Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de febrero de 2019

LEONARD GARDNER. FAT CITY 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana, dentro de esta breve serie dedicada a las conexiones entre cine y literatura, os traigo un libro que los críticos coinciden en calificar como “de culto”, es decir, una obra que pese a no conocer en un primer momento una difusión extraordinaria y carecer de un alcance multitudinario tras su publicación (y eso que el título que hoy os recomiendo sí que disfrutó de un cierto éxito inicial, quedando entre los finalistas del National Book Award de 1970 y recibiendo contundentes elogios de escritores consagrados como Raymond Carver, Denis Johnson o Richard Ford) ha permanecido, sin embargo, década tras década, en la memoria de un puñado de lectores -escogidos y casi secretos en su origen- que lo veneran con entusiasmo casi enfermizo y cuya persistente y rendida admiración acaba por propagarse, haciendo que la obra salga de ese reducto minoritario de connaisseurs y contagie a una cantidad mayor -ahora ya casi innumerable- de simpatizantes más o menos fervorosos. Os hablo de Fat city, un libro, como digo, con, hasta hace poco, mayor repercusión, influencia y prestigio que lectores, que vio la luz en 1969 -cumple este 2019, pues, cincuenta años- y que es, prácticamente, la única publicación de su autor, el californiano Leonard Gardner. Gardner nació en 1933 y está casi “desaparecido” del mundo literario tras su obra maestra -Fat city lo es, como luego veremos-, aunque sí ha colaborado en diversos guiones, sobre todo televisivos y alguno cinematográfico, como el de la película del mismo título que dirigió John Huston en 1972 a partir del libro que ahora os presento. La peripecia editorial de la novela en nuestro país cuenta con diversos hitos francamente poco dignos de mención hasta que, en 2016, la entonces primeriza editorial Underwood lo volvió a ofrecer a nuestro mercado en traducción de Rubén Martín Giráldez. 

La trama del libro se desarrolla en Stockton, la pequeña ciudad de California en la que nació Gardner, siendo su desolado paisaje urbano uno de los elementos esenciales del interés y el atractivo de la obra. Estamos a finales de la década de los cincuenta del pasado siglo y dos jóvenes boxeadores -aunque sus duras experiencias sobre el ring y fuera de él los convierten en seres prematuramente envejecidos-, Billy Tully, de veintinueve años, y Ernie Munger, con apenas dieciocho, sobreviven de combate en combate, de un trabajo precario a otro, sin apenas expectativas de vida, en una existencia sórdida y desoladora, en la que no se vislumbran horizontes. Tully, veterano muy pronto fracasado, dejó pasar hace años su momento de gloria en el boxeo -ni siquiera eso: su muy leve atisbo de un posible ligero éxito- y, abandonado ahora por su mujer, intenta vanamente recuperar la ilusión perdida -y las fuerzas y su supuesto talento- mientras se hunde en un absoluto descalabro existencial en el que se mezclan la aniquiladora añoranza de la felicidad perdida con su esposa, la conflictiva relación con su nueva ¿pareja?, Oma, una alcohólica igualmente desesperada y sin futuro, y la ruina vital en la que se desenvuelven sus días. Munger, en quien Tully vislumbra las posibilidades que a él le negó la suerte, parece ir mejor encaminado en su carrera pugilística, pero el inesperado embarazo de su novia complicará las cosas y hará que la estrecha senda de su vida quizá acabe por converger -el final de libro es abierto y todas las alternativas son posibles- con la de quien, desde que traban conocimiento al comienzo de la obra, se constituirá en una suerte de mentor. 

