sus enfrentamientos y hasta su odio personal a las películas que protagonizaron juntos, con la bien conocida -y virulenta- rivalidad entre Joan Crawford y Bette Davis como muestra descarnada y casi cruenta. El apartado relativo a los guionistas -La maldición de teclear en la Underwood- recoge las peripecias de los profesionales probablemente menos valorados del complejo proceso de creación cinematográfica. Lo que el doblaje se llevó nos permite conocer algunas desopilantes historias referidas a las alteraciones de las líneas de diálogo originales como consecuencia de la necesaria adecuación a las exigencias del doblaje, con resultados muchas veces catastróficos con respecto al sentido original del texto y, por lo tanto, hilarantes. En Jirones de piel perdidos en un plató conocemos algunos de los más llamativos incidentes sufridos por actores y figurantes: caídas, golpes, accidentes, quemaduras y lesiones, pero también quejas, enfados, abusos, agresiones y hasta muertes ocurridos durante los rodajes. Lo que el Oscar olvidó recopila los principales caprichos, omisiones, errores, olvidos, manipulaciones y, sobre todo, anécdotas e incidencias remarcables en las ceremonias de entrega de los más importantes premios de Hollywood. No puede faltar, obviamente, el muy reciente fiasco, el pasado 2017, en el que incurrieron Faye Dunaway y Warren Beatty cuando otorgaron a La la land la estatuilla a la mejor película que en realidad correspondía a Moonlight.

Las cuatro secciones finales del libro albergan sorpresas estimables. Unhappy end: finales infelices enumera modificaciones impuestas a los desenlaces pensados originalmente para diversas películas: cambios exigidos por la censura, rodajes alternativos en previsión de las expectativas del público, adiciones postreras que alteran el significado completo de la obra, cierres fallidos o apresurados, finales forzados para permitir la continuación futura de una serie. Hay también espacio para las escenas malditas, secuencias eliminadas, pasajes vueltos a filmar. En ¡Dejen en paz a los clásicos! el autor arremete contra la funesta manía de los remakes, las revisiones de obras logradas que no hacen más que empeorarlas en un ejercicio muchas veces vacío condenado a la esterilidad. Entre la treintena de lamentables casos reseñados destacan también algunos milagros que consiguen estar a la altura de sus predecesores: Luna nueva de Howard Hawks en relación a The front page de Lewis Milestone, y Primera plana de Billy Wilder superando a ambas como excepciones gloriosas. Cuando falla la materia prima se refiere a las incongruencias producidas al pasar del guion al rodaje, con alguna muestra llamativa, como es la “desaparición” de Noah, uno de los hermanos del Tom Joad encarnado por Henry Fonda en Las uvas de la ira, que abandona la película sin despedirse cuando no ha transcurrido aún la mitad de su metraje. Por fin, en La taquilla diabólica se ofrecen datos de algunos de los grandes fracasos de recaudación en la historia del cine, en una doble lista: nimiedades cuya escasa atracción de público es consecuencia lógica de su banalidad artística y técnica y, por otro lado, películas imperecederas, consideradas hoy clásicos incontestables, que perdieron dinero a espuertas en su recorrido por las salas en sus respectivas épocas; valgan como ejemplo de estas últimas, Ciudadano Kane, ¡Qué bello es vivir! o Blade Runner.

Por desgracia, en este muy completo vademécum del error cinematográfico que es Goof! Los mejores gazapos del cine, el interesante libro que esta tarde os he recomendado con entusiasmo, no hay una sección específica dedicada a la música de las películas. Me quedo, pues, como complemento sonoro a mi reseña, con la ya mencionada Raindrops keep fallin’ on my head, el inolvidable éxito de Burt Bacharach y Hal David que en la película interpreta B.J.Thomas.



Una acción tan humana y sensual como el beso entre dos amantes corresponde a una galería de momentos irrepetibles del Cine que las películas han sublimado hasta convertirla en inmortal. El catálogo de sensaciones que proporciona la cantidad innumerable de reacciones físicas y químicas que produce, quedan retratadas a veinticuatro fotogramas por segundo de una manera que ninguna de las otras artes podrá plasmar. Tal vez podrá acercarse a su magia la pintura, tal vez Klimt con su pareja ocultando el beso carnal de los labios y haciendo volar las manos como intérpretes sensitivos del juego del amor, tal vez el beso pop de Liechtenstein con las lágrimas en los ojos de la mujer entregada a la pasión, o la escultura con el beso de los amantes de Rodin que son en realidad muchos besos esculpidos en relieve. Pero siempre perdurarán los besos en celuloide. Ni Klimt ni Liechtenstein ni Rodin podrán igualar, ya pasen dos siglos o cinco, el beso que creó John Ford en la Irlanda contemporánea entre dos personas que se reencuentran y ya nunca volverán a separarse: John Wayne besa a Maureen O’Hara en El hombre tranquilo (1952) bajo la lluvia y cubiertos los dos de la égida de la pasión de dos amantes que se están empezando a descubrir. No busquen defectos en esa escena de la campiña irlandesa en la que Sean Thornton y Mary Kate Danaher se encuentran y que termina con la irrefrenable tormenta en todos los sentidos: no los hay. Plasticidad, lirismo, emociones en estado exacerbado, sexualidad brotando de todos los poros de la piel de ambos personajes, y una cámara que, como beso famoso y distinguido de la historia del Cine, se acompaña de otros momentos casi tan maravillosos a lo largo de un relato de ensueño y de soñadores. 



Víctor Arribas. Goof! Los mejores gazapos del cine

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