Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de enero de 2019

PETER BODGANOVICH. JOHN FORD

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a un nuevo programa de Todos los libros un libro que, como tantos otros cursos, al acercarse las fechas de la entrega de los principales galardones cinematográficos en todo el mundo -los Oscars de Hollywood, nuestros Goya, los César franceses, los Bafta británicos- dedica algunas de sus emisiones a celebrar el séptimo arte a través de libros vinculados, de modo directo o indirecto, con el cine. En el caso de mi propuesta de hoy, estamos ante una recomendación doblemente oportuna, primero por la razón antedicha de la proximidad temporal con las ceremonias en las que se otorgan esos prestigiosos y populares (a menudo más lo segundo que lo primero) galardones, ya que nuestro protagonista de esta tarde ganó cuatro Oscars; y además porque pasado mañana, 1 de febrero, se cumplen ciento veinticinco años del nacimiento de John Martin Feeney, conocido universalmente como John Ford, probablemente el mejor director norteamericano de la historia (lo cual es casi sinónimo de “el mejor director de cine de todos los tiempos”, sin necesidad de ninguna acotación), al que dedicamos alborozados nuestro espacio con la propuesta de lectura de dos libros magníficos que lo tienen como centro. 

En 1963, Peter Bodganovich, a su vez director de cine (autor de títulos de culto como The last picture show, ¿Qué me pasa doctor? o Luna de papel, estrenadas en los primeros setenta, cuando las vi con entusiasmo), acompañó a John Ford durante el rodaje de El gran combate, película que se estrenaría en 1964. De ese encuentro salió una larga entrevista que publicó al poco tiempo la revista Squire, con el ya legendario título de Me llamo John Ford y hago películas del Oeste, frase que, al parecer, profirió el huraño e independiente director cuando tuvo que declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas en un asunto del que se recuerda también -con idénticas connotaciones de leyenda- su enfrentamiento con Cecil B. de Mille. Ese artículo está en la base de John Ford, el imprescindible libro que presentó hace unos meses, como primer título de su recientemente estrenada aventura editorial, el muy bisoño sello Hatari!, un nombre de claras reminiscencias cinematográficas, con la explícita alusión al film de Howard Hawks; lo cual, por otro lado, es fácilmente entendible si se sabe que los mentores de la nueva editorial son dos cinéfilos declarados como Eduardo Torres-Dulce y José Luis Garci. 

Bodganovich convirtió su crónica en un libro cuya primera edición apareció en Londres en 1967. En diferentes versiones vio la luz en España, en la editorial Fundamentos, en el 71, el 83 y el 97. La presente recuperación aporta numerosas novedades de importancia, tanto en los aspectos formales, pues se trata de una edición de lujo (con algún fallo ortográfico), encuadernada en tela, con una vistosa sobrecubierta, traducción actualizada a cargo de Andrés Moret Urdampilleta y más de cien fotografías, algunas inéditas, fruto de la voluntad -y el dinero- de los editores; como desde el punto de vista de un contenido que incorpora un preámbulo de Bodganovich escrito expresamente para esta edición española y un capítulo inicial, Encuentro en Monument Valley, y uno final, el emotivo Toque de silencio, al parecer inéditos en nuestro idioma. El núcleo principal del libro, su “esencia”, lo constituye la larga entrevista citada, en la que la devoción, la curiosidad y el conocimiento del entonces joven entrevistador logran extraer muy valiosa información a su maestro, de tal manera que, al término de los capítulos en los que se transcribe la conversación, contamos con un formidable retrato artístico y humano del personaje. La obra incluye, además, una muy amplia filmografía comentada en la que se repasan, en casi cien páginas de las doscientas setenta con las que cuenta el libro, todas las películas que John Ford dirigió o en las que participó. El excepcional volumen se cierra con una completa bibliografía y dos apabullantes índices, el onomástico y el de películas dirigidas (un añadido de aparente menor importancia, pero fundamental, pues permite la fácil búsqueda por actores o directores o largometrajes; algo que, como luego comentaré, no puede decirse de la otra obra que más adelante os presentaré, también magnífica pero menos “manejable”). Quiero destacar también que las muchas jornadas que ambos directores pasaron juntos, primero en el rodaje de El gran combate y más tarde, en verano y otoño de 1966, en la casa en Bel Air de John Ford, tuvieron otra afortunada consecuencia, además del libro que ahora os presento: un documental, estrenado en 1971, de imprescindible y gozoso visionado, Dirigido por John Ford, en el que Bodganovich entrevista a actores que habían trabajado con Ford -John Wayne, Henry Fonda, James Stewart, Maureen O’Hara- y al propio director -en este último caso con el telón de fondo de los impresionantes parajes del Monument Valley, asociados por siempre al cine del irlandés- intercalando sus palabras con secuencias de veintisiete de sus películas. Hay una versión revisada de 2006 que incorpora sustanciosas declaraciones de Martin Scorsese, Clint Eastwood o Steven Spielberg.

