Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de enero de 2019

NIKITA HARWICH VALLENILLA. HISTORIA DEL CHOCOLATE

Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más, un año más, a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Empezamos hoy nuestro decimoprimer año, con una propuesta anclada aún, en cierta manera, en la reciente Navidad. Y es que las fiestas que acabamos de dejar atrás tienen en la comida uno de sus componentes esenciales, con las familias reunidas a la mesa ante viandas exquisitas que se disfrutan casi exclusivamente en estas fechas, el inalcanzable marisco, los lechones y los cabritos, el pavo infrecuente, las pulardas rellenas, y claro está, el cierre de los banquetes con una exagerada profusión de postres y dulces, turrones y mantecados, mazapanes, polvorones y, sin que pueda faltar en ninguna de sus formas, el delicioso chocolate. 

Y precisamente del chocolate vamos a hablar hoy, con el regusto aún en nuestros labios de los excesos gastronómicos y de la muy venial y disculpable gula que suponen, a partir de un libro muy interesante que constituye ya, desde su publicación originaria en Francia en 1992, una referencia inexcusable sobre la materia. Se trata de Historia del chocolate, una obra del historiador franco-venezolano Nikita Harwich Vallenilla, que ha visto la luz en nuestro país el pasado 2018 en la Editorial Pensódromo, en una versión “construida” sobre la base de la segunda edición francesa revisada y actualizada. El libro, que aparece dentro de la colección Biblioteca de cultura histórica, se presenta con la traducción del francés -revisada por el propio autor- de Juan Luis Delmont y José Daniel Avilán. La edición está patrocinada por un clásico de nuestra repostería, Chocolates y Dulces Matías López, familia de la que uno de sus descendientes, Manuel de Cendra y Aparicio, V Marqués de Casa López, firma el entusiasta prólogo. 

Nikita Harwich Vallenilla, nacido en Nueva York en 1951, es, a partir de la biografía que distribuye su editorial, un personaje singular, cosmopolita y polifacético. Licenciado en Historia por la Universidad de Duke, en Estados Unidos, doctor en Economía por la prestigiosa London School of Economics, fue profesor universitario en Venezuela, además de trabajar en periodismo, radio y televisión y en la gestión empresarial en dicho país. Radicado en Francia desde 1994, se ha desempeñado como profesor en muy distintas áreas -siempre relacionadas con la Historia- de diversas universidades francesas (París X Nanterre o Ruán). Investigador en los principales centros de referencia del país galo (CNRS, École des Hautes Études en Sciences Sociales, Universidad de París I, Universidad de París Nanterre), ha publicado numerosos textos sobre América latina, en particular sobre Venezuela y, singularmente, sobre el chocolate, de cuyas Academias francesa y europea es miembro desde hace años. Recientemente, en 2015, coordinó la Encyclopédie du chocolat et de la confiserie, obra colectiva presentada bajo el patrocinio de la mencionada Academia francesa del chocolate y de la confitería

Esta Historia del chocolate que hoy os presento ofrece más de trescientas páginas de exhaustiva y apasionante indagación en las que se repasan cerca de tres mil años de la vida del apetitoso alimento. Siguiendo un hilo conductor cronológico -aunque, en ocasiones, hay derivaciones y saltos atrás y adelante-, el libro examina todas las dimensiones imaginables de la presencia del cacao y el chocolate en nuestro mundo: las que tienen que ver con la historia, obviamente, pero también las que aluden a la botánica y a la dietética, a la industria y la tecnología, al comercio, a la cultura, a las artes y las letras, a la economía o la política, en un trabajo que, salvo en algunos capítulos más técnicos y áridos, se lee con enorme placer, dado el tono ameno y la profusión de anécdotas y curiosidades que inundan el relato. Del carácter bien documentado y riguroso de la obra dan cuenta una bibliografía de más de trescientos títulos que se adjunta al texto y un sustancioso índice onomástico final con centenares de significativas referencias. Hay también una veintena de ilustraciones, en color y de extraordinaria calidad, que complementan en imágenes algunas de las interesantes informaciones que proporciona el autor. 

El cacao era conocido en América mucho antes de la llegada de los españoles. La hipótesis más probable acerca de su origen sitúa su “cuna natural” en las selvas tropicales de América del Sur, en la región del Alto Orinoco y de la cuenca amazónica. Harwich investiga en documentos de distinta índole para afirmar, siguiendo a Michael Coe, historiador de la Universidad de Yale, que el primer hombre en la historia que probó el chocolate fue probablemente un olmeca que vivió hace unos tres mil años en las selvas pantanosas del sureste de México. Hasta tan lejos se retrotrae la investigación del profesor venezolano en la vertiente histórica del libro, su dimensión principal. El rastro del cacao puede seguirse entre los olmecas de Tabasco, la excepcional cultura del Golfo de México (os recomiendo, si tenéis ocasión de visitarlo alguna vez, el Parque-Museo La Venta, en Villahermosa, un recinto al aire libre que recoge impresionantes muestras escultóricas de los olmecas en un paraje natural desbordante de flora y fauna autóctonas), hacia el año 1000 antes de Cristo; más tarde, en el siglo VII, siempre antes de nuestra era, hay vestigios entre los mayas, hasta que, trescientos años después, el cacao y el chocolate ya estaban plenamente integrados en dicha cultura, como demuestran significativas pruebas lingüísticas (palabras como kakaw y otras similares en distintas lenguas mesoamericanas: cacauatl para designar el árbol, xocoatl, para la bebida) y arqueológicas. Estas, sin embargo, no son muy numerosas en el continente americano: una jarra de piedra de la actual Honduras con dibujos en relieve que representan mazorcas de cacao; una tumba del siglo VI en la que, tras los análisis, aparecen residuos de teobromina y cafeína (algunos de sus componentes químicos); un bajorrelieve maya en Guatemala en el que la víctima de un sacrificio lleva un collar que parece hecho con semillas de cacao; una vasija de arcilla, también en Guatemala, réplica de una mazorca, fruto que quizá sirvió de molde en la confección de la pieza; la Joya de Cerén, cerca de lo que hoy es El Salvador, una próspera plantación de esos primeros siglos, que fue cubierta por las cenizas de una erupción volcánica en el 590 después de Cristo, encontrándose cultivos de cacaoteros en sus ruinas así preservadas. El declinar de la civilización maya a partir del siglo IX de nuestra era, permite que el florecimiento del cultivo y el uso del cacao crezca entre los aztecas. 

Las frutas, los granos, la bebida tienen una notable presencia en numerosos códices autóctonos -que se recogen entre las imágenes del libro-, como el Chilam Balam de Chumayel, y por supuesto, más tarde, en las crónicas de misioneros y conquistadores españoles, que refieren figuras, relieves, esculturas, ceremonias alusivas al cacao. El libro cita tres esenciales, la Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, de 1632, obra mayor de Bernal Díaz del Castillo, la Historia General de las cosas de la Nueva España, escrita en náhuatl y luego traducida al castellano por el fraile franciscano Bernardino de Sahagún, formado en la Universidad de Salamanca; y la Historia general y natural de las Indias, escrita en 1535 por Gonzalo Fernández de Oviedo. 

En todas ellas se resaltan los usos y costumbres de los indígenas en relación con el cacao; así por ejemplo, cómo las gentes consumían la pulpa y chupaban los granos, una práctica que permanecerá aún en los inicios del siglo XIX, siendo recogida en sus escritos por el explorador Alexander von Humboldt. También la doble función del cacao, como moneda e instrumento de cómputo y como alimento. Desde el primer punto de vista llama la atención el que las mejores semillas se usaran como sustitutos del dinero, mientras que otras variedades de peor calidad quedaban para los intercambios y los contratos. También el que los mayas se sirvieran de los granos para el cálculo (otras culturas prehispánicas operaban sobre la base de las unidades de peso, pero en la cultura maya se hacía por unidad de volumen) lo que contribuyó al desarrollo de la aritmética y el conocimiento astronómico, y repercutió en su cosmogonía, en la concepción del tiempo y en la confección de calendarios. En el uso del cacao como recurso alimenticio sorprende lo sofisticado de un proceso que supone la transformación de una materia prima poco prometedora -granos amargos envueltos en una pulpa dulzona y pegajosa- en una sustancia compleja como el chocolate, a través de un procedimiento muy elaborado que incluye la fermentación, el secado, la torrefacción y la posterior trituración. 

Además, las crónicas, de las que el autor da cuenta con sobresaliente erudición, trufando su texto de abundantes ejemplos extraídos de ellas, reflejan los rituales, las ceremonias, los usos simbólicos del cacao, que a menudo aparece asociado a acontecimientos relevantes de la vida diaria: ofrendas tras el nacimiento de un niño; cultos de pubertad con el embadurnamiento de los cuerpos de los jóvenes; donaciones en las pedidas de matrimonio; regalos que se intercambian los novios; acompañamiento al difunto en su viaje al más allá; ritos de iniciación; purificación de las parturientas; fuente y estímulo para la fertilidad (los sembradores debían abstenerse de acercarse a las mujeres en el proceso de selección de los granos, mientras que, con un simbolismo similar, algunas parejas se entregaban al acto sexual en el momento en que las semillas eran colocadas en la tierra). 

Estos capítulos iniciales, de lectura apasionante, centrados en la realidad prehispánica del chocolate, desembocan, como es natural, en la llegada de Colón a América. El primer “encuentro” de los europeos con el cacao tiene lugar en julio de 1502 durante el cuarto viaje del hoy denostado y perseguido almirante -víctima de la absurda corrección política retrospectiva (la no retrospectiva es igualmente ridícula)-, cuando unos indígenas que llegan en piragua hasta su barco portando diversas ofrendas incluyen entre ellas el exótico y entonces desconocido fruto. En 1519 lo menciona también Hernán Cortés, que lleva los primeros granos a España en 1528. A partir de esas fechas, el chocolate se expande en nuestro país, en donde alcanza un éxito inusitado. 

Son incontables las curiosidades y anécdotas que sobre esta etapa podemos leer en el texto. El reconocimiento “oficial” que hace Pedro Mártir de Anglería, que forma parte de la comisión encargada por Carlos V para la administración de las Indias Occidentales, de la doble función, como moneda y como bebida, del cacao. En el primero de los ámbitos, se constata, por ejemplo, su uso para el pago de la prostitución, “ocho o diez almendras por una carrera”. También se resaltan sus propiedades curativas y terapéuticas, eficaz, al parecer, contra la diarrea y las hemorroides, la timidez o la “apatía mental”. Se ve en él su condición de elixir afrodisíaco, útil “para tener acceso con mujeres”. El cacao aparece citado en las comedias de Calderón de la Barca o Tirso de Molina y Quevedo. El “néctar de Indias” se consume en nuestro país, en un proceso de creciente “sofisticación” gastronómica, aderezado con leche, huevos o azúcar. 

De inicial producto de lujo reservado a una élite, el consumo del chocolate acaba por generalizarse. Los españoles ven las inmensas posibilidades de negocio que hay en él y desarrollan las explotaciones multiplicando sus beneficios, hasta acabar por convertirlo en fuente de tributos. La producción de cacao pasa a ser uno de los ámbitos en los que resulta más notorio el afán de lucro sin límites de los “conquistadores”. Cita Harwich el ejemplo de Soconusco, en la actual Chiapas, uno de los centros principales de cultivo, transformación y exportación de cacao. Morirán muchos indios por las enfermedades y las extremas condiciones de trabajo en las plantaciones. De los 30.000 que vivían en la región inicialmente, a la llegada de los españoles, solo quedan 1.600 apenas sesenta años después. Menciona también el autor la execrable figura de Diego de Guzmán, un sátrapa, y, en general, los abusos de los dueños de los cacaotales. En consecuencia, a finales del siglo XVI, la “edad de oro” del cacao en México era ya solo un remoto recuerdo

Crecen, en paralelo, las explotaciones en las Antillas, Cuba, Jamaica, Martinica, Guadalupe, Surinam. El libro da cuenta de la aparición de mano de obra africana, la dolorosa esclavitud (los esclavos se compran, a menudo y paradójicamente, con granos de cacao). Es la época del comercio fraudulento, de los desembarcos clandestinos, de las restricciones en los circuitos de distribución para que el codiciado bien no caiga en manos holandesas o inglesas. El texto se llena de corsarios, piratas y contrabandistas. En 1670 Venezuela alcanza el primer lugar como abastecedor de cacao de la Nueva España. En Guayaquil, en todo Ecuador, el cacao es la pieza esencial de las luchas de poder e influencia de las oligarquías. 

La popularidad española del cacao se extiende a Europa entera en siglo XVII. El chocolate se propaga como símbolo del mundo nuevo y desconocido, del vasto y en gran medida ignoto continente americano, como se pone de manifiesto en una espléndida lámina, que recoge el libro, Obsequio de América al mundo, de 1631, en la que una rozagante América ofrece a Neptuno, embajador del Viejo Mundo, una caja de chocolate. En una sucesión de etapas frenéticas, el volumen viaja, siguiendo el preciado brebaje, a Perugia, Livorno, Nápoles, Venecia y Esmirna. Nos adentramos en Francia, cuando el matrimonio en 1615 de Ana de Austria, hija de Felipe II, y Luis XIII, contribuye a su conocimiento y expansión en el país galo. Y luego serán Londres y Ámsterdam. Y se multiplican las anécdotas: los versos que ensalzan las cualidades “libertinas” del bebedizo (Con que sólo prueben el chocolate/se tornarán jóvenes y lozanas las ancianas/Y con nuevos ardores de la carne/Que las harán anhelar ya saben qué, como rezaba un poema de James Wadsworth, a mediados del XVII), la prohibición del rey Carlos II, que acaba por cerrar en 1675 “las casas de café y chocolate” por el juego ilegal que albergaban, pero también a causa de las licenciosas costumbres a las que inducen las bebidas. 

Y avanzando en el tiempo, el Siglo de las Luces será el de la consagración del chocolate en Europa. Viajamos a Viena y Dresde, recorremos numerosas obras de arte y textos literarios con presencia “chocolatera”: Cyrano de Bergerac o La Encyclopédie, en Francia, las comedias de Goldoni en Italia, los cuadros de Hogarth en Inglaterra. Y Daniel Defoe. Y Balzac. 

España acaba por ser el primer consumidor mundial a partir de 1700 con la llegada de los Borbones. Los viajeros que llegan a nuestro país se asombran al ver cómo lo consumen todas las clases sociales sin distinción, sólo el tipo de recipiente permite distinguir unos estratos de otros. Astorga, al estar en el camino de Santiago, ser una diócesis muy extensa y contar con muchos monasterios y conventos chocolateros, cobra una destacada y sorprendente importancia. En 1777, en Barcelona se crean los primeros bombones, obra de un tal Fernández, por lo demás desconocido. 

Los logros de la revolución industrial afloran también en la producción del chocolate a partir del siglo XVIII. Las manufacturas se extienden por doquier -Berlín, Hannover, Múnich, Praga, Coblenza- y el autor describe su crecimiento, las innovaciones, las novedosas maquinarias, los complejos procesos, los inventos: la prensa de Van Houten, los ingenios que mejoran la selección, la torrefacción, la trituración y la molienda, los complejos motores, las nuevas creaciones -la hoy usual tableta-, los últimos perfeccionamientos en la producción -el conchado, el refinado, el estofado-. Aparecen en la industria nombres hoy ya legendarios, como los de los suizos Suchard y Lindt. El delicioso alimento llega también a Estados Unidos, donde lo introduce, en Massachusetts, John Hannon, un maestro artesano irlandés. Proliferan las coffee y las chocolate houses, algunas de las cuales acabarán por convertirse en clubes privados, en Inglaterra y Francia. 

A mediados de ese siglo XVIII el chocolate se abre a nuevos horizontes, y el libro los repasa con secciones dedicadas a Ecuador, que llega a ser primer exportador mundial, Venezuela, Trinidad, Brasil, con las plantaciones desplazándose del Alto Amazonas al delta de Belén, en la desembocadura del inmenso río, para ocupar el segundo lugar en el ránking de producción mundial. También el salto a África, primero en las islas aledañas a las costas, Santo Tomé y Príncipe, y luego el interior continental, con las compañías europeas ávidas de una mercancía capaz de sustituir el lucrativo negocio de la esclavitud, abolida la trata en esos días. Así prosperan los cultivos en la Costa de Oro, la actual Ghana, Costa de Marfil, Nigeria, Camerún, el Congo belga. Y luego, estamos ya en el siglo XIX, Ceilán, Java y el resto de Indonesia, y hasta Samoa, en donde Robert Louis Stevenson recogería en su obra su condición de plantador de cacao. Son los años de otros nombres míticos del universo chocolatero: Fry y Cadbury. 

Llegado el siglo XIX España mantiene su posición de dominio en el universo chocolatero, provocando, una vez más, la admiración y la sorpresa de los viajeros que nos visitan: El chocolate es para el español, lo que el té es para el británico, escribía Richard Ford en su Guía de viaje de 1845. Y Teófilo Gautier en su Viaje a España, coincide en la misma idea. Nacen “casas” que aún perduran en nuestros días, en la citada Astorga, Aragón, Barcelona, Madrid, con un lugar destacado para los Chocolates y Dulces Matías López que patrocinan el libro. El XIX trae también las innovaciones suizas, con nombres ahora míticos en este ámbito como los del farmacéutico y químico alemán Henri Nestlé o el de Theodor Tobler, chocolatero en Berna, del que se relata en el libro una jugosa curiosidad sobre la peculiar forma triangular del hoy popular Toblerone, que obedecería, al parecer, a la forma igualmente triangular del símbolo de la masonería a la que su creador pertenecía o quizá al perfil sinuoso de las montañas suizas. Y el chocolate prospera en EEUU, y el mundo sigue conociendo novedades como los huevos de Pascua o la tarta Sacher en Austria, que debe su nombre a Franz Sacher, que se desenvolvía como aprendiz de pastelero en la casa del Canciller Imperial, en torno a 1830. 

El libro nos informa también del inmenso crecimiento de la producción y consumo del chocolate en los días que llegan hasta la primera guerra mundial, con una caída de cotizaciones del cacao durante la contienda y un repunte espectacular tras ella. En 1921 África reemplazará a América como primer continente productivo. Franklin Clarence Mars funda su firma en USA y lanza sus exitosas barras chocolatadas rellenas, y pronto aparecen el Kit-Kat y los Smarties. La Segunda guerra mundial consolida el éxito del chocolate, y son bien conocidas y divulgadas -llegando al mundo entero- las imágenes de los soldados americanos repartiendo desde sus Jeeps chocolatinas a las multitudes en los pueblos liberados de Europa. 

Y desde entonces, la expansión en África, y el papel estelar de Ghana, Camerún o Nigeria, con Costa de Marfil como primer productor mundial, actual responsable del 40 por ciento de la producción mundial. Harwich no nos ahorra datos, estadísticas, análisis de las políticas económicas, de los conflictos de intereses, de las luchas de poder, de los enfrentamientos étnicos que la riqueza “cacaotera” lleva consigo. Y también apuntes sobre Malasia e Indonesia (el actual “El Dorado”), sobre el “retorno” de Ecuador, sobre los nuevos productores, Perú, Vietnam… En las etapas postreras de esta evolución histórica aparecen interesantes secciones que incluyen sustanciosos análisis económicos del presente, con los intereses comerciales y financieros que hoy mueven a los cuatro grandes grupos del mercado mundial, los datos de producción y consumo (en el mundo se producen diariamente más de cuatro millones y medio de toneladas de cacao al día), las fluctuaciones bursátiles vinculadas al negocio chocolatero, la evolución de los precios, la concentración industrial y otras informaciones -cierto que algo más áridas que las que pueblan el resto de los capítulos del libro- en cualquier caso pertinentes. 

Hay, igualmente, una sección final que se ocupa de la evolución futura del comercio chocolatero: sus incertidumbres, entre ellas las catástrofes ecológicas que su explotación sin límites está causando en algún caso (en Costa de Marfil, y esta información no procede del libro, hay preocupación por la creciente deforestación del territorio para ganar espacio al cultivo cacaotero, un fenómeno que ha provocado, aparte del evidente daño forestal, la práctica extinción de los elefantes en el país); los nuevos mercados potenciales (Grecia, Rusia, China, gran parte de Asia, América Latina y la, por ahora, escasamente consumidora África); las nuevas tendencias (agricultura biológica y comercio justo, el chocolate con denominación de origen, el “cacao fino aromático”); los nuevos ámbitos de utilización (productos de belleza o farmacéuticos, alimentación del ganado); o los sucedáneos del chocolate que, pese a las legislaciones proteccionistas, ganan terreno para rebajar el coste o hacer frente a una eventual bajada de la producción. 

Imbricadas en este largo desarrollo de la evolución de histórica del chocolate, en el magnífico libro de Nikita Harwich se recogen infinidad de otras informaciones relativas a los más diversos ámbitos de la cultura y el conocimiento. Es el caso, por ejemplo, de los furibundos debates -sobre todo en el siglo XVII- acerca de las ventajas y los inconvenientes del producto. En este sentido el volumen glosa los diversos tratados y publicaciones científicas de la época en las que tanto se constatan las propiedades del producto (bajar la regla, cortaduras de los pezones, estreñimiento, cálculos de los riñones), como su capacidad para engendrar todo tipo de males físicos -la obesidad como perjuicio recurrente- pero también “causar paroxismos y desmayos, unas profundas ansias, y melancolías, y saltos de corazón, que parece al que le ha comido que el alma se le sale”. Llega incluso a leerse una tesis de Medicina en la Sorbona en 1684, con el significativo título de ¿Fortifica la salud el consumo de chocolate? En esta misma lógica vinculada a la salud hay una breve sección “nutricionista” donde se refieren los debates dietéticos más actuales sobre las bondades y maldades del chocolate: estimula el sistema nervioso, facilita el esfuerzo muscular, aumenta la resistencia a la fatiga, disminuye la depresión -en el haber-, pero también -en el debe- eleva el colesterol, dificulta la digestión, daña el hígado o, una vez más, provoca obesidad. De manera categórica, la bióloga Élise Gaspard-David subraya sus mejores efectos fisiológicos: El chocolate, por el placer que proporciona, hace secretar endorfinas cuyo efecto euforizante es comparable al del opio

Otro de los ejes de reflexión hacia los que apunta el libro tiene que ver con el simbolismo del cacao, potenciado en parte por esa su naturaleza híbrida: una bebida sana y fortificante cuyo aspecto es, sin embargo, parecido a las heces, tal y como se resalta en algún texto mencionado por el autor. Sus cualidades euforizantes que exaltan y dinamizan se contraponen con la peligrosa dependencia que provoca el desmesurado delirio y el frenesí a los que induce su adictiva ingesta (escribe Jean Maurice Bizière, un “psicohistoriador” francés: [el chocolate es] una victoria de la libido sobre el instinto de muerte, una victoria de la luz sobre la noche, un impulso para seguir adelante). Surgen así, durante los primeros siglos de su expansión, las discusiones morales, al asociarse su consumo al mal por la atmósfera sensual y libertina que conlleva, por las pasiones arrebatadas que despierta, por sus propiedades estimulantes, propias para excitar los ardores de Venus. Se cuentan anécdotas muy llamativas desde este punto de vista, centradas la mayor parte de ellas en el siglo XVIII: Madame Pompadour, acusada por Luis XV, su amante real, de “ser fría como una negreta boreal”, recurriendo al mágico brebaje numerosas veces al día. Madame du Barry proporcionándoselo a sus amantes para reanimar su ardor antes y después de cada nueva batalla amorosa. Giacomo Casanova encontrando la bebida más estimulante que el champaña o las ostras. Y con ese mismo sentido transgresor aparece en las obras del Marqués de Sade. Conocemos también las estériles disquisiciones religiosas: al tratarse de una bebida, ¿su consumo rompe el ayuno? Liquidum non frangit jejunum, dictaminará la ortodoxia. 

Estas connotaciones de provocación y pecado hacen que durante muchos siglos tomar chocolate sea considerado un acto adulto, del que se excluye a los niños, que sólo tienen derecho a un disfrute controlado y una tímida “posología”: la sucinta cucharadita que les proporciona su madre, como en Le déjeuner, un cuadro de François Boucher que está en la National Gallery de Londres. Será a finales del XVIII cuando el chocolate alcance también el dominio de la infancia, al democratizarse el consumo, gracias a la personalidad de algunos de los más afamados productores. Los Fry, los Cadbury, los Rowntree -los grandes nombres del chocolate en esos días- son cuáqueros que ven en las virtudes del chocolate la perfecta ejemplificación de las rígidas prescripciones morales de sus creencias: sustituto del alcohol y de sus excesos, emblema de la vida familiar recogida y armónica, alimento y nutrición vigorosos y salutíferos. La deslumbrante publicidad se llena entonces de niños, en cajas, carteles o paquetes decorados con escenas familiares, los pequeños rebosantes de salud, con las mejillas rojizas y los labios embadurnados del goloso bebedizo. La presencia publicitaria del chocolate tendrá también su espacio en un breve epígrafe del libro. 

Como lo tendrán también las proporciones y la composición química de sus componentes, las distintas regulaciones legales sobre aditamentos, las expresiones que constatan la popularidad del chocolate (Fare la figura del cioccolataio es, en italiano, quedar mal, hacer el ridículo; tomar el cacao es tomar el pelo en alemán; hacer chocolate es, para un francés, ser cómplice en una estafa; un chocolate se utiliza en distintos ámbitos lingüísticos como modo de referirse a un negro). Y también los fraudes y falsificaciones, los aditivos -almendras, arroz, harina, lentejas, guisantes, grasas, goma, yema de huevo-, las mezclas -con leche, con azúcar, con especias-. 

Hay un interesante apartado dedicado a la Botánica, que incluye las peculiaridades de la planta: la fragilidad del árbol y de su cultivo, necesitado permanentemente de “árboles madre” que proporcionen una sombra protectora del sol y del viento; la adecuada irrigación; la a menudo imposible defensa frente a los “depredadores”: monos, ardillas, murciélagos y hasta loros; los parásitos y las enfermedades; la detallada descripción del árbol, de las flores, de los frutos, de las distintas variedades y su pervivencia actual. Y conocemos igualmente los elementos químicos que integran el cacao, y su denominación científica, theobroma cacao, adjudicada por Linneo a finales del XVIII, resaltando su naturaleza “divina” (theobroma es literalmente, en griego, alimento de los dioses). 

Se nos informa también de curiosidades relativas al cultivo y la recolecta, el tratamiento posterior, en particular el “baile” con los pies, removiendo los granos, al que alude el brasileño Jorge Amado en una de sus imprescindibles novelas. Y aparecen los instrumentos, la vajilla del chocolate, las dos jarras con las que se trasvasaba el líquido para facilitar su oxigenación y la formación de espuma, los molinillos, las chocolateras, las jícaras, las tazas, los diversos utensilios de porcelana o metálicos que se muestran en algunas de las imágenes. Y conocemos también los distintos modos de utilización, la posología, el número de veces al día en que, según los expertos, debe consumirse, los métodos de preparación, las recetas, con menciones de Brillat-Savarin y su ya canónico Fisiología del gusto, de principios del siglo XIX. 

Ya muy fuera de tiempo, merece la pena mencionar que hay apartados dedicados a la inspiración que el cacao ha supuesto para innovadores, artistas y escritores, Marcel Duchamp, Dalí, Goethe, Manzoni, Stendhal, Anatole France, Thomas Mann y hasta Marcel Proust y James Joyce, con rastros de chocolate en En busca del tiempo perdido o el Ulises. Y hay espacio para los récords y las manías del chocolate, para el estudio de su consumo en función del sexo (más las mujeres), la edad, el clima o el nivel de vida. 

En fin, un jugoso y estimulante libro este Historia del chocolate de Nikita Harwich Vallenilla, que no deberías perderos a poco que os sintáis atraídos por la dulce tentación que encierra el “alimento de los dioses”. 

Son decenas, como podéis imaginar -dada la repercusión mundial que el producto tiene en el mundo entero-, las canciones alusivas al chocolate. He escogido, para complementar esta reseña, un evocador tema cantado por Doris Day, A Chocolate Sundae On A Saturday Night.


Relato de la leyenda tolteca del dios rey Quetzalcóatl y de la edad de oro a la cual se asocia su nombre, según fuera recogido por el misionero franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590), en las páginas de su Historia general de las cosas de la Nueva España. 

Quetzalcóatl fue estimado y tenido por dios, y lo adoraban de tiempo antiguo en Tulla, y tenía un cu [templo] muy alto con muchas gradas y muy angostas que no cabía un pie. Y estaba siempre echada su estatua y cubierta de mantas, y la cara que tenía era muy fea, y la cabeza larga, y barbudo. Y los vasallos que tenía eran todos oficiales de artes mecánicas y diestros para labrar las piedras verdes que se llamaban chalchihuites, y también para fundir plata y hacer otras cosas. Y estas artes todas hobieron origen del dicho Quetzalcóatl. Y tenía unas casas hechas de piedra verdes preciosas que se llaman chalchihuites, y otras casas hechas de plata, y más otras casas hechas de concha colorada y blanca, y más otras casas todas hechas de tabla, y más otras casas hechas de turquesas, y más otras casas hechas de plumas ricas […] 

Y hay una sierra que se llama Tzatzitépetl, hasta agora así se nombra, en donde pregonaba un pregonero para llamar a los pueblos apartados, los cuales distan más de cient leguas, que se nombra Anáhuac, y desde allá oían y entendían el pregón, y luego con brevedad venían a saber y oír lo que mandaba el dicho Quetzalcóatl. 

Y más dicen, que era muy rico, y que tenía todo cuanto era menester y necesario de comer y beber, y que el maíz era abundantísimo, y las calabazas muy gordas […]. Y más tenía el dicho Quetzalcóatl todas las riquezas del mundo de oro y plata y piedras verdes que se llaman chalchihuites, y otras cosas preciosas, y mucha abundancia de árboles de cacao de diversos colores, que se llaman xochicacáhuatl. Y los dichos vasallos del dicho Quetzalcóatl estaban muy ricos y no les faltaba cosa ninguna, ni había hambre ni faltaba maíz. […] 

Vino el tiempo que ya acabase la fortuna de Quetzalcóatl y de los tultecas. Vinieron contra ellos tres nigrománticos llamados Huitzilopuchtli y Titlacahuan y Tlacahuepan, los cuales hicieron muchos embustes en Tulla. Y el Titlacahuan comenzó primero a hacer un embuste, que se volvió como un viejo muy cano y baxo, el cual fue a casa del dicho Quetzalcóatl diciendo a los pajes del dicho Quetzalcóatl: Quiero ver y hablar al rey Quetzalcóatl. […] Y entrando el dicho viejo, dixo: […] Señor, veis la medicina que os traigo. Es muy buena y saludable, y se emborracha quien la bebe. Si quisiéredes beber, emborracharos ha y sanaros ha y ablandárseos ha el corazón, y acordáseos ha de los trabajos y fatigas y de la muerte, o de vuestra ida […] a Tullan Tlapallan […] en donde […] después de vuestra vuelta estaréis como mancebo. Aun os volveréis otra vez como muchacho. […] Y el dicho Queltzalcóatl, oyendo estas palabras, moviósele el corazón […] Y bebió […] de que se emborrachó y comenzó a llorar tristemente, y se le movió y ablandó el corazón para irse […] 

Y el dicho Quetzalcóatl […] hizo quemar todas las casas que tenía hechas de plata y de conchas, y mandó enterrar otras cosas muy preciosas dentro de las sierras ó barrancos, y convertió los árboles de cacao en otros árboles que se llamaban mízquitl. Y más desto, mandó á todos los géneros de aves de pluma rica [ ], que se fuesen delante, […] y comenzó a tomar el camino y partirse de Tullá, y así se fue. Yéndose de camino, el dicho Quetzalcóatl, más adelante al pasar entre las dos sierras del Vulcán y la Sierra Nevada, todos sus pajes, que eran enanos y corcovados, que le iban acompañando, se le murieron de frío. Y el dicho Quetzalcóatl sintió mucho lo que le había acaecido de la muerte de dichos pajes. […] Y ansí, en llegando á la ribera de la mar, mandó hacer una balsa formada de culebras, que se llama coatlapechtli, y en ella entró y asentóse como en una canoa, y ansí se fue por la mar navegando [hacia el sol naciente], y no se sabe de qué manera llegó a Tlapallan.


Nikita Harwich Vallenilla. Historia del chocolate

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