Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de mayo de 2019

YAA GYASI. VOLVER A CASA

Hola, buenas tardes. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca os saludamos en una nueva edición de Todos los libros un libro, el espacio en el que cada semana os ofrecemos una espero que estimulante recomendación de lectura. Hoy, con la presencia de las vacaciones ya en el horizonte, quiero presentaros un libro que, como los que están apareciendo aquí en las últimas semanas, inmediatamente anteriores al verano, nos llevará a paisajes distantes, a territorios “exóticos” en algunos casos, a lugares interesantes en todos ellos, en la creencia -que es especialmente cierta en el caso de los profesores- de que estas semanas de interrupción de la actividad profesional normal son especialmente propicias para el viaje. Además, en esta nuestra peculiar vuelta al mundo que, en los tres miércoles precedentes, nos ha trasladado a América del Norte, a Sudamérica y a Europa, llegamos esta tarde a África, un destino especialmente oportuno cuando, el pasado 25 de mayo, se celebró el Día Mundial de ese continente.

¿Y qué es la lectura nada más que una vuelta al mundo metafórica, una invitación al viaje, y también a muchas otras cosas más: el conocimiento y la reflexión, la emoción y la poesía, el entretenimiento y el placer? Así debéis entender mi propuesta de hoy, mi invitación a que leáis Volver a casa, la formidable primera novela de la norteamericana de origen ghanés Yaa Gyasi, que publicó hace un par de años la editorial Salamandra en traducción de Maia Figueroa Evans. Más allá de su calidad objetiva, de su interesante contenido y su trabajada estructura, de la oportunidad de los temas que trata y, en definitiva, de sus valores literarios, de los que luego os hablaré, hay en el texto -e imagino que la responsabilidad no puede achacarse a la traducción- algunos fallos (al menos a mi juicio, que, obviamente, puede no ser acertado) que quiero mencionar de entrada relativos al uso -que se detecta en más de una ocasión- de términos comunes en nuestro léxico actual pero difícilmente admisibles si se quiere dar cuenta de una realidad de hace doscientos cincuenta años. Que la voz del narrador, que se “oye” a través de la tercera persona en que está escrito el texto, describa las emociones que experimenta un personaje que vive en la selva africana a mediados del siglo XVIII diciendo la adrenalina le recorría el cuerpo, o subraye la rapidez con la que se produce un hecho con la expresión en cuestión de milisegundos, por poner solo dos ejemplos, provoca en el lector un cierto -ligero- desajuste, por tratarse de vocablos -adrenalina, milisegundos- tan científicos, tan “modernos”, tan, por lo tanto, anclados a nuestro presente, que alejan a los personajes -y con ellos a quienes, leyendo, siguen sus vivencias-, del escenario en el que se desenvuelven. Detalles menores, en cualquier caso, que no impiden el disfrute de un libro espléndido. 

Yaa Gyasi es una muy joven escritora -de escasos treinta años- nacida en Ghana, país que abandonó a los dos años con su familia para instalarse en Estados Unidos. Esta duplicidad de raíces -la ancestral africana, podríamos decir, y la adoptiva norteamericana- permea toda la obra, en la que distintas manifestaciones de ese juego de dualismos cobran un papel esencial. El libro obtuvo el muy prestigio Pen Prize a un debut literario de ficción. 

Las protagonistas “iniciales” de Volver a casa, son dos hermanas, Effia y Esi, nacidas en un poblado ghanés a mediados del siglo XVIII de la misma madre y distinto padre. Las chicas no llegarán a conocerse, pues una permanecerá en su país de origen, casada a la fuerza con James Collins, el gobernador inglés de Costa del Cabo, el puerto desde el que los británicos controlan el negocio de esclavos, y la otra será capturada en el interior por las fuerzas del propio Collins y enviada como esclava a Estados Unidos. A partir de estos hechos germinales la novela nos pone en contacto con doce personajes más pertenecientes a seis generaciones de las dos ramas familiares. La narración avanza así, articulada en torno a las vidas de estos individuos singulares que, además, representan metafóricamente a su raza, por la etapa histórica en la que la autora los sitúa, viviendo momentos decisivos en la dramática trayectoria de los negros, africanos o emigrados, en los últimos dos siglos y medio. 

Son, pues, catorce las “viñetas”, una por capítulo, aparentemente autónomas pero sin embargo unidas por numerosos vínculos, en particular la pertenencia de sus protagonistas al mismo grupo familiar y, sobre todo, su común identidad de raza, las que hacen avanzar la acción, en la que Gyasi nos muestra en paralelo las vicisitudes de la vida de sus criaturas y ciertos relevantes acontecimientos de especial notoriedad en la microhistoria de la raza negra aunque también sobresalientes con carácter general para la humanidad entera. En cada caso se eligen momentos significativos de esas existencias particulares, en una discontinuidad estructural en la que el recurso a la elipsis permite ir desarrollando la historia sin necesidad de contar íntegras todas las biografías, que no obstante se enlazan mediante una serie de motivos recurrentes -la simbólica piedra negra que pasa de una generación a otra, las historias familiares, las tradiciones, el intangible legado (espiritual, cultural, moral) de los antepasados- que permiten ver esa sucesión de vidas como parte de un conjunto superior, que las aglutina y da sentido, un personaje colectivo -la raza, la tribu, la familia- que es el protagonista último del libro. Lo que quería captar con su proyecto -escribe uno de los personajes dando, a mi juicio, la clave de la propia voluntad de la autora, del propósito último de este Volver a casa- era la sensación del tiempo, de haber formado parte de algo que se remontaba hasta tan atrás en el pasado y tenía tal magnitud que se hacía fácil olvidar que ella y él y todos los demás existían dentro de ese algo. 

De este modo, y siguiendo a los descendientes de Effia y Esi, por la novela discurren la ¿plácida? vida en la selva de los pueblos africanos antes de la colonización, las guerras tribales (una de las dos ramas familiares pertenece a la etnia fante y la otra al grupo asante, enfrentadas entre sí), la brutal “conquista” blanca (sobre todo británica y estadounidense), la esclavitud (que es el tema principal del libro y que se muestra en sus diversas manifestaciones: las crueles y descarnadas del tráfico de seres humanos y la explotación en las minas y los campos de algodón, y las más sutiles pero igualmente despreciables derivadas de la opresión de los negros en la sociedad norteamericana actual), el negocio del cacao, la tantas veces intolerante y despiadada labor de los misioneros, la dolorosa e injusta realidad de las plantaciones de algodón del sur de Norteamérica, la difícil vida en las ciudades del Norte tras la emigración masiva de negros después de la Guerra de Secesión, la asesina Ley de Esclavos Fugitivos, la segregación y los guetos, Harlem y el jazz, las primeras independencias de países africanos, los movimientos reivindicativos en defensa de los derechos civiles y por el reconocimiento de la dignidad e identidad afroamericana, la devastadora aparición de la droga entre la población urbana negra o los conflictos raciales contemporáneos, en un completísimo retrato del trágico devenir de esa raza desde su primer contacto con el hombre blanco. Y todo este recorrido lo plantea la autora llevando a sus personajes por diferentes “localizaciones”: Ghana, tanto en su costa (la citada Costa del Cabo) como en los poblados del interior, Inglaterra y Estados Unidos, y en este último caso, deteniéndose en escenarios variados como Alabama, Baltimore, la terrible Pratt City o Nueva York, algo más que meros telones de fondo descritos con convicción y verosimilitud, con precisión y rigor históricos, y con una indudable y sobresaliente labor de documentación. 

El principal nexo común a todas las historias es el de la esclavitud. Desde 1764 hasta nuestro presente, Volver a casa nos muestra sucesivamente, en las dos orillas del Atlántico, la connivencia de algunas etnias africanas con los blancos, combatiendo contra los suyos para proveer de “material” a los barcos negreros, el despiadado hacinamiento de seres humanos en el fuerte del castillo de Costa del Cabo antes de su traslado (tal y como podéis comprobar en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña) al otro lado del océano, las duras condiciones del viaje a América, en el que perdían la vida miles de esclavos, la explotación en los campos de algodón sureños, el sometimiento laboral y humano -de facto- de los negros liberados aún después de la abolición -solo de iure- de la esclavitud, la discriminación racial en la sociedad estadounidense del presente y, en general, el miedo, el dolor, el sufrimiento, la relegación y la injusticia que todavía padece esa raza en nuestros días. 

Y el sobrecogedor desvelamiento de esta terrible realidad lo lleva a cabo Gyasi sin maniqueísmo ni molestos subrayados. No hay negreros maléficos ni angélicos héroes negros. Los personajes se construyen con profundidad y hondura, son ambiguos, presentan claroscuros, están -como todos nosotros- llenos de contradicciones y sufren por ello, como queda de manifiesto en esta reflexión de un africano: En la costa de la tierra de los fante hay un lugar que se llama el castillo de Costa del Cabo. Allí es donde metían a los esclavos antes de enviarlos a Aburokyire: América, Jamaica. Los comerciantes asante llevaban allí a los cautivos. Había intermediarios fante, ewe y ga que los tenían presos un tiempo y después los vendían a los británicos, a los holandeses y a quien pagase el mejor precio en aquel momento. Todo el mundo tenía su parte de responsabilidad. Todos la teníamos… y la tenemos

Esta inteligente propuesta moral, compleja y llena de matices, se corresponde con el dual juego de espejos al que antes aludía. En mi aldea hay un dicho sobre las hermanas separadas: son como una mujer y su reflejo, condenadas a vivir en lados opuestos de un mismo estanque, se dice en un momento del texto. Las dos hermanas que sostienen de este modo especular la genealogía familiar operan como metáfora de otros dualismos que afloran en la obra, de otras realidades que a la vez se enfrentan y complementan, se entremezclan y confunden, se separan y superponen: blancos frente a negros, África frente América, los fante frente a los asante, las “abiertas” poblaciones de la costa frente al interior más cerrado en sí mismo y en sus tradiciones y rituales, los hombres frente a las mujeres (la novela es claramente feminista -aunque sin reduccionismos simplistas-, con un poderoso dibujo de los personajes femeninos, más fuertes, más resistentes, más enteros, más coherentes con su misión en el mundo), bondad frente a maldad, y, sobre todo, peripecia individual frente a conciencia colectiva. 

Porque precisamente esta última noción, la de la relevancia del intemporal sentimiento comunitario por encima de las perecederas existencias personales, configura otro de los temas destacados del libro, el de la identidad y el sentimiento de pertenencia, otro hilo conductor que anuda las vidas de los personajes, tanto los que logran participar en algún momento de esa conciencia -los menos- como los que carecen de ella o la han perdido, desarraigados y extraños ya en todas partes, incapaces de volver a casa. No podemos regresar, no podemos volver a un lugar en el que jamás hemos estado. Ese lugar ya no es nuestro, dice uno de los miembros de la familia. Y Marjorie, el último eslabón de una de las ramas familiares, estudiosa, posgraduada en Estados Unidos, señala cuando visita una Ghana que apenas conoce: En cuanto bajo del avión, la gente se da cuenta de que soy como ellos, pero que también soy distinta. No encajo aquí ni allí

Por último, quiero destacar otra “línea de fuerza” de la novela, la que enfatiza la importancia de las narraciones, del contar, del relato. La historia es contar historias, leemos; y también ¿De quién es la versión que no me han contado? ¿Qué voz fue silenciada para que ésta se oyese? La Historia es, pues, el relato que cuenta el que tiene el poder, y la voluntad de Yaa Gyasi es dar voz -y dar, por tanto, poder- a quien no lo tiene ni lo ha tenido, a quien ha sido silenciado, al que sufre, al paria, a las víctimas, a los sacrificados en el cruel torbellino de esa Historia oficial que desprecia a quienes “pierden”. 

En fin, por esta multiplicidad de focos de interés y, sobre todo, por tratarse de una narración arrebatadora, llena de emoción, apasionante, conmovedora, estimulante y hermosísima os recomiendo Volver a casa de Yaa Gyasi, uno de cuyos personajes, que vive en el Harlem de los años treinta, canta el ya clásico I loves you Porgy, un tema de la ópera de los hermanos Gershwin, Porgy & Bess, cuyos protagonistas, como es sabido, son todos negros. De las muchas interpretaciones que se han registrado de este muy conocido standard os dejo con la inmejorable y sentida versión de Nina Simone.

El olor era insoportable. En un rincón, una mujer lloraba con tal desconsuelo que las convulsiones podrían haberle partido los huesos. Era lo que querían. El bebé se había hecho caca encima y Afua, su madre, no tenía leche. Estaba desnuda, salvo por el pequeño retal que los tratantes le habían dado para secarse los pezones cuando le goteasen, pero no habían calculado bien: no alimentar a la madre significaba que tampoco había comida para el niño. Pronto empezaría a llorar, pero las paredes de adobe absorberían el sonido, amortiguado por el lamento de los cientos de mujeres que lo rodeaban. 

Esi llevaba dos semanas en el calabozo de mujeres del castillo de Costa del Cabo y había pasado allí su decimoquinto cumpleaños. El anterior lo había celebrado en el corazón de la tierra de los asante, en casa de su padre, Gran Hombre. Como él era el mejor guerrero de la aldea, todo el mundo había acudido a presentar sus respetos a la hija, cada día más hermosa. Kwasi Nruro había llevado sesenta ñames. Ningún otro pretendiente había ofrecido nunca tantos hasta entonces. Esi se habría casado con él durante el verano, cuando el sol estaba alto y lucía durante más tiempo, cuando se recolectaba el vino de palma y los niños más avezados trepaban a las palmeras abrazándose al tronco para arrancar los frutos que allí los esperaban. 

Cuando quería olvidarse del castillo pensaba en todo aquello, aun sin esperar ninguna alegría. El infierno era un lugar hecho de recuerdos donde hasta el último instante de belleza atravesaba el ojo de la mente para precipitarse luego al suelo como un mango podrido, perfectamente inútil, inútilmente perfecto. 

Un soldado entró en la mazmorra y se puso a hablar. Tenía que pinzarse la nariz para no vomitar. Las mujeres no le entendían. No parecía enfadado, pero ellas habían aprendido a retroceder siempre que veían aquel uniforme, la piel del color de la pulpa de coco. 

El soldado repitió la frase en voz más alta, como si el volumen indujese a la comprensión. Impaciente, se adentró en la sala. Pisó un montón de heces y soltó un reniego. Arrancó al bebé de los brazos de Afua, y ésta rompió a llorar. La abofeteó, y la mujer calló. Un reflejo aprendido. 

Tansi estaba sentada al lado de Esi. Se habían conocido en el trayecto hasta el castillo y, ahora que ya no pasaban jornadas enteras caminando ni les hacía falta hablar en voz baja, Esi tenía tiempo para conocer mejor a su compañera de viaje. Tansi era una joven robusta y fea que acababa de cumplir los dieciséis. De complexión gruesa, estaba construida con un armazón sólido. Esi tenía la esperanza -aunque casi no se atrevía a desearlo- de que pudieran permanecer juntas más tiempo. 

-¿Adónde se llevan al bebé? -preguntó Esi. 

Tansi escupió en el suelo de arcilla y removió la saliva con el dedo para crear un bálsamo. 

-Seguro que lo matan -respondió. 

El bebé había sido concebido antes de la ceremonia de matrimonio de Afua y, como castigo, el jefe de su aldea la había vendido a los tratantes. El día que llegó al calabozo, Afua le había contado a Esi que estaba segura de que se había cometido un error y de que sus padres acudirían a por ella. 

Al oír las palabras de Tansi, Afua se echó a llorar de nuevo, pero fue como si nadie la oyera. Esas lágrimas eran algo habitual: todas las mujeres las derramaban; fluían hasta que la arcilla que tenían debajo se convertía en barro. Por las noches, Esi soñaba que, si todas lloraban a un tiempo, el lodo se convertiría en un río que las arrastraría hasta el Atlántico. 

-Tansi, por favor, cuéntame un cuento -suplicó Esi. 

Pero entonces las interrumpieron una vez más. Los soldados entraron con las mismas gachas pastosas que les habían dado en la aldea fante donde Esi había estado presa. Había aprendido a tragárselas sin tener arcadas, porque era el único alimento que les proporcionaban y pasaban más días con el estómago vacío que lleno. Sin embargo, parecía que aquella pasta recorría su interior sin detenerse. El suelo estaba cubierto de los desechos de todas las mujeres; el hedor era insoportable. 

Yaa Gyasi. Volver a casa

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