Nacido como John Martin Feeney el 1 de febrero de 1894 (aunque Bodganovich, en un doble error sorprendente, da por ciertos el dato de su nombre como Sean Aloysius O’Feeney y el de la fecha de nacimiento, que cifra un año después; algo explicable, supongo, si se sabe que Ford era un embustero “reconocido”), era el decimotercer y último hijo de dos inmigrantes llegados de Galway, en Irlanda. Graduado en la Escuela de enseñanza media de Portland, entró a trabajar en Hollywood, en los estudios Universal, “recomendado” por uno de sus hermanos mayores, Frank, que para entonces había cambiado el apellido a Ford y se desenvolvía con un cierto éxito en los ambientes cinematográficos. En 1916, John -Jack- Ford ya aparece en una guía de la Motion Picture News como ayudante de dirección, aunque él afirma que su primer contacto con el mundo del cine fue en calidad de carpintero y, más adelante, ayudante de atrezzo

Abandonando pronto estas sucintas referencias biográficas, el libro se centra sobre todo en la extensa carrera profesional, con cerca de doscientas películas en su haber, de las cuales ciento cincuenta cuentan con su dirección y, de estas, al menos ocho o diez son obras maestras absolutas, aunque ya se sabe la alta dosis de subjetividad inherente a estos juicios: La diligencia, El joven Lincoln, Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, Pasión de los fuertes, El hombre tranquilo, Centauros del desierto, El hombre que mató a Liberty Balance, lista en la que no resultaría descabellado añadir su "trilogía de la Caballería": Fort Apache, La legión invencible y Río Grande. Antes de 1924 Ford ya había hecho treinta y cinco largometrajes mudos, entre la etapa de la Universal, de 1917 a 1921, y la de la Fox, que inició 1920 y que se prolongaría hasta 1935. Cincuenta y cinco de estos títulos de su extensa filmografía son objeto del comentario detallado de Ford, espoleado por las pertinentes preguntas de su interlocutor. 

Tan abundante material nos permite conocer la doble trayectoria vital del realizador: la humana, con su difícil carácter, sus controvertidas ideas, su rotunda personalidad, sus ambigüedades, sus claroscuros; y la artística, pues a través de sus palabras -a veces escuetas, ya que en ocasiones despacha una película con una frase- conocemos sus criterios técnicos, su modo de rodar, sus planteamientos sobre el cine, sus hábitos y sus manías profesionales, su estilo cinematográfico… Y, en ambos frentes, resulta notoria su indudable -más allá de las agudas polémicas que inspiró su figura- genialidad. 

