Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 13 de noviembre de 2019

LAURENT GAUDÉ. EL SOL DE LOS SCORTA 

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el semanal y espero que confortable reducto en el que Radio Universidad de Salamanca acoge las recomendaciones literarias que, elegidas siempre con criterios de interés y calidad, os llevamos proponiendo desde hace ya diez temporadas. Cuando la llegada del invierno, con sus días tan cortos, se atisba ya en el horizonte -y en los centros comerciales, capaces de estrenar la decoración navideña y vendernos turrones en el mes de septiembre, al paso que vamos-, en nuestro espacio queremos acomodarnos a la brevedad de las jornadas que se avecinan con una serie de sugerencias, que se extenderán a lo largo de algo más de un mes y hasta las vacaciones, que comparten también con las jornadas de la inminente y gélida estación la cortedad, pues son textos concisos, que raras veces sobrepasan las doscientas páginas, propicios pues, para “devorarlos” en un par de fugaces tardes refugiados en nuestras casas, apaciblemente protegidos de la lluvia y el frío. Todas, las cinco que os ofreceré en este singular ciclo, coinciden, además, en que no son novelas “rabiosamente” actuales -me horroriza el adverbio, tan tópicamente periodístico- sino que cuentan, en la mayor parte de los casos, con algunos años a sus espaldas y, recuperadas de lecturas de entonces o leídas recientemente, afloran ahora debido a su encaje en la citada constricción autoimpuesta vinculada a la estrechez y condensación de los tiempos invernales. 

Este es el caso de El sol de los Scorta, una novela de 2004, publicada en España en 2006 en la editorial Salamandra, en traducción del francés original de José Antonio Soriano Marco. Su autor, Laurent Gaudé, es un escritor galo, graduado en Letras modernas, novelista y prolífico autor de teatro, que obtuvo con el libro del que ahora quiero hablaros un inusitado éxito tanto de público, con cientos de miles de ejemplares vendidos en todo el mundo, con traducciones a decenas de idiomas, como de crítica, pues en ese 2004 en el que vio la luz en Francia ganó el prestigioso premio Goncourt, quizá el más destacado del medio literario del país vecino. Desde esa fecha, Salamandra ha dado a conocer entre nosotros parte de su obra novelística, con títulos como El legado del rey Tsongor -que en puridad apareció un año antes-, Eldorado, La puerta de los infiernos y el último, de 2010, Una noche en Mozambique. La página web del escritor registra cuatro o cinco novelas más editadas desde entonces, las cuales, al parecer, no han sido traducidas al castellano. Yo no he leído ninguna de ellas, ni las “españolas” ni las francesas, salvo esta formidable, conmovedora, emotiva y bellísima (también algo tópica) El sol de los Scorta, que ahora os recomiendo con entusiasmo. 

El libro se abre -tras una reveladora cita de Cesare Pavese, con la soledad, la locura y el silencio como núcleo, en un significativo avance de lo que se nos ofrecerá a continuación-, con un trágico episodio, inaugural en un doble sentido, pues con él no solo se inicia la “acción” novelesca sino que el acontecimiento es también el origen de lo que podríamos llamar la saga de los Scorta, una sucesión de generaciones cuya existencia estará marcada por la dramática intensidad, el irracional desgarro, la desolada pasión -que marcarán el tono que impregnará la obra entera- de ese acto primigenio. Estamos en 1875, en Montepuccio, un pequeño pueblo blanco, de casas apiñadas sobre un alto promontorio que dominaba la profunda calma de las aguas, en la región de Apulia (o Puglia, en su idioma original), en el extremo suroriental de Italia (el tacón de “su” bota). Hasta el desolado lugar llega, montado en su asno y bajo el inclemente sol de la primera hora de la tarde en la que el calor ciega hasta a los gatos, Luciano Mascalzone, sucio y cubierto de polvo, avejentado a sus solos cuarenta años tras haber pasado los últimos quince en prisión a causa de su carrera de malhechor. Luciano había sido toda su vida un bandido. Vivía de depredar, robar ganado, desvalijar viajeros, también había matado, perseguido y acosado a mujeres. Detenido cuando estaba a punto de violar a Filomena Biscotti, una muchacha cuya belleza lo trastornaba, regresa al pueblo después de los muchos años en la cárcel alimentando su monotemática obsesión, para cumplir -con criminal y largamente “cocinada” premeditación- con su deseo brutal, con su destino animal: poseer a Filomena. De ese acto salvaje -aunque no exento de alguna nota de humanidad, por razones cuyos detalles no quiero revelar, pese a que se nos dan conocer en las diez primeras páginas del libro- y de consecuencias fatales (pues Luciano morirá lapidado por sus vecinos tras su crimen) nacerá Rocco Scorta Mascalzone. Y de éste, Giuseppe, Domenico y Carmela, que a su vez dará a luz a Donato y Elia, padre de Anna, a la que veremos, más de cien años después, como último vástago de la estirpe. 

El libro da cuenta del transcurrir de estas cinco generaciones, a través de los pormenores de las existencias de esos, por muchos motivos, memorables personajes -y de algunos adyacentes, como la Muda, Raffaele -“el cuarto hermano”-, don Giorgio y don Salvatore, curas del pueblo en distintas épocas, o la bella y corajuda María, una guapa y decidida muchacha que enamorará a Elia y acabará por ser la madre de Anna- unidos por ese pasado sangriento y por décadas de sufrimiento y penurias, de odios, afrentas y luchas, de pasiones, esperanzas y deseos, de pobreza, ilusiones y secretos, en un entorno abrasador y primitivo, árido, despojado e inhóspito, desgraciado y adverso, rudo, inhumano y aciago (aunque mitigado en parte por el mar cercano), ese sur de Italia tan a menudo representado en el movimiento neorrealista del cine de aquel país. 

La novela se estructura en dos planos, uno primero más o menos lineal y cronológico que se narra en tercera persona y que, desde ese 1875 germinal y con calas en 1890, 1934, 1936, 1946 y 1980, por citar sólo las fechadas expresamente en el texto, da cuenta de los avatares de los miembros de la familia Scorta a lo largo de un siglo (con intensas vicisitudes varias marcadas todas por la irrenunciable y fatigosa lucha por la vida: la fantasmal huida a Nueva York, el reflejo tangencial de las guerras, los proyectos empresariales, el contrabando, la lamentable inmigración actual en el Mediterráneo); y uno segundo, que aflora al final de cada uno de los nueve capítulos -todos menos el décimo y último- en el que se “escucha” la voz de la anciana Carmela que, al borde de la muerte (e incluso después de ella, en un rasgo -y no es el único- de una suerte de realismo mágico -menos barroco, más despojado que el caribeño- que rezuma a lo largo de todo el libro), rememora, en primera persona y ante la atenta escucha del cura don Salvatore, algunos de los más decisivos momentos de su atribulada existencia y revela ciertos secretos hasta entonces ocultos incluso para sus hermanos e hijos. En ese doble frente, al lector le interesa no sólo la narración de los hechos, atractivos en sí mismos en tanto recorren un siglo entero con sus profundas transformaciones, con su eterna lucha entre la tradición y las raíces a conservar, por un lado, y los acelerados cambios que impone la modernidad, por otro; sino también por cuanto describen un universo fascinante, con ribetes mitológicos o legendarios, hecho de tragedia y épica, de excesos y venganzas, de fuerzas arrebatadoras y profundo lirismo, y en el que apuntan, como muy sugerentes hilos a seguir, temas como el destino, lo atávico, el peso de la comunidad y el valor de la familia, el caluroso sur como metáfora, la crudeza de la naturaleza, el sol abrasador y paralizante pero que, a la vez, exacerba lo sanguíneo, la dureza, el despojamiento y la austeridad, la condena inmemorial -la maldición- del trabajo a la postre estéril, el instinto primordial de supervivencia, la atracción de la tierra, una tierra seca, yerma e infértil -los fecundos olivos el único rastro de vida-, lo ancestral, las tradiciones, las fiestas populares, la superstición, los rituales mágicos, la Iglesia y la religión, las enseñanzas que se transmiten de generación en generación, los secretos, el fracaso y las frustraciones, la búsqueda de la felicidad, los pequeños detalles que justifican unas existencias por lo demás inexplicables, el sentido (o el sinsentido) de la vida, el sudor, la lucha, el valor de los recuerdos, la memoria de la salvífica infancia, el paso del tiempo, la nostalgia, la importancia del contar, del relato, de las historias. 

La atmósfera general de tragedia está presente en el libro desde su inicio y a través de numerosas referencias -no solo implícitas- que acercan la novela al universo temático de los grandes dramas griegos desarrollados con el telón de fondo mediterráneo. Ya desde el violento acto fundacional de la estirpe afloran el sufrimiento, la muerte, el dolor, la predestinación, el sometimiento a luctuosas fuerzas que habrán de conducir irremediablemente a un final funesto. Soy Luciano Mascalzone, y escupo al destino que se burla de los hombres, dirá el despiadado malhechor al entrar en Montepuccio. Y también, en un tono enfático en el que se subrayan los rasgos de adversa fatalidad presente en el primer teatro griego: El destino ha decidido burlarse de mí. ¿Quién puede luchar contra eso? No está en mi mano invertir el curso de los ríos ni apagar la luz de las estrellas. Soy un hombre. Y he hecho todo lo que puede hacer un hombre: ir allí, llamar a la puerta y tomar a la mujer que me abrió... Yo sólo soy un hombre. En cuanto a lo demás... Si el destino se burla de mí, no puedo hacer nada. Soy Luciano Mascalzone y sigo hundiéndome en la muerte para no oír los rumores del mundo, que se ríe de mí... Y de un modo aún más revelador: Así fue como nació el linaje de los Mascalzone. De un error. De un malentendido. De un canalla, asesinado dos horas después del acto carnal y de una solterona que se entregaba a un hombre por primera vez. Así surgió la familia de los Mascalzone. De un hombre que se equivocó. Y de una mujer que aceptó esa mentira porque las piernas le temblaban de deseo. De ese día de sol abrasador debía nacer una familia, porque el destino tenía ganas de jugar con los hombres, como a veces hacen los gatos cuando zarandean a un pájaro herido

Las sucesivas generaciones de los Scorta aceptarán ese irracional mandato de no se sabe qué oscuro sino, ese designio inescrutable de algunos despiadados dioses que marcará sus vidas, condenadas a recaer, una y otra vez, año tras año, década tras década, y al margen de su voluntad, por otro lado poderosa, en los mismos terribles y fatales abismos. 

La ineludible atadura de los Scorta a las insuperables fuerzas del destino se refleja en la “sumisión” a la casta, al linaje, a su desgraciada progenie, a su negra sangre, a la mancha original de la que nacen. Surge así otro tema esencial en la obra -tan mediterráneo también, tan italiano-: el de la familia. El vínculo que crea la pertenencia a la familia constriñe, pues somete la libertad individual a un ineludible destino superior a la voluntad de cada miembro, y a la vez libera, pues las distintas generaciones encuentran un propósito común, la pertenencia; un objetivo de mayor entidad que da valor a los sufrimientos, a las privaciones, a la limitación de cada mediocre existencia. En virtud de esta ancestral afiliación, los Scorta relegarán el interés individual en beneficio de la pervivencia de los valores familiares: Tú no eres nada, Elia, afirmará su tío Domenico, Y yo tampoco. Lo que cuenta es la familia. Sin ella, ahora estarías muerto y el mundo seguiría girando sin enterarse siquiera de tu desaparición. Nacemos y morimos. Y en el intervalo sólo cuenta una cosa. Tú y yo, por separado, no somos nada. Pero los Scorta... los Scorta sí son algo (…) El apellido de los Scorta pasa a través de ti. La familia, pues, como clan, como núcleo cerrado e inexorable a cuya irradiación centrípeta no se puede escapar, como -una vez más- destino. Un destino funesto, pues los Scorta siempre serán, aunque el paso de los años y la conducta de los descendientes atempere esta terrible consideración, los hijos de un criminal. Esa peculiaridad de origen del linaje se vincula a la fuerza de la tierra, a lo primigenio; la familia es -metafóricamente- el sur, el sol que abrasa (la estirpe de los comedores de sol. Hacía suyo ese apetito insaciable. Nada sacia a los Scorta. El eterno deseo de comerse el cielo y beberse las estrellas), las pasiones primitivas (Mi madre me ha transmitido la negra sangre de los Mascalzone. Soy un Scorta. Que quema lo que ama), la memoria de un pasado doloroso y terrible (Al ver pasar el ataúd, todo el pueblo tuvo la sensación de asistir al final de una época. No se enterraba a Raffaele; se enterraba a todos los Scorta Mascalzone. Se enterraba el viejo mundo. El que había conocido la malaria y las dos guerras. El que había conocido la emigración y la miseria. Se enterraban los viejos recuerdos. Los hombres no son nada. Y no dejan rastro), la energía generadora y destructiva a la vez. Y, como se ve, a ojos de sus conciudadanos la familia aparece también revestida de este magnetismo ambiguo e irracional (Eso les confería una especie de halo que los volvía intocables a los ojos de la mayor parte de sus paisanos). 

Destino y familia, el sur, la tierra seca y el sol tiránico, primitivismo y rudeza (Tenía la rudeza de la tierra del Sur y la mirada dura de los hombres sin miedo), un poderoso hilo conductor, plagado de simbolismo, que cruza la novela entera: Cuando el sol reina en el cielo y hace crujir las piedras, no hay nada que hacer. Amamos demasiado esta tierra. No da nada, es más pobre que nosotros, pero cuando la calienta el sol, ninguno de nosotros podría dejarla. Hemos nacido del sol, Elia. Llevamos su calor dentro. Ha estado ahí desde que nuestros cuerpos tienen memoria, calentando nuestra piel de recién nacidos. Y no cesamos de alimentarnos de él, de masticarlo con todos los dientes. Está ahí, en la fruta que comemos. Los melocotones, las aceitunas, las naranjas. Es su aroma. Se desliza por nuestra garganta con el aceite que tomamos. Está en nosotros. Somos comedores de sol. Y en ese contexto durísimo, “prosperan” los Scorta, generaciones enteras [condenadas] a no ser más que destripaterrones que padecen y mueren bajo el sol, en una tierra donde un olivo tiene más valor que un hombre

Y conectado con ese significativo marco metafórico, aparece también todo un mundo de referencias -antropológicas, podríamos decir- que describen con precisión la cultura, las tradiciones y hasta los valores de esa Italia atávica, hecha de magia e irracionalidad, de pulsiones bárbaras, de supersticiones y sortilegios, de oscuros rituales y opresivas creencias, de fanatismo; con la omnipresencia de la Iglesia y de la religión, con la pervivencia de las fiestas populares, de las antiguas leyendas, de mitos que hunden sus raíces en la noche de los tiempos: los mandamientos que perduran desde hace siglos, los secretos familiares (de padres a hijos, los Scorta se “comprometen” a “contar”, pues sólo el relato -Lo que se cuenta de ti, la historia que se te supone, es lo que vale- resulta a la postre liberador: Los Scorta aceptaron. Sí, que así fuera. Que todos hablaran al menos una vez en la vida. A un sobrino o una sobrina. Para contarle lo que sabía antes de desaparecer. Hablar una vez. Para dar un consejo, para transmitir lo que sabe. Hablar. Para no ser simples animales que viven y mueren bajo el silencio del sol). 

Pero, pese a lo que pudiera parecer -las referencias trágicas, el escenario tosco y despojado, cruel y apenas humano, la violencia “constituyente”, el sometimiento al brutal poder de la naturaleza y a la ciega fatalidad, las fuerzas genesíacas fecundas y exterminadoras a la vez- la novela rezuma lirismo y belleza por doquier. Una poesía que aflora en las constantes alusiones nostálgicas a una infancia perdida (El olor a tomates secos en casa de la tía Mattea. Las berenjenas rellenas de la tía Maria. Las peleas a pedrada limpia con los chavales de otros barrios. Donato había vivido todo aquello, lo mismo que él. Podía recordar aquellos años lejanos con la misma precisión y la misma nostalgia), en las numerosas y emotivas menciones a “los hechos del mundo” y los muy duros tiempos que los protagonistas, Montepuccio y ,en general, el sur de Italia, vivieron en ese siglo atroz: la pobreza y el primitivismo del siglo XIX y primeras décadas del XX, las enfermedades y la austeridad, las guerras mundiales, la miseria, el hambre, la emigración a América, el tristísimo desplazamiento -en cualquier época- de millones de desheredados, de gentes sin nada en la vida, apenas sin esperanza tampoco, de desfavorecidos de la fortuna, de desharrapados, presentes hoy también -y el vínculo se subraya con delicadeza aunque de modo diáfano- en tantos pobres seres -albaneses, iraníes, nigerianos- luchando por sus vidas en el Mediterráneo; en la constante evocación de los sueños, los deseos, las esperanzas, los anhelos de felicidad. 

Y es en esta dimensión conmovedora y, podríamos decir, romántica y sentimental, quizá también algo sensiblera, del libro donde, en mi particular lectura, El sol de los Scorta resulta más apreciable. Las noches de los Scorta se poblaban de sueños alegres y ávidos; unos sueños a menudo imposibles, irrealizables, frustrados (La historia de su familia se le antojaba una lamentable sucesión de existencias fallidas. Ninguno de aquellos hombres y mujeres había llevado la vida que quería), de modo que sus vidas pasan envueltas en un halo de melancólica tristeza (Una tristeza inmensa se iba apoderando de él) que contribuye a dotar a la narración de una atmósfera de leve pesadumbre, de amargo desengaño, también de ensueño y de nada enfática ilusión, una suerte de tibio goce y profundo desencanto, un tono general de ternura y sensibilidad, que resulta muy dulce, muy sugestivo. Todos los personajes se preguntan por su felicidad -¿Cuándo hemos sido felices nosotros?; ¿Había sido feliz? Rememoró todos aquellos años. ¿Cómo se pesa la vida de un hombre?- y luchan, de modo estéril, por ella a lo largo de las décadas. 

Aunque debo desdecirme, su brega, su “sudor”, no son, en el fondo, estériles, porque el “mensaje” último que los Scorta -y su creador- envían al lector es el de la importancia de esa lucha, del trabajo, del afanarse en la tarea cotidiana, del noble cansancio tras la entrega diaria al margen de los logros obtenidos, de la relevancia de la tarea (Nadie puede decir si ha sido feliz hasta el último día de su vida —aseguró—. Hasta entonces hay que intentar maniobrar la propia barca lo mejor que se pueda). Que cuando tras una vida como todas, condenada a extinguirse como todas, absurda y sin sentido como todas, hecha de decepciones y fracasos como todas (No hemos sido ni mejores ni peores que los demás, Elia. Lo hemos intentado. Eso es todo. Con todas nuestras fuerzas. Toda generación lo intenta. Construir algo. Consolidar lo que posee. O aumentarlo. Cuidar de los suyos. Cada uno trata de hacerlo lo mejor que sabe. No se puede hacer otra cosa. Pero no hay que esperar nada al final de la carrera. ¿Sabes lo que hay al final de la carrera? La vejez. Nada más), agotemos nuestro paso por el mundo y nos encaminemos a la muerte, lo que nos quedará serán los recuerdos de esos afanes y los de los pequeños detalles, los privilegiados momentos en que, con frecuencia sin saberlo siquiera, fuimos felices, tal y como puede comprobarse en el texto que os dejo al cierre de esta reseña. 

Hay dos imágenes, que operan como metáforas, en las que diferentes miembros de la familia cifran esa enseñanza primordial de nuestras vidas: la de los cigarrillos y la de las aceitunas. No me resisto a transcribir, para terminar, las dos citas que las reflejan y que concentran, de un modo esclarecedor y muy bello, lo esencial del libro, en fondo y forma: 

Sí. Mi vida queda atrás. Una vida de cigarrillo. Todos esos cigarrillos vendidos, que no son nada... Sólo viento y humo. Mi madre sudó, mi madre y yo sudamos sobre esos paquetes de hierba seca que se volatilizaron entre los labios de los clientes. Tabaco convertido en humo. A eso se parece mi vida. Volutas de humo que se desvanecen en el aire. Todo eso no es nada. Es una vida extraña a la que los hombres han dado rápidas y ansiosas chupadas o profundas y tranquilas caladas durante las noches de verano. 

Las aceitunas son eternas —aseguró—. Una aceituna no permanece. Madura y se estropea. Pero las aceitunas se suceden unas a otras, de forma infinita y repetitiva. Son todas distintas, pero forman una larga cadena que no tiene fin. Tienen la misma forma, el mismo color, maduran al mismo sol y saben igual. De modo que, sí, las aceitunas son eternas. Como los hombres. La misma sucesión infinita de vida y muerte. La larga cadena de los hombres no se rompe. Pronto me llegará el turno de desaparecer. La vida se acaba. Pero todo continúa para otros semejantes a nosotros. 

Como colofón musical a mi reseña, mi intención era ofreceros una referencia musical de libro, una canción popular de la Apulia que suena en un episodio significativo del mismo, la boda de Elia, y del que sólo conocemos un par de líneas, muy evocadoras, preciosas: Aïe, aïe, aïe, domani non mi importa per niente, questa notte devi morire con me. Lo infructuoso de mi búsqueda en internet me lleva a elegir otro tema, vinculado más al espíritu que al texto de la novela, aunque en una de las escenas más “raciales” de la obra, más impregnada de ese realismo mágico -austero y seco, no exuberante como el hispanoamericano tropical- al que aludía con anterioridad en mi comentario, se baila una tarantela que tiene, más allá de la danza, un carácter iniciático y con connotaciones taumatúrgicas. La tarantela -danza de la tarántula, de la araña- es el baile tradicional de la Puglia, que sirvió en su origen de exorcismo y cura para los males del cuerpo y del alma. Así, con ese significado mítico lo recoge Gaudé, con una viejecilla medio bruja como protagonista de un momento fundamental de El sol de los Scorta. Os dejo ahora, elegida al azar y, como digo, sin mención directa en la novela, con una anónima tarantella pugliese, llena de ecos mediterráneos. 


—Desde que murió Mimi, no paro de darle vueltas a una cosa. 
Giuseppe había hablado en voz baja, sin levantar los ojos. Raffaele lo miró, esperando la continuación de la frase, y, al ver que Giuseppe no se lanzaba, le preguntó con suavidad: 
—¿A qué? 
Giuseppe todavía permaneció indeciso unos instantes, pero acabó dando rienda suelta a su angustia: 
—¿Cuándo hemos sido felices nosotros? 
Raffaele miró a su hermano con algo muy semejante a la compasión. La muerte de Domenico había sacudido a Giuseppe de un modo inesperado. Desde el día del entierro, había envejecido a ojos vistas, perdiendo su aspecto de toda la vida y que le brindaba un aire juvenil incluso en la edad madura. La muerte de Domenico había dado el pistoletazo de salida, y ahora Giuseppe parecía estar preparándose, como si supiera instintivamente que sería el siguiente. 
—¿Y cuál es tu respuesta a esa pregunta? —lo animó Raffaele. 
Giuseppe guardaba silencio como si tuviera que confesar un crimen. Parecía dudar. 
—Pues ahí está el asunto precisamente —dijo al fin con timidez—. He reflexionado. He intentado hacer una lista de los momentos de felicidad que he vivido. 
—¿Y son muchos? 
—Sí, muchos. Bueno, eso creo. Bastantes. El día que compramos el estanco. El nacimiento de Vittorio. Mi boda. Mis sobrinos. Mis sobrinas. Sí. Unos cuantos. 
—Entonces, ¿por qué pones esa cara tan triste? 
—Porque cuando trato de quedarme con uno, con el más feliz de todos, ¿sabes cuál me acude a la cabeza? 
—No. 
—Aquel día que nos invitaste a todos por primera vez a tu trabucco. Ese es el recuerdo que se impone a todos los demás. Aquella comida. Comimos y bebimos como benditos. 
—¿Pancia piena?—preguntó Raffaele riendo. 
—Sí. Pancia piena —repitió Giuseppe con lágrimas en los ojos. 
—¿Y qué tiene eso de triste? 
—¿Qué pensarías tú de un hombre que al final de su vida declarara que el día más feliz de su existencia había sido el de una comida? ¿Es que no hay alegrías más grandes en la vida de un hombre? ¿No es señal de una vida miserable? ¿No debería avergonzarme? Sin embargo, te aseguro que cada vez que lo pienso, ése es el recuerdo que sobresale. Me acuerdo de todo. Hubo un risotto de marisco que se deshacía en la boca. Tu Giuseppina llevaba un vestido azul celeste. Estaba preciosa y no paraba de ir y venir entre la mesa y la cocina. Me acuerdo de ti sudando en el horno como un trabajador en la mina. Y del pescado crepitando en la panilla. Ya ves. Después de toda una vida, ése es el recuerdo más hermoso de todos. ¿No me convierte eso en el hombre más miserable del mundo? 
Raffaele escuchaba a su hermano, enternecido. Las palabras de Giuseppe le habían hecho revivir aquella comida. También él había vuelto a ver la alegre reunión de los Scorta. Los platos de mano en mano. La felicidad de comer todos juntos. 
—No, Peppe. Tienes razón. ¿Quién puede presumir de haber vivido un momento tan dichoso? No somos muchos. ¿Y por qué íbamos a despreciarlo? ¿Porque estábamos comiendo? ¿Porque olía a fritura y teníamos la camisa salpicada de salsa de tomate? Dichoso el que ha disfrutado de una comida así. Estábamos juntos. Comimos, charlamos, gritamos, reímos y bebimos como hombres. Unos al lado de los otros. Fueron instantes preciosos, Peppe. Tienes razón. Y daría lo que fuera por saborearlos de nuevo. Por volver a oír vuestras poderosas risas envuelto en el aroma del laurel. 

  
Laurent Gaudé. El sol de los Scorta

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