Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 7 de marzo de 2018

JANET LEWIS. LA MUJER DE MARTIN GUERRE. EL JUICIO DE SÖREN QVIST. EL FANTASMA DE MONSIEUR SCARRON

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, que acude un miércoles más a su semanal cita con los oyentes en Radio Universidad de Salamanca para ofreceros una propuesta de lectura que pueda resultar interesante y atractiva. En el caso de mi recomendación de esta tarde son tres los libros de los que quiero hablaros, tres novelas magníficas que integran una suerte de serie o proyecto global que, bajo la rúbrica conjunta de Casos de pruebas circunstanciales, escribió su autora, la escritora norteamericana Janet Lewis, en 1941, 1949 y 1959, respectivamente para cada uno de los títulos. Los libros, La mujer de Martin Guerre, El juicio de Sören Qvist y El fantasma de Monsieur Scarron, en el orden de su inicial publicación en Estados Unidos, se han presentado en nuestro país, en el seno de la muy selecta Editorial Reino de Redonda, en los años 2016, 2017 y 2015, en una cronología que no respeta, como se observa fácilmente, la de su escritura original. Las tres obras aparecen, con la acostumbrada exquisitez formal del sello, en la traducción de Antonio Iriarte, a la que sólo se le puede achacar el uso excesivo de “el mismo”, “la misma” y locuciones equivalentes en oraciones en las que a mi juicio -aunque quizá no estemos ante un hecho objetivo y se trate exclusivamente de una preferencia personal- cabe una opción más sencilla y “natural”, como ocurre en estos dos casos, bien ejemplificativos de otros numerosos que trufan el texto y acaban por irritar al lector: rodeando con sus fachadas idénticas y elegantes la plaza, y en el centro de la misma (¿por qué no “de ella” o “en su centro”?); o su último pensamiento (…) fue para las dos monedas que había dejado (…) ¿Qué habría sido de las mismas? (¿no suena mejor “de ellas”?). Los libros cuentan con ilustrativos prólogos (que yo aconsejo leer tras finalizar las novelas) de Manuel Rodríguez Rivero, en el caso del Martin Guerre, José Carlos Llop, en el Sören Qvist, y el propio Antonio Iriarte en el volumen postrero.

Janet Lewis encaró la redacción de sus tres novelas principales a partir de la lectura de Famous Cases of Circunstancial Evidence, una obra póstuma del jurista británico Samuel March Phillips, nacido en 1780 y muerto en 1862, en la que se recopilan, comentados por el autor, procesos de diferentes épocas (los sucesos sobre los que se construyen las tres novelas ocurren en los siglos XVI, XVII y XVIII) relevantes porque en ellos se produjeron notorios errores judiciales y porque todos concluyeron con la condena de personas inocentes sobre la base de la toma en consideración por jueces y tribunales de presunciones plausibles, de pruebas circunstanciales aparentemente consistentes y fidedignas pero en el fondo falsas y que, interpretadas de modo precipitado y erróneo, arrastrados los implicados (jueces, testigos, declarantes, acusadores, abogados) por la persuasiva fuerza de unos hechos que se presentan como irrefutables, acaban condicionando el destino de un inocente, una persona honesta que así perderá su vida -la dureza punitiva del Derecho en esas épocas pretéritas era, habitualmente, terrible- mientras se arruinan las de sus familiares y amigos. Trocito a trocito, nada de lo expuesto se podía negar, pero la imagen resultante no se la creía en absoluto, señala un personaje de la segunda de las novelas dudando de una sentencia basada en unas evidencias que por separado parecen ciertas, pero que, en su conjunto, arrojan un resultado inconcebible y contrario a la justicia, y ofreciendo así -“encriptada” de modo casi imperceptible en el texto- una de las claves de este singular proyecto literario de la autora.

Como puede deducirse, una compilación de esta naturaleza encierra en sí misma abundantes motivos de interés histórico, filosófico, sociológico y, claro está, literario. Y es por ello por lo que Janet Lewis encontrará en ella el germen para, con esa referencia inicial, elaborar, con su enorme talento y su muy perceptible inteligencia, sus magistrales novelas. Lewis toma tres de esos relatos -cuyo texto original puede consultarse en internet, tal y como se señala en más de una ocasión en la edición- y levanta sobre ellos sendas refinadas construcciones literarias en las que -más allá de dar cuenta de unas historias con una indudable potencialidad narrativa- trata muchos otros temas sugestivos como la imposible búsqueda de la verdad “objetiva”, el conflicto entre la moral y las creencias, la identidad, el valor de la individualidad frente a las convenciones de la tradición, de la tribu, las limitaciones de la justicia, los prejuicios que nos ciegan, la presencia del mal en el mundo, la fidelidad a las propias convicciones, el respeto de valores que sobrepasan, que trascienden, el egoísmo personal, y tantas otras interesantes cuestiones.

La autora defiende su fidelidad a las historias subyacentes, remarcando el carácter casi documental de lo narrado: He intentado ser tan fiel a los acontecimientos históricos como permite la lejanía en el tiempo y en el espacio, escribe en el prólogo a Martin Guerre. Y en Sören Qvist: Estoy segura de que la historia (…) constituye en los hechos fundamentales y en muchos de sus detalles, incluso en lo tocante a los discursos de algunos personajes principales, narración histórica antes que ficción. Sin embargo, no niega -y a ojos del lector ésta resulta una verdad evidente- su labor de creación pues resultaría imposible, además de disparatado, intentar ofrecer una versión arqueológicamente correcta de la leyenda, tal y como señala en el prólogo a la segunda de las novelas.

En esa labor de sutilísima orfebrería literaria, sobresale la brillantez de la prosa poética de Lewis (con una fundamental trayectoria como poeta); la precisión de su escritura; su estilo sencillo y transparente; el lenguaje con un punto arcaizante para así transportar mejor al lector a la época descrita en cada caso; el leve trasfondo histórico, logrado con datos que aparecen en meras pinceladas, reveladoras pero en absoluto “invasivas”, que informan y sitúan en su contexto la acción sin alterar el muy fluido ritmo de la narración; la abundante pléyade de personajes secundarios, todos con entidad, muy “vivos” y de caracterización psicológica muy bien perfilada; la prodigiosa recreación de los paisajes y el entorno natural, en descripciones bellísimas que permiten dar cuenta de manera imperceptible y sutil del paso de las estaciones, del discurrir del tiempo. No me resisto a dejar una sola muestra -y son decenas en los tres libros- de esta última deslumbrante cualidad de la literatura de Janet Lewis: Anna Sörensdottir se fue a casa por el camino más largo. La suave templanza de ese último día de abril no se extendería al atardecer, pues se estaba levantando un suave viento racheado de poniente. En los trigales no había más que delgadas y afiladas lanzas verdes y en los hayedos apenas estaban empezando a despuntar las primeras hojas. Los grandes robles viejos, de los que se alzaba uno en cada campo a lo largo de toda la extensión arada de la finca, sólo mostraban ligeras pinceladas de un verde acuoso. Entre las transparentes coronas verdes de los tilos, los empinados tejados de paja de los edificios de las granjas arrojaban unas sombras azuladas que se iban alargando hacia el este, y cada pequeño guijarro granítico del arenoso camino proyectaba asimismo su larga sombra sobre la tierra luminosa. El aire, casi tan frío como el agua de los arroyuelos, rodeaba los tobillos de la muchacha y acariciaba placenteramente sus brazos desnudos y su frente. El contraste entre la caricia del viento y la luminosidad del sol del atardecer le encantaba.
El aire estaba lleno de enjambres danzarines de mosquitas, el vuelo raudo de pequeños pájaros de cabeza rojiza al otro lado del camino y las notas de la alondra cayendo del cielo; toda su textura estaba entretejida con los sonidos de la vida. Al acercarse Anna a un pequeño otero no demasiado apartado del camino, también le llegaron los remotos mugidos del ganado y la melodía de un violín y una tuba, intermitente como el viento del atardecer.

A destacar también la importancia de los personajes femeninos, pues no siendo ellas las protagonistas de los hechos relatados, las figuras de Bertrande de Rols, Anna Sörensdottir o Marianne Larcher, son creaciones excepcionales con un fascinante magnetismo que las convierte en el núcleo central de sus respectivas novelas.

La historia de La mujer de Martin Guerre (objeto de otras traslaciones novelísticas -debidas a Alejandro Dumas o Rubén Darío, entre otros- y cinematográficas, de entre las que sobresalen dos películas: El regreso de Martin Guerre, dirigida en 1982 por Daniel Vigne, con Gérard Depardieu y Nathalie Baye como intérpretes principales, y Sommersby, a cargo de Jon Amiel, que dirigió en 1993 a Richard Guere y Jodie Foster) comienza una mañana de enero de 1539, fecha de la boda concertada entre los muy jóvenes -apenas once años- hijos de las familias Guerre y De Rols, Martin y Bertrande. Tras la boda y después de unos años en los que los niños permanecen en sus particulares hogares familiares, llega por fin la convivencia marital, que se revela -pese a que a su inicio los jóvenes son dos desconocidos- pacífica y agradable, capaz de hacer nacer en la chica un apasionado amor por su joven marido, por más que en éste, en general cariñoso, afloren rasgos de la autoritaria severidad de su padre, el respetado, y temido, “patriarca” del clan. Precisamente el enésimo enfrentamiento entre el sanguíneo padre y el rebelde hijo provoca que Martin, para apaciguar a su progenitor, abandone el pueblo, dejando atrás a su entregada mujer y a su recién nacido hijo Sanxi por lo que inicialmente va a ser una breve semana. Por razones desconocidas para los suyos la ausencia se prolongará durante largo tiempo, sumiendo a Bertrande en la incertidumbre, el dolor y hasta en un incipiente resquemor ante el irrespetuoso comportamiento para con ella de su desaprensivo marido. Cuando, ocho años después, un Martin adulto y curtido, sin apenas rastro en él del joven desaparecido, vuelve a casa entre la entusiasta alegría de sus allegados y los vecinos del pueblo (en un episodio que podéis leer en el fragmento que dejo como cierre de esta reseña), Bertrande no podrá compartir con plenitud el gozo general, debatiéndose en cambio entre la satisfacción esperanzada por el tan deseado retorno del marido ya casi olvidado y una torturante duda, pues no puede identificar del todo en el recién llegado a aquel muchacho, adorado padre de su hijo, que la dejó hace casi una década. Incapaz de aceptar con placidez el nuevo estado de cosas, y pese a que el “nuevo” Martin Guerre -con unos rasgos físicos en todo semejantes al del “antiguo” esposo- resulta ser más cariñoso y comprensivo que el de años atrás, hasta el punto de despertar en Bertrande un renovado amor y hacerla concebir un nuevo hijo, la mujer se ve acuciada por las sospechas, devorada por la incertidumbre y angustiada por la inseguridad, mientras los vaivenes de su pensamiento -que roza la locura- saltan entre la convicción acerca de la identidad única de ambos personajes, el huido y el recuperado, y la certeza de que ha admitido en su hogar -y en sus afectos, en su lecho y en su cuerpo- a un impostor. Conforme pasaba el tiempo, se vio cada vez más y más abocada a la obligación de admitir que desvariaba sin remedio, o de reconocer que estaba aceptando de forma consciente como marido a un hombre al que creía un impostor, dice.

Desbordada por la situación, dramáticamente abismada en infinidad de dudas de toda índole -moral, religiosa, sentimental, psicológica- (Estoy acosando a un hombre hasta la muerte, a un hombre que ha sido muchas veces bueno conmigo, el padre de mi hijo pequeño. Estoy destruyendo la felicidad de mi familia, ¿y por qué? Por el bien de la verdad, para librarme de un engaño que estaba consumiéndome, matándome, piensa, angustiada), confundida por la presencia de indicios contradictorios (¿será Martin Guerre, en realidad, el inesperadamente aparecido Arnaud du Tilh, como afirman algunos testigos?), decide acudir a la justicia. Es entonces cuando la narración penetra de lleno en el territorio de los documentos jurídicos en los que se basa, sucediéndose los distintos episodios de un proceso judicial que deberá dilucidar, con los precarios medios y los estrictos y puritanos valores de la época, la verdadera identidad de Martin Guerre. La novela dará cuenta de las vicisitudes de ese procedimiento en el que se producirán giros inesperados, de los cuales, así como del resultado final del juicio, no quiero desvelaros ningún pormenor.

Por debajo de la narración de los hechos, en el relato aparecen de un modo muy nítido la mayor parte de los temas, que ya he anticipado, recurrentes en la serie entera: la conformación de la propia identidad, la imposibilidad de una auténtica justicia, la colisión entre apariencia y realidad, entre verdad e impostura, la lucha entre las íntimas creencias y los valores admitidos, la aceptación de los hechos objetivos y su negación y el autoengaño (la interpretación que parece cierta, afirma un personaje, solo es verdad a tus ojos), la autoridad incuestionable y el relativismo moral, la pertenencia y el respeto a la tradición y la familia frente a la búsqueda de un espacio de pensamiento libre y personal; conflictos todos que Bertrande -elemento central de la novela ya desde su mismo título- vive con desgarro, sabedora de que el solo hecho de planteárselos llevará consigo el abandono de la confortable seguridad del hogar -en todos los sentidos, también el metafórico- y que el precio a pagar será la infelicidad y la muerte, la desgracia para sí y los suyos. Dejando atrás el amor que había rechazado porque estaba prohibido y el amor que la había rechazado a ella, caminó hasta la salida a través de un gran vacío, y salió a las calles de Toulouse sabiendo que el regreso de Martin Guerre en modo alguno compensaría la muerte de Arnaud, pero sintiéndose al fin libre, en su amarga y solitaria justicia, de ambas pasiones y ambos hombres, dirá, cuando todo acabe.

La estructura con la que Janet Lewis presenta el terrible caso de Sören Qvist, en la segunda novela de la serie, responde a una lógica distinta a la que rige la anterior. Si en Martin Guerre la acción se organiza de un modo cronológico directo, de modo que asistimos a la evolución de los hechos y el conflicto a la vez que sus protagonistas y solo accedemos a su resolución al término del libro, en El juicio de Sören Qvist hay, con el recurso al flashback, un cambio de perspectiva, pues ya en los primeros capítulos conocemos el desenlace de la historia, lo realmente acontecido, la interpretación “verdadera” de lo ocurrido, para en el resto de la obra mostrársenos el trágico error que abocará al dramático final ya para entonces conocido. Así, en el escaso primer tercio de la novela nos situamos en 1646, cuando Niels Bruus regresa, tras más de dos décadas supuestamente fallecido, a su pueblo, Aalsö, en Jutlandia, la gélida pero también plácida y bellísima península danesa, provocando la estupefacción y el espanto en cuantos lo recordaban de aquel tiempo lejano, obligados a revivir, por esta repentina e inesperada aparición, los desagradables sucesos acaecidos en los días previos a su ausencia. A mediados de 1625, Niels yacía enterrado en el huerto del pastor Sören Qvist, tras haber sido asesinado y sepultado por éste después de uno de los arrebatos de cólera a los que el anciano -un hombre ejemplar de natural bondadoso- sin embargo era propenso. Ésa era, al menos, la creencia generalmente admitida a lo largo del proceso en el que se juzgó y condenó a muerte al anciano pastor, un procedimiento complejo en el que las pruebas circunstanciales vuelven a ser decisivas y que se narra con brillantez en las doscientas últimas páginas del libro. La muy tardía declaración de Niels aclarará los hechos ya irremediables, arrojando una luz retrospectiva sobre la injusta decisión que provocó la decapitación de un santo, la impunidad de un malvado abominable y, en la propia víctima y sus seres queridos, una angustia existencial muy “nórdica”, muy de Bergman o Dreyer, cuyos singulares universos fílmicos son evocados de continuo por el lector a partir del “clima” de la novela.

Aparte de la fuerte atracción de la trama y del interés de los temas tratados -y que ya he referido-, una vez más destaca la creación de un puñado de personajes formidables -Niels, su brutal hermano Morten, la fiel Vibeke, el torturado magistrado Thorwaldsen, el ejemplar pastor- entre los que descuella la magnífica Anna Sörensdottir, hija del pobre hombre erróneamente condenado (uno más de los muchos hombres y mujeres que han preferido perder la vida que aceptar un universo sin propósito y sin sentido) y víctima ella misma, por razones que debéis descubrir al leer el libro, del deplorable error que llevará a su padre a la muerte y destrozará su propia vida.

En El fantasma de Monsieur Scarron el marco histórico de referencia -que está presente también en las otras dos obras- cobra una mayor importancia, constituyéndose en el presupuesto y el desencadenante de la trama que afectará a los personajes. Estamos en la Francia de 1694 en la que, bajo el reinado de Luis XIV, el Rey Sol, el país se halla inmerso en la guerra de los Nueve Años con la Liga de Augsburgo, la Gran Alianza en la que Inglaterra tiene una participación capital, sobre todo teniendo en cuenta que el reino insular acoge a muchos exiliados franceses, obligados a la emigración por las leyes que limitan la libertad de conciencia y prohíben el protestantismo en tierras galas. La censura imperante lleva al descontento a muchos ciudadanos, mientras que los ingentes gastos que ocasionan las campañas militares junto a las consecuencias de la sequía y la consiguiente gran hambruna que vive el país, condenan a la población al padecimiento y la muerte. En ese contexto de pobreza y desnutrición, de insatisfacción y malestar las gentes alientan sentimientos de rebeldía ante la opulencia y el esplendor de la corte versallesca. Cuando la novela comienza, una de las manifestaciones de este malestar perturba la tranquilidad del monarca. Se trata de la difusión de un anónimo panfleto, De cómo Scarron se le aparece a madame de Maintenon, y de los reproches que haca a ésta a cuenta de sus amores con Luis el Grande, en el que se ridiculizaba la figura real y se achacaban gran parte de los males que el pueblo sufría a la nefasta influencia que sobre aquél ejercía una de sus amantes, esta madame de Maintenon, viuda de un famoso escritor satírico, el fantasmagórico Scarron al que se alude en el título del libelo y de la novela. La decisión del rey de investigar con rigor la difusión del panfleto y de castigar severamente a cuantos tuvieran algo que ver con él -inspiradores, autores, editores, encuadernadores, libreros, divulgadores- acabará por repercutir en la vida del matrimonio Larcher, Jean y Marianne, y su hijo Nicolas, una acomodada familia de encuadernadores cuya existencia tranquila se ve alterada por la doble circunstancia de su azarosa vinculación con el perseguido panfleto y por la relación adúltera de la mujer con Paul Damas, un oficial que trabaja en el taller de los Larcher. En consonancia con el espíritu último que inspira la serie, las pruebas circunstanciales, una vez más, imprecisas y sesgadas pero en apariencia concluyentes, acabarán con el juicio, la condena y la ejecución del doblemente inocente Jean, en un relato apasionante que se desenvuelve a lo largo de casi cuatrocientas adictivas páginas.

Pero el desarrollo de una trama casi policiaca, cuya intensidad se gradúa de un modo genial (el núcleo central del conflicto, su planteamiento esencial, no se descubre hasta casi la mitad del libro, y esta demora incrementa su interés), no es el único atractivo de la novela, que destaca -como ocurriera también en los dos libros anteriores- por la prodigiosa ambientación: la fidedigna recreación de la vida de los distintos estratos sociales, tanto en la minuciosa descripción de los ceremoniales de la corte (inolvidable el relato del lever real, los protocolos del cotidiano despertar del monarca), como en el muy preciso dibujo de la sordidez de las calles y las viviendas parisinas, la suciedad, la humedad del río, la oscuridad nocturna, las tabernas y las plazas, las diversiones populares, así como la exactitud -fruto sin duda de una bien estudiada documentación- en la descripción de las profesiones, los ropajes, las viviendas, el menaje, los rituales del trabajo o el ocio de las gentes. A ello debe añadirse, una vez más, la riqueza en la construcción de los personajes, magníficos los cuatro principales que centran la acción, pero excelentes también los muchos secundarios, todos consistentes y verosímiles, incluso los de aparición meramente episódica.

En fin, son muchos, como puede comprobarse tras esta reseña de extensión ya desmesurada, los motivos de interés de esta formidable trilogía de Janet Lewis cuya lectura os recomiendo con auténtico entusiasmo. Como correlato musical a mis comentarios os ofrezco ahora un extracto de la banda sonora, compuesta por Michel Portal, del filme de Daniel Vigne.


Transcurridos ocho años de la marcha de Martin Guerre, su esposa Bertrande estaba sentada en la alcoba un día, enseñándole el catecismo a su hijo. Ya habían llegado los primeros calores del verano y ni la madre ni el hijo estaban prestándole tanta atención como debieran a la lección que tenían entre manos. El aposento amplio, sombreado y fresco, los aislaba de forma eficaz de los sonidos de la cocina y del patio. Los postigos de madera estaban abiertos de par en par, pero la ventana era alta. Dejaba entrar la luz del sol, aunque no permitía ver el patio. La tranquilidad de la jornada estival allí fuera, la pausada media hora a solas con Sanxi, el verse libre de su ronda continua de obligaciones prácticas, todo eso había relajado a Bertrande. Fijó la vista en la fresca mejilla de Sanxi junto a su rodilla y pensó: “Por fin empiezo a estar tranquila”. Y su pensamiento, tras recorrer velozmente todos los momentos de angustia, deseo, odio incluso, horas de feroz rencor contra Martin por hacerla sufrir, por mantenerla apartada de cualquier vida que no fuese la prolongada y estéril espera de su regreso, horas de terror en las que había imaginado su muerte en alguna batalla de las guerras con España, horas revividas con espanto durante las cuales había deseado su muerte, con tal de poder quedar libre de la agonía de la incertidumbre, revisándolos todos en un instante con un agudo conocimiento íntimo de su ser, su pensamiento volvió como una paloma cansada a aquel momento de paz en el que el amor no era más que amor por Sanxi, tan inocente y fresco y hermoso como la curva de su mejilla.

Contempló a su hijo pensativa, con ternura, y Sanxi, alzando los ojos hacia los de su madre, sonrió secretamente divertido.

-Repite la respuesta, hijo mío -dijo Bertrande.

Sanxi así lo hice y su deleite aumentó.

-Me has dado esa misma respuesta a dos preguntas, Sanxi. No prestas atención.

-No, madre, a tres; la misma respuesta a tres preguntas -dijo él, divertidísimo de repente.

-No debes burlarte de las cosas sagradas -le dijo su madre todo lo sería que pudo, pero ninguno de los dos se llamó a engaño, y mientras se sonreían, se oyó un alboroto en el patio, que hizo que Sanxi corriera a la ventana.

Aun de puntillas, seguía sin poder ver gran cosa aparte de los edificios colindantes. El tumulto se acrecentó, con griterío agudo, decididamente festivo. Bertrande de Rols se volvió hacia la puerta, inclinándose ligeramente hacia delante de la silla. El ruido atravesaba la cocina y se acercaba a la alcoba; la puerta se abrió de repente, franqueando el paso al tío de Martin, Pierre, a sus cuatro hermanas y a un hombre barbado, vestido de cuero y acero, que se detuvo en el umbral mientras todos los demás se adentraban en la estancia. Por detrás de él asomaban los excitados semblantes rubicundos de todos los criados de la casa y de uno o dos trabajadores de los campos. La vieja sirvienta, abriéndose paso, casi trastornada de júbilo, se inclinó todo lo que pudo en una reverencia y gritó:

-¡Es él, madame! -

Es Martin, hija mía -dijo el tío Pierre.

-Bertrande -gritaron a coro las hermanas-, ¡he aquí a nuestro hermano Martin!



Janet Lewis. La mujer de Martin Guerre

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