Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de febrero de 2019

PEDRO MAIRAL. UNA NOCHE CON SABRINA LOVE; LA URUGUAYA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos, como todos los miércoles, a Todos los libros un libro, el “territorio” que cada semana Radio Universidad de Salamanca abre a las recomendaciones literarias, que en estos días de febrero se centran en obras vinculadas de un modo u otro con el cine, aprovechando la cercanía de la entrega, en estas fechas, de los más importantes galardones cinematográficos del mundo. Hoy os traigo dos libros de un mismo autor -uno de los cuales tiene su correlato en la pantalla- que pese a que lleva escribiendo y publicando más de veinte años ha sido sólo en los dos últimos, desde 2017, cuando ha podido llegar de un modo mayoritario -aunque ya se sabe que en estos ámbitos de la lectura las mayorías nunca son especialmente copiosas- al público español. Su reciente éxito en nuestro país hace que, muy probablemente, las dos referencias que esta tarde voy a aportaros ya sean conocidas por gran parte de la escasa aunque bien ilustrada audiencia de nuestro espacio.

Os hablo de Pedro Mairal, el escritor argentino que ganó el asturiano y muy prestigioso premio Tigre Juan de 2017 con su novela La uruguaya, publicada en su país un año antes y que desde entonces no ha parado de cosechar lectores, reconocimientos y críticas favorables. La editorial que lo acoge en España, Libros del Asteroide, ha aprovechado esta muy buena recepción del libro para reeditar ahora una de las primeras novelas de su autor, Una noche con Sabrina Love, escrita en 1998, premiada también y objeto de traslación cinematográfica en la Argentina, que fue presentada entre nosotros en 2001, en una edición de Anagrama hoy prácticamente inencontrable. (Por cierto, en un somero cotejo de las dos ediciones, separadas por veinte años, he observado bastantes sutiles pero notables diferencias, que me han llevado a pensar -no sé si estaré en lo cierto- que el libro hubiese sido reescrito -o más exactamente, retocado- para su nueva presentación).

Antes de comentaros con un cierto detalle cada una de las dos muy interesantes novelas, quiero hacer una primera reflexión general sobre los rasgos que ambas comparten, notas que, al parecer -no he leído el resto de los libros del bonaerense-, también definen la literatura de su autor.

En primer lugar, y al modo de un aviso para navegantes que quiere ser también un estímulo para propiciar una gozosa lectura, hay que decir que Pedro Mairal escribe en “argentino”, con todo -molestias y motivos para el disfrute- lo que ello supone. En las dos novelas el idioma utilizado es un español muy “contaminado” por el habla del país austral, no sólo con un léxico porteño convencional (y cuando digo convencional me refiero a que el significado de los términos puede encontrarse en el ejemplar diccionario de nuestra -¿nuestra?- Real Academia de la Lengua Española), sino también con numerosas muestras de argot, de jerga coloquial -y como toda jerga, imagino que coyuntural, perecedera y, por supuesto, ajena a la ortodoxia de la norma académica-, de muy difícil interpretación, al margen de su aproximada deducción por el contexto, para un lector español (¿era una cheta medio rea, o era medio lumpen?, entre decenas de ejemplos). Así, el rápido avanzar por las páginas de ambos libros se ve interrumpido -he ahí los inconvenientes sobre los que quiero llamar la atención- por la forzosa consulta a diccionarios o, inevitablemente, al muy experto doctor Google. A la vez -y estas son sus ventajas- la experiencia resulta grata y altamente satisfactoria; grata porque el español argentino es una delicia de sonoridad, como una estimulante apertura a un mundo nuevo y exótico; satisfactoria porque, además, leer “en argentino” enriquece nuestro léxico, cuestiona la ridícula idea fija -si es que la tenemos- de que sólo es español el castellano, amplía la dimensión y los horizontes de la lectura, a la vez que nos traslada de un modo muy eficaz, durante su transcurso, al país platense. Por otro lado, el espinoso asunto de las distintas "versiones" del español resulta hoy especialmente actual, a partir de la a mi juicio inconcebible polémica suscitada por los subtítulos en "español de Castilla" de Roma, la espléndida película de Alfonso Cuarón. La corrección política imperante ha saltado, rauda y buenista como de costumbre, al ver "traducidos" sus a veces ininteligibles diálogos mexicanos, aduciendo que esa decisión -la de facilitar la comprensión a quien no está familiarizado con los giros del español de México- supone una manifestación intolerable de imperialismo y soberbia hispanocentristas (¡¡hay quien ha traído a colación a Cortés, a la "conquista", al "genocidio" y al resto de lugares comunes del pacato e insulso ¿pensamiento? dominante!!).

