Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de febrero de 2018

EDUARDO TORRES-DULCE. CASABLANCA. 75 AÑOS DE LEYENDA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que, semanalmente, os ofrecemos una propuesta de lectura que pueda interesaros. En el caso de hoy, continuamos con la serie que iniciamos hace siete días y que, en estas fechas cercanas a la entrega de los premios Goya y, algo más tarde, el próximo cuatro de marzo, la de los Oscar, os trae libros relacionados con el cine.

Como seguro que todos sabéis, pues los medios de comunicación se hicieron eco con profusión del acontecimiento, hace unos meses se cumplieron los setenta y cinco años del estreno, el 26 de noviembre de 1942, de Casablanca, la legendaria película de Michael Curtiz que se exhibió por primera vez en dicha fecha en el teatro Hollywood de Nueva York, aunque su estreno general tuvo lugar semanas después, a finales de enero de 1943. Desde esa lejana fecha, la cinta, cuyos procesos de creación y rodaje fueron más bien caóticos e impremeditados, sin que nadie pudiera prever su éxito posterior, se ha convertido en un título mítico de la historia del séptimo arte, incluida una y otra vez -y el fenómeno es constante- en cuanto ranking se presenta seleccionando las cien o cincuenta o diez mejores películas de este largo siglo de vida del cine, siendo reconocida y valorada por cualquiera con un mínimo de interés por el fascinante universo cinematográfico (o por cualquiera con un gusto, un criterio estético y una sensibilidad simplemente moderados).

Pues bien, Casablanca es la invitada y protagonista absoluta de nuestro espacio de hoy, a partir de un libro excelente, presentado, con ocasión del redondo aniversario, en las últimas semanas del pasado 2017. El libro, titulado Casablanca. 75 años de leyenda, aparece en Notorious Ediciones, fruto de la labor de Eduardo Torre-Dulce, bajo cuya responsabilidad unificadora se agrupa una pléyade de escritores, historiadores, cinéfilos y expertos críticos cinematográficos como son -por riguroso orden alfabético- Antonio Alférez, Ramón Alfonso, Víctor Arribas, Guillermo Balmori, Quim Casas, Lourdes de Orduña, Marco da Costa, Pedro Crespo, Miguel A. Fidalgo, José Luis Garci, Pedro G. Cuartango, David Gistau, Luis Herrero, Manuel Hidalgo, Juan Carlos Laviana, Carlos Marañón, Miguel Marías, Fernando Méndez-Leite, Diego Moldes, Andrés Moret, Nativel Preciado, José Antonio Pruneda, Oti Rodríguez Marchante, José Ramón Rubio, Miguel-Fernando Ruiz de Villalobos, el propio Eduardo Torres-Dulce, Joaquín Vallet y Juan Carlos Vizcaíno. Los interesados en la materia -el cine- reconoceréis en el completo elenco referido a muchos de los amigos y compañeros de batalla de José Luis Garci, la mayor parte de ellos de frecuente aparición tanto en su espléndido programa ¡¡Qué grande es el cine!!, presente en la parrilla de La 2 en diez inolvidables años (de 1995 a 2005), como en su sello editorial, este Notorious caracterizado por una inmejorable política de publicaciones, siempre interesantes en su contenido y primorosas y muy cuidadas en lo formal, sobre distintos aspectos de la fascinante “fábrica de sueños”.

La obra, doscientas cincuenta esplendorosas páginas a doble columna, recoge, en veintinueve sugestivos capítulos a cargo de cada uno de los autores mencionados, todos los acercamientos posibles, incluso los más insólitos, a una película que casi todo el mundo ha visto y conoce bien: sus características técnicas y artísticas, su azarosa creación, su complicado rodaje, su guion “plural”, sus intérpretes, su música, su vestuario, sus personajes, su “ambientación”, su carrera comercial, los reconocimientos y premios, su repercusión e influencia, y, en fin, cuanto detalle significativo -hasta los aparentemente inapreciables- ha caído bajo el exhaustivo criterio escrutador de unos autores tan capaces del análisis académico, mesurado y racional, como de la fascinada y fervorosa entrega al encantamiento que suscita en casi cualquier espectador -no sólo los “iniciados”- la sucesión de imágenes -tantas de ellas icónicas- de una película deslumbrante.