Una imagen muy frecuente de Ford lo dibuja como un inaguantable gruñón de carácter insoportable y lengua viperina, rezumando malicia, de permanente mal humor, hosco, ordinario, retorcido y algo paranoico, vengativo, huraño, sometiendo inmisericorde a sus subordinados y colaboradores (ni John Wayne ni James Stewart se libraron de ello) a injustificados arrebatos de irascibilidad, a bromas crueles, a insultos, respuestas destempladas y maldiciones, a humillaciones públicas, hasta el punto de ser temido por muchos de quienes lo trataron, el propio entrevistador entre ellos, pues inicialmente, en los primeros momentos de su relación, son palpables su prevención y su cautela. Hay que dar gracias a Dios de que el señor Ford tuviera el demonio dentro, llegará a escribir, cautivado al fin, paradójicamente, por la cercanía, el cariño, la bondad y el humor que acabarán por aflorar en el trato cotidiano con su entrevistado. Del mismo modo, su sistema de valores, su ideología, han sido cuestionados y denostados durante largo tiempo (yo aún recuerdo las opiniones que sobre él se nos transmitían en aquellos años “progres” cercanos a la muerte de Franco: un director sentimental, fascista, racista, machista, antiguo, un carca militarista que solo merecía el desprecio -el ignorante desprecio- de los jóvenes “concienciados”). Habría que esperar a su reivindicación por los críticos europeos, sobre todo -como tantas otras veces- los franceses de Cahiers du Cinema, para volver a ver con otros ojos sus películas y para encontrar en ellas no solo belleza y verdad, lirismo, emoción y una mirada poética sino valores, nobles valores: la dignidad ante los embates de la vida, la valiente aceptación del fracaso, la gloria en la derrota, la responsabilidad y el sacrificio, el compromiso en el cumplimiento del deber, la lealtad, la amistad, la solidaridad, la camaradería, el valor, la honradez, la compasión con el débil y el oprimido. 

El libro de Bodganovich -y, sobre todo, la visión desprejuiciada, sin anteojeras ideológicas, de sus películas- permite cuestionar estos absurdos apriorismos sobre el personaje y su obra. Ford está siempre -insisto, en sus declaraciones, en sus actos y en sus filmes- a favor del que nada tiene, del pobre, de la gente sencilla y humilde, de los desposeídos, de los desfavorecidos por la fortuna, de los desheredados y los marginales. No hay más que ver Las uvas de la ira o El joven Lincoln o Qué verde era mi valle o La diligencia, por citar solo algunas muestras, para persuadirse de cuál es la postura moral “auténtica” del realizador. Las opiniones que leemos en el libro están llenas de referencias a este planteamiento, como, por ejemplo, su natural aversión a los productores, al dinero y al poder y la espontánea cercanía con sus técnicos, sus atrecistas, sus electricistas. Del mismo modo “rechinan” -a la luz de un análisis serio- las críticas a su machismo, cuando sus mujeres son siempre fuertes, de una poderosa personalidad, llegando en más de una ocasión a “comerse” las películas que no protagonizan abiertamente, incluso aquellas en las que, en apariencia, podrían verse como una apoteosis del sometimiento; piénsese en el formidable personaje de Maureen O'Hara en El hombre tranquilo. Igualmente, no admite duda su posición ante la destrucción de los pueblos indios masacrados en la Conquista del Oeste: Ford siempre reconoció su dignidad en la derrota y aunque, afirma, he matado más indios que Custer, no duda en señalar: los hemos tratado muy mal y es una mancha en nuestro historial; los hemos engañado y robado, matado, masacrado y hecho de todo; pero si ellos matan a un solo hombre blanco, por Dios que sale el Ejército, en declaraciones inequívocas que, entre otras razones, explican por qué los navajos lo idolatraban. Y otro tanto ocurre con su supuesto racismo, cuando en El sargento negro el “héroe”, por primera vez en el cine, es un hombre de color. A este respecto, tiene razón Bodganovich cuando, en esa conmovedora despedida que cierra el libro, Un toque de silencio, escrita tras la muerte de su maestro y amigo (Ford murió en 1973, aunque no había vuelto a hacer ninguna película desde 1965; la última 7 mujeres), admitiendo que existían ciertas dudas sobre las ideas políticas de John Ford, no titubea al añadir, categórico y, en mi opinión, muy acertado: Como si lo que pensase sobre los asuntos de nuestros días un humanista y poeta de la talla y profundidad de Ford importara. Sus mejores películas -y hay muchas- no tienen caducidad. Tienen la talla de las leyendas y poseen el alma del mito. Orson Welles lo dijo una vez: “John Ford sabe de qué está hecha la tierra”

Pero más allá de la interesante “cala” en la personalidad del director, es en la información estrictamente cinematográfica que proporciona en donde el libro resulta deslumbrante. A través de las declaraciones de Ford, que de la mano de su entrevistador va comentando los principales títulos de su filmografía, conocemos los más recónditos entresijos de su quehacer profesional. Por ejemplo, su genuino rechazo al énfasis, a la grandilocuencia, a las ínfulas de tantos otros colegas de profesión, infatuados por su condición de artistas. Él siempre defendió que lo suyo era un trabajo, no un arte. Recordad: Me llamo John Ford y hago películas del Oeste, así, sin pretensiones (aunque, por cierto, ninguno de sus Oscars fue por un western). Frente a la soberbia intelectual del cine “de autor”, Ford es un asalariado, trabaja “bajo contrato”, si no le gusta un guion puede rechazarlo, pero normalmente su labor es la de un profesional: hace su trabajo lo mejor posible y acepta -a regañadientes y maldiciendo- que montadores, productores, músicos o montadores de sonido, “destrocen” sus obras. Sin embargo, y esto es algo que quien haya visto sus películas “sabe” con certeza absoluta, todas esas supuestamente “elitistas” categorías -artista, poeta, autor- le son claramente aplicables. 

Esta vertiente del libro está repleta, ya se ha dicho, de valiosas apreciaciones sobre su obra: su “talento” natural -o su mucho oficio- que le lleva a dirigir por instinto (nunca planifica una secuencia sobre el papel; sabe exactamente cómo montará cada plano con el siguiente, y sabe de un vistazo dónde debe estar la cámara). En consecuencia, su negativa a rodar una escena desde muchos ángulos y su oposición a los ensayos, tanto por profesionalidad, por no desperdiciar cinta y ahorrar dinero, como por convicción, al preferir la espontaneidad, los titubeos, los errores incluso (un hombre que cae, un caballo que se desmanda, una vacilación, un gesto) de las primeras tomas. Su preferencia por la imagen frente a las palabras y la relativa irrelevancia concedida a unos guiones modificables en el rodaje (De hecho, el buen guion no existe. Los guiones son diálogos, y a mí no me gusta tanta charla. Siempre he tratado de expresar las cosas visualmente), pese a lo cual trabaja codo a codo con sus guionistas y exige -sin éxito- que estén presentes mientras se filma. Sus acerbas consideraciones sobre el Cinerama y el Cinemascope, entonces tan de moda (a título personal, recuerdo mi fascinación de niño de siete u ocho años ante La Conquista del Oeste, una muy comercial película de episodios -el primero de los tres dirigido por Ford-, en el fondo prescindible pero para mí entonces revestida de magia, con los colores brillantes, la pantalla inmensa, el sonido envolvente -efectos todos del Cinerama-, que vi con mis padres en un cine de Vigo rebosante de espectadores que asistían al estreno como si de una première de Hollywood se tratara; (¿dónde ha quedado aquel tiempo, y aquel cine?, ¿dónde, ay, aquellos jóvenes padres?). Conocemos también su rechazo a la música en las películas (No me gusta ver a un hombre en el desierto, muriéndose de sed, respaldado por la orquesta de Filadelfia). Su nostálgica mirada hacia un modo de hacer películas desaparecido -¡ya entonces!- y su crítica a los “experimentos” de los nuevos directores: Es divertido cómo salen esos chavales de Nueva York, directores de teatro, y lo primero que hacen cuando vienen aquí es olvidarse de la historia, olvidarse de la gente, olvidarse de los personajes, olvidarse del diálogo y concentrarse en ese juguete nuevo y maravilloso que es la cámara, en lo que es toda una significativa declaración de principios. 