El primer gran eje temático del libro, su primer notable foco de interés, es el del boxeo, aunque el autor niega que se trate de una novela sobre el polémico deporte -no lo era tanto hace medio siglo-, y ello a pesar de que sus protagonistas sean boxeadores, se desenvuelvan en el ambiente pugilístico y algunas de sus mejores páginas sean las que reflejan la dureza y la sordidez de los ambientes que rodean los cuadriláteros (y también el que la portada de la edición española no dude en reflejar -con una muy expresiva foto- el universo boxístico). A propósito de esta primera dimensión de la novela, Gardner es magistral en la descripción tanto del “paisaje” como del “paisanaje” que rodea el cruento deporte. En cuanto al entorno, destacan la recreación de la miserabilidad de los vestuarios (Un cubículo sin ventanas iluminado por una bombilla sin pantalla, las rugosas paredes de tablones cubiertas de carteles de combates pasados, y que apestaba a sudor y linimento, escribe, a propósito de uno de ellos), los gimnasios cochambrosos, la tristeza -hecha de pobreza, ruina, suciedad, penuria, fracaso y apagado brillo- del “espectáculo”, las lúgubres sesiones nocturnas, los combates amañados contra púgiles de medio pelo, los mediocres profesionales que malviven por los pocos dólares que obtienen de cada pelea, los ilusionados pero decepcionantes amateurs, obligados a enfrentarse a rivales encallecidos, los entrenadores que pretenden remediar su fracaso con la imposible proyección de un futuro logrado en sus pupilos, el público vociferante, las gentes sin ilusiones ni esperanza que ahogan sus miserias ante el patético decorado del ring, los gritos, los abucheos, el humo del tabaco y el alcohol, la sangre, las reyertas, las apuestas, las derrotas, las derrotas, las derrotas… 

Y por este paupérrimo y desesperanzador escenario pulula una afligida fauna de seres sin futuro -y a menudo también sin apenas presente-, pobres hombres sin voluntad, seres lamentables golpeados -en el ring y fuera de él- por su funesta suerte, fracasados sin remedio, hundiéndose a cada paso en una aciaga e irremediable decadencia, lastimosos náufragos de una existencia devastada, sin otro sentido vital que aguantar, tal y como se recoge en esta amarga taxonomía: Algunos entrenaban un día y faltaban dos, peleaban una vez y lo dejaban, desaprovechaban el momento, regresaban, se mataban por recuperar la forma, resollaban y pegaban en falso y recibían una paliza, o ganaban varios combates y se casaban o se mudaban o los reclutaban, se alistaban en la Marina o los metían en la cárcel, eran propensos a sangrar, sufrían jaquecas, veían doble o se fracturaban las manos. Y a partir de esta mención a algunas de las secuelas físicas de la inhumana profesión, hay que destacar que Gardner no nos ahorra detalles de los terribles daños que sufren “sus” perdedores: huesos astillados, orinas sanguinolentas, operaciones de mandíbula, rostros cascados, mejillas y cuellos marcados con cicatrices, narices torcidas, picadas, aplastadas e hinchadas, mellas en la dentadura, raigones parduscos, encías vaciadas, barbas de varios días, labios machacados, prominentes, orejas caídas, ojos cansados, heridas, costras, hombros cargados, cejas partidas, en un aterrador elenco de los destructivos estragos de la aniquiladora experiencia boxística. Las lamentables estampas de su derrota, de su vulnerabilidad, de su ausencia de alicientes, de carencia de motivos para vivir, acercan los personajes al lector, despiertan su sensibilidad, que vibra ante la soledad de estas criaturas que sucumben a su infortunio, a su desesperación, a su débil naturaleza: Años después veía a alguno por la ciudad. Sobre unos pocos leía en los periódicos: combates en otras ciudades para otros entrenadores, uno muerto en accidente de moto, otro asesinado en Nueva Orleans. Todos eran tan vulnerables, su duración tan desesperadamente breve… 

Pero no son sólo los púgiles quienes se ven envueltos en esta atmósfera de derrota, inevitable a la postre dada la violencia y la miserable estrechez de su agresiva profesión, sino que el fracaso, la desolación y la ausencia de expectativas configuran los parámetros en los que se mueven las vidas de todos los personajes del libro -los inmigrantes mexicanos, los peones del campo oprimidos laboralmente, las mujeres envejecidas, los jóvenes que viven al día, los negros extenuados en sus implacables trabajos-, siendo éste, el fidedigno y muy verosímil retrato de la miseria humana, de los seres que pueblan los márgenes de una sociedad, la de finales de los cincuenta del pasado siglo, que oculta tras su fachada exterior de crecimiento y desarrollo capas enteras de pobreza y ruina, de necesidad y privaciones, el segundo de los grandes alicientes de la novela. La falta de suerte, los sueños rotos, la desesperación, la desdicha, la escasez y hasta la indigencia, la desventura, la soledad, la inutilidad de una existencia sin proyecto alguno afloran por doquier a lo largo de las descarnadas páginas del libro, siendo decenas las reflexiones de los personajes que transmiten esta visión desmoralizada y sufriente: Al final lo mismo da; Tendría que haber sabido todo el tiempo que no era nadie; ¿Y aquí era donde iba a envejecer? ¿En una habitación como aquella terminaría todo?; Comprendió el disparate inútil que era su vida; Le acometía el temor a que tras el matrimonio la muerte fuese el próximo gran acontecimiento; Se quedaba tumbado en silencio, oprimido por la sensación de que su vida iba menguando, de que su juventud menguaba mientras yacía junto a una mujer a la que no debería haber conocido, allí, tan lejos del rumbo que él había previsto que se preguntaba aterrado si lo habría perdido para siempre; Experimentó una desesperación que temió no sería capaz de contener; Se encontraba estancado. Su vida parecía acercarse a su fin. En cuatro días cumpliría treinta años; Su mujer se había ido, su carrera había terminado, había arruinado su vida; Le sobrevino una espantosa crisis, una oleada vibrante de confusión y desesperanza, y supo con absoluta certeza que estaba perdido; El pensamiento de una existencia en soledad le producía instantes de vértigo; Estaba convencido de que había vivido en vano cada uno de sus días. Expresiones todas -tristes, dramáticas, devastadoras, de una crueldad y una amargura insoportables, durísimas- que reflejan con precisión el lastimoso clima de esta Fat City por tantos motivos memorable. 

Un título, el de Fat City, que encierra otra de las claves -irónica en este caso- de la novela. Al parecer, en una entrevista, en 1969, para la revista Life, Leonard Gardner ofreció su explicación acerca del significado del título. Fat City es, literalmente, Ciudad Gorda. Cuando dices que quieres ir a la Ciudad Gorda, en expresión extraída de la jerga de los ambientes negros, señalaba el autor, significa que quieres la buena vida. La idea del título me vino tras ver una fotografía de un edificio en una exposición en San Francisco. En una pared aparecía, garabateada, la expresión 'Fat City'. El título es irónico: Fat City es un objetivo imposible, un delirio que nadie va a alcanzar

La California que retrata Gardner es también, casi treinta años después, la de la Gran Depresión, la que nos había mostrado John Steinbeck en sus reportajes periodísticos y en Las uvas de la ira, ya comentados en este espacio, pero desde un enfoque aún más terrible, más desolador, sin la posibilidad de redención, sin el optimismo (aunque el término pueda parecer excesivo), que puede atisbarse en las novelas del premio Nobel. Los desheredados de Steinbeck -trasunto literario de los pobres reflejados en las fotografías de Dorothea Lange y Walker Evans- deberán enfrentarse, como los de Fat City, a la negación del sueño de California, a la imposibilidad de liberación, a su perpetua condena a la estrechez y la indigencia, pero algo hay en ellos -la energía de MaJoad, la voluntad emancipadora de Tom, la fuerza de la familia, del clan, del grupo, de la clase social- que admite algún atisbo de esperanza. Por el contrario, los vagabundos, los desharrapados, los mendigos, la desengañada “escoria” que deambula por las sucias calles de Stockton, carecen totalmente de futuro, son muertos vivientes, almas en pena, cuerpos condenados a una pronta extinción, sin que nada en ellos pueda alentar una mínima reacción, un acto de rebeldía, una revuelta que -al menos moralmente- dé sentido a su existencia, los justifique y los “salve”. 

La ciudad, Stockton, que “acoge” a esta ingente y trágica masa de condenados por el destino es así la protagonista última del libro, como escenario de la desolación, de la otra cara, la más oscura -ya se ha dicho- del american way of life. La novela nos presenta ese depauperado entorno urbano con precisión casi documental: las polvorientas calles repletas de colchones reventados, restos de calderas, guardabarros rotos, cartones empapados, neumáticos desgastados y latas oxidadas, papeles revoloteando, alcantarillas malolientes, las botellas oscilantes y los maderos a la deriva en las hediondas orillas del río, los peces muertos en las aguas putrefactas. También, la deteriorada arquitectura urbana, los moteles cochambrosos, los bares de medio pelo con sus desamparados borrachos acodados a sus sucias barras, las infames salas de juego, los miles de abigarrados neones anunciando -en inglés y en “mexicano”- billares, casas de cambio, prestamistas, oficinas de empeño, locales de alterne, negocios siniestros, hoteles baratos, cines nocturnos (con su población de hombres solitarios, entornados los ojos, bostezantes, algunos dormidos, que aprovechan sus butacas para pasar la noche ante la imposibilidad de pagarse un alojamiento), en una superposición desordenada y caótica. Y en las aceras, entrando y saliendo de estos mugrientos locales, viendo pasar el tiempo sin ocupación alguna, centenares de jornaleros y desempleados holgazaneando; y grupos de hombres que beben enceguecidos por el alcohol de botellas disimuladas en bolsas de papel; y ridículos evangelistas con sus bandas de música; y mujeres maduras y deterioradas, sin atractivo alguno, que saltan de un hombre a otro en una estéril persecución de protección, de cariño, de su juventud perdida, o quizá de sí mismas; y tipos con abrigos roñosos y ropas gastadas sentados sobre cajas de cartón aplastadas escudriñando con ojos legañosos un cadáver que la policía o los bomberos bajan de un hotel. Y en sus conversaciones -gruñidos, frases inconclusas, esbozos de historias disparatadas, sollozos, soliloquios ininteligibles-, las quejas, los lamentos, sobre la vida, sobre la mala suerte, sobre la ausencia de expectativas, sobre los engaños de las esposas o los maridos, sobre el trabajo sin sentido, sumidos todos en un tedio absoluto, en un árido presente intransitivo y absurdo, abocados a la inexorabilidad de un desgaste vital irreparable, íntimamente conscientes de su marginación, de su cuesta abajo inapelable, de sus torpes ilusiones, vanas ya antes de formularse, de la absurda esperanza en una felicidad prohibida, en el amor inalcanzable (y hasta el joven Ernie, incluso cuando besa a su novia, solo puede sentir una exquisita infelicidad), de su fracaso, de su agonía (meramente episódico, pero magistral en su breve “aparición”, el personaje de Lucero, el devastado púgil mexicano). 

En 1972, John Huston -acostumbrado a mostrar las vidas de los perdedores y los desarraigados en su filmografía: El halcón maltés, El tesoro de Sierra Madre (las dos con Bogart), La jungla del asfalto, incluso Moby Dick, incluso Paseo por el amor y la muerte, incluso Los muertos, si se analizan con profundidad- trasladó al cine Fat City, en una película -desesperanzada y tristísima, pero genial- en la que contó con el guion del propio Gardner. Con un estilo despojado y austero, de una inusitada sencillez, con pocos pero expresivos diálogos, con numerosas elipsis que adelgazan -hasta lo imposible- lo ya muy comedido de la novela original, y con una mirada casi documental, que se recrea en la sordidez de los lugares y refleja las calles de esa Stockton arruinada y mortecina, compone una obra maestra en la que las interpretaciones de Stacy Keach (de carrera cinematográfica dudosa, pero al que muchos conoceréis como el Mike Hammer de la serie televisiva homónima de los ochenta) y un jovencísimo Jeff Bridges -junto a la de un secundario clásico, Nicholas Colasanto, que sería años más tarde el barman jefe de Cheers, y que aquí interpreta al mánager Rubén Luna- completan un film magnífico de visionado inexcusable para complementar la lectura del libro. 

Os aconsejo también el como siempre fecundo debate sobre la película en ¡Qué grande es el cine!, el ya legendario programa de Garci que se emitió hace años en la 2 de Televisión española. Podéis encontrarlo casi íntegro -hay partes absurdamente censuradas por ridículas exigencias comerciales- en Youtube. Os dejo con Help Me Make It Through the Night, la melancólica canción de Kris Kristofferson que forma parte de la, por otro lado, estupenda banda sonora (Bread, Dusty Springsfield) de la película de Huston. 


Cuando el bus atravesó la puerta, Tully vio clavado en una pared encalada un cartel amarillo. 

BOXEO 
ESCOBAR 
VASQUEZ 

Los mismos carteles empapelaban todo Center Street cuando el vehículo los dejó en Stockton. Había uno en la ventana de La Milpa, en cuya barra dejó Tully su billete de cinco dólares y se bebió dos cervezas echándole miraditas a la corpulenta camarera bajo los ventiladores en marcha antes de iniciar la larga travesía hacia los lavabos. Se lavó la cara, se sonó la nariz llena de tierra en una toalla de papel y se peinó el pelo húmedo. 

En El Dorado Street los carteles estaban en las cristaleras de tabernas y barberías y vestíbulos abarrotados de modorros boquiabiertos. Tully se encaminó hacia su habitación en el Roosevelt Hotel. Cansado y agarrotado pero limpio tras un baño en una tina de agua fría y gris, se echó de nuevo a la calle con una camisa roja informal y pantalones de un color azul vivo como de gas ardiendo. Contra la pared en sombra de la Square Deal Liquor se unió a unos cuantos tipos recostados que bebían de latas y litronas discretamente ocultas en bolsas de papel. Al otro lado de la calle, en Washington Square, se veían cúmulos de hombres en posición prono, supino, sentados, algunos con abrigos pese al calor de junio, sus cuerpos exangües inmóviles sobre la hierba. El sol se inclinaba cada vez más entre los árboles, iluminando un par de piernas inertes, una cara costrosa, un brazo deslavazado, a medida que la sombra de la tarde se volvía tras ellos, reclamando sus cuerpos hasta que la zona más lejana del parque quedó en penumbra. Billy Tully cruzó a la otra acera en dirección a la papelera de alambre repleta de envases vacíos y tiró allí la botella. Sobre la ciudad corría una oscura bruma de polvo de turba proveniente de las plantaciones del delta. 

Comió perritos calientes con arroz en el Golden Gate Café, los zapatos enterrados en servilletas de papel desechadas, todos y cada uno de los taburetes del largo mostrador ocupados, repicar de platos, camareras gritando, el cadavérico cocinero chino con una camiseta que le hacía bolsas y unos pantalones de faena salpicados y remangados por encima de unas zapatillas con los cordones sin atar cortando rodajas de codillo, panceta asada y lengua de cerdo, dirigiendo con mano grasienta el plas plas del matamoscas del otro cocinero. 

Eruptando bajo la luz de las farolas en el aire fresco, Tully se quedó un rato con la chusma apoyada contra los coches y los parquímetros antes de dirigirse al Harbor Inn. Tras la barra, colocado entre los rostros reflejados en aquella interminable media luz, había otro cartel. Si Escobar aún seguía en la brecha, también él podía, pensó, pero sintió que sin su esposa no sería capaz ni de llegar al gimnasio. Experimentó el mismo resentimiento ansioso que en los últimos meses con ella, la misma constatación perpleja de abandono. 

A medianoche sorteó los escalones hasta llegar a su habitación, las paredes empapeladas de motivos florales desteñidos, de una tonalidad semejante a viejos ramos de novia. Mientras se quitaba la ropa bajo la tenue luz de la bombilla, observó las cuatro publicaciones de cortesía colocadas en la cómoda: Una hora con la Biblia, El Centinela y Heraldo de la Salud, Signos de los tiempos: la revista mensual del mundo profético, Señales de humo: un reputado antropólogo detalla de qué manera incide el tabaquismo en la vida antes del nacimiento. Se preguntó si alguien las habría leído alguna vez. Tal vez la gente mayor, y los inmigrantes que evitaban las calles de noche. ¿Y aquí era donde iba a envejecer? ¿En una habitación como aquella terminaría todo? Se sentó en la cama y ante él, en la pared, estaba el cuadro del lobo erguido exhalando vapor sobre una colina nevada por encima de una granja con las luces encendidas. Entonces la postergada melancolía de última hora de la tarde se cernió sobre él. Sintió sobre sus hombros la opresión del cuarto, del punto muerto que representaba él mismo, la absoluta e inútil frustración que constituían su sangre, sus huesos y su carne. Temiendo una crisis que superase sus capacidades se contuvo, el cuerpo por completo inmóvil mientras pasaba y dejaba de oírse el chirrido lejano y el retumbar de un camión. El marco azul y dorado, el largo cordón que colgaba de la moldura, la borla de oro descolorido en uno de los extremos; todo contribuía a la sensación de que ya había visto aquel cuadro en alguna habitación de su infancia. Aunque le llenaba de abatimiento, no se le ocurrió descolgarlo ni tirar las revistas y panfletos o quitar de la puerta el cartel 

SI FUMA EN LA CAMA 
HAGÁNOS SABER, POR FAVOR, 
DÓNDE DESEA QUE ENVIEMOS SUS CENIZAS

No se le había ocurrido que podía fumar, porque ni siquiera sentía que viviese aquí. 

A oscuras, se acomodó hábilmente sobre el desigual terreno del colchón. Cuando aporrearon la puerta de nuevo, se incorporó de golpe en la oscuridad gritando: 

-¡Socorro! 

Fuera, en el pasillo, la voz ronca avisaba: 

-Las cuatro en punto. 

 

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