En consecuencia, el volumen es un inagotable compendio de datos, anécdotas, informaciones y detalles varios que van desde lo más trivial y liviano a aspectos del mayor calado psicológico, sociológico, filosófico y hasta moral, pasando por sugerentes reflexiones estrictamente cinematográficas. Entre los diferentes ensayos, rebosantes siempre de erudición y humor, de sabiduría y entregado entusiasmo, de conocimiento y pasión, aparecen también -y es una de las más luminosas fuentes del poderoso atractivo del libro- decenas de fotos de los actores y el director, momentos del rodaje, escenas de la película e, incluso, la reproducción completa -casi fotograma a fotograma- de algunas secuencias “míticas” del film, como la del inolvidable -y, como veremos, inexacta en su formulación más reiterada- Tócala otra vez, Sam, o la del para siempre inmortal último acto de la cinta, la despedida de Rick e Ilsa en el aeropuerto y el diálogo postrero entre el propio Rick y el afable capitán Louis Renault. Se incluyen, además, en las guardas iniciales y finales, sesenta y cuatro imágenes, entre carteles, programas de mano, invitaciones o prospectos, en distintos idiomas, con los que se difundió la película en épocas y países diversos.

Resulta imposible, claro es, agotar aquí, en esta breve reseña, esa multiplicidad de planos en que se desenvuelve un libro casi inabordable. Me referiré tan sólo, y de un modo superficial, a algunos de sus “momentos” más destacados. Así, en una primera intervención que aparece como prólogo a la obra, Eduardo Torres-Dulce, que enfatiza la importancia de los recuerdos (La patria de un hombre) en nuestras vidas -y en la del personaje encarnado por Humphrey Bogart-, nos invita a adentrarnos en el libro para encontrar en él la magia, el encanto, la turbiedad, la amargura, la melancolía, el patriotismo, la guerra, el amor y el desamor, la amistad, la muerte, la lascivia y el heroísmo, la piedad y la desesperación que, a su juicio, brillan una y otra vez en cada nueva visión de Casablanca. Esa dimensión sentimental está presente también en el capítulo que firma José Luis Garci. En Mi Casablanca, un texto extraído de Casablanca revisitada, el documental que presentó el director en 1992 y del que os dejo un fragmento como cierre a esta reseña, Garci sostiene, tras analizar distintos aspectos del film y con su habitual prosa elegíaca, que “Casablanca es más que la película. Casablanca es las películas”. Más allá de estos y otros enfoques generales, en los que afloran la ilusión, los misterios, el mito de Casablanca y la muy intensa historia de amor que nos cuenta, Antonio Alférez explora, de modo exhaustivo, las conexiones entre la película y entorno bélico de la época. De esta manera, disecciona los entresijos de la Operación Torch, que puso a la Casablanca real en el tablero de la Segunda Guerra mundial; las singularidades de la Operación Backbone, que debería haber supuesto la toma de Marruecos primero y de Andalucía después por los ejércitos aliados; la evocación de los años negros de Vichy, con la sumisión de los gobernantes franceses a las autoridades alemanas, un trasfondo que -de modo muy sutil; o no tanto: la botella de agua de Vichy lanzada a la papelera en una escena del film, por poner un solo ejemplo- impregna el clima de la película. En El nacimiento de una leyenda, de nuevo Torres-Dulce, ahora como autor y no en tanto editor, da cumplida y minuciosa cuenta del proceso de creación de Casablanca, desde el verano de 1938, en que Murray Burnett, un sencillo profesor norteamericano, viaja por Europa con su esposa y se empapa de la atmósfera prebélica que vive el continente, acumulando unas vivencias que un par de años más tarde le llevarán a escribir con Joan Allison, una comedia, Everybody Comes to Rick’s, que recrea esa atmósfera y será el germen de la cinta; pasando por las muchas peripecias de un proyecto que enfrentará a diferentes productores e inversores, exigirá un gran número -no menos de siete- de guionistas, involucrará a varios candidatos a director, manejará diversas opciones de actores y actrices que irán descartándose de manera sucesiva, conllevará distintos momentos de un rodaje que se desarrollará con lentitud, pues las páginas del guion con las líneas de diálogo de los intérpretes se reciben con escasas horas de antelación; hasta llegar, por fin, al ansiado estreno y el comienzo de la exitosa carrera comercial con las ocho nominaciones a los Oscars y los tres recibidos -mejor película, director y guion- en la ceremonia del 3 de marzo de 1944.