Hay, por otro lado, infinidad de interesantes reflexiones y análisis -todos ellos breves o meramente esbozados, no estamos ante un ensayo-, debidos en este caso al propio Bodganovich, sobre el cine de Ford: perspicaces apuntes sobre las conexiones entre películas, sobre la consideración dada a la fotografía, con los permanentes juegos de luces y sombras, sobre la, hasta cierto punto, “heterodoxia” formal, con soluciones innovadoras pero simples a los problemas técnicos, o sobre los “motivos” que se repiten en sus largometrajes: los borrachines y las tabernas; los bailes; la música en los campamentos, ante el fuego de campaña, en las fiestas, en los bailes; las carreras de caballos; las peleas; la huella irlandesa; el humor; los amores perdidos; la importancia de las raíces o de su ausencia -el desarraigo-; los hombres solitarios; el fracaso (lo que desprecio son los finales felices, con un beso al final; nunca los he hecho, afirmará el director, con no total exactitud); la gloria en la derrota (en expresión acuñada por el autor y que Ford encuentra plausible como eje principal de sus obras); la omnipresencia en su filmografía de la historia de su país (Ningún director estadounidense ha recorrido de manera tan profunda el paisaje del pasado de los Estados Unidos), retratada en todas sus etapas, las distintas guerras -la independencia, la Secesión-, la migración al oeste y la trasatlántica, el crack del 29, los indios, los presidentes; el alto precio individual que supone el progreso colectivo; Monument Valley, el país de Ford, presente en hasta nueve películas; la creación de un marco de referencia épico y la inserción en él de personajes humildes cuya digna humanidad, cuya nobleza, no desmerece de ese “entorno” histórico; la familia; la amistad; las mujeres, como ya se ha dicho; el honor y la dignidad; las muchas ambigüedades de su obra: instinto y oficio, leyenda y realidad (Cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que publicar la leyenda, una de las citas clásicas de El hombre que mató a Liberty Valance), el héroe/antihéroe (con los modelos paradigmáticos del Ringo que encarna John Wayne en La diligencia, o el Ethan Edwards, interpretado por el mismo actor, en Centauros del desierto); películas del Oeste pero también con infinidad de otros temas, drama y comedia, optimismo y fracaso, y tantos otros temas… 

Por último, el libro que hoy os presento interesa sobremanera por la larga sucesión de curiosidades y anécdotas que recoge, algunas ya bien conocidas y contribuyendo a conformar la dimensión mítica del personaje: su anónima presencia en muchas películas mudas, en las que se desempeñaba de arriesgado especialista, subiéndose a un tren en marcha, cayendo a caballo por un barranco; su azarosa conversión en director, cuando tras una fiesta desaforada y con el set semivacío la mañana siguiente por la ausencia del director y de muchos actores, Ford, que era atrecista en la película -y camarero en la fiesta-, se ve forzado por el productor a hacerse cargo del rodaje; el pañuelo que el director estruja y muerde mientras trabaja, para suplir así la carencia de tabaco; el retraso en el rodaje que Ford “liquida” rompiendo las correspondientes páginas del guion (y que dejaría sin rodar); su huida y reclusión en su barco tras acabar los rodajes, hastiado por los cambios posteriores que los montadores, músicos y productores introducirían en sus películas (algunas de las cuales confiesa no haber visto “terminadas”); sus legendarias y temidas réplicas, llenas de hiriente sarcasmo y acerado humor; su convincente “autoridad” natural, que imponía a técnicos y actores, como cuando recrimina -casi sin necesidad de hablar- a Sal Mineo, en los descansos en la filmación de El gran combate, que el actor protagonizaba, el volumen de la música en su habitación; las multas al personal que hablara de trabajo en las comidas colectivas durante los rodajes, sanciones que él mismo se salta a la torera con indudable gracia; su fraternal relación con los navajos, que lo llamaban Natani Nez (el soldado alto); la ocasión en la que por salvar una primera toma de una escena de acción con caballos e indios y caídas y disparos, casi muere aplastado por una muy “verosímil” carga navaja; la potrilla que se “enamora” de él en la grabación de Sangre de pista, siguiéndole a todas partes; o, por fin, el hilarante episodio en el que dirige a un actor antes de la escena en que debe besar a una chica. Recién llegado al plató, Ford “instruye” al para él desconocido muchacho: Si tienes que besarla, lo que te digo es que la beses. Bésala en los labios, abrázala. A lo que el actor, perplejo, responde: Pero, señor Ford, ¡se supone que es mi hija! Y Ford contesta: ¡Ah!... ¿Hay alguien por aquí que tenga el guion? Dejadme verlo. Y la apostilla genial: A partir de entonces traté de leer los guiones

Sin tiempo ya apenas para más comentarios, os presento brevemente el segundo libro que hoy os traigo. El universo de John Ford, una de las excelentes publicaciones habituales en la editorial Notorious, recoge los interesantes estudios de veintisiete prestigiosos críticos -periodistas, profesores, políticos, escritores, expertos todos- sobre la cinematografía fordiana. En un enfoque, pues, diametralmente opuesto al del libro de Bodganovich -aquí no se “oye” la voz del director, más allá de las evocaciones de sus admiradores críticos-, en sus más de quinientas páginas se desmenuza la obra de Ford en capítulos en los que se repasan cerca de setenta películas, además de en un diccionario final -ordenado por tanto alfabéticamente- de actores, colaboradores y temas diversos relacionados con el universo del “cineasta” (expresión que hubiera horrorizado a Ford). David Felipe Arranz, Victor Arribas, Luis Balcarce, Enrique Bolado, Quim Casas, Luis Freijo, Espido Freire, Ramón Freixas, Luis Herrero, Jaime Iglesias, Juan Carlos Laviana, Carlos Marañón, Miguel Marias, Alicia Mariño, Alejandro Melero Salvador, Diego Moldes, Israel Paredes, Marina Pérez Lezaola, Moisés Rodríguez, Fernando R. Lafuente, Oti Rodríguez Marchante, Enric Ros, Adrián Sánchez, Gerardo Sánchez, José Luis Sánchez Noriega, LucÍa Tello Díaz, Eduardo Torres-Dulce, Jaime Vicente Echagüe y Juan Carlos Vizcaíno firman los atractivos análisis, nacidos, casi siempre, de la fervorosa devoción de sus autores por la mítica figura del director. 

Los distintos capítulos aparecen complementados por decenas de espléndidas fotografías en color y en blanco y negro. Se reproducen, además, los carteles originales de las películas del irlandés, incluyéndose también las fichas técnicas de sus más de cien films, conformando el conjunto un volumen “marca de la casa” Notorious, de gran formato y encuadernado en tapa dura; una obra de consulta imprescindible. Entre sus inconvenientes, pues alguno hay, la ausencia de un capítulo introductorio que sintetice y presente la obra que se va a leer (se entra abruptamente en el análisis de la primera de sus películas), así como -ya se ha comentado- la de unos índices sencillos -sólo hay uno de películas y otro del “diccionario”, muy sucintos- que faciliten el “manejo” de un libro cuya utilidad última es, precisamente, el servir como obra de consulta. 

En cualquier caso, revisar los mejores largometrajes de John Ford -con la desesperación en el alma por no poder acceder a todos ellos- leyendo las apasionantes páginas de estos dos libros, que permiten adentrarse en la personalidad y conocer las claves artísticas de una figura genial, es una experiencia que os recomiendo, pues aparte de los innumerables motivos para el aprendizaje que encierra, incrementa enormemente el disfrute de sus ya deliciosas y entrañables y melancólicas y divertidas y emotivas películas. Os dejo, como acompañamiento musical, con Shall we gather at the river, uno de los temas favoritos de Ford que suena en hasta siete de sus películas. Se trata de un himno religioso del siglo XIX, obra del poeta y compositor Robert Lowry. 



- ¿Cuánto tiempo le llevó, desde que empezó a hacer películas, sentir que estaba haciendo algo importante? 

- Bueno, se trata de una conjetura que no puedo aceptar. Nunca lo he creído así. Siempre me ha gustado hacer películas, ha sido toda mi vida. Me gusta la gente con la que trato -no me refiero a los peces gordos-, me refiero a los actores, las actrices, los maquinistas, los eléctricos… Me gusta esa gente. Me gusta estar en el plató independientemente de la película de que se trate, me gusta trabajar en el cine. Es divertido. 

Harry Carey me enseñó el oficio en los primeros años -como si dijéramos- y lo único que he tenido siempre ha sido buen ojo para la composición -no sé de dónde lo he sacado-, y es lo único que de verdad he tenido. De chaval creía que iba a ser artista; dibujaba y pintaba mucho, y creo que para un crío lo hacía bastante bien, o por lo menos recibía muchas felicitaciones. Pero nunca he pensado en lo que estaba haciendo en términos de arte, o “esto es estupendo” o “de importancia mundial”, ni nada por el estilo. Para mí, siempre se trató de un simple trabajo -que exigía mucho esfuerzo-, y con el que disfrutaba inmensamente; nada más.

Peter Bodganovich. John Ford

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