Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 20 de noviembre de 2019

ROBERT SEETHALER. TODA UNA VIDA

Hola, buenas tardes. Una semana más sale a vuestro encuentro Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca desde el que cada miércoles os ofrecemos una recomendación de lectura, elegida siempre con criterios de calidad y confiando en que pueda interesaros. En el caso de hoy os traigo un libro espléndido que viene avalado por algunos reconocimientos literarios (finalista del Man Booker en 2017) y el apoyo de millones de lectores en todo el mundo desde su publicación originaria en 2014. Se trata de Toda una vida, su autor es el austríaco Robert Seethaler, y en nuestro país vio la luz el pasado 2017 en la traducción del alemán de Ana Guelbenzu. Aprovecho para recomendaros también El vendedor de tabaco, un libro anterior del mismo autor, publicado en España el pasado 2018, también en Salamandra y también con Ana Guelbenzu como traductora. Ambientado en la Viena de finales de los años 30, con la anexión de Austria por las tropas del Tercer Reich como telón de fondo, la novela, muy tierna y emotiva, conmovedora y algo triste, sigue al joven Franz Huchel en su paso de la adolescencia a la edad adulta, en los días en que, llegado a la capital desde su pueblo, entrará a trabajar en un estanco, dejando atrás a su madre y sus días de infancia y abriéndose a las intensas aunque desoladoras experiencias del primer amor, del sexo incipiente y, sobre todo, del dolor y de la pérdida, del sufrimiento y de la muerte, ejemplificadas en las primeras manifestaciones de la persecución nazi a los judíos. En uno de los aspectos más singulares del libro, Franz se hará amigo de un anciano Sigmund Freud, en el que buscará inútilmente la respuesta a los grandes interrogantes vitales que empiezan a salir a su encuentro en su perpleja y forzada iniciación a la madurez. Una novela bellísima (que ha sido trasladada al cine en 2018, en una película del mismo título dirigida por Nikolaus Leytner y que ayer mismo podía verse en el ciclo de cine en versión original que organiza, un años más, nuestros cines Van Dyck), como lo es también esta Toda una vida que ahora os presento.

La historia que nos narra Toda una vida se corresponde con lo muy descriptivo de su título. Seethaler nos cuenta en apenas ciento treinta páginas, con prosa aparentemente sencilla, de modo muy austero y despojado aunque rezumando sensibilidad, la vida entera de su protagonista, desde que nace muy a finales del siglo XIX hasta su muerte casi ochenta años después. Con una estructura en cierto modo circular que mantiene, en lo principal, un desarrollo cronológico lineal pero con abundantes elipsis e incorporando numerosas vueltas atrás y adelante en el tiempo, su relato nos permite conocer los principales “acontecimientos” de una vida corriente, del paso por la existencia de un hombre común y sin especial relevancia como, casi sin excepción, en última instancia lo somos todos. Ese hecho, el reflejar en la peripecia vital de su protagonista lo esencial de la condición humana, más allá de las circunstancias concretas que a cada uno nos haya tocado vivir, es una de las muchas cualidades de una novela por muchos otros motivos extraordinaria.

Andreas Egger nace en 1898. Siendo apenas un chiquillo, un día del verano de 1902 lo bajaron del carro de caballos que lo había llevado al pueblo desde una ciudad al otro lado de las montañas. Egger pasará prácticamente toda su vida en ese pueblo, una aldea perdida en los Alpes, sin más horizonte que las enormes montañas cubiertas de nieve la mayor parte del año. El pequeño Andreas vivirá en la casa del granjero Kranzstocker, que con su severa -casi fanática- concepción religiosa del mundo se ha visto “obligado” a acogerlo en tanto hijo de una de sus cuñadas, fallecida como consecuencia de lo que para su estricta visión del mundo fue una vida “disipada”. Destinado desde muy niño a las ingratas -y a esas edades, brutales- tareas del campo, uncido a un yugo para bueyes, con la vista permanentemente clavada en el suelo, trabajará para el granjero entre palizas constantes que corrigen el menor error, propinadas con una dura vara de madera de avellano. Uno de esos salvajes castigos le provocará una cojera que le acompañará toda su vida.

Desde esos recuerdos iniciales, y tras pocos años de colegio, su juventud y su vida adulta se desarrollan en ese desolado, gélido y sin embargo bellísimo entorno. Familiarizado con sus cumbres y sus valles, trabajará en la construcción de los numerosos teleféricos que la Compañía Bittermann e Hijos instalará en la región, talará árboles y ayudará a levantar enormes pilares de acero, cavará fosas y perforará las rocas para la instalación de explosivos, casi siempre solitario en riscos a miles de metros de altitud. Se enamorará de Marie y será correspondido. A finales de 1942 será llamado a filas, tras haberse presentado voluntario y descartado por su minusvalía cuatro años antes. Destinado al frente oriental del ejército nazi, pasará ocho años en Rusia, la mayor parte de ellos recluido en un campamento soviético de prisioneros de guerra en Voroshilovgrado, al norte del mar Negro. Volverá al pueblo y tras la quiebra de la Compañía e imposibilitado, pues, de reincorporarse a sus tareas habituales en ella, se reconvertirá en guía de turismo para acompañar por la zona a las multitudes de visitantes que el progreso ha llevado a la región. Debiendo abandonar incluso, a causa de los estragos de la edad, esa labor de orientación a excursionistas, morirá en su pueblo, en el mísero caserón al que se había retirado en soledad en los últimos años de su vida.

Sin entrar en más detalles que desvelarían aspectos relevantes de la “trama” -si podemos llamarla así- de la novela y que deben conocerse, creo, a medida que se avance en su lectura, así puede sintetizarse la ordinaria y hasta cierto punto anodina existencia de nuestro protagonista, un resumen que la voz en tercera persona que oímos en el libro proporciona también, casi a su término, de un modo poético y muy bello que no me resisto a transcribir a pesar de la extensión de la cita: Egger tenía setenta y nueve años. Había aguantado más de lo que creía posible, y podía estar satisfecho en términos generales. Había sobrevivido a su infancia, a la guerra y a un alud. Nunca había estado demasiado ajado para trabajar, había abierto una cantidad incalculable de agujeros en la roca y probablemente había talado árboles suficientes para alimentar durante un invierno las estufas de una ciudad pequeña. Su vida había pendido de un hilo entre el cielo y la tierra, y durante los últimos años como guía turístico había aprendido más de las personas de lo que podía abarcar. Que él supiera, no cargaba con ninguna culpa digna de mención, y no había caído en las tentaciones del mundo: las borracheras, la prostitución o la gula. Había construido una casa, había dormido en infinidad de camas, establos, rampas de carga y unas cuantas noches incluso en una caja de madera rusa. Había amado. Y se había hecho una idea de hasta dónde podía llevar el amor. Había visto a dos hombres caminar por la Luna. Nunca se había visto en el apuro de creer en Dios y la muerte no le daba miedo. No recordaba de dónde era, y últimamente no sabía a dónde iba. Pero podía mirar atrás en el tiempo, a su vida, sin lamentos, con una media sonrisa y un gran asombro. Toda una vida, simple y sin una significación especial, como se ve, condensada con emoción y belleza en veinte escasas líneas.

Pero, como sucede muy a menudo en las grandes novelas y tantas veces se ha repetido aquí, la breve descripción de un argumento no permite trasladar ni una pálida muestra de lo que la obra encierra. Quiero resaltar ahora, de modo sucinto, algunos de los temas más importantes que desde mi punto de vista afloran en el libro y que lo hacen muy estimable y altamente interesante. En primer lugar, Toda una vida es una reivindicación de la naturaleza (aunque el propio autor niega esa condición “combativa”, al afirmar en distintas entrevistas que he podido leerle que no sostiene ninguna tesis y sólo expone hechos, sólo cuenta una historia para que el lector, si quiere, saque conclusiones), una naturaleza que se nos muestra en su doble consideración, como acogedor refugio y como oscura amenaza. Los parajes alpinos que constituyen el escenario por el que transcurre la biografía de Andreas son una presencia primordial, intensa y sobrecogedora, representando una suerte de pureza original que conecta con lo más auténtico y genuino del ser humano. La inmensidad de los valles, las cumbres nevadas, las verticales paredes de roca helada, la aridez de la tierra, el suelo endurecido por el hielo, los riachuelos congelados, la nieve incesante y espesa, y el frío atroz que definen el rudo panorama invernal; los primeros balbuceantes y quizá sólo intuidos brotes de vida bajo el hielo, los picos de las crías de golondrina asomando en sus nidos bajos los canalones de los aleros, la nieve derritiéndose en primavera; y poco después, en verano, el aire cristalino, el cielo azulísimo o estrellado, el sol refulgente y cálido, los henales mullidos, los prados roturados, los frondosos bosques, las flores explotando entre los tocones de los árboles talados o arrancados por los aludes, la calidad del aire, transparente y límpido, terso y sin mancha, en definitiva, toda esa naturaleza, extrema y áspera, simultáneamente inclemente y benéfica, puntea las vivencias de Andreas y alcanza la dimensión de personaje sustancial en la novela encerrando -transmitiendo- una verdad elemental e irrefutable.

En ese contexto de primaria y terrible y atrayente inocencia del paisaje -y casi, podría decirse, del cosmos- asoma la colosal figura de Andreas Egger, con su austeridad, con su silencio, con su soledad, con su sencillez, con su lentitud, con su aceptación -conformista o estoica- de lo que la vida -la dura vida- le depara, con su nobleza, también con su perplejidad, con su desconcierto, con su melancolía, con su -infrecuente- iracundia. Andreas pasa por el mundo humildemente, sin exigencias, sin reclamar nada a nadie. Las desgracias, las calamidades, los motivos para la queja, para el desánimo o la protesta, para el descontento o la desesperación, se multiplican: la infancia sufriente, su discapacidad, la precariedad de sus hábitos cotidianos, la insoportable “aventura” rusa, la inconcebible pérdida del amor, lo limitado de sus horizontes, lo restringido de sus experiencias, son vividos por él con una aquiescencia, una conformidad, una imperturbabilidad propia del santo Job (alusión que he visto reflejada en alguna crítica al libro). Su actitud resignada ante los golpes de la vida encierra tanto una sabiduría primitiva y noble que le lleva a reconocer la insignificancia del hombre ante los implacables designios del destino (había tenido un amor y lo había perdido, resume, sin más énfasis ni especiales preocupación o lamento) como una suerte de conformismo ignorante, una renuncia acrítica a cuestionar su lugar en el mundo, una dejación en la que encajaría el hecho de su postulación como voluntario para integrar el ejército de la Wehrmacht en la segunda guerra mundial, ajeno a lo que sucede en su país, ajeno a las consecuencias de sus actos, ajeno, pues, a ese mundo que no entiende.

Otro tanto ocurre (¿profundo conocimiento atávico o negligente inconsciencia?) en relación con su trabajo desbrozando el monte para allanar el camino a los teleféricos y con ellos a las grandes empresas encargadas de su construcción y también, en consecuencia, a las hordas de turistas y visitantes que invadirán y desnaturalizarán el privilegiado entorno cambiando la apariencia del valle. Aceptando sin rechistar las órdenes de los responsables de la Compañía, y sin vislumbrar las consecuencias de su entrega incondicional, llega a concebirse, incluso, como partícipe de un proyecto mayor, de esa máquina gigantesca que llamaban progreso: Una extraña sensación de plenitud y orgullo henchía su corazón. Se sentía parte de algo grande, algo que superaba con creces sus propias capacidades (incluida su imaginación) y que, a su entender, llevaría el progreso no sólo al valle, sino en cierto modo a la humanidad entera.

Esa inocencia primaria aflora en muchas otras ocasiones de su vida, pudiendo “leerse” como insondable sensatez casi ancestral, como hondo conocimiento de la existencia, como voluntad consciente de recluirse en unos hábitos y un modo de vida genuino y puro o como meros desconcierto y perplejidad ante lo absurdo de un universo que sus limitadas vivencias no le permiten comprender. En general el tiempo lo desconcertaba, dice. El pasado serpenteaba en todas direcciones, y en la memoria las historias se sucedían desordenadas y formaban imágenes y se compensaban siempre renovadas de un modo peculiar. Andreas no puede entender lo poco que entrevé de ese mundo que le resulta ancho y ajeno, como le ocurre con la literatura (escucha la historia que le lee Marie, entresacada de un cuaderno de lectura -único “libro” de su vida- que había encontrado en la taberna en que aquella trabajaba, con una mezcla de repugnancia y fascinación) o el cine (la aparición de Grace Kelly en el televisor de la posada lo hace temblar de emoción: Egger se estremeció al pensar que esa melena y ese cuello no fueran una invención, sino que en algún lugar de este mundo tal vez había alguien que lo había rozado con los dedos o quizá incluso lo había acariciado con la mano entera). En general, los cambios en las formas de vida lo confunden y ofuscan -como a todos los ancianos, de ahí ese valor universal del libro al que ya me he referido, más allá de la peripecia concreta de su protagonista- (Llevaba tanto tiempo en este mundo que lo había visto transformarse, y cada año parecía moverse más deprisa; se sentía como un vestigio de una época perdida tiempo atrás, una hierba espinosa que se estiraba desesperadamente hacia el sol) y, en particular, lo solivianta la arrogancia de los turistas -lo irritaban esas gentes- que pretenden explicar al tosco e ignorante guía cómo funciona el mundo tras pisar la montaña por primera vez en sus excursiones de fin de semana, sin saber que son ellos los perdidos: Por lo visto, las personas buscaban en la montaña algo que creían haber perdido mucho tiempo antes. Nunca averiguaba de qué se trataba exactamente, pero con los años cada vez estaba más convencido de que en fondo los turistas no caminaban tras él, sino en pos de un anhelo desconocido e insaciable. El libro admite así otra lectura como metáfora del conflicto entre naturaleza y cultura, entre una suerte de utopía adanista y el inexorable y destructor progreso (aunque la primera, en su descarnada elementalidad, puede encerrar mucha barbarie y el segundo, muchas veces, puede ser -es- fecundo y creativo y emancipador y vital).

Pero, más allá de sus contradicciones o de las dudas que pueda suscitarnos su proceder -nos parezca sereno y lúcido o tibio e indiferente-, es la personalidad de Andreas, en lo que tiene de genuinamente elemental -usado el término sin sus posibles connotaciones negativas- lo que más atrae al lector de Toda una vida, dando pie a la dimensión de la novela que deja una huella más profunda en él. Así, resultan muy sugestivos su soledad; su reclusión casi (A veces se sentía solo ahí arriba, pero no consideraba su soledad un defecto. No tenía a nadie, pero tenía todo lo que necesitaba y con eso le bastaba); su consiguiente silencio -horas, días, años sin apenas hablar con nadie-, acorde con el de la inmensidad que le rodea (Como no tenía con quien hablar, conversaba solo o con los objetos que lo rodeaban) y con un temperamento sosegado y discreto (Quien abre la boca, cierra las orejas, comenta, pues prefiere escuchar a hablar); la morosidad con la que encara sus acciones; la lentitud (Pensaba despacio, hablaba despacio, caminaba despacio, pero cada pensamiento, cada palabra y cada paso dejaban un rastro justo donde, a su juicio, debían dejarlo); y en definitiva, la sencillez de su existencia, que nos enseña que cualquier vida es plena, que no es necesaria la banal y consumista acumulación de grandes acontecimientos, ni las experiencias insólitas o las vivencias inusitadas, ni los viajes, ni los libros, ni los miles de contactos, ni el acopio de posesiones, ni la aceleración o las prisas, ni las novedades o el ansia de aventuras, que para todos el proceso vital es idéntico -se nace, transcurre un tiempo y llega la muerte, la Dama Fría, y dejamos de existir- y que no importa tanto la cantidad de los momentos “almacenados” sino, fundamentalmente, su calidad, nuestro modo de vivirlos, de sentirlos, de pensarlos, también de recordarlos, de, en realidad, “conocerlos”.

La novela resulta así, por fin, extraordinariamente triste y melancólica, desesperanzada incluso. La vida pasa, nacemos y morimos. En el medio, si hay suerte, surgen el amor, algunas ilusiones, ciertas expectativas; pero las expectativas se truncan, las ilusiones se apagan, el amor acaba. Egger sintió que la tristeza se apoderaba de su corazón. Pensó que podría haber hecho más en su vida, probablemente mucho más de lo que imaginaba. Una percepción que todos hemos experimentado en nuestras vidas, lo que demuestra, una vez más, el hondo alcance -su capacidad para tocar los aspectos más íntimos y verdaderos de nuestras almas- de esta novela de Robert Seethaler que esta tarde he querido recomendaros con entusiasmo y pasión.

Como complemento musical a mi reseña os dejo con una canción que recrea esa suerte de bucolismo que encontramos en las montañas. Se trata de Tiger Mountain Peasant Song, un tema de Fleet Foxes de 2008.


Una vez por semana bajaba al pueblo para comprar fósforos, pintura o pan, cebollas y mantequilla. Hacía tiempo que sabía que la gente hablaba de él. Cuando emprendía el camino de regreso a casa con las compras en el trineo que había fabricado él mismo, en primavera armado con unas ruedecitas de goma, veía con el rabillo del ojo como juntaban las cabezas a su espalda y se ponían a cuchichear. Él se daba la vuelta y les lanzaba la mirada más maligna de la que era capaz. En realidad, la opinión y la indignación de los vecinos del pueblo le eran indiferentes. Para ellos únicamente era un viejo que vivía en un agujero, hablaba solo y por la mañana se ponía en cuclillas junto a un arroyo helado para lavarse. Sin embargo, él consideraba que había conseguido salir adelante, y por lo tanto tenía motivos para estar contento. Aún podría vivir un tiempo del dinero que había ganado durante su época como guía turístico, tenía un techo, dormía en su propia cama y cuando se sentaba en el pequeño taburete delante de la puerta podía dejar la mirada hasta que se le cayeran los ojos y la barbilla se le hundiera en el pecho. Como todos los seres humanos, a lo largo de su vida había abrigado en su interior ilusiones y sueños. Algunos los había cumplido por sí mismo, otros le habían sido regalados. Muchos habían permanecido inalcanzables, o se los habían arrebatado cuando apenas los había logrado. Pero él seguía ahí. Y cuando, los primeros días tras el primer deshielo, caminaba por la mañana sobre el rocío de los prados empapados delante de su cabaña y se apoyaba en una roca plana de las que había diseminadas, notando la piedra fría en la espalda y en la cara los primeros rayos cálidos de sol, tenía la sensación de que no le había ido tan mal.



Robert Seethaler. Toda una vida

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