Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 28 de febrero de 2018

JUAN ANTONIO MOLINA FOIX.
HISTORIAS DE CINE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, que hoy cierra la serie de recomendaciones literarias vinculadas al cine en una relación, la de la literatura y el séptimo arte, que hemos venido subrayando estas últimas semanas de febrero y marzo, en las que tienen lugar las ceremonias de entrega de los Oscars y de los Goya, entre otros prestigiosos premios cinematográficos como los César franceses o los Bafta británicos.

Como espléndido colofón a nuestra plural propuesta, esta tarde os traigo un libro magnífico que explora las indudables -y muy frecuentes- conexiones entre las obras literarias y sus correspondientes traslaciones fílmicas. Se trata de Historias de cine. Relatos que inspiraron grandes películas, la sugestiva y reveladora rúbrica bajo la que Juan Antonio Molina Foix presenta once cuentos o relatos breves que están en el origen de otras tantas conocidísimas y significativas cintas. El libro, publicado por la editorial Siruela, recoge los textos en los que se basaron los guionistas y directores de películas clásicas de la historia del cine -algunas de ellas legendarias- como son Rashomon, Le plaisir, Cuentos de la luna pálida, La paura, Ellos y ellas, Testigo de cargo, El hombre que mató a Liberty Valance, Los pájaros, Una historia inmortal, Une femme douce y Dublineses, casi todas obras mayores de sus respectivos realizadores, Akira Kurosawa, Max Ophüls, Kenji Mizoguchi, Roberto Rossellini, Joseph L. Mankiewicz, Billy Wilder, John Ford, Alfred Hitchcock, Orson Welles, Robert Bresson y John Huston, respectivamente.

Tras un breve pero sustancioso prólogo, el responsable de la edición nos ofrece, en cada caso, el relato correspondiente junto a una breve introducción en la que se comentan aspectos destacados tanto del texto como de la adaptación cinematográfica. El lector puede encontrarse también una reproducción -por desgracia en blanco y negro; los únicos apuntes de color se muestran en la portada- del cartel original de cada película.

El interesante capítulo preliminar se inicia con un muy sucinto repaso de la historia del cine y de su evolución -muy rápida- desde su inicial función como crónica documental en movimiento, en las primeras cintas de los Lumière, pasando por su utilización como mágico espectáculo de feria a partir de la fantasía y el talento de George Méliès, hasta llegar, por fin, a su plena consideración artística, con la “invención” de un lenguaje narrativo propio -la traducción en imágenes del relato novelesco decimonónico- en las películas de Griffith. David W. Griffith inventa -cuenta Molina Foix- el flashback para mostrar o recordar un acontecimiento pasado, el contraluz lateral, el desenfoque como efecto artístico, el salto de imagen, el montaje en paralelo, la fragmentación de las secuencias en planos de diferente valor, el desplazamiento del punto de vista de la cámara dentro de una misma escena, la utilización del primer plano con intención dramática, la profundidad de campo, entre otros hallazgos técnicos novedosos… ¡¡y el siglo XX no ha hecho más que empezar!!

Tras este muy concentrado “recordatorio”, el autor pasa a profundizar en las relaciones entre cine y literatura. La literatura -escribe- es analítica, se ve abocada a utilizar un lenguaje sucesivo y, por tanto no puede abarcar todos los aspectos de la realidad. El cine, en cambio, es sintético -condición propiciada por la simultaneidad que el tratamiento de imágenes permite- y, en consecuencia, poliédrico, pues ofrece visiones distintas de esa realidad ya no tan única. La ambigüedad y la capacidad de sugerencia y evocación de las palabras se contraponen a la concreción de la imagen fijada en el cine. El texto literario despierta la imaginación, el cine la ciñe a unas acciones, unos paisajes, unos rostros determinados.

