Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de febrero de 2019

RUMER GODDEN. EL RÍO

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una nueva recomendación que se mueve a caballo de dos ámbitos, el literario, que corresponde al planteamiento habitual del programa, y el cinematográfico en el que estamos inmersos a lo largo de estas últimas semanas, coincidentes con la entrega de los más destacados premios del cine en el mundo entero: el pasado 2 de febrero nuestros Goya, el 10 los BAFTA británicos, el día 22, los César franceses y el próximo 25 los Oscar de Hollywood, entre otros. En consonancia con todas estas efemérides, y siguiendo, como digo, la doble lógica de las últimas emisiones de nuestro espacio hoy quiero hablaros de una novela magnífica cuya traslación a la pantalla es también magistral. Se trata, en ambos casos, pues novela y película comparten título, de El río. En su versión escrita estamos ante un libro de Rumer Godden, británica residente en la India durante décadas, que presentó en 1946 una breve novelita, no llega a las 140 páginas, en las que recrea -sobre una base autobiográfica con numerosos elementos de ficción- su propia infancia en Naranyanganj, un pueblo de Bengala -la actual Blangladesh- en el que el río Lakhya marcaba la vida entera de las gentes. La ejemplar editorial Acantilado la presentó el pasado 2018, en estupenda traducción de Javier Fernández de Castro, después de haber sido publicada en nuestro país hace décadas en una traslación, ciertamente anticuada, del poeta León Felipe. El río es también la película que en 1951 realizó Jean Renoir, y casi setenta años más tarde sigue siendo un clásico indiscutible de la historia del séptimo arte.

La novela carece, estrictamente, de trama argumental, aunque sí hay una estructura que puede acomodarse levemente al esquema clásico de planteamiento, nudo y desenlace, con un “acontecimiento” central sobre el que acabará por gravitar el peso de la novela y que no quiero adelantar aquí. Harriet, la narradora -trasunto evidente de la propia autora-, una niña de diez o doce años, relata sus días infantiles en la India, en unos años posteriores al final de la Primera Guerra Mundial. Su padre es el director de una fábrica de yute cuyo ajetreo constante marca, en paralelo al fluir del río, el ritmo de la vida. Instalados en la Casa Grande, una mansión desvencijada rodeada de jardines, y al lado de sus padres, Harriet y sus tres hermanos, Bea, casi adolescente ya, y los dos pequeños, el “salvaje” Bogey y Victoria, aún una niñita, viven una existencia feliz y despreocupada (aunque en el caso de la principal protagonista no lo será tanto), en un discurrir placentero de intensas jornadas hechas de juegos y secretos, de ilusiones y sorpresas, de infinidad de motivos para el deslumbramiento y la admiración, para la magia y el asombro, con el ritmo pausado del paf-paf del vapor de la fábrica y el perenne borboteo del río -oírlo fluir de un modo regular y tranquilo- como plácido fondo sonoro. Es posible que a las personas mayores que vivían allí el lugar y la vida les resultasen extraños, limitados y tediosos; para los niños era un universo. Vivían en la Casa Grande, que tenía un gran jardín junto al río y un enorme alcornoque indio, florido, al pie de la escalinata frontal. Tales eran los confines de su mundo, que hasta aquel invierno había sido un mundo totalmente feliz, leemos en las primeras páginas.

Con ellos vive Nana, la niñera y sirvienta, una anciana angloindia de tez muy oscura, flaca, menuda, ajada, con ojeras y bolsas en los ojos, con manos pequeñas y dedos arrugados después de toda una vida cosiendo y lavando -en una caracterización que la aproxima a la figura de una maga o “bruja” buena- que cuida de los niños y les transmite su profunda sabiduría ancestral. Y está también Ram Prasad, el portero, y otros personajes de aparición episódica y menor peso en el libro. La llegada a la casa de un invitado, el capitán John, supondrá una novedad y, en cierto modo, una perturbación en el idílico día a día de las chicas que, desde ese momento, sólo tendrán ojos para él (Bogey, entregado a sus juegos con los insectos, los lagartos y las serpientes, corriendo libre por el fascinante jardín y los alrededores prohibidos, apenas es consciente de la nueva presencia). El capitán John, un hombre joven pero muy deteriorado físicamente (y también en su ánimo), regresa de una guerra en la que fue torturado en un campo de prisioneros y en donde perdió una pierna, amputada a la altura de la cadera, lo que le obliga a llevar una artificial. Su estancia en la mansión supone una especie de retiro espiritual, un intento de enfrentarse a sus demonios interiores y superar las hondas secuelas psicológicas de su experiencia bélica.

El punto de vista de Harriet dirige la mirada del lector. Su deambular por la casa, el jardín y los bazares aledaños al río, sumida en sus pensamientos, hechos de ingenuidad y de una anticipadora madurez, constituye el núcleo central del libro. A su lado aparecen el resto de los integrantes de la familia (La mejor familia que he conocido, dirá de ella el capitán John): el padre, siempre excesivamente atareado; la madre ocupada con la casa, los hijos, el servicio, las notas, las clases, las cartas, la contabilidad y los cuidados que le exige su nuevo embarazo; Bea, reservada, mayor y ya algo distante, la atención desplazada de sus hermanos hacia Valerie, una chica más adulta, hija de los dueños de la fábrica, y el capitán John, del que ambas están prendadas; Bogey, un niño -fuera, pues, de la atmósfera femenina que impregna la obra- que vive libre entre los muchos estímulos que le ofrece el entorno, jugando sin temor alguno, incapaz, como dirá su hermana, de sentirse culpable; por último, Victoria es muy pequeña, forma parte todavía del mundo infantil, no tiene inquietudes, nada la perturba en su inocencia. Todos son, sin embargo, pese a su papel relativamente secundario, personajes notables, excelentemente perfilados, con profundidad y matices.

Pero es Harriet, una construcción literaria sobresaliente, la figura principal sobre la que gira la novela. Es imaginativa y soñadora, pero a la vez preocupada, filosófica, reflexiva, casi metafísica para su corta edad. Es sensible y, pese a su interés por los “asuntos del mundo”, por sus hermanos, por su entorno, por el interesante invitado, es también, en el fondo, solitaria. Distraída, se evade en sus propios pensamientos incluso mientras está hablando, retomando la conversación un rato después tras haber seguido su hilo interior provocando así el lógico desconcierto de sus interlocutores: Harriet, te agradecería que no pensases en otras cosas mientras hablas (…), ¿cómo esperas que los demás te entendamos?, le riñe Bea. Escribe poemas, cuentos y un diario, adelantada a su edad y prematuramente adulta, aunque sigue mordiendo su lápiz como una niña, ensimismada. En un episodio en el que no parece difícil ver ecos de la propia vida de la autora, pedirá el apoyo del capitán John para mandar un cuento al Speaker, el periódico local, en lo que quiere ser el inicio de su carrera literaria (¡¡y tiene apenas diez o doce años!!; aunque en ningún momento del libro se cita abiertamente su edad).

Esta condición algo ambivalente -niña/adulta- la sitúa en un territorio de nadie, desubicada entre sus hermanos -Bea se “escapa” hacia la adolescencia y los pequeños no pueden compartir sus maduras inquietudes. Soy demasiado mayor para jugar con Bogey, dirá ella. Y demasiado pequeña para el capitán John, apostilla Nana- y fuera de sitio en la existencia en general. Todavía una chiquilla, vive los rituales de la niñez, disfruta de la vida libre en el privilegiado entorno, de los juegos infantiles, con las rodillas magulladas y las piernas siempre llenas de arañazos, su vestido manchado de los “recuerdos” de sus peripecias: un roto fruto de su trepar a los árboles, el jugo de papaya del desayuno, una mancha de una caída, lamparones de colores de sus pinturas. Como tantos otros niños tiene su refugio secreto, un hueco debajo de la escalera, en el que pinta, escribe sus precoces creaciones literarias y deja volar su imaginación. Pero, simultáneamente, en ella vemos atisbos de una lúcida adultez: la seguridad y la confianza en su propia fuerza de voluntad, la sensibilidad y una tímida conciencia del mundo, las dudas sobre su vida y su futuro (¿Y yo qué seré?, ¿qué será de mí?, ¿por qué de repente todo es tan extraño?, se pregunta una y otra vez), la inquietud tras los primeros atisbos de la muerte (la de Betsabé, el conejillo de Indias, la lleva a pensar que su hermana morirá, y mamá también morirá, y Nana, porque Nana es vieja y morirá pronto), la perplejidad ante el crecimiento, ante los misterios de la vida (Si todo es tan grande y yo tan pequeña ¿qué sentido tiene que escriba un poema?), la inabarcable curiosidad por cuanto la rodea, en particular el río que fluye inagotable, el martín pescador que devora a un pececillo, el inútil afanarse de los animalitos -conejillos de Indias, gatitos- del cuarto de juegos…

Uno de los grandes talentos de Rumer Godden en este libro es, precisamente, la genial fotografía de esta Harriet “congelada” en un momento crucial de la vida, en ese trascendente paso, exultante y a la vez doloroso, entre la infancia y la edad adulta. Son decenas los apuntes de este tránsito: la conversación con su madre en la que ésta, azorada como imagino que lo deben estar todas las madres en ese momento casi iniciático, le explica qué significa ser mujer y le avanza tímida y discretamente (elipsis genial de la autora) los “misterios” del sexo, en una escena entrañable y conmovedora en la que aflora la inocencia de la niña: Pero… yo no creo que eso pueda sucederme a mí; el juego con sus hermanos de repente interrumpido, olvidado por completo, mientras dejaba que su pensamiento vagara: ¿Y si yo fuera una planta? ¿Y si fuese una niña de hojalata?; las ensoñaciones en su “refugio” (A menudo ella también se sentía aislada, encerrada en un minúsculo espacio abovedado); los secretos ocultos, los deseos inexpresados, la irracional confianza en los presagios, ejemplificados en el hueco del alcornoque en el que esconde sus “fetiches”; la atracción por el capitán John y el primer pálpito del amor; el ansia por crecer y a la vez el deseo de permanecer siempre niña…

La riqueza de matices en la descripción de Harriet se complementa con la deslumbrante recreación del entorno en el que la chica se desenvuelve. Son abundantes en el libro los ejemplos de escenas de “color local” en las que aparecen las fiestas, las ceremonias, los bazares con su variedad de llamativas mercancías, los personajes singulares, los encantadores de serpientes, los vendedores ambulantes, los pescadores, las gentes lavando animales y bicicletas en las aguas, las incineraciones al borde del río, las lamparitas de barro, el aceite y las mechas flotantes en los distintos rituales religiosos, los diversos sonidos de la calle: el tañido lejano de los gongs del bazar, los crujidos y chapoteos de los remos, el golpeteo de los utensilios de cocina cuando los limpian con barro, los mugidos de los terneros, el paf-paf de la fábrica, las flautas, los címbalos, el omnipresente sitar, los tambores de las orquestinas…

Y en paralelo a la bulliciosa vida urbana el esplendor de una naturaleza que Rumer Godden describe en toda su exuberancia y pletórica riqueza, con el fulgurante (no se olvide, estamos en la India) transcurso de las estaciones, la profusa y exótica prodigalidad de especies animales (ardillas, lagartos, infinidad de pájaros, ruiseñores tropicales, martines pescadores, palomas, suimangas, lavanderas, shamas, urracas, halcones, insólitas mariposas, luciérnagas), el interminable repertorio de inusitadas flores con sus radiantes coloraciones (violetas, cestillos de plata, dientes de león, claveles y gipsófilas, crisantemos gigantescos en una refulgente gama de colores, blancos, amarillos, color bronce, rosados, las macetas de petunias, las flores del alcornoque, los macizos de buganvillas con sus flores anaranjadas, púrpura, magenta, color cereza, las rosas amarillo limón, los arbustos de rosas de Bengala, blancas con matices rosáceos, el hibisco común y otras enredaderas, las campanillas moradas, los jazmines, las begonias, las piscualas y las flores de la pasión, las bignonias de invierno y las florecillas del plumbago, de color azul claro, los parterres de pensamientos, verbenas, resedas, los tallos de los bambúes, verdes, bronce y amarillo canario, los jacarandás, las glorias de la mañana con sus flores como trompetas azules y rojas, los mangos, bananeros y cocoteros, las bauhinias y sus flores blancas y curvadas como valvas, los jacintos de agua… en un elenco inagotable), los intensos, penetrantes y vivísimos olores: los muy cambiantes de campos y jardines y los “caseros”, como el olor del abeto recién cortado en Navidad, el de la cera caliente de las lamparillas, el de las uvas y las mandarinas, los olores de la cocina al atardecer, acres como el ajo, el aceite de mostaza y el ghee, el del estiércol quemado como combustible, el del alcornoque en flor…

A medio camino entre la opulencia natural y la profusión sensorial de la ciudad, sobresale la presencia del río, en su doble condición, real y metafórica. El río es, por un lado, literalmente, la vida, la de las criaturas que alberga en su seno y la de las gentes cuyas existencias giran en torno al fluir de sus aguas, como puede comprobarse en el largo y muy bello fragmento con el que cierro esta reseña. Pero el río es también y sobre todo un símbolo de esa vida, de los días que pasan, de su curso irrefrenable (Pensó de repente en el pez que el martín pescador había capturado en el río y en el chapoteo que produjo, y en cómo éste se había desvanecido mientras el río, con todos los demás peces, las marsopas y los barcos, había seguido fluyendo, constata la narradora al contemplar la escena del pececillo atrapado por un martín pescador), de la permanencia y el cambio (El río corría imperturbable. Puede ocurrir cualquier cosa, cualquiera, y pase lo que pase los demás peces seguirán escabulléndose, nadando y alimentándose porque así debe ser (…) El río tiene que seguir su curso), de la imposibilidad de apresar el presente, de la pequeñez de nuestros días ante la inmensidad de la existencia, una grandeza relacionada de algún modo con el río, que empezaba siendo un arroyo y moría en el mar.

En este sentido -y siempre desde el enfoque infantil, si bien bastante precoz, de Harriet- la novela ofrece una lectura que podríamos llamar “filosófica”, pues, como ya se ha dicho, la niña reflexiona de continuo -o al menos expresa intuiciones, esbozos de ideas, interrogantes y dudas- en torno al paso del tiempo y la fugacidad de la existencia, lo frágil del instante que se escapa (En los libros, la gente es feliz para toda la vida. Pero esos libros son absurdos. Nada es para siempre jamás. Todo se desvanece), el asombro ante la fuerza de la vida (Qué cosas tan increíbles puede hacer la gente: volar una cometa… poemas… niños. Qué extraño poder. ¡Yo también lo tendré algún día!), la inexplicable realidad de la muerte, la complejidad que entraña la etapa infantil, el dolor del crecimiento (Un acontecimiento, algo que ocurre. Cada nueva experiencia, tal vez incluso cada persona a la que conocemos, si es importante para nosotros nos obliga a renacer o a morir un poco; hay muertes grandes y pequeñas, y nacimientos grandes y pequeños. (…) Es lo que llaman crecer, Harriet, y a menudo es difícil y doloroso, la instruye el capitán) y la dificultad de hacerse mayor (Todo está cambiando y no quiero que cambie. Quiero que todo sea así para siempre), la convulsión y el pasmo del amor, la búsqueda de un lugar propio en el mundo (Mi mundo, dirá al final de la novela, lo he recuperado, pero sigo sin saber qué significa) y otros temas igualmente fascinantes, sobre todo cuando se proponen desde la doble perspectiva -a la vez admirada y perpleja- de una joven cuya inocencia no le impide atisbar los profundos misterios del ser humano.

Con la película de Jean Renoir que traslada a la pantalla el libro he vivido una experiencia ciertamente inusual en mi vida. Yo había visto el largometraje hace muchos años, creo que, por primera vez, en mis días de universitario en los años setenta y, más adelante, en 1998, en el excepcional programa de José Luis Garci, ¡Qué grande es el cine!, en ambos casos antes de haber leído el texto de Rumer Godden, y mi impresión, la que permanecía en mi recuerdo hasta hace unas semanas, era la de hallarme ante una obra maestra. Ahora, después de la lectura de la novela, la he vuelto a ver y, sin alterar lo esencial de mi elogioso juicio, éste no ha sido, sin embargo, tan entusiasta e incondicional. Y es que, en resumidas cuentas, me parece mucho mejor, más intensa, más conmovedora, más entrañable, más llena de sugerencias, más abierta a fecundas interpretaciones, la obra de la escritora inglesa que la del extraordinario cineasta francés; y ello pese a que la propia Godden firma el guion del film con su director.

La versión cinematográfica presenta significativas diferencias con el texto novelístico. Por de pronto, en una variante que no parece obedecer a ningún criterio formal o estilístico ni mucho menos argumental, los hermanos de Harriet son cuatro y no tres. Están Elizabeth, que toca el piano, Muffy y Mouse, gemelas, muy pequeñas y de irrelevante presencia en la historia, mientras se mantiene el personaje de Bogey. Todos son menores que la protagonista, que parece tener cuatro o cinco años más que en la novela. Adolescente pues, es ella la amiga de Valerie; ésta se nos muestra, pese a su juventud, como una muchacha más crecida, más lanzada y atrevida, con una pulsión sexual más explícita y no meramente insinuada, sugerida o apenas esbozada, como ocurre en el libro con el deseo y la sensualidad de las chicas. Se incorporan al reparto nuevos personajes: Kanu, un niño indio, amigo de Bogey, sin especial importancia, y, con un papel más notable, sustancial casi, Melanie, amiga angloindia de Harriet, hija de un vecino de la familia, Mr. John, y de una mujer india ya difunta. La doble raíz “genética” de Melanie abrirá la trama a una vertiente paralela relativa al conflicto provocado por su doble origen, con la influencia de Oriente y Occidente en juego. La mayor edad de Harriet, la presencia de Melanie y la desinhibición y un más subrayado protagonismo de Valerie las convierten en tres “competidoras” en los imposibles amores hacia el capitán John. Éste es americano, en otro cambio no justificado, como no sea el que, dirigida la película en 1951, la guerra a la que ha sobrevivido necesariamente ha de ser la segunda mundial. El capitán, interpretado por un prácticamente ignoto Thomas E. Breen, en lo que, desde mi juicio actual, es un desafortunadísimo error de casting (no así la del entrañable “fordiano” Arthur Shields como el padre de Melanie), tiene un mayor protagonismo que en el libro, hasta el punto de que la película parece girar sobre él. Su pierna amputada a la altura de la cadera no es tal y su supuestamente terrible dolencia ha quedado reducida a una leve y con frecuencia inapreciable cojera (más allá de una caída en una escena relevante y, de nuevo en mi opinión, mal resuelta). El último cambio -solo en apariencia “cosmético”, aunque en el fondo de mayor calado- con respecto al fascinante universo de la obra literaria es el de la figura de Nana, convertida aquí una mujer más convencional, mucho más joven, y que, a diferencia de la profunda y filosófica sabiduría de su correlato novelesco, aparece en la película como una superficial casamentera solo preocupada por los noviazgos de las chicas y por la dimensión más frívola del amor.

Superados estos obstáculos -insisto que sólo enojosos cuando se acaba de abandonar la densa y gozosa experiencia de la lectura del libro-, la película sigue siendo formidable, conjugando con maestría dos planos complementarios, el objetivo y casi documental que nos muestra la riqueza de la India, sus rituales, sus ceremonias, su música, sus gentes y sus paisajes a través de la espléndida y colorista fotografía de Claude Renoir, sobrino de Jean Renoir y nieto pues de Pierre-Auguste Renoir, el gran pintor impresionista, y el subjetivo de la desconcertada y confundida adolescencia de Harriet, un enfoque en el que, sin embargo, no se alcanza la hondura con la que el talento de Rumer Godden y la fecunda imaginación del lector la dotan en la novela. En relación con las muchas virtudes de la cinta y ante las limitaciones de espacio y tiempo de esta reseña os recomiendo que recuperéis -se puede encontrar integro en Youtube- el coloquio sobre el largometraje que dirigió en 1998 José Luis Garci en su ya mencionado extraordinario programa, hoy irrepetible, ¡Qué grande es el cine! Eduardo Torres-Dulce, el fallecido Juan Miguel Lamet y Miguel Marías, abordan, junto al propio Garci, y como de costumbre con conocimiento y criterio, con agudeza y erudición, las muchas vertientes de la excepcional película.

Os dejo, para complementar musicalmente mi reseña, con música bengalí no vinculada directamente ni con el texto ni con el film. De un muy interesante disco que recoge música de Bengala de entre los años 1932 y 1940, os ofrezco el tema Piu piu birohi papiya interpretado por Gyanendra Prasad Goswami, con el que podremos trasladarnos al evocador paisaje de ambas obras.


El río de Harriet tenía una milla de ancho y fluía mansamente entre bancos de lodo y arena blanca. Cruzaba unas llanuras de yute y algodón que alcanzaban el horizonte bajo el peso azul del cielo. —Si tengo cierto sentido del espacio—afirmaría Harriet ya de mayor—, se lo debo a ese cielo. El río desembocaba en el mar a través del delta en la bahía de Bengala, su destino final. Había vida en sus profundidades y en su superficie: vida de peces autóctonos, de cocodrilos y de marsopas, que surgían del agua y daban volteretas en el aire mostrando su piel de color gris y bronce, iridiscente bajo el sol; flotaban bancos de jacintos de agua que florecían en primavera. El tráfico por el río también le otorgaba mucha vida; navegaban los vapores correo con chimeneas negras y ruedas de paletas, que hacían romper las olas contras la orilla; remolcadores a vapor que arrastraban barcazas de yute; barcos nativos hechos de mimbre sobre los cascos de madera en cuyas proas tenían ojos pintados y viejas velas desplegadas al viento; había también barcos de pesca con forma de media luna flotando en el centro del río y pescadores de piernas flacas que chapoteaban en las aguas poco profundas provistos de cestas de mimbre y de unas redes pequeñas y muy finas que lanzaban para atrapar unos pececillos brillantes del tamaño de un dedo. Los peces eran parte integrante del tráfico y cada parte de ese tráfico abrigaba sus propios objetivos, pero el río los arrastraba a todos en su corriente. 

La pequeña ciudad yacía inmersa en la monotonía de la vida bengalí, rodeada de campos y aldeas y del lento río. Había plantaciones de mangos y depósitos de agua, y una calle principal en la que se hallaban el bazar, una mezquita de cúpula blanca y un templo con pilastras cuyo tejado plateado estaba hecho de latas de queroseno prensadas. 

Harriet y los niños conocían a fondo el bazar; frecuentaban la tienda en la que compraban cometas de papel y exquisitas hojas de fino papel brillante; también sabían dónde se vendía paan, una curiosa mezcla de cigarrillos indios y nuez de areca, envuelta en hojas de betel; cintas de colores para los pijamas y agua de seltz; conocían las tiendas de cereales y de especias y las confiterías, que olían a azúcar y mantequilla, y los comercios de bisutería y de telas, en los que lucían expuestos los rollos de tela con atractivos diseños de plumas y festones estampados, así como los trajes para niños, prensados como si fueran de papel y colgados oscilantes en la entrada. 

Había una sola carretera, elevada respecto a los campos para que las inundaciones de los monzones no la anegaran; atravesaba aldeas y abigarrados bazares, y pasaba por los encorvados puentes; por ella circulaban carretas de bueyes y peatones, aparte de algún automóvil ocasional. Avanzaba hasta el horizonte por la ondulante planicie de Bengala, flanqueada por un puñado de aldeas situadas en lo alto, como la carretera, entre mangos, bananeros y cocoteros. Las bauhinias no tardarían en brotar a lo largo de aquella vía y salpicarla con sus flores blancas y curvadas como valvas. En ese momento los cultivos estaban secos, pero a ambos lados de la carretera quedaban restos del agua que había cubierto los campos en la estación de lluvias y que emergía entre las manchas de jacintos de agua, al tiempo que los martines pescadores surgían como un relámpago azulado para ir a lucir sus encarnados pechos sobre los hilos del telégrafo. 

El río podía verse desde la carretera, pero su amplitud sólo se apreciaba por la lejana línea de sus riberas, la más próxima de las cuales estaba cubierta de edificios, bazares, altos muros, almacenes con tejados de chapa ondulada y chimeneas industriales. El paso de una ribera a otra se hacía en unos barquitos con cubiertas de mimbre. En embarcaciones similares los niños salían a pescar perlas. Se trataba de perlas de río rosadas, pero quienes las encontraban eran los buceadores y no los niños, porque éstos no lograban que los ganchos bajasen a suficiente profundidad; los buceadores se zambullían desnudos hasta el lecho del río. 

 

Rumer Godden. El río

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