Por otro lado, ambas novelas están escritas con una prosa vertiginosa, muy fluida, un caudal torrencial de palabras que arrebata al lector, hecho de frases cortas y sencillas, diálogos muy rápidos plasmados en un registro coloquial en el que suenan con inusual naturalidad, nada impostados, dotados de una extraordinaria autenticidad que revela un excepcional “oído” de su autor para el habla cotidiana. Pese a esta concisión y a la brevedad de los segmentos narrativos, de su aparente simplicidad, de su ritmo urgente, elementos que aproximarían los libros -de hecho lo hacen, y ello es otra de su virtudes- a la más fácil y asequible literatura popular, el estilo es también muy creativo, pleno de inventiva y originalidad, con imágenes y metáforas deslumbrantes, de una sobresaliente brillantez formal, rasgos todos que permiten considerar a las dos novelas, sin exageración, como valiosos ejemplos de gran literatura. Si al acelerado avanzar de la lectura propiciado por el planteamiento formal elegido por el autor le sumamos que la extensión total de cada obra no llega apenas a las ciento cincuenta páginas, el corolario natural de ambas circunstancias es que cada libro puede “devorarse” en unas pocas horas, que transcurrirán en un suspiro, llevados por el impulso frenético de la narración. Ello hace recomendable que el lector -al menos así ha ocurrido en mi caso- afronte una segunda lectura, más demorada y atenta, en la que, libre ya de la ciega fascinación de la primera, cuando entregados casi inermes a la maestría de Mairal nos dejábamos llevar “galopando” entre sus páginas, se detenga en sus matices, disfrute de la calidad de la prosa, aprecie los pequeños detalles, analice, deguste, piense, “lea” de nuevo, pero esta vez de verdad, con consistencia reflexiva, con conciencia plena de lo que tiene ante sus ojos, el texto que, enamorado, le “encantó” en esa ocasión inicial, liquidada sin apenas “darse cuenta” (aunque la otra, la lectura enfebrecida, es también, cómo no, verdadera; quizá lo es aun más).

Otra nota significativa en los dos títulos es el humor, con los personajes envueltos, en ocasiones, en situaciones estrambóticas o hilarantes, pero, sobre todo, con abundante ingenio verbal, agudeza en los diálogos, originales y disparatadas reflexiones (destacan, en este sentido, dos incontenibles flujos de desternillantes desahogos del narrador en La uruguaya: la descripción de los cambios que supone la aparición de un hijo -ese enano borracho- en la vida de una pareja, y la furibunda diatriba contra los médicos hombres, en la que el personaje, arrebatado por los celos -presume que su mujer tiene una relación con un cardiólogo- y progresivamente desatado por el impulso de su propio discurso, arremete enloquecido contra el estamento entero, esos galenos con priapismo). Hay, en general, un “tono” de distanciamiento irónico, inteligente y divertido, crítico y en ocasiones cáustico, que hace que durante la lectura a menudo nos acompañe una sonrisa, cuando no -y los dos ejemplos antes reseñados son una muestra evidente- la irrefrenable carcajada.

Y sin embargo, pese al humor, las dos novelas rezuman, a la vez, melancolía; la atmósfera que envuelve su lectura es -así lo he sentido yo- vagamente sombría, de tibia tristeza. El lector cierra al fin los libros que le han atrapado durante horas, con un satisfecho pesar -valga el oxímoron-, entusiasmado por el talento del autor, por sus recursos literarios y la belleza de su escritura, por la verdad de lo que cuenta, y simultáneamente estremecido, conmovido, anegado por la emoción, pues a través de sus historias y de sus personajes, de sus descripciones y sus penetrantes observaciones, Mairal nos invita a un ejercicio de introspección, al mostrarnos con sutileza y elegancia literarias algunas de las grandes cuestiones de la vida cuya confrontación directa siempre interroga y preocupa, siempre toca nuestra sensibilidad, pues apelan a lo que de manera más íntima “somos”: el desgaste del amor en la rutina de la pareja; la necesidad de la pasión; la infidelidad y la culpa; los sueños rotos; el tiempo que pasa y nos apaga; las dificultades de la paternidad; la idealización de la existencia como fórmula indispensable para soportarla; el conflicto entre la fantasía y la áspera realidad (en el caso de La uruguaya). También, el paso de la adolescencia a la edad adulta; la primera apertura a la vida y el consiguiente “descubrimiento” de sus encantos y sus miserias; la iniciación al sexo y al amor; el desconcierto y la confusión ante un mundo que nos parece inmenso e inabarcable, que siempre nos viene grande; la experiencia de la libertad, degustada como sólo puede hacerse a los diecisiete años; la inocencia original en trance de “contaminación” por la mediocridad de la existencia; la abrupta y dolorosa divergencia entre realidad y deseo (temas presentes en Una noche con Sabrina Love). Además, en los dos libros, hay una espléndida recreación del clima urbano de Montevideo y Buenos Aires, respectivamente, algo gris, distante, poco acogedor, en ocasiones hostil, una dureza ambiental que transmite soledad y desamparo y que contribuye sin duda a esta sensación de tristeza que transmiten ambas novelas.

Adentrándome, ya brevemente, en el comentario de La uruguaya, su trama argumental -cuyos aspectos más decisivos no revelaré para permitiros mantener una cierta intriga y expectación en la lectura- gira sobre las diecisiete horas vividas por su protagonista, Lucas Pereyra, un escritor cuarentón sumido en plena crisis existencial, en una jornada que comienza al despertarse en su casa de Buenos Aires, donde vive con su mujer Catalina y su hijo Maiko, y finalizará esa misma noche, de vuelta al hogar tras un intenso y accidentado periplo por Montevideo (pocas horas de barco separan ambas capitales rioplatenses), a donde viaja para recoger los emolumentos -pagados en dólares; de cambio más favorable en Uruguay que en la Argentina, de ahí el viaje- que le proporciona la publicación de sus obras en Europa y para, de paso, verse con una chica, mucho más joven que él, a la que conoció meses atrás en un encuentro literario y de cuyo encanto y frescura ha quedado desde entonces enamorado.

La historia se nos cuenta en dos planos imbricados entre sí, el primero de los cuales a veces se desdobla mostrando una tercera perspectiva. Por un lado, asistimos, narrado en primera persona, al fluir del pensamiento del protagonista que describe -entre constantes saltos temporales, flashbacks y retazos de recuerdos- la cotidianidad de su existencia, marcada por el cuestionamiento de su matrimonio, sumido en la desconfianza, el aburrimiento y la falta de pasión. En esta primera vertiente del libro asoman, en ocasiones, unas como confesiones o interpelaciones que Lucas hace a su mujer, usando ahora la segunda persona, interrogándola -de modo retórico; estamos, recuérdese, ante un monólogo- sobre el deterioro de su relación, queriendo indagar las razones del tedio, la frialdad y el distanciamiento, todo ello a partir de unos correos de él a su amiga presumiblemente leídos por Catalina. El fragmento que os dejo como cierre a esta reseña se corresponde, de un modo muy revelador, con este enfoque de la novela. En un segundo plano, la narración -también en primera persona- nos cuenta la vivencia en Montevideo, el encuentro con Guerra -así, Magalí Guerra Zabala, se llama su “amante”- y las peripecias de esa jornada decisiva en su vida.

Subrayo el uso de la primera persona porque resulta significativo en el planteamiento estilístico del autor, al propiciar la identificación con el personaje y facilitar, por tanto, la empatía con él en la experiencia vivida; pero también porque es un elemento más de un cierto esquema autorreferencial que guía a la novela (protagonista escritor, con algunos elementos comunes con el propio Mairal, conferencias, congresos, clases en talleres de escritura) y que puede llevar al lector -a mí no ha dejado de ocurrirme- a una cierta confusión autobiográfica (¿es Lucas Pereyra Pedro Mairal?), tan común que el propio autor ha debido desmentirla -dejando sin embargo sospechosos puntos oscuros- en sus entrevistas promocionales (Usé muchas cosas de mi vida para el personaje y también inventé y exageré, dice; para añadir: Mi mujer y yo tuvimos que organizar un domingo un asado y explicar que no estábamos separados. La gente se lo toma todo de manera muy literal. Es un juego peligroso y tiene su coste).

El núcleo temático más sugerente de la novela -entre otros muchos focos de interés, algunos ya mencionados- es el que da cuenta de la “crisis de los cuarenta” de este Lucas que vive en una permanente adolescencia y al que le resulta complicado afrontar las limitaciones de la madurez, todo ello ejemplificado en la dicotomía, de difícil conciliación, entre vida conyugal previsible y rutinaria y deslumbramiento amoroso apasionado e intenso. Yo estaba muerto y por fin resucité. Estaba ciego y por fin veía de vuelta. Estaba anestesiado y se me prendieron los cinco sentidos otra vez y a máxima potencia, dice, a propósito de su apagado matrimonio y su luminoso enamoramiento. Y en una reflexión a mi juicio primordial y altamente reveladora del conflicto esencial del libro: Ésa era mi decisión más cuerda, más sabia: estar con vos, cuidar nuestra casa, nuestro hijo. De todas maneras uno se entrega a decisiones más oscuras, que se toman con el cuerpo, o que el cuerpo toma por uno, el animal que uno es. Si uno pudiera ver eso bien, pero no se ve, es un punto ciego, más allá del lenguaje, fuera de alcance, y lo raro es que somos eso, en gran medida, somos ese latido que quiere perpetuarse. Y tirando de ese hilo, otra idea básica: la de la invención del amor, el amor como construcción, como literatura, como fabulación quimérica -y sólo quimérica, de ahí el fracaso final del personaje- que nos permite sobrellevar la roma realidad carente de alicientes (Mi puta fantasía, mi eterno mundo invisible). Surge así como referente -aportado por el propio autor en sus comentarios sobre el libro en entrevistas y conversaciones periodísticas- de El Quijote (La distancia entre deseo y realidad siempre funciona en literatura. Eso es el Quijote. Todos somos un poco así, vivimos con nuestro mundo inventado y todo el tiempo nos damos contra la realidad). El libro, por cierto -y también Sabrina Love-, está surcado de alusiones cultas, no sólo literarias (Borges o Cortázar), sino también referencias al tango, a cantautores o al fútbol (que incluyo, sin duda, entre las manifestaciones culturales).

Por último, quiero resaltar la correspondencia metafórica entre la dualidad pasión/matrimonio y otra muy sugerente: Montevideo/Buenos Aires. Montevideo, señala Mairal en una entrevista, aparece como una ciudad idealizada, hecha de canciones, poemas y fragmentos de novelas. Y se confronta con el Montevideo más áspero y real. Sin duda. Para el argentino, para el porteño, Montevideo es un espacio idealizado, quizás un poco ingenuamente. Y así se explicita en numerosos momentos de la novela: Eso era Montevideo para mí. Estaba enamorado de una mujer y enamorado de la ciudad donde ella vivía. Y todo me lo imaginé, o casi todo. Una ciudad imaginaria en un país limítrofe. Por ahí caminé, más que por las calles reales. Como en los sueños, en Montevideo las cosas me resultaban parecidas pero diferentes. Eran pero no eran. O también: Sentí esa presencia de una Montevideo imaginada. Y de un modo todavía más nítido: Ya empezaba (al adentrarse en la ciudad) esa deriva entre la familiaridad y el extrañamiento. Un Montevideo que aparece retratado con ternura, con amable proximidad y cariñosa cercanía (Es como un lado B del Río de la Plata), pero con indecible y muy triste melancolía, como ya he subrayado.

Una noche con Sabrina Love es una maravilla, una novela espléndida que, pese a su aparente menor trascendencia frente a La uruguaya, a mí me ha subyugado, conmovido e interesado aún más que aquella. Os recomiendo vivamente su prólogo, El sobrino de Bioy, escrito expresamente para la reedición de la obra en 2017, en el que el autor cuenta todo el recorrido de la vida del libro, desde el fogonazo inicial con la idea que desencadena el proceso de escritura hasta las posteriores derivaciones tras su publicación, con su éxito internacional, sus traducciones, su traslación al cine en un film de Alejandro Agresti con Cecilia Roth en su elenco -en el papel, obviamente, de Sabrina Love-, las anécdotas del rodaje y las distintas repercusiones que ha provocado el libro en la vida de su autor. Una película, dicho sea al paso, que, siendo interesante y participando de la atmósfera de emotividad y ternura del libro, está muy lejos de la brillantez del texto originario. Presentada en 2000, cuenta también con la presencia en el reparto de Norma Aleandro y Giancarlo Giannini.

Daniel Montero es un joven de diecisiete años, por su inexperiencia casi un niño, que, abandonados sus estudios, consume sus días trabajando en una granja de pollos en un pequeño pueblo de la norteña provincia de Entre Ríos, Curuguazú. A la falta de alicientes y escasas expectativas de la aburrida vida en su remoto y anodino hábitat -hay una abuela algo senil, una hermana intermitente, un hermano que languidece en su desempleo, algunos amigos previsibles- el chico sólo puede oponer el acogedor caos de su habitación, su triste refugio “empapelado” con posters de los Rolling Stones y fotos de chicas desnudas. También, la formidable evasión que supone la diaria contemplación, cada noche, del programa televisivo (en una cadena de pago que ha logrado piratear) de una estrella porno del momento, Sabrina Love, capaz de envolverlo en una corriente de enfebrecido erotismo y algo ilusorios sueños con los que mitiga su soledad y su ausencia de futuro vital. Una noche veraniega comprueba estupefacto que ha ganado el sorteo del programa, que premia al afortunado a pasar una noche con la diva, con todos los gastos pagados y el lujo asegurado, en Buenos Aires. Con sólo veinticuatro horas para ponerse en contacto con la organización y escasos tres días -de jueves a sábado- para “hacer efectivo” su premio, Daniel, inexperto en el sexo y en la vida, y desconocedor del mundo fuera de los límites de su pueblo, decidirá, sin embargo, arrastrado por el irresistible magnetismo de su cita, llegar a la capital en auto stop en una suerte de viaje iniciático que cambiará su vida.

Narrado en tercera persona y con los rasgos de estilo del autor ya mencionados -ritmo, concisión, frases breves, diálogos ajustados, humor, melancolía, sólida descripción del “escenario”, rural o urbano, en el que transcurre la historia- el libro es una “novela de iniciación” que toma la forma de road movie, desarrollada -como La uruguaya- en un espacio temporal acotado (diecisiete horas aquella, tres días Una noche con Sabrina Love), durante el cual el chico experimentará emociones casi desconocidas en su rutinaria y previsible cotidianidad adolescente y provinciana: expectación y curiosidad (Tenés algo en la mirada, como un hambre de algo, como si estuvieras buscando algo todo el tiempo, como a punto de encontrarlo), inquietud, desconcierto y miedo (En Curuguazú él sabía en quién confiar, tal vez no conocía a todos, pero al menos las caras le resultaban tan familiares como las calles tranquilas. En cambio ahí, en medio de la nada, las caras eran todas desconocidas, distantes, y se acercaban de golpe en la velocidad de la ruta, hasta volverse inmensas y siniestras), estupor y confusión, ilusión, esperanza, atrevimiento, deseo, y también, claro, el amor. Sin querer desvelar aspectos esenciales de la trama argumental, el viaje y el encuentro con Sabrina Love transformarán a Daniel, que crecerá tras su experiencia, tras su inusual rito iniciático en el que, al perder la virginidad, perderá con ella la inocencia infantil, haciéndose, tímidamente al menos, adulto, pues su hambre de vida, su ansia juvenil, su ilimitado afán de experiencias conocerán la decepción, la grisura de la realidad frente al esplendor del deseo, la imposible realización de los sueños, el sinsentido último de la vida (¿Para eso tanto viaje? Lo único que verdaderamente le había gustado había sido verla abrirse la bata y soltarse el pelo. Todo lo demás le había parecido demasiado cerca, demasiado encima y pegado ahora (…) Todo había sido distinto a lo imaginado), la persistente presencia de la muerte en la existencia humana, todos esos temas relevantes también en La uruguaya.

Novela tristísima pero preciosa, con un elenco de personajes secundarios formidables -todos los individuos con los que Daniel se encuentra en su recorrido en autostop, los seres anónimos de las calles bonaerenses (con una presencia, la del paisaje urbano, intensa en el libro), la inesperada Sofía, Ramiro, el amigo de su hermano, la propia Sabrina, las gentes de su entorno televisivo-; estoy seguro de que su lectura, así como la de La uruguaya, inolvidables ambas, os va a apasionar.

En esta última, precisamente, Lucas, en el apogeo de la enajenación sentimental y erótica despertada por Guerra, ve una y otra vez un vídeo en el que Fernando Cabrera y el “negro” Rubén Rada cantan Te abracé en la noche.


Nunca dejaba mi correo abierto. Jamás. Era muy muy cuidadoso con eso. Me tranquilizaba sentir que había una parte de mi cerebro que no compartía con vos. Necesitaba mi cono de sombra, mi traba en la puerta, mi intimidad, aunque solo fuera para estar en silencio. Siempre me aterra esa cosa siamesa de las parejas: opinan lo mismo, comen lo mismo, se emborrachan a la par, como si compartieran el torrente sanguíneo. Debe haber un resultado químico de nivelación después de años de mantener esa coreografía constante. Mismo lugar, mismas rutinas, misma alimentación, vida sexual simultánea, estímulos idénticos, coincidencia en temperatura, nivel económico, temores, incentivos, caminatas, proyectos… ¿Qué monstruo bicéfalo se va creando así? Te volvés simétrico con el otro, los metabolismos se sincronizan, funcionás en espejo; un ser binario con un solo deseo. Y el hijo llega para envolver ese abrazo y sellarlos con un lazo eterno. Es pura asfixia la idea. 

Digo «la idea» porque me parece que los dos luchamos contra eso a pesar de que la inercia nos fue llevando. Ya mi cuerpo no terminaba en la punta de mis dedos; continuaba en el tuyo. Un solo cuerpo. No hubo más Catalina ni más Lucas. Se pinchó el hermetismo, se fisuró: yo hablando dormido, vos leyéndome los mails… En algunas zonas del Caribe las parejas le ponen al hijo un nombre compuesto por los nombres de los padres. Si hubiéramos tenido una hija, se podría llamar Lucalina, por ejemplo, y Maiko podría llamarse Catalucas. Ése es el nombre del monstruo que éramos vos y yo cuando nos trasvasábamos en el otro. No me gusta esa idea del amor. Necesito un rincón privado. ¿Por qué miraste mis mails? ¿Estabas buscando algo para empezar la confrontación, para finalmente cantarme tus verdades? Yo nunca te revisé los mails. Ya sé que dejabas tu casilla siempre abierta, y eso me quitaba curiosidad, pero no se me ocurría ponerme a leer tus cosas. 
  

Pedro Mairal. La uruguaya

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