Y es por ello, por las notorias diferencias entre ambas narrativas, por lo que resulta tan complejo el trasvase -por llamarlo así- de “elementos” nacidos en uno de los dos universos hacia el otro. Intentar convertir en película un texto literario, pretendiendo una rigurosa fidelidad a la obra originaria, “ilustrando” su argumento con imágenes, es, pues, una operación prácticamente imposible -o inevitablemente fallida- que sólo podrá resolverse con éxito si se abandona de raíz esa inalcanzable exigencia de reproducción de la “literalidad” y el creador se abre a la “producción” de una obra nueva y autónoma. En otras palabras, cualquier intento de recreación cinematográfica de un relato o una novela ha de centrarse precisamente en lo que el término indica: re-creación, invención -con los códigos y los parámetros del cine- de un “artefacto” casi enteramente distinto que, eso sí, mantenga vivo el espíritu del texto del que procede.

El corolario que extrae Molina Foix de estas premisas es que, habiendo buenas películas basadas en obras literarias sobresalientes, no hay en cambio, salvo excepciones -y cita alguna: Avaricia, de Erich Von Stroheim, Deseos humanos de Fritz Lang o Perceval le gallois, de Eric Rohmer, entre otras- grandes películas que “procedan” de grandes novelas. Más fácil ha sido y es, por el contrario -seguimos leyendo en el preámbulo-, que el cine haya dado -y continúe haciéndolo- obras maestras cuyo origen está en textos literarios de menos entidad, no tan importantes o clásicos. La lista que aporta el antólogo es, en este caso, desbordante y, por su extensión, de imposible reproducción aquí; siendo los títulos contenidos en ella, casi sin excepción, extraordinarios, tanto los filmes nacidos de novelas como, aun en mayor número, si se trata de “versiones” de relatos breves o nouvelles. Por mencionar solo algunos ejemplos: Sabotaje de Hitchcock o Lord Jim, de Richard Brooks, basadas en obras de Conrad; Muerte en Venecia de Luchino Visconti, a partir del relato del mismo título de Thomas Mann; Barry Lyndon de Kubrick, sobre la novela homónima de Thackeray; Extraños en un tren, también de Hitchcock, o El amigo americano, de Wim Wenders, que adaptaron sendas novelas de Patricia Highsmith; las galdosianas Nazarín y Tristana, de Buñuel; Las uvas de la ira, de John Ford, traslación de John Steinbeck; La edad de la inocencia que dirigió Martin Scorsese sobre una obra de Edith Wharton; Eyes Wide Shut, en la que Stanley Kubrick recrea una novelita de Arthur Schnitzler. Y además, clásicos del cine negro como El halcón maltés de John Huston, o Tener y no tener y El sueño eterno, ambas de Howard Hawks, espléndidas adaptaciones de Dashiell Hammett, Ernest Hemingway y Raymond Chandler, respectivamente.

A esta última categoría de los relatos breves pertenecen los textos escogidos en la edición que ahora os presento, una recopilación de obras más que dignas -más aun, de gran calidad- que han dado lugar a películas memorables que, con mayor o menor dificultad, están al alcance de cualquier espectador. Por muchas razones (limitaciones de espacio o concesión de permisos de reproducción, entre otras) la selección, en cuanto al cine se refiere, es por fuerza limitada, incompleta y subjetiva, aunque, como reivindica su responsable, altamente representativa, con presencia de cinematografías, géneros y directores bien diversos.

Ni que decir tiene que mi sugerencia de hoy pretende -quizá en un exceso de ambición- abrirse a las muchas posibilidades que un libro de esta naturaleza nos ofrece. Así, creo que extraer todo el jugo posible a la obra de Molina Foix “exigiría” no sólo la lectura de los once cuentos sino también el visionado de las películas a las que dieron lugar. Yo así lo he hecho, aunque he de confesar que sólo he vuelto a ver ahora una larga media docena de ellas, basándome, para mis comentarios de las restantes, en mis recuerdos de, en ocasiones, hace varias décadas.