Andrés Moret firma un extenso ensayo, muy bien documentado, sobre la Warner Brothers, que produjo el film. Los hermanos Warner eran judíos y en los años de la guerra la actividad de sus estudios se centró en hacer películas que mostrasen la realidad de la amenaza fascista en Europa; en ese contexto propagandístico se inscribe el rodaje de Casablanca, con esa secuencia paradigmática -¡quién puede no recordarla!- de La Marsellesa entonada por los clientes del bar, en un clamor de emotividad y fervor democráticos, acallando los cánticos de los militares alemanes.

La figura del director, Michael Curtiz, es glosada por Miguel A. Fidalgo, que en el capítulo correspondiente del libro repasa su carrera y se adentra en los vericuetos del rodaje de la película, analizando las decisiones técnicas del realizador, interpretando la resolución dada por él a algunas situaciones planteadas en su transcurso y proporcionando sustanciosas informaciones sobre días de filmación, jornadas de trabajo, presupuesto desembolsado o beneficios obtenidos. Igualmente, la azarosa historia del guion, sus múltiples borradores y los consecuentes cambios, las reescrituras casi diarias, las constantes improvisaciones en el mismo rodaje, las discrepancias de los protagonistas en sus relatos a posteriori sobre lo realmente sucedido con el texto final en el que se basó la filmación, son el objeto central del capítulo que escribe Manuel Hidalgo.

Con idéntico enfoque “particularista”, que pone el objetivo en un aspecto singular y determinado de la película, ¡Vístelos otra vez, Orry!, se fija en la figura de Orry George Kelly, el modisto y diseñador australiano que “vistió” al elenco entero de Casablanca. Lourdes de Orduña recuerda la vida personal y artística del que fue amante de Cary Grant y responsable del vestuario de medio Olimpo femenino hollywoodiense (Marilyn Monroe, Barbara Stanwyck, Ava Gardner, Katharine Hepburn, Olivia de Havilland y la propia Ingrid Berman, entre otras muchas), y desmenuza su aportación a la caracterización psicológica de los personajes de Casablanca lograda, también, a través de las prendas que Orry-Kelly (como se le conocía) diseñó.

Esa perspectiva monográfica y especialísima es la elegida también por José Ramón Rubio para trasladarnos la pequeña historia de As time goes by, el inmortal tema que suena en la película y que cualquier cinéfilo identifica con Casablanca. El experto periodista musical rastrea en los orígenes de la pieza, compuesta en letra y música por un modesto y poco conocido Herman Hupfeld, al que sus amigos llamaban Dodo -el capítulo se titula La canción del pájaro Dodo-. También nos cuenta sus distintas versiones a lo largo de los años: Billie Holiday, Rosemary Clooney, Carmen McRae, Peggy Lee o Barbra Streisand, entre otras muchas voces femeninas que recrearon una canción cuya interpretación en la película llegó a pensarse que debiera correr a cargo de Ella Fitzgerald, que habría hecho el papel que en la versión definitiva desempeñó Dooley Wilson. Un Dooley Wilson que, originariamente baterista, no toca el piano en la cinta, sólo lo simula, el pianista fantasma, lo llama Rubio. Conocemos también que la célebre frase a la que antes aludía, Tócala otra vez, Sam, ni está en el guion ni se pronuncia en la película; Tócala, Sam, es lo que dice en realidad el personaje de Ingrid Bergman. Además, el interesante capítulo nos informa de los intentos del compositor de la banda sonora del film, el afamado Max Steiner, por suprimir la pieza y sustituirla por una suya, algo que, finalmente, no se llevó a cabo porque ello exigía volver a rodar la escena entera e Ingrid Bergman ya había abandonado el rodaje y se había cortado el pelo para una nueva cinta.

Diego Moldes estudia la ambientación de la película a partir de la figura de Carl Jules Weyl, su director artístico. Con envidiable sabiduría, el autor nos presenta al arquitecto, decorador y diseñador alemán, mostrándonos los aspectos más destacados de su biografía y su personalidad creativa, y diseccionando con rigor y acierto sus opciones estilísticas para crear la escenografía de Casablanca. La influencia del expresionismo germánico, del impresionismo francés y del realismo vitalista americano, junto al exotismo africano de callejas, tiendas y localizaciones varias, así como el aire arabesco del Rick’s Café, conforman, al decir de Moldes, unos espacios de una rara verosimilitud que contribuyen a que la película se fije para siempre en la memoria de sus espectadores.

En Casablanca en estado noir, Victor Arribas, que admite que Casablanca es una película sin género, la analiza, sin embargo, desde la perspectiva del cine negro. En su estudio, y aunque no la considera una película que pueda incluirse en el “abanico noir”, destaca ciertos rasgos que la aproximan a él: la trayectoria previa de su director, Michael Curtiz, en ese ámbito; la reconocible figura de Bogart -la gabardina, el sombrero, el sempiterno cigarrillo- como icono destacado de esa oscura tendencia estilística; la presencia de un actor como Sydney Greenstreet, entre otros secundarios a los que luego me referiré, al que podemos encontrarnos en otros títulos del género, singularmente en El halcón maltés; la figura del director de fotografía, Arthur Edeson, habituado a “construir” atmósferas sugerentes en otras películas “negras”; el ambiente exótico, a menudo recurrente en algunos clásicos “policiales”…

A partir de la significativa rúbrica de El zoo de Rick’s, se diseccionan en distintos capítulos firmados por Luis Herrero, Fernando Méndez-Leite, Juan Carlos Laviana, Ramón Alfonso, Marco da Costa, Quim Casas, Juan Carlos Vizcaíno, Pedro Crespo o Carlos Marañón, los muchos personajes de interés -protagonistas y secundarios- de una película inolvidable también por su reparto. La compleja y aparentemente ambigua personalidad de Rick, sus heridas, sus claroscuros, su supuesto cinismo, su ética, su individualismo y su compromiso; la confundida y frágil Ilsa, casi siempre tan contenida, cuestionada en el retrato de Nativel Preciado; el firme y enérgico Victor Laszlo, enérgico y arrollador en la defensa de sus ideas y de su misión; el Louis Renault desprovisto de convicciones -al menos exteriormente- que borda Claude Rains; el cercano y carismático Sam -Sancho Panza, lo llama Marañón-, el amigo fiel, el “buen negro”, la “simpática anomalía”, el cliché consabido que Hollywood se permite para lavarse la cara de su racismo subyacente; el villano Mayor Heinrich Strasser, tras el que aflora la magnética personalidad del actor Conrad Veidt; el miserable Ugarte, encarnado por un Peter Lorre como siempre espléndido en su representación de caracteres perturbadores; el Ferrari entre amenazador y cómplice que impone en sus apariciones tras la rotunda figura de Sydney Greenstreet; entre otras “comparecencias” más accesorias, pero en las que también se detiene el muy amplio saber de los autores.

Hay, también, un completo examen a las interioridades de la ceremonia de los Oscar celebrada el 6 de febrero de 1944, con un repaso de todos los títulos en contienda y con especial mención a las nominaciones y los galardones obtenidos por Casablanca, que con tres premios quedó por detrás de la algo ñoña ¡¡La canción de Bernadette!!, de presencia habitual en las pantallas televisivas en la Semana Santa de mi infancia, que obtuvo cuatro. Guillermo Balmori, que firma el capítulo, se lamenta por la ausencia de Ingrid Bergman entre los nominados o por las de Bogart, Rains o la banda sonora de Max Steiner de entre la lista de los finalmente premiados.

En el capítulo llamado La sombra de Casablanca se comentan las muchas películas que han bebido de la inagotable fuente de inspiración que es el gran clásico que hoy protagoniza nuestra reseña. Joaquín Vallet encuentra concomitancias, de diferente índole, con la película de Curtiz en La Reina de África, Tener y no tener, Sabrina, Recuerda, Encadenados, Una noche en Casablanca, Un cadáver a los postres, Una vida y un amor, Cuba, En busca del arca perdida, El buen alemán, Diamantes para la eternidad, Cuando Harry encontró a Sally, Aterriza como puedas y hasta La niña de tus ojos, de nuestro Fernando Trueba.

Pero donde esa influencia es explícita es en la obra entera de Woody Allen y, en particular, en Play it again, Sam, titulada en España Sueños de seductor. A la hilarante película dirigida por Herbert Ross, pero rezumando todo el espíritu woodyallenesco, se consagra un capítulo final escrito por Oti Rodríguez Marchante.

En fin, son decenas, como veis, los motivos para acercarse a este Casablanca. 75 años de leyenda, que edita Eduardo Torres-Dulce para el sello Notorious. Y muchos más, como es obvio, para volver a ver un clásico insuperable de la historia del cine. Para abrir boca a esa nueva revisión de la película os dejo, cómo no, con As time goes bye, en la imperecedera interpretación de Dooley Wilson que suena en el film.


Mi Casablanca

A comienzos de los años 60, los estudiantes de Harvard frecuentaban el Bradol Heather, una simpática sala de Cambridge, Massachusetts, con estupendo marco juvenil: bromas durante las proyecciones, chicle, brazo de chico sobre hombro de chica, exhibición de los primeros paquetes de cigarrillos, libros de literatura o física, apuntes a ciclostil de Teoría Económica, el Fedón de Platón y un single de Neil Sedaka en las manos. Ella se parecía, bueno, quería parecerse a Natalie Wood en la escena de la cascada, y él trataba de mirar como Warren, vestido de granjero en la secuencia final. Esplendor en la vida. Siempre era primavera en aquellas sesiones de cine después de clase.

La noche en que aquellos centenares de estudiantes vieron por primera vez Casablanca, una noche sin fecha, nació la sensibilidad de un tiempo nuevo. Las películas yo no iban a leerse de la misma manera… y eso mismo iba a ocurrir con otras formas de Arte.

Casablanca era la ética en acción, la deontología en pie de guerra, el rostro de la lealtad y la entereza. Apenas desaparecido el “The End” sobreimpresionado al mapa de África, todavía la música de “La marsellesa” en los oídos, ellas y ellos salieron disparados hacia sus habitaciones, y allí arrancaron los banderines triangulares y clavaron en la pared la imagen de Rick, al tiempo que colocaban, sin darse cuenta, la primera piedra de la cinefilia de nuestro tiempo.

Acodado sobre la mesa de su cabaret vacío, en la alta madrugada, chaqueta blanca, pajarita negra, la mano izquierda agarrando el vaso, la mirada arcillosa haciendo travelling hacia un amor perdido, vuelto a encontrar, perdido definitivamente…

Rick, Rick Blaine. Siempre con las decisiones tomadas, una de esas personas capaces de ir hasta el final… Producía vértigo contemplar a Rick en blanco y negro, pues, aunque fuera de forma borrosa, se sabía que allí, en él, con él, había alguna clase de esperanza. Rick Blaine, propietario del “Café Americain”. No, no era un joven, era un tipo adulto, pero un adulto que pensaba como si fuera joven. Despreciaba la hipocresía, rechazaba cualquier pacto de arriba, era el guardián entre el centeno hecho hombre, algo batido y abatido, con una emocionante tristesse, con una bien visible costra resguardándole de su no menos bien ganada decepción ante la condición humana.

Rick Blaine es el auténtico “amigo americano”, el neoyorquino extranjero esté donde esté, el que oculta ideales destrozados… el que sepulta amores perdidos.

A las chicas que estudiaban Arte o Literatura, Rick, además, les parecía ese tipo al que todo le ha sucedido la noche antes, el que invadía sus zonas mágicas, al que entregaban el último pensamiento, el que las rodeaba de un peligro indefinible… ese que jamás les daría seguridad en ninguna clase de amor y sí riesgo de 18 quilates. 

Cuando llegaron las primeras vacaciones, las lumbreras de Harvard comentaron el asunto Casablanca con la familia durante la cena. Entonces, hijo, teníamos películas de verdad, películas hechas con sentimientos, honradas… Pero Casablanca fue algo especial. Estábamos en guerra, la emoción, entonces, te domina más fácilmente… Se convirtió en nuestra película.




Eduardo Torres-Dulce. Casablanca. 75 años de leyenda

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