Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de enero de 2019

LAURA CLARIDGE. TAMARA DE LEMPICKA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Ya sabéis que cada miércoles, aquí, en Radio Universidad de Salamanca, os ofrecemos una recomendación de lectura con la explícita y a lo mejor algo atrevida intención de acertar con ella, es decir, de que nuestro consejo dé en el blanco y os descubra un libro por el que podáis interesaros y disfrutar y aprender. Esta semana no os traigo un libro, sino cuatro, porque no quiero que el protagonismo recaiga sobre un texto determinado sino que pretendo llamar la atención sobre un personaje, una mujer de encanto y atractivo irresistibles, aunque también discutida y objeto de polémica, que ocupa el centro de las cuatro obras de las que voy a hablaros. 

Como imagino que sabréis, pues la prensa y los medios de comunicación en general se han hecho eco de ello con profusión, hasta el próximo 24 de febrero se está presentando en Madrid, en el espléndido entorno del Palacio de Gaviria, una completa antología de la pintura de Tamara de Lempicka (apellido cuya correcta pronunciación debe ser, al parecer, Uempitsca; pese a lo cual me referiré a ella en la emisión radiofónica del espacio tal y como se deduce de su fonética castellana). La muestra, organizada por Arthemisia, empresa italiana dedicada a la producción y realización de exposiciones, constituye una exhibición monográfica de la obra de la artista polaca conocida por sus retratos y desnudos de gusto Art Déco. La exposición, que os recomiendo vivamente y de la que luego os hablaré, es la segunda de la historia en nuestro país, tras la igualmente magnífica de 2007 en Vigo, con el patrocinio entonces de la fundación Caixa Galicia. 

Tamara de Lempicka fue una artista intensa y fascinante cuya obra principal se produjo en las décadas de los veinte y los treinta del pasado siglo y que se ha mantenido, no obstante su calidad extraordinaria -cuestionada también, desde ciertos enfoques ideológicos-, en una triste oscuridad y un inconcebible semiolvido hasta hace poco más de cuarenta años. Ella -su desbordante vida y su singular obra- es, pues, el núcleo esencial de mi sugerencia de hoy, y los libros de los que quiero hablaros son tan sólo cuatro aproximaciones diversas de entre las decenas publicadas en torno a su interesante producción artística y su biografía aún más sugerente. La primera de ellas es Tamara de Lempicka, un espléndido volumen de la colección Los signos del hombre, del refinado editor italiano Franco María Ricci, que vio la luz en Milán en 1988, con un sugestivo análisis introductorio de Giancarlo Marmori. Con el mismo título, Tamara de Lempicka, la editorial Taschen presentó en 1992 un breve librito -con pretensiones divulgativas y pedagógicas- en el que se recoge un excepcional compendio de reproducciones de su obra, sin aportación teórica alguna de relieve en el estudio que acompaña a las imágenes y que firma Gilles Néret. Charles Phillips escribió una interesante biografía, Pasión por pintar. El arte y la época de Tamara de Lempicka, publicada por la editorial Mondadori en 1988 y construida a partir del relato que la hija de la artista, la baronesa Kizette de Lempicka, hace de su madre; una visión al parecer distorsionada por el maltrato y los abusos que la despótica pintora infligió a su hija en la infancia de esta y que hacen cuestionar la verosimilitud de todas sus afirmaciones; por último, con mayor interés “científico” y, en consecuencia, mayor fiabilidad, Laura Claridge es responsable de un muy extenso y detallado trabajo -cerca de quinientas páginas- sobre el personaje, Tamara de Lempicka. Una vida de Déco y Decadencia, que tradujo Roser Berdagué para la editorial Circe en un ya lejano 2000. 

Resumir en unas cuantas líneas la intensa trayectoria vital de Tamara de Lempicka es una tarea condenada al fracaso no solo por la cantidad de vicisitudes y peripecias que vivió en su dilatada existencia sino, sobre todo, por el misterio que rodea a muchos de los episodios que protagonizó en sus muchas veces volcánicos días. Ni siquiera su fecha de nacimiento escapa a ese aire enigmático y secreto que envuelve los principales hitos de su historia personal y profesional. Ella misma -coqueta y narcisista- sembró dudas constantes sobre su origen, cifrándolo en 1898, 1902 (fecha que hizo incorporar a su esquela mortuoria) o 1906, en una sucesión cada vez más delirante de mentiras “compasivas” que revelan un obsesivo temor al paso del tiempo. Uno de los libros citados, el de Laura Claridge, data sin ningún género de dudas en 1895 su llegada al mundo, pero esa incertidumbre “original” se manifiesta también en las dudas acerca del lugar de nacimiento -¿Varsovia o más probablemente Moscú?- y se proyectará al resto de su existencia. Nacida Tamara Gurwik-Gorska, hija de madre polaca y de un judío ruso de vida desahogada desaparecido tempranamente del horizonte vital de la niña, se educó en la capital rusa, en donde estudió arte y participó de las acomodadas rutinas de la alta sociedad. Completó su formación en un internado suizo, viajó desde joven por Europa -San Petersburgo, la Costa Azul-, interesándose en particular por Italia, de cuyas fuentes artísticas se embebió desde muy joven. En 1916 se casó con Tadeusz Lempicki, el primero de los innumerables hombres -maridos y amantes- que poblaron su vida. Las convicciones anticomunistas del propio Tadeusz y de su familia la llevaron a abandonar su lujosa y despreocupada vida huyendo a París, tras un paso por Copenhague y Londres, después de la revolución de 1917. Los años veinte y treinta en la capital francesa serán los de su iniciación y esplendor en la pintura, una actividad a la que se entregará ante la necesidad de encontrar una fuente de sostenimiento económico. (Tamara de Lempicka, amante del lujo y los placeres, no dudará en vender sus joyas o acomodarse en un hotelito discreto debiendo compartir un baño comunal para poder seguir costeándose su alto ritmo de vida, los viajes, las fiestas). 

En París tendrán lugar su introducción en los círculos artísticos y sus primeras exposiciones, en una vida que compagina una dimensión pública de extraordinaria y desinhibida presencia social -lujo y libertinaje, vicios y escándalos, juergas y drogas, orgías y provocadores escarceos sexuales con hombres y mujeres- y una frenética actividad pictórica, centrada sobre todo en retratos, a menudo de sus fugaces acompañantes nocturnos, personajes destacados de la aristocracia y la alta sociedad cosmopolita y “liberada”. Con una energía sexual desatada y desbordante, capaz de experimentar todo tipo de excesos, ya desde sus primeros días en Moscú y San Petersburgo, es, sin embargo, en el entorno de sofisticación y refinamiento parisino donde Tamara sobresaldrá por su belleza y elegancia, pero también por su extravagancia y alocada libertad. Su obra entera acabará por rezumar esa atmósfera desmesurada y atrevida, transgresora pero superficial de su decadente vida de privilegiada burguesa, tal y como luego veremos. Las incontables y muy notorias aventuras sexuales ponen fin a su matrimonio mientras su carrera crece y se entrega compulsivamente a la creación, las clases de pintura, la visita a museos y la frecuentación de ambientes artísticos. Su personalidad -en apariencia, una maníaco-depresiva “de libro”- oscila entre la dedicación profesional y la locura desmesurada, un frenesí para el que se sostiene con cocaína, valeriana y tres cajetillas diarias de tabaco. Se multiplican sus relaciones, Jean Cocteau, Salvador Dalí, Filippo Marinetti, Gabrielle d’Annunzio o el rey Alfonso XIII -del que cuelga un retrato en la exposición madrileña-, entre otros muchos. A propósito de esta apasionada entrega “doble”, a su pintura y a la vida social, Jean Cocteau llegó a decir de ella que amaba el arte y la alta sociedad en igual medida

En 1925 se celebra en la capital francesa la Exposicion Internacional de las Artes Decorativas Industriales Modernas, que constituye el reconocimiento “oficial” del art déco, movimiento en el que Tamara se inscribe y del que será uno de sus más destacados representantes. La artista “acuña” y depura su peculiar estilo, inconfundible desde entonces, una combinación de elegancia decorativa y poderoso erotismo, hecha de pintura clara, contrastes de luces y sombras, fondos planos, colores brillantes y luminosos, lujo y sofisticación, retratos sensuales, desnudos atrevidos, formas sinuosas y sugerentes, composiciones sin embargo algo frías, hieráticas, con un punto de rigidez geométrica -con claras vinculaciones cubistas- pese a la indudable carnalidad que transpiran, pese a su morbidez, su lujuria, su hedonismo. Son los años de sus más conocidos cuadros: el autorretrato en el Bugatti verde de 1929 (convertido desde entonces en una especie de icono indiscutible, el emblema de la nueva mujer moderna: decidida, independiente, elegante y liberada sexualmente), los retratos del marqués Sommi, del Gran Duque Gabriel, el de la duquesa de la Salle, los de su hija Kizette, el de Suzy Solidor, el de las dos amigas, o el de la “modelo", los de Ira P. o Madame M., el de la bella Rafaela, o la Andrómeda, el de Adán y Eva, el retrato masculino inacabado -una supuesta venganza frente a su exmarido- y tantas otras obras emblemáticas de una pintora excepcional, una rara avis defensora de la estética renacentista y la figuración que nada a contracorriente en el universo de la Escuela de París, del cubismo, el surrealismo y el expresionismo, y, más adelante, el de la abstracción y el action painting

En 1933 se casará de nuevo, con el barón judío Raoul Kuffner. Su acceso al título nobiliario y al inagotable capital de su marido, multiplicará las posibilidades de llevar al extremo su vida exorbitante y desmedida. Participa en tres exposiciones colectivas de mujeres, en 1936, Mujeres artistas de Europa, y en 1937, en el Jeu de Paume y en Mujeres artistas modernas de la Galerie Charpentier. Pocos años después, en 1939, cuando los indicios de una nueva guerra son ya ostensibles en toda Europa, el matrimonio venderá sus millonarias posesiones y huirá a Estados Unidos, en donde Tamara continuará pintando -sin el esplendor de las dos décadas pasadas- y donde, sobre todo, acentuará su vertiente de “socialité”, hecha de fiestas, joyas, ritos sociales y desenvoltura aristocrática (la Baronesa con pincel, la llama Laura Claridge). Mary Pickford, Charles Boyer, Pola Negri, Theda Bara, Greta Garbo, Tyrone Power, Willem de Kooning y Georgia O´Keeffe son algunos de los muchos nombres de artistas de Hollywood y pintores que frecuentará. 

Tras la muerte de su marido en 1963, Tamara se hunde en una existencia poco activa, hecha de recuerdos y desánimo, de añoranza y depresión. En paralelo, su carrera pictórica irá decayendo hasta adentrarse en la irrelevancia y el olvido. Solo tras su muerte, acaecida en 1980 en Cuernavaca, México, a donde se había retirado un par de años antes, su obra resurgió, después de algún intento frustrado de recuperación a través de un par de retrospectivas sin éxito. La publicación del volumen ya referido de Franco Maria Ricci, volvió a ponerla de actualidad. A partir de ahí, subastas millonarias, compras y ventas de su obra por parte de figuras de enorme repercusión mediática, Barbra Streisand, Jack Nicholson, Madonna, hasta llegar a su actual condición de icono del art déco, sus cuadros reproduciéndose por doquier, en carteles y portadas de libros y discos, un motivo artístico recurrente -como lo son Edward Hopper, Gustav Klimt, Balthus o René Magritte- de la “alta cultura” objeto de consumo masivo. 

Esta plural dimensión de la vida y obra de Tamara de Lempicka (y valga como muestra de esa multiplicidad la enumeración de adjetivos con los que en un artículo de hace años la definía la periodista Natividad Pulido, jefa de Cultura del diario ABC: aristócrata, excéntrica, liberal, independiente, excesiva, exuberante, bisexual, diletante, fría, sofisticada, deslumbrante, narcisista, moderna, autoritaria, esnob, insolente, ingeniosa, hedonista, despiadada, elegante, voraz, imperiosa, cosmopolita, arrogante, depresiva, inteligente, exótica, perversa, divertida, femme fatale, inimitable), aflora de manera notable en los cuatro libros que esta tarde quiero ofreceros. 

El primero y en mi opinión más atractivo de ellos, bellísimo y deslumbrante, está publicado por el exquisito editor Franco María Ricci en su exclusiva colección ‘Los signos del hombre’. La edición primorosa, el gran formato (35 x 23 centímetros), la calidad de las láminas, la encuadernación en seda, las impresiones doradas, el papel verjurado hecho a mano, justifican el altísimo precio del volumen, en la actualidad descatalogado; valorándose los ejemplares de segunda mano en el muy inestable mercado de internet en cantidades que oscilan entre los cien y los casi mil euros. La edición que yo poseo, la primera española, con tan sólo cinco mil ejemplares numerados, es de 1988 (la inicial italiana vio la luz once años antes), y en ella podemos encontrar, además de numerosas y bellísimas reproducciones de la obra de la artista, un muy sugerente estudio preliminar de Giancarlo Marmori, experto escritor y periodista, y, sobre todo, una selección de textos extraídos del diario de Aélis Mazoyer, que fue doncella y amante de Gabriele d’Annunzio, en los que se da cuenta de los infructuosos intentos del insaciable escritor fascista por hacerse con los favores de Tamara, que había acudido al Vittoriale, su monumental residencia en el Lago de Garda, para retratar al personaje. El libro recoge también dieciocho cartas, notas y mensajes varios, transcritos junto a su correspondiente reproducción gráfica, pertenecientes a la correspondencia entre escritor y pintora; unas misivas que revelan una algo taimada estrategia de tira y afloja por parte de Lempicka, cuyo rechazo frente a los “avances” del entonces anciano era, sin embargo, inequívoco: Yo era una joven muy guapa y me encontré frente a un enano viejo de uniforme, confesaría, años después, al editor. Aunque, eso sí, al abandonarlo se llevó consigo las costosas joyas regalo del escritor. 

De un modo más modesto la editorial Taschen publicó hace algunos años, con el nombre de la pintora como título del libro, un pequeño estudio, reeditado recientemente, ilustrado con algunos de sus más conocidos cuadros, sobre su inclasificable carrera artística y su vida azarosa y desmesurada. Como ya he comentado, el texto de Gilles Néret no es especialmente significativo, pero las reproducciones de los cuadros, de gran tamaño y alta calidad, merecen la compra del libro. 

Además, quiero recomendaros dos biografías, aunque también ilustradas con imágenes de sus pinturas y fotografías personales. La más atractiva, a mi juicio, y no por el interés intrínseco de la narración, se halla también descatalogada y por ello sólo puede ser objeto de consulta y lectura en bibliotecas. Se llama Pasión por pintar, y se basa en el relato de la vida de Tamara de Lempicka hecho por su hija, la baronesa Kizette de Lempicka, a su autor, Charles Phillips. Ofrece, como digo, la ventaja adicional de incorporar un numeroso surtido de láminas en color, fotografías y reproducciones de una más que estimable calidad, que permiten ir siguiendo el texto acompasándolo con las referencias pictóricas a la obra de Lempicka. Como inconveniente principal, ya reseñado, hay que destacar el sesgo parcial del enfoque, teñido de subjetivismo -para bien y para mal-, de la versión de la en ocasiones despechada hija de la pintora. 

Por último, y en una edición quizá más asequible, pues el libro fue editado en el año 2000 y aún puede encontrarse, os recomiendo una extensa y minuciosa biografía escrita por Laura Claridge y publicada por la editorial Circe, con el título Tamara de Lempicka, una vida de déco y decadencia. Desde el punto de vista de la “verdad de los hechos” se trata del estudio más fiable, que escapa -y no todos quienes han publicado sobre la pintora han sido capaces de ello- de la nebulosa de mentiras deliberadas y anécdotas improvisadas que la propia Tamara volcó sobre su vida. Con consistencia de un estudio académico o una investigación crítica, con decenas de páginas de notas y una extensa bibliografía final, aparte de un muy copioso índice onomástico -su sola lectura ya es indicativa de la relevancia de la figura de la biografiada-, Claridge aprovecha su acceso exclusivo a la familia, amigos y archivos de Lempicka para repasar la trayectoria de su personaje y sacar a la luz las contradicciones que alimentaron su vida y su obra. De entrada, su rechazo al comunismo y a la victoria soviética no pudo ser más beneficioso para su propia obra, porque, paradójicamente, la Lempicka pintora no habría existido sin la Revolución Rusa. Su expulsión de una vida de privilegios a la que estaba predestinada la convirtió en una mujer moderna. Por otro lado, resulta sobresaliente su condición de -en cierto modo- desclasada, a caballo de dos mundos: para los artistas, escribe la autora, parecía ser una diletante de clase alta, y para la temerosa alta burguesía parecía arrogante y depravada

La exposición madrileña permite acceder a estas muchas vertientes de la poliédrica personalidad de Tamara de Lempicka, directamente a través de su obra y de modo indirecto a través de lo que sus cuadros permiten entrever de su trayectoria vital. La muestra, que ha recorrido Europa en los últimos años, incluye cerca de doscientas piezas -muebles, biombos, lámparas, jarrones, vidrieras, vestidos y otros objetos art déco, así como fotografías y grabaciones de la época- de más de cuarenta colecciones privadas, museos y “prestadores” varios. Organizada en diez secciones muy completas, la exposición (a pesar de que no cuenta con casi ninguna de las más significativas obras de la pintora) es una maravilla, con salas dedicadas a la moda y la decoración; las “amazonas”, cuadros de temática homosexual femenina, un territorio muy “querido” por la pintora; las naturalezas muertas; la maternidad, con un impresionante retrato de Kizette, de 1924; Alfonso XIII, a quien retrató en 1934, tras una larga estancia en España, dos años antes, en la que confesaba haber estudiado a Goya y el Greco; las relaciones de su pintura con grandes nombres de la historia del Arte; la última y, a mi juicio, anodina etapa norteamericana; y, por fin, como majestuoso cierre al recorrido, sus “visiones amorosas”, cuadros, muchos también con temática lésbica, dedicados al amor. 

En fin, un personaje, unos libros y una exposición altamente interesantes y que no deberíais dejar de consultar en sus respectivos medios. Os dejo ya, como despedida de esta reseña, con un tema de otra mujer transgresora, en esos mismos años veinte del apogeo de Tamara de Lempicka, Josephine Baker. La vemos en un famoso -y entonces provocador- charleston de entre 1926 y 1927. 


Fue el hambre la que alimentó sus gestos extravagantes en los años veinte. Todo lo que pintaba tenía una perfección suave, dulce y helada que hacía destacar de la realidad a los sujetos de sus temas, que los hacía arquetípicos. Las elegantes poses, los vestidos, los sombreros causaban esta misma impresión en su vida privada. Debajo de las superficies satinadas y esmaltadas, debajo de la frialdad, había una contenida pasión, insinuada por la amplitud de los volúmenes, por las violentas explosiones de rojos, azules y verdes. Debajo de las extravagantes gorras de terciopelo, las abultadas composiciones de encaje negro o la caída de una gran ala -todos sus sombreros proyectaban una dramática sombra sobre la parte derecha de su rostro-, había una mujer que deseaba tocar, que suspiraba por poseer todo lo que fuese bello. El estilo, que recubría el hambre de una pátina lúcida y brillante, no pretendía tanto ocultar el deseo cuanto ponerlo de manifiesto. La frialdad formaba parte de la seducción.

 

Laura Claridge. Tamara de Lempicka

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