Un primer ejemplo paradigmático de las complicadas relaciones entre literatura y cine lo constituye el cuento El idilio de Miss Sarah Brown, escrito por un para mí desconocido Alfred Damon Runyon en 1933. En apenas veinte páginas, en un texto curioso y sin demasiado relieve, más allá de su peculiar estilo, su redacción en presente y su lenguaje entre alambicado y jergal, el autor nos narra las peripecias de Sky, un tipo simpático, de carácter desenfadado, que se desenvuelve en el mundo del juego, las apuestas, el hampa y los bajos fondos, por el que revolotea ligero y sin ataduras, saltando de timba en timba y de partida en partida. Sus principios y su honestidad, su despreocupada y sentimental visión del mundo, su sentido del humor y su tranquila y muy liviana concepción de la existencia encuentran en ese entorno plagado de tramposos y trileros, de oportunistas y pícaros, un espacio idóneo que le facilita un pasable modus vivendi. Todo cambia cuando encuentra en la calle a la puritana señorita Brown que forma parte de una suerte de ridículo Ejército de Salvación dedicado a salvar la virtud de esos muchos pecadores que pululan por las calles de Broadway jugándose el dinero que no tienen a los dados y a los caballos. Sarah Brown, con sus bellos ojos cien por cien, acaba por subyugar al muy curtido Sky, que, por ella, pondrá en juego su alma en una singular partida. Cómo esta poco más que entrañable historia, cuyo argumento se resuelve en cien palabras, puede convertirse en una deslumbrante comedia musical de dos horas y media es una de las pruebas más contundentes del hecho de que, en efecto, cine y literatura constituyen dos universos casi paralelos y, en cualquier caso, autónomos. Ellos y ellas fue dirigida en 1955 por Joseph L. Mankiewicz, con un reparto formidable -Marlon Brando y Frank Sinatra por un lado y Jean Simmons y Vivian Blaine por otro- y con escasos elementos en su metraje rescatados de la obra original. Manteniendo el marco de referencia de la historia, el simpático y en el fondo benévolo ambiente de los pícaros y delincuentes de poca monta que aparecen en el cuento, su director estira de un modo encantador la descabellada anécdota sobre la que aquel gira, el tipo duro que arriesga por amor todo lo que es, dando lugar a una película que cuenta con deliciosos números musicales -en particular un comienzo arrebatador de relampagueante coreografía- y que se ve con una sonrisa en los labios dejando en el espectador una amable disposición de ánimo.

Extraordinaria es también la traslación al cine de Testigo de cargo, el soberbio cuento de Agatha Christie, publicado en 1925, que dio lugar a la película del mismo título dirigida por Billy Wilder en 1957. El relato es muy breve, concentrado, con sólo tres personajes principales (¿quizá cuatro?) y alguno secundario de presencia episódica y menor. Sin embargo, la historia respira misterio e intriga, y el giro final que da una vuelta de tuerca completa a la enigmática trama resulta auténticamente magistral. Todo ello está también en el film, que incrementa el número de personajes, interpretados por un elenco de actores muy solventes, con dos de ellos insuperables, el genial Charles Laughton y la magnética Marlene Dietrich, y una tercera, la desenvuelta Elsa Lanchester -que se había dado a conocer con La novia de Frankestein veinte años antes-, también formidable en un papel inexistente en el texto original. Laughton y Lanchester, matrimonio en la vida real, fueron candidatos al Oscar por sus respectivos papeles. La presencia de Tyrone Power es, desde mi punto de vista, más discreta y convencional. El guion cinematográfico incorpora además, con respecto al texto primitivo, el uso de los flashbacks, con dos muy elocuentes y explicativos; el recurso al humor, marca de la casa del director -sobre todo en el papel de Laughton, que subraya el carácter gruñón del perspicaz abogado que interpreta-; y un nuevo inesperado y chocante efecto previo al The End, que muy convincentemente riza el rizo del ya contenido en la obra base, llevando así al espectador de sorpresa en sorpresa, hasta el punto de que una voz en off que se oye mientras pasan los créditos finales reclama a quienes acaban de ver la película que no den cuenta a nadie del impactante e insospechado colofón, un cierre bastante más optimista e indulgente, más complaciente y políticamente correcto que el concebido por la sagaz y algo malévola y retorcida Miss Christie.

El cuento sobre el que se fundamenta El hombre que mató a Liberty Valance, el gran clásico de John Ford, es un texto muy sucinto publicado en 1949 por Dorothy Marie Johnson, una, al parecer, reconocida especialista en el western, con infinidad de relatos y novelas del Oeste en su haber, aunque prácticamente desconocida fuera de ese ámbito. Su narración -apenas divulgada si la comparamos con la inmensa repercusión y la duradera influencia del film- es espléndida, con tres personajes admirables que concentran en sí mismos y en la intensa historia que comparten los valores más reconocibles en las obras mayores del género: la amistad, el amor, la entrega, el heroísmo, la nobleza, la dignidad, el coraje, la valentía, el honor, el idealismo, los principios. La película participa de estos rasgos, en una de las muestras más representativas del universo estilístico y moral de su director. Acompañado de James Stewart y Vera Miles en los papeles principales y de una pléyade de magníficos secundarios, en el reparto destaca un John Wayne sobresaliente, en una caracterización inolvidable, de hondo dramatismo y profundo sentido ético. La maestría de Ford, que parte de los elementos esenciales del texto de Johnson, preservados en la cinta, e introduce en ellos algunas diferencias llamativas, crea una atmósfera intensa, muy lírica y sentimental, para conformar una obra maestra, que nos muestra con una perspectiva nostálgica y teñida de romanticismo el paso de la América salvaje y libre de los pioneros que expandían el país en territorios agrestes en los que la vida se abría paso a tiros, fuera del imperio de la ley, a la edad moderna, que acompaña la llegada del ferrocarril, el emblema de un progreso que traerá también los mejores logros de la civilización: la educación, el orden público, el derecho, la justicia, la política, la democracia… En definitiva, dos joyas imperecederas, cada una en su particular dominio, que prueban, una vez más, la compatibilidad entre cine y literatura para emocionar, instruir, conmover y tocar la sensibilidad de quienes se acercan a sus principales frutos.

El trasvase al cine de Miedo, el relato de Stefan Zweig, escrito en 1910, es también revelador de los diferentes parámetros en los que se desenvuelven ambas expresiones artísticas, la literaria y la cinematográfica. El cuento, concentrado y magnífico, desasosegante e intenso, narra la devastación psicológica y moral que provoca el adulterio en una mujer acomodada, que vive las sosegadas rutinas de una económicamente muy holgada existencia, que sin ser del todo placentera se desenvuelve, con un amoroso marido abogado y dos pequeños hijos, en una agradable tranquilidad. Ambientada en la Viena de principios del siglo pasado, Zweig construye un artefacto perfecto, con una trama que rezuma suspense y un desenlace insospechado, en el que el estado de tortura psicológica en el que se ve sumida su protagonista al saberse descubierta en su relación ilícita, nos es descrito con profundidad y extraordinaria sutileza. Son, tan sólo, cuarenta escasas páginas, pero en ellas el retrato del alma de la esposa, Irene, la leve y como difuminada -aunque poderosa- presencia del marido, los pormenores del chantaje al que se ve sometida la mujer, el clima opresivo y asfixiante que la envuelve, sus dilemas morales, su desesperación y su angustia, se nos cuentan con un magistral dominio del lenguaje y una inusual capacidad para la penetrante indagación en los abismos de su espíritu. Con estos mimbres Roberto Rossellini filmó en 1954, La paura, objeto de la censura italiana desde su título, que se vio obligado a cambiar por un no se sabe por qué más admisible Non credo piu all’ amore, con su mujer, Ingrid Bergman -justo hasta este film, que supuso el fin de la relación matrimonial y de la colaboración profesional entre ambos-, en el papel principal. La película es extraña; las escenas se suceden con rapidez, precipitadas; el metraje es muy reducido, poco más de una hora; el final abrupto -como si se hubiera interrumpido súbitamente sin razón justificada para ello- e impostado, tranquilizador y complaciente. Con respecto a la novela-base se mantiene -y es su mayor logro- la perturbadora atmósfera de inquietud, la tensión y la culpa de su protagonista, su íntimo sufrimiento, sus dudas. Hay, sin embargo, novedades significativas: la ambientación en Berlín -los actores son casi todos alemanes-, la voz en off en la que Irene nos da cuenta de sus padecimientos, y, sobre todo, el temprano desvelamiento de la enigmática clave del relato, que en la novela se mantiene hasta su final. En este sentido, el cambio en la profesión del marido -científico en esta ocasión, investigador en un laboratorio- contribuye a subrayar metafóricamente el núcleo principal de la obra: la desesperada e imposible huida de una mujer que corre alocada cual cobaya en manos de un designio fatal que no controla.

Los pájaros, el clásico de Alfred Hichcock, bebe de las fuentes de otra gran obra maestra, el cuento del mismo título de Daphne du Maurier, algunas de cuyas novelas -Jamaica Inn o, sobre todo Rebeca-, ya habían servido de base a otras películas del orondo británico. El relato, que yo no conocía hasta ahora, es espléndido, capaz de envolver al lector en un clima de zozobra e inquietud, de incertidumbre y ansiedad, de desasosiego e intriga equiparable al del agobiante film. Con cambios en la ubicación de la trama -el texto se desenvuelve en las sombrías y apartadas tierras de Cornualles, el ámbito literario favorito de Daphne du Maurier (recordad Mi prima Rachel, que comenté hace unos meses en este mismo espacio), mientras que la acción de la película se traslada a California-; incorporando modificaciones en el grupo protagonista -a los personajes “hitchcockianos” los unen relaciones más complejas y perturbadoras que las que vinculan a la pareja con dos niños que sufre el ataque de los pájaros en la novela corta-; diferenciándose en la trama argumental, centrada en el desconcertante asedio de las pertinaces aves en la versión literaria y con más hondura psicológica en la cinematográfica, ambas obras comparten, no obstante, lo esencial de su propuesta -basada, por cierto, en un hecho real en el que se inspiró la escritora-: la irrespirable atmósfera de terror y opresión que envuelve a los personajes a causa de la inexplicable y violenta irrupción de miles de pájaros que se lanzan de manera inconcebible y suicida contra los humanos.

Cuando yo leí con apenas veinte años Los muertos, el último de los cuentos -en realidad una novela corta- incluido en la edición de Dublineses, de James Joyce, en la traducción de Guillermo Cabrera Infante para Alianza Editorial, me pareció un relato anodino y sin mayor interés. La cena navideña, las ancianas mujeres, la pareja protagonista, las conversaciones entre los invitados, la celebración y el baile, las constantes referencias a personajes de la historia, la política y la cultura irlandesa me resultaron ajenos. No pude entonces, como es obvio (sin exagerar diré que tampoco puedo ahora), percibir la profusión de interpretaciones, citas, alusiones, juegos intertextuales y conexiones con la vida de su autor que los críticos han encontrado en la obra. Ni siquiera puedo recordar una especial conmoción -en realidad no hubo ninguna y sí un aburrido correr de páginas hacia el final del libro- en la escena que cierra el cuento, con Greta y Gabriel de vuelta en el hotel tras la ceremonia y con la lírica explosión de emociones -un juicio que hago ya desde el presente- con la que se cierra la historia. Sin embargo, todo cambió para mí cuando en 1987 un John Huston octogenario y al borde de la muerte, dirigiendo desde una silla de ruedas y conectado a una bomba de oxígeno, llevó al cine el relato para crear a partir de él una auténtica obra maestra y una de las películas que más estremecimiento y placer, que más temblor y entusiasmo me han proporcionado en mi vida. Desde esa fecha he visto la cinta decenas de veces, siempre entregado, disfrutando de las tiernas y melancólicas escenas de su primera parte e incapaz de contener las lágrimas al adentrarme en su intenso y profundo final, lleno de belleza y verdad. Llevado por esa pasión dediqué, hace más de diez años, una emisión a Los muertos en mi otro espacio en Radio Universidad, Buscando leones en las nubes, que podéis encontrar en el blog del espacio bajo la rúbrica “James Joyce/Van Morrison”, quizá el programa del que me encuentro más satisfecho de entre los más de seiscientos alcanzados hasta este momento. Y ahora he vuelto a leer el cuento en este Historias de cine que hoy os comento, aunque en una versión distinta, pues es el propio Molina Foix el que nos ofrece esta vez su traducción del texto original (como hace, por cierto, en gran parte de los once relatos que selecciona), más contenida y menos imaginativa que la muy libre de Cabrera Infante de hace décadas. Y, sin demasiada sorpresa, he constatado que es también una obra magistral, capaz de conmover en su profunda visión de la vida humana: el paso del tiempo, los recuerdos, el amor, la pasión y el olvido, el sentido de nuestra existencia, lo absurdo de los inútiles afanes cotidianos, la inexorable realidad de la muerte. Un relato soberbio que justifica por sí mismo la lectura del libro.

La versión cinematográfica -más exactamente televisiva- de Una historia inmortal, dirigida por Orson Welles en 1968, es absolutamente fiel a la novela corta de Isak Dinesen escrita quince años antes, más allá de que en la cinta la acción transcurra en Macao y en el libro sea Cantón la ciudad mencionada (el rodaje, no obstante, tuvo lugar en un muy castizo Chinchón, que difícilmente pasa por oriental, por más que sus por otro lado rústicas casas hayan sido aderezadas con algunos estandartes y telas con inscripciones de grafía y caracteres chinos y sus calles aparezcan surcadas esporádicamente por algún individuo de rasgos más o menos exóticos). Sin embargo, la capacidad de evocación del cuento, su poderosa inventiva, las historias entrelazadas que se abren como en un abismo de muñecas rusas, una cierta cualidad evanescente e inaprensible de la narración, el simbolismo latente, las alusiones veladas, la apertura a infinidad de interpretaciones meramente sugeridas, el tono como legendario del relato que lo aproxima a una suerte de Las mil y una noches a pequeña escala, son -a mi juicio- muy superiores a la pese a todo estimable cinta de Welles, en la que ni la presencia como actor del orondo director, ni el magnetismo de una bellísima Jeanne Moreau, ni la atmósfera intimista que recrea la música de Erik Satie, logran levantar su por otro lado escasísimo metraje -apenas una hora- de la categoría de rareza con pretensiones, en cierto modo fallida. Aparte de los detalles de la trama -como digo casi idénticos en ambos “formatos”-, en la película y en el cuento sobresale el planteamiento -en clave poética- del juego entre ficción y realidad, la perenne necesidad del ser humano de superar las limitaciones de su mísera cotidianeidad con los mitos, los cuentos, las leyendas, las historias, como en este caso, inmortales, entre las que ocupan un lugar primordial las que construimos para inventar y acompañar al amor.

Sin tiempo ya para más comentarios, baste decir que las dos cintas japonesas -dos clásicos, Rashomon, de Akira Kurosawa, y Cuentos de la luna pálida, de Kenji Mizoguchi- que yo recuerdo de mi primera juventud, en los varios inagotables ciclos de cine películas niponas en los cine-clubs universitarios, son también excelentes y están por encima de sus relatos de origen: Rashomon, de 1915, y En la espesura del bosque, de 1922, debidos a un para mí desconocido Ryunosuke Akutagawa, en los que se basó la primera, y La cabaña entre las cañas esparcidas, al parecer una joya de la literatura japonesa escrita en 1776 por Ueda Akinari. No obstante, y abstracción hecha de sus cualidades técnicas, en particular la peculiaridad estructural de Rashomon, con su historia narrada desde distintos puntos de vista, en un recurso muy influyente en el cine posterior, el carácter simbólico de ambos filmes, la incomprensible gestualidad actoral, la recurrente presencia de lo fantástico y lo sobrenatural, no son precisamente mis opciones estilísticas preferidas.

Le plaisir, dirigida por Max Ophüls en 1951, y Une femme douce, obra del realizador francés Robert Bresson, que la presentó en 1969, nacen de sendas obras breves de Guy de Maupassant, La casa Tellier y de Fiódor Dostoievski, La sumisa. También interesantes -narraciones y películas- no cabe ya un comentario más detenido sobre ellas

Os recomiendo con entusiasmo esta múltiple posibilidad de disfrute que nos ofrece Historias de cine de Juan Antonio Molina Foix, con sus once atrayentes textos y sus respectivas y casi siempre también estimulantes películas. Como acompañamiento musical a esta ya muy larga reseña os dejo con Aldo Ciccolini y su interpretación de la Gymnopédie nº 1 de Erik Satie, que suena en Una historia inmortal de Orson Welles. 


Cuando Irene bajaba la escalera del edificio de su amante, la invadió una vez más aquel miedo insensato. Un torbellino negro se formó de repente ante sus ojos, las rodillas se le entumecieron en una rigidez horrible, y le fue preciso sujetarse a la barandilla para no caer. No era la primera vez que se arriesgaba a aquella peligrosa visita y no le era extraño ese súbito acceso; siempre, al regresar a su casa, sucumbía sin resistencia posible a semejantes ataques de insensato y ridículo miedo. Era, sin duda, más fácil, el camino de ida; mandaba parar el coche en la esquina, andaba presurosa los pocos pasos hasta el umbral del edificio y subía al vuelo las escaleras, desvaneciéndose el temor en el cual ardía también la impaciencia bajo la tempestad de los primeros abrazos. Sin embargo, después, a la vuelta luego, la inundaba aquel terror misterioso, unido a la culpa y la loca aprensión de que las miradas de los transeúntes desconocidos podían leer en ella de dónde venía y contestar a su confusión con una sonrisa descarada. Los últimos minutos de la visita a su amante estaban ya envenenados por la creciente inquietud del presentimiento; al disponerse a salir, le temblaban las manos con una prisa nerviosa; oía distraída las palabras de él y evitaba las últimas demostraciones de su pasión; salir, salir de pronto, es lo que todo en ella anhelaba, salir de la casa, del edificio, de la aventura, para refugiarse en la paz de su mundo familiar. Luego, todavía aquellas últimas palabras tranquilizadoras, que ni siquiera oía en medio de su agitación, y aquellos segundos de comprobar detrás de la puerta si subía o bajaba alguien. Pero, tan pronto ponía los pies en la escalera, la esperaba el miedo, impaciente por hacer presa en ella, adueñándose de tal modo del latir de su corazón, que bajaba los pocos peldaños como inconsciente.

Permaneció un minuto con los ojos cerrados y respirando, con esfuerzo, el frescor crepuscular de la escalera. En uno de los pisos altos se oyó el ruido de una llave en la cerradura. Sobresaltada, se armó de valor, mientras acercaba sus manos temblorosas al tupido velo, y bajó aún más deprisa los últimos escalones. Continuaba la amenaza con aquel último paso, el más terrible, el cruzar el umbral extraño hasta la calle. Bajó la cabeza como un toro al embestir y saló deprisa por la puerta medio abierta. Dio un fuerte empujón a una señora que se disponía a entrar.



Juan Antonio Molina Foix. Historias de cine

No hay comentarios: