Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 27 de noviembre de 2019

RICHARD STERN. LAS HIJAS DE OTROS HOMBRES

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana os traigo una novela de un autor norteamericano, Richard Stern, publicada por primera vez en su país de origen en 1973 y presentada en España en este 2019 por la siempre solvente editorial Siruela. Su título es Las hijas de otros hombres y ha visto la luz en nuestro idioma en la traducción de Laura Salas. 

Yo no conocía a Richard Stern antes de leer su libro, y sigo sin conocerlo -su personalidad en la vida “real”- más allá de la breve nota biográfica que proporciona su editorial: nacido en 1928 y muerto en 2013, impartió clases en la Universidad de Chicago durante más de cuarenta años y fue amigo de Borges, Beckett y Pound y admirado por John Cheever, Saul Bellow, Bernard Malamud, Joan Didion o Flannery O’Connor. Autor casi de culto, no demasiado divulgado, ni por tanto popular, en España, es sin embargo muy valorado por críticos y escritores que lo tienen como uno de los grandes nombres de la literatura estadounidense, siendo Las hijas de otros hombres reconocida como su gran obra maestra en su no muy larga producción que incluye novelas, cuentos y ensayos. 

El libro nos sitúa a finales de la década de los sesenta en el muy particular mundo de los intelectuales y profesores de la Universidad de Cambridge, Massachusetts. El doctor Robert Merriwether, médico fisiólogo, tiene cuarenta y dos años y está casado desde hace veinte con Sarah, que en su momento abandonó su prometedora carrera docente en la universidad para centrarse en sus cuatro hijos. Su vida, pese a una frialdad y un distanciamiento crecientes con su mujer, es relativamente idílica, desenvolviéndose en una apacible normalidad familiar y una fecunda y prestigiosa dedicación profesional como profesor e investigador universitario -especializado en la dipsología, el estudio de la sed-, desempeño que compatibiliza con un trabajo parcial en su consulta médica. En el verano de 1969, cuando su mujer y sus hijos están de vacaciones en Duck Isle, en Maine, la joven Cynthia Ryder, una estudiante veinteañera en el esplendor de su lozanía y belleza juveniles, llega a su consulta, se enamorará de él y lo hará ostensible y descaradamente partícipe de su sentimiento. Robert, pese a sus reticencias iniciales, acabará por entregarse a una pasión que lo arrastrará y removerá los aparentemente sólidos cimientos sobre los que se fundamenta su vida entera. 

Resumida así de modo somero una trama argumental nada excepcional y más bien consabida (el amor entre un adulto y una joven, entre profesor y alumna, el romance veraniego, el adulterio perturbador, la pasión que ilumina y destruye, que crea y que rompe y distorsiona, entre tantos otros lugares comunes que confluyen en una historia muchas veces recogida, con distintos matices, en la literatura y en el cine) hay que decir no obstante que lo sobresaliente en Las hijas de otros hombres es su desarrollo -la novela entera, pues-, que constituye una prodigiosa disección, desde todas sus perspectivas y en todas sus etapas, del enamoramiento, de la pasión, de la infidelidad, de la ruptura de una familia por causa de un romance adúltero. El libro es una excepcional descripción y un lúcido y exhaustivo análisis, detallado, riguroso y profundo, de las dudas, la culpa, las decepciones, la ilusión, el estremecimiento, la intensidad, la alegría, el desencanto, el arrepentimiento, el dolor y la felicidad -entre otras muchas emociones- que conlleva la pasión amorosa cuando brota irrefrenable rompiendo un matrimonio, una experiencia a la que casi nadie escapa -para bien y para mal- en la vida (y quizá exagero, extrapolando mis propias vivencias individuales). 

El magistral “bisturí” de Stern se adentra en el proceso entero de ese vendaval amoroso, permitiendo que el lector aprecie sus fases. En primer lugar, la normalidad de la plácida existencia previa de Merriwether, los muchos motivos de satisfacción que le proporciona su tranquila vida familiar, el altamente estimulante ambiente intelectual de Boston y su principal universidad, el confortable refugio que todo ello -familia y trabajo- ofrece frente a un mundo que afuera, convulso, cambia de modo acelerado. Más adelante, en una segunda instancia, los efectos de la impetuosa irrupción del amor, tanto los benéficos: la exaltación, la energía, la vitalidad, la fuerza, el desbordamiento, la desatada libertad, el frenesí, el deseo, la ternura, la exacerbación de los estímulos, la aventura; como los destructivos: la impaciencia, la ansiedad, el desorden, la neurosis, la montaña rusa emocional, las suspicacias, la incertidumbre, la desmedida exigencia. Luego -y los planos no siempre se suceden en el tiempo, sino que se imbrican y superponen, se mezclan y confunden- los problemas que ocasiona el arrebato enamorado cuando lleva consigo la disolución de una pareja, de una familia y de, en el fondo, varias vidas: los cambios, el sufrimiento infligido, los hijos desguarnecidos, la pérdida del hogar, el pasado borrado o arrumbado en los recuerdos, la devastación del “lugar en el mundo” que hasta entonces se ocupaba. Y todo ello presentado con un telón de fondo también dibujado con precisión, un escenario “sociológico”, el de la “década prodigiosa”, los años sesenta del pasado siglo, que no solo “ambientan” la trama, sino que forman parte de ella, en un continuo que une la peripecia íntima de los protagonistas con la dimensión social y pública de la que, en cierto modo, sus vivencias personales son consecuencia. Quiero comentar brevemente cada uno de estos notables frentes de la novela. 

La aburrida normalidad de Merriwether -que se esboza de modo magistral con unos pocos apuntes en las páginas iniciales- es, sin embargo, fecunda y objeto de la admiración de sus amigos y colegas. Emblema vivo de la culta intelectualidad universitaria norteamericana (en el libro hay citas o menciones a Maquiavelo, Shakeaspeare, John Locke, Balzac, Maine de Biran, Rémy de Gourmont y Stendhal, T. S Elliot, Freud, Dante, Montaigne, Emerson y Thoreau, Vermeer, Gershwin, Cole Porter, Safo, Muriel Spark, Josef Von Sternberg, Robert Lowell, William James, Virgilio, Homero, H. G. Wells, Goethe, Matisse, Renoir, Manet, Monet, Maupassant, Chaplin, Jane Austen, Kate Millet, Germaine Greer, Gloria Steinem, John Galsworthy, Colette, Bach, Schubert, Dickens, Saikaku, Madame de Lafayette, Mérimée, Aubrey Beardsley, Virginia Woolf, Henry James, la Biblia, el Bhagavad-Gita, en una enumeración desordenada; los personajes “leen” Macbeth, Cimbelino, Cuento de invierno, Las afinidades electivas, La plenitud de la señorita Brodie o Lolita, entre otros; y hay disquisiciones sobre la etimología del nombre Cynthia, sobre los comerciantes griegos del siglo V, sobre las escrituras sagradas orientales, sin contar las muchas reflexiones de carácter científico), profesor hasta la médula, con una personalidad segura que rezuma sabiduría y que transmite conocimiento (no dejaba de instruir, de señalar, de «aclarar»), la investigación es el centro de su vida, en concreto los estudios sobre la sed, un patrón vital primigenio, metáfora en cierto modo de la vida que, así, no sería otra cosa que una sed gigante en sí misma (y esta afirmación, que leemos apenas abierto el libro, nos pone en antecedentes, de modo sutil y elegante, sobre lo que vamos a encontrarnos en él: el amor, una sed gigante). Sin embargo, su feliz dedicación profesional empieza a registrar ciertas grietas: la férrea disciplina y las costumbres que lo “articulan” se tambalean (Las costumbres te conducen a lo largo de la vida, no a su núcleo), los nuevos proyectos -ha publicado más de cien artículos en su exitosa carrera- ya no lo fascinan, y, en definitiva, deja de tener los cinco sentidos puestos en su investigación

Otro tanto ocurre en el ámbito familiar. En una “escena” inicial que parece sacada de una ilustración, entrañable y también algo empalagosa, de Norman Rockwell, y que os dejo como cierre a esta reseña (el texto y no la imagen, obviamente), Stern perfila la felicidad del núcleo familiar de los Merriwether en el agradable y tradicional Boston universitario: la casa señorial, con noventa años a sus espaldas, bien situada, el pequeño jardín, el salón caldeado por el fuego de la chimenea, los buenos muebles desgastados por el uso frecuente, los retratos de las paredes, la acogedora decoración transmitiendo la seguridad acomodada del orden burgués, la confortable atmósfera de recogimiento e introspección propia de un entorno cultivado, intelectual, los poderosos lazos afectivos uniendo al grupo, y en ese escenario idílico, los personajes: Albie, el hijo mayor, leyendo a Maquiavelo; la guapa Priscilla interesada en unos folletos de la NASA -quiere ser astronauta-; la adolescente Esmé, una belleza en potencia, soñadora aún, abismada en las páginas de Glamour; el pequeño George que, precoz, corrige el manuscrito de un libro infantil escrito por un vecino de los Merriwether; y también Sarah, la esposa, en segundo plano, ocupándose de los hijos y de la casa, de sostener -ahora, tras veinte años de matrimonio, ya a regañadientes- esa estabilidad, dejando de lado su profesión, interesándose durante dos décadas por las investigaciones de su marido, por sus logros, por los cotilleos del departamento, y también haciendo la cena y la limpieza, y la colada, mientras los niños crecían y se iban, y alimentando de un modo casi imperceptible un resquemor, un hastío y, con posterioridad -cuando la infidelidad de Robert aflore- un odio hacia todo ese ficticio equilibrio que empieza a creer construido sobre una injusticia. 

Pero, en apariencia -y más allá del educado rechazo de su mujer, que se traduce, entre otros “síntomas”, en la larga ausencia de relaciones sexuales-, Merriwether ha encontrado en ese entorno una muy conveniente estabilidad, disfruta allí de una seguridad ancestral. Bebe un buen vino, se relaja releyendo un Shakespeare menor y olvidado, se adormece con el calorcillo de la chimenea, se deja llevar por la serena calma del hogar. La simplicidad de sus cómodas rutinas constituye una defensa frente a un mundo que, más allá del amparo de sus protectoras cuatro paredes, avanza y cambia a velocidad de vértigo, con la libertad en las formas, el hippismo, las nuevas costumbres, las modas atrevidas, la liberación femenina (Cynthia llegará a su consulta buscando una receta para la píldora anticonceptiva), las protestas juveniles en las calles, el rechazo a la guerra del Vietnam, la exaltación narcisista de la propia personalidad como emblemas de una época que será germinal: «¿De qué va todo esto?», se asombraba el doctor Merriwether mientras caminaba absorto hacia la clase, el laboratorio, su casa o el centro de salud de Holyoke. ¿Por qué esta desesperada necesidad de parecer especial? ¿Es tan difícil ya ser uno más? ¿Por qué tanto ruido? ¿Por qué exigíamos tantísimo de los demás? ¿Era porque había tanta expresión en el mundo que uno se veía obligado a ir más allá, y aún más allá, para poder pensar siquiera en sí mismo como persona? Parapetado en su “refugio”, al abrigo de las convulsiones que se están produciendo en las costumbres sociales, contempla perplejo y aturdido la libertad reinante: El pobre Merriwether no era capaz ni de mencionar una necesidad tan simple, tan fisiológica; se limitaba a apretar los labios mientras contemplaba las piernas desnudas de las muchachas en las librerías, los pechos bamboleantes, las barrigas al aire, y luego se iba a casa a desentrañar el significado de todo aquello. Su casa, su armadura, el ámbito “higiénico” donde la realidad no daña, su defensiva trinchera frente a la transformación de la sociedad, su hospitalaria “cajita”: El domingo fue difícil para Merriwether. Al día siguiente volvería a su propio rectángulo: casa-clase-laboratorio-club. La vida en cajitas. Aunque no vacías. Cajitas que contenían a sus hijos, su casa, sus libros, su trabajo, y, como los premios de los cereales, cenas, chistes, músicas, películas

Una vida buena, equilibrada, afortunada. Una vida buena, equilibrada y afortunada, pero que, últimamente, tampoco le deja conforme, ni llega a sentirse colmado con ese bienestar superficial: El salón, los chisporroteos del fuego, los minúsculos tintineos y repiqueteos que llegan de la cocina al preparar la cena, y la belleza y seriedad momentánea de sus hijos diluyen la ansiedad que lleva meses atenazándolo. La satisfacción, la ¿felicidad?, descritas con maestría en esos leves pero muy atinados y reveladores esbozos del capítulo introductorio del libro, se vienen abajo con la aparición de Cynthia Ryder, una joven por la que está casi dispuesto a abandonar los miles de fórmulas que componen este hermoso momento humano. Y la descripción de ese abandono, incluido ese “casi” tan significativo, constituye el segundo extraordinario eje de interés de la novela. 

El precio de su bienestar hasta entonces ha sido su insensibilidad, una suerte de narcótica indiferencia ante los sentimientos (A sus cuarenta y dos años, era emocionalmente un feto. —Ya es hora de que sienta algo más que hambre a la hora de cenar. No es que no hubiese sentido ternura, tristeza, pasión, amor, incluso desesperación, pero si le hubiesen preguntado si había experimentado los sentimientos de la gente sobre la que había leído, oído hablar o visto en los noticiarios de la guerra, habría respondido: «Por supuesto que no») que se quiebra de repente con la sacudida del amor. El amor, una fuerza que lo desestabilizaba todo, el formidable impulso natural común a los animales, los estímulos que ponen al rojo vivo el transmisor genético, la hiperestesia, la sensibilidad a flor de piel, el irrefrenable deseo, el desbordamiento emocional, el “hambre” de vida, se describe en toda su tentadora atracción, que alcanza su punto culminante en el episodio que constituye la segunda parte del libro, en la que los amantes, refugiados en el palpitante verano -un verano que opera como metáfora inequívoca de la vida brotando imparable- de Niza, a donde Robert se ha desplazado por razones de trabajo, vivirán la rebosante riqueza de esa existencia libre a la que siempre aspira la experiencia romántica: el sol ardiente, la naturaleza exultante, las noches estrelladas, la ausencia de obligaciones, de responsabilidad, de culpa, el eterno presente, el tiempo suspendido, inexistente, el éxtasis amoroso, la plenitud de los cuerpos, el arrebato sensorial, el sexo inocente y colmado, la comida sencilla y primordial, el frescor del vino, la embriaguez perfumada de las flores, el suave acompañamiento musical de los insectos en sus cortejos… la ansiada felicidad (de la que se contagia, algo envidioso, el lector, ese lector identificado con el protagonista, y por tanto emocionalmente alterado y transportado por la novela a ese paradisíaco escenario de gozo intenso). 

Y sin embargo, en el seno de esa alegría casi edénica, Merriwether experimenta también la faceta sombría de esa venturosa pulsión abrumadora que nos deslumbra y -también- “entontece”: la ansiedad por la ausencia, la impaciencia antes de cada nuevo encuentro, el miedo a la pérdida, la zozobra por la abismal diferencia de edad, la incompatibilidad de caracteres, de intereses, de motivaciones, de experiencias, de valores incluso, la terca racionalidad dictando su ley: es imposible, no puede progresar, no conduce a nada, las aceleraciones y deceleraciones de una sentimentalidad exacerbada, el insoportable desorden vital al que la pasión conduce, la neurótica adicción, la dependencia enfermiza. Todo ello cae también bajo la implacable mirada de un autor que no deja de escudriñar con minuciosidad de entomólogo en cuanta faceta aparece de la vivencia amorosa, romántica, erótica… 

Y luego -tercer ámbito del libro- está la singularidad del amor cuando viene para romper la estabilidad matrimonial. Aquí Stern vuelve a ser ejemplar en su exhaustiva profundización en las inquietudes, las dudas, los miedos y las culpas de su protagonista, impulsado hacia adelante por la frenética potencia de su pasión y a la vez renuente a abandonar un pasado, pese a todo, rico y productivo. Así, en la novela comparecen el vértigo por la previsible desaparición de todo lo conocido (Aquella habitación se venía abajo, todo se venía abajo); la angustia por la pérdida (Se sintió como si estuviese viendo un accidente por el retrovisor; la vida de ambos quedaba allí detrás, aplastada); el terror por la aniquilación de los cimientos sobre los que se fundamenta una existencia construida durante décadas (En su mente, visiones de una vida arruinada, sin niños, sin casa, sin dinero. Despojado de todo); el dolor por el daño causado a los hijos (Merriwether miró la pequeña habitación, las paredes empapeladas con las figuras alargadas de dibujos animados del Yellow Submarine y con pósteres de jugadores de fútbol americano. El banco de herramientas, los juegos, los libros. George. ¿Es que había algo en el mundo que mereciese causarle pena a una persona tan querida?); la culpa ante la conciencia del desequilibrio y la injusticia de su matrimonio con Sarah (magistrales las páginas en que ésta da rienda suelta a su insatisfacción de décadas y esgrime, con odio pero en sordina, su largo memorial de agravios); la añoranza de su felicidad retrospectiva y quizá ficticia, inventada en el recuerdo (Aun ahora, el doctor Merriwether podía ver que había echado por la borda a la mujer decente, honrada y de buen humor con la que se había casado; una mujer que no se quejaba nunca, jamás, que nunca pedía nada; y que además contaba con una virtud excepcional. Él había adorado su decencia, su aspecto, sus dones, los poemas franceses que se retorcían en su boca. Había conformado un espacio literario para él; nunca había disfrutado tanto los poemas como cuando ella se los leía en voz alta. Ni la música. Sin ser una virtuosa, tocaba con gusto y sensibilidad. Mientras él estaba arriba, marcando sus revistas, algo que ella tocaba abajo le rompía el corazón con su belleza), la nostalgia de una vida a dos, regida por el plural marital; la desconcertada perplejidad ante el torbellino emocional y vital que lo zarandea (Pero ¿qué fuerzas eran las que hacían que el amor creciese y muriese?); la turbadora e inexplicable conmoción que produce lo acelerado del cambio (A las doce menos diez era un profesor comedido de mediana edad suavizado por la vida estadounidense y la flor y nata de Harvard que se inclinaba para coger el correo, y a las doce menos cinco era de nuevo el burgués clandestino, apasionado por una muchacha un año mayor que su hijo, poetizado, transfigurado, destinado a desordenar lo que hasta aquel momento había regido su ordenada vida, un viejo verde grotesco, un personaje típico de historia); las dudas ante la irreconciliable contradicción entre su universo de hormiga productiva, habituado a la edificación de refugios protectores, y el “cigarrismo” de su joven amante, que disfruta la vida sin freno, sin futuro (Hormigu-ismo. La fourmi, que no deja de aprovisionar para los inviernos perpetuos. Yo esperaba convertirte al cigalisme, es decir, al cigarrismo. Lema: ahora es invierno. Pasémoslo en grande, y no detrás de las sombras. Acéptate); la lacerante sospecha de que la vorágine pasional está llamada naturalmente a una extinción que conduce al vacío por agotamiento o, si las cosas funcionan, al levantamiento de una nueva estabilidad, que a su vez será asediada por un nuevo ciclón amoroso, romántico o sexual, y así una y otra vez, hasta llegar a la indiferencia -¿la serenidad?- final (Nunca será capaz de satisfacer a nadie; nadie podrá satisfacerlo nunca. El prurito es innato en la carne humana. Cynthia y él no se pondrán nunca de acuerdo en cómo complacerse el uno al otro, Sarah y él duraron tanto a causa del propio silencio que acabó por separarlos); la desasosegante convicción de que la vida, cualquier vida, está condenada -por imperativo biológico- a ser una sucesión continuada de estos procesos convulsos: el crecimiento, la muerte, la construcción, la descomposición, el amor, la pérdida, la infancia, los recuerdos, la transmisión, la evolución, la hermosa y triste historia del ser humano. 

Excelente novela, pues, Las hijas de otros hombres, de Richard Stern. No dejéis de leerla. Como ilustración musical de mi comentario os dejo con Get Togheter, un himno de los Youngbloods, un grupo que suena en una escena significativa del libro.

En aquel cálido salón, plateado y lleno de rincones, padres e hijos habían formado una media luna irregular alrededor del fuego. Albie, el mayor, que ha vuelto a casa desde Williams, está estirado en un sofá leyendo los Discursos de Maquiavelo. Es corpulento y desgarbado; su rostro es anguloso, con ojos suaves, miopes y de un marrón profundo. En política es conservador —se opone con serenidad a todas las tendencias apreciables—, y sus modales destacan por una oblicua ironía. Priscilla le dice que parece moderno pero apesta a medieval. Priscilla se halla a menos de un metro del enrejado de la chimenea. Lleva un chaleco de ante verde y unos pantalones que forman anchas campanas alrededor de sus pies desnudos. Las llamas levantan virutas doradas en su largo cabello castaño y chispas doradas en sus ojos verdes. Está leyendo unos folletos sobre fatiga de materiales que le ha enviado la NASA. Ha pasado años manteniendo correspondencia con ellos porque pensaba hacerse astronauta, ha estudiado los ejercicios, las matemáticas y la ingeniería que le indicaban sus especialistas en educación, y, aunque últimamente es la poesía lo que ocupa la mayor parte de su tiempo, tiene la cabeza todavía en órbita. 

Junto al retrato del abuelo Tipton está sentada Esmé. A punto de alcanzar una belleza mayor que la de Priscilla, es una tabla alta que termina en botas de presentador de circo. Por los botones desabrