Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de junio de 2018

GABRIELA YBARRA. EL COMENSAL

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias en Radio Universidad de Salamanca. Mi propuesta de esta tarde se mueve dentro de las pautas que ya habíamos sentado hace siete días cuando, como recordaréis nuestros más fieles seguidores, os presentaba un par de libros de Edurne Portela vinculados al universo de la violencia, y en particular al de sus manifestaciones en el País Vasco, en unas fechas, estas de finales de mayo y primeros de junio, especialmente significativas en relación a la trágica historia de la banda terrorista. Y es que hace unas semanas ETA ponía fin -de una manera “oficial” y ciertamente hipócrita, ambigua y más bien renuente- a su sangrienta actividad armada. Además, mañana mismo, 7 de junio, se cumplen cincuenta años del primer asesinato del grupo, que acabó con la vida de una joven víctima, el agente de la guardia civil José Antonio Pardines, acribillado a quemarropa y sin posibilidad de defensa por Txabi Etxebarrieta e Iñaki Sarasketa, que abrieron así, de un modo cobarde y desalmado, una larga lista de pistoleros y asesinos terroristas que se cobrarían, en su infausta historia, ochocientos cincuenta y cuatro muertes más.

Situados, pues, entre el primer crimen y esta forzada disolución de hace unos días, os traigo hoy otro libro excelente en el que la barbarie etarra ocupa un lugar protagonista en su trama argumental. Se trata de El comensal, una novela -aunque una vez más debo llamar la atención sobre lo lábil de las fronteras del género- escrita por Gabriela Ybarra y publicada por la editorial Caballo de Troya en 2015, cuando la autora apenas contaba treinta y dos años. El libro, que pese al carácter novel de su autora y a su aparición en una editorial no demasiado “poderosa” ha conocido un extraordinario éxito de crítica y ventas, ha sido galardonado con el Premio Euskadi de Literatura en 2016, siendo también seleccionado entre los trece títulos finalistas del prestigioso premio Man Booker Internacional. Desde hace unos meses la directora Ángeles González-Sinde, que fue presidenta de la Academia Cine entre 2006 y 2009, y ministra de Cultura desde ese año hasta 2011, acomete los trabajos preliminares que permitirán la traslación a la gran pantalla de la dura historia narrada en la novela.

Gabriela Ybarra cuenta en su libro su particular vivencia de dos muertes familiares. La primera, producida seis años antes de su propio nacimiento, es el asesinato de su abuelo, Javier de Ybarra, el empresario y expresidente de la Diputación de Vizcaya, también alcalde de Bilbao, que fue secuestrado por ETA el 20 de mayo de 1977 y despiadadamente “ejecutado” semanas después, el 18 de junio de ese mismo año. En una segunda parte de la obra -aunque ambos planos se entremezclarán una vez descritas inicialmente las vicisitudes de la desaparición del abuelo-, la joven escritora cuenta, con una sobria mezcla de emoción y distancia, de acercamiento y contención, la muerte fulminante de la madre, Ernestina Pasch, víctima de un cáncer en 2011; un acontecimiento que despertará en ella la preocupación por la muerte y, como corolario natural de este efecto, la necesidad de indagar en los hechos, las causas y las circunstancias de la silenciada en la familia y por tanto casi desconocida para ella (se enteraría, de modo fragmentario, deslavazado e incompleto, a los ocho años) violenta muerte de su antepasado, padre de su padre.

El primer tercio del libro se centra en reconstruir -con conscientes y voluntarias dosis de recreación, de ficción literaria: A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender- las aciagas fechas que transcurren entre el algo surrealista secuestro de su abuelo, en su casa de Bilbao, y la aparición de su cadáver, con un tiro en la nuca, en el Alto de Barazar, en la provincia de Vizcaya.

A diferencia de la novela de Edurne Portela, Mejor la ausencia, comentada aquí el miércoles pasado, en la que la margen izquierda de Bilbao (la industrial, la violenta y combativa, la del crecimiento urbanístico caótico, la de la reconversión, el desempleo y la radicalización, la del punk y las herriko tabernas) era el escenario de fondo -no sólo geográfico sino también simbólico- del libro, con su panorama -en la actualidad muy mejorado- de degradación y grisura, de heroína y kale borroka, de conflictividad y deterioro, el mundo de Gabriela Ybarra es el de la otra orilla, el de Neguri, el de las zonas residenciales en que habita la burguesía bilbaína, el puñado de grandes familias que históricamente han dirigido el País Vasco desde, al menos, el siglo XIX; el barrio en una de cuyas mansiones entran una mañana de mayo de 1977 cuatro terroristas -tres hombres y una mujer- que, haciéndose pasar por enfermeros, esposan a la asistenta y a los cuatro hijos del industrial (el padre de la escritora entre ellos, que conservará las esposas que lo atenazaron como recuerdo mudo del horrible momento) y se lo llevan, a punta de metralleta y con una tranquilidad y una sangre fría sorprendentes, hasta lo que acabaría siendo su último encierro antes de su ejecución.

Pese a estas más que ostensibles diferencias en el punto de vista, en ambos relatos, en cambio, destaca la omnipresencia del terrorismo, si bien vivido de una manera muy diferente y hasta opuesta. El clima de violencia cotidiana impregna Mejor la ausencia, con su protagonista femenina experimentando “desde dentro” sus manifestaciones más brutales: las agresiones que sufre la madre por parte de su marido, padre de la chica, el infierno de la droga en que se sume uno de los hermanos, las crispación en la convivencia familiar, los abusos sexuales, las algaradas callejeras, las borracheras, la tempestuosa y virulenta escena del rock alternativo vasco, las pintadas, las pancartas, las palizas, la irrespirable atmósfera general de arrebato y ferocidad, de desmesurada irracionalidad, de aspereza -en el vestir, en el hablar, en el obrar- que caracterizaba la vida cotidiana de tantos jóvenes vascos en los años ochenta del pasado siglo. En el caso de El comensal esa presencia se muestra desde una perspectiva antitética a la del mundo abertzale: los Ybarra se ven obligados -sobre todo tras el asesinato del abuelo- a sufrir las consecuencias de hallarse en el punto de mira de los terroristas etarras, su vivencia de la violenta tensión se produce, por así decirlo, “desde fuera” del propio entorno violento, pues su entorno social y familiar es, por el contrario, plácido y equilibrado. Y así, la narradora, esa Gabriela juvenil “ficcionalizada” en la literatura, da cuenta del angustioso día a día de su familia -padres, tíos, hermanos-, insoportable y opresivo: los paquetes bomba que reciben diversos parientes, entre ellos su propio padre, la necesidad -ya ritualizada- de agacharse para comprobar si bajo el coche se esconde una bomba-lapa, la presencia constante de escoltas, las amenazas permanentes, los extraños -¿chivatos?, ¿delatores?- que se apostan debajo de la casa con su intimidación latente, las actividades normales para cualquier ciudadano ya forzosamente prohibidas para ellos por prudentes razones policiales: sacar dinero del cajero automático, utilizar el transporte público, visitar el quiosco y la librería de nuestra manzana, pagar tickets de aparcamiento y pasear, la asfixiante e insoportable sensación de paranoia, cada encuentro inesperado un motivo para el pánico. También, años después, la honda repercusión psicológica que provoca la detención de los culpables del asesinato, sus caras en los periódicos, sus actitudes chulescas y retadoras en los juicios; la irracional y sin embargo casi compulsiva búsqueda en Google de información sobre los asesinos (La visión de la vida normal del etarra en su canal de YouTube: Sus retratos me provocan sensaciones similares a las imágenes de las células del cáncer. No pienso en la amenaza, sino en la ficción que me sugieren. Las fotos de los tumores parecen galaxias, al verlas fabulo con el espacio); la imposibilidad de la nieta para comprender lo sucedido y, pese a ello, como se ha dicho, la necesidad de hacerlo; la dificultad del perdón (Miro fotos de etarras e investigo sus vidas. Me cuesta aceptarles, porque asumir su humanidad significa reconocer que yo también podría llegar a hacer algo así. Mi conciencia estaba más tranquila cuando imaginaba que eran locos o que no eran personas. Marcianos. Ficción).

Este primer tramo de la novela es magnífico, vibrante y estremecedor. Conocemos los detalles del secuestro -en los que destaca la pulcritud y hasta la educación de los terroristas, que se muestran considerados y atentos (como si hasta en el asesinato los tiempos hubieran cambiado, los criminales ahora zafios y chabacanos, descontadas sus “esperables” atrocidad y barbarie); los avisos y comunicados de la banda, deferente incluso en la notificación de sus siniestros mensajes, con las precisas pistas -no confundir con…- para localizar el cadáver, con el respetuoso -si no resultara cínico- RIP acompañando la noticia de la fría ejecución; la búsqueda familiar algo a ciegas, al margen de las autoridades, con el concurso de brujas y videntes, con un sacerdote que rastrea con un péndulo las zonas de probable localización del lugar de encierro; las claves ocultas que se deslizan en los jeroglíficos y crucigramas de los periódicos para comunicar con los secuestradores; los agotadores y a la postre estériles intentos de conseguir dinero en los bancos (no es posible prestar dinero a un secuestrado, responde la fría lógica financiera). Todo ello resulta humanísimo y rezumando emoción pese a que, como he resaltado, la narración compagina el enfoque íntimo y sentido con la voluntad explícita de la autora -una voluntad, pues, “literaria”- de establecer una cierta distancia, ateniéndose a una a menudo hasta aséptica descripción de los hechos, a lo que contribuye la incorporación al texto de fotos o recortes de prensa y la transcripción de artículos, cartas o comunicados.

No menos conmovedor resulta el relato del proceso del fallecimiento de la madre, partiendo de la inopinada detección de un ligero síntoma cancerígeno hasta el súbito y devastador desarrollo de la enfermedad mortal. Trasladada a un hospital de Nueva York, ciudad en la que residía y trabajaba por aquel entonces su hija Gabriela, la constatación de lo funesto de su mal y de la imposibilidad de cura, llevarán a la familia de nuevo a España en donde, en pocos meses, tendrá lugar la muerte.

La novela se abre en esta segunda parte a dos planos entrelazados. Por un lado, la descripción de la vida de madre e hija en esos últimos días, en una sucesión de episodios muy intensos y llenos de emoción: la entereza de la madre al conocer el diagnóstico definitivo, los muy cuidados protocolos médicos -aunque inevitablemente forzados y por ello algo vacíos- en el magnífico hospital neoyorquino, como los vasos de plástico con un clavel rojo en su interior que se entregan a los pacientes terminales, el terremoto cuyos efectos se superponen al estremecimiento y el temblor provocados por el miedo a la muerte, el innegociable compromiso con la “verdad” del personal sanitario estadounidense, que “obliga” a psicólogos, enfermeras y médicos a una descarnada crudeza en el trato con los enfermos que en ocasiones puede resultar insoportable, la peculiar vivencia de la muerte en una ciudad marcada por los sucesos del 11 de septiembre (En Nueva York la gente habla más de la muerte que en otros sitios). Y entre la “crónica” de esas semanas postreras se abre paso la otra gran vertiente del libro, que acaba por constituirse en su elemento nuclear: el creciente protagonismo de la muerte en la existencia de la narradora: Antes de que a mi madre le diagnosticaran la enfermedad, yo no le prestaba demasiada atención a la muerte, escribe, para, en el mismo sentido, añadir: [Ahora] tomo conciencia de que soy mortal.

Como ya he adelantado, la desaparición de la madre desencadena en la chica su interés y preocupación por la muerte, en particular la olvidada -más exactamente, la preterida- del abuelo: La muerte de mi madre resucitó la de mi abuelo paterno. Hasta entonces, para mí el asesinato eran sólo unas esposas metidas en una vitrina al lado de las llamas de bronce que mis padres trajeron de Perú. El tedio de la enfermedad llamó al tedio de la espera del secuestro. Mi padre empezó a hablar de rosarios manchados con sangre. Yo aún tardaría varios meses en comprender su dolor. A partir de ese momento, la narradora indagará en el pasado familiar para intentar entender ese suceso “originario” que tanto desconsuelo causó entre los suyos -en particular en su padre- y que deliberadamente se mantuvo en la ignorancia y la oscuridad, ocultado por todos, hasta el punto de que la propia Gabriela solo conocerá -lo refiere en el prólogo del libro que os dejo al cierre de esta reseña- versiones disparatadas, aunque dadas por ciertas por la entonces niña, de la muerte de su abuelo.

Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida, leemos en un pasaje inicial del libro muy esclarecedor con respecto a su título, y estos espacios vacíos en la mesa del comedor, estas ausencias definitivas (y otras en la familia, como el suicidio del tío Cosme) van imbricándose entre sí (Un mes después de que muriera mi madre, el 20 de octubre de 2011, ETA anunció el cese definitivo de su actividad armada) para acabar vertebrando un relato en el que se conjugarán el realismo y la ficción, lo personal y subjetivo pero a la vez lo colectivo y político, el presente y el pasado (su madre y su abuela yacentes en la misma sala del tanatorio), el muy vívido sufrimiento propio y el “inventado”, el reconstruido e imaginado que habría experimentado su padre casi cuarenta años antes.

Y es que la relación entre la vida de los Ybarra y la política es muy estrecha desde siglos, la familia unida desde siempre -antes y después del atentado- a la realidad histórica del País Vasco: Mi intimidad aún es política. La muerte de mi madre también. El lenguaje, los silencios, las casas, la convivencia, los sentimientos… Todo es política. Incluso la literatura. Es política que uno de mis libros preferidos de niña fuera La vida nueva de Pedrito Andía. Es política la entonación de mi padre al leerme Las encinas de Machado antes de dormir: “Quien ha visto sin temblar/un hayedo en un pinar”. Siempre enfatizaba esos versos.

Biografía familiar, crónica de unos terribles años de la historia de España, profunda y sentida reflexión sobre la muerte, emocionante relato de un intenso amor materno y filial, notable ejercicio literario… todas estas cosas es El comensal, la novela de Gabriela Ybarra que esta tarde os recomiendo con verdadero entusiasmo. No dejéis de leerla.

Y te amaré, una canción de Ana y Johnny de 1976, que suena en la novela en los días del secuestro, emitida una y otra vez en las radios -un éxito de la época- entre los comunicados y las noticias, cierra esta reseña.


Nota previa

Esta novela es una reconstrucción libre de la historia de mi familia, sobre todo la primera parte, que transcurre en el País Vasco en la primavera de 1977, seis años antes de que yo naciera. Durante los meses de mayo y junio de aquel año secuestraron y asesinaron al padre de mi padre: mi abuelo Javier. Escuché por primera vez la historia a los ocho años. Un compañero de clase en el colegio, nieto del fiscal que había llevado el caso, me explicó cómo su abuelo pescó el cadáver del mío en la ría del Nervión con una red traíña, del tipo que usan los gallegos para capturar boquerones. Años más tarde, la nieta de un médico forense, compañera de clase en otro colegio, me confesó que su abuelo había diseccionado el cuerpo del mío después de que lo encontraran atado de pies y manos y arrollado por un tren cerca de la estación de Larrabasterra. Durante muchos años tomé las dos historias por ciertas y las mezclé con conversaciones escuchadas en casa hasta elaborar una versión propia. Pero en julio de 2012 sentí la necesidad de profundizar en los detalles del asesinato de mi abuelo. Mi madre había fallecido hacía casi un año, y a raíz de su enfermedad, mi padre había empezado a hablar de la muerte de forma extraña. Sospeché que el secuestro podía tener algo que ver. Metí el nombre de mi abuelo en Google y visité hemerotecas. Tomé muchas notas sobre lo que leí: transcripciones literales de noticias y reacciones. Pero las escenas que imaginaba terminaron filtrándose en mi crónica. Lo que cuento en las siguientes páginas no es una reconstrucción exacta del secuestro de mi abuelo ni lo que realmente le ocurrió a mi familia antes, durante y después de la enfermedad de mi madre: los nombres de algunos personajes están cambiados y varios pasajes son fabulaciones a partir de anécdotas. A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para intentar comprender.


Gabriela Ybarra. El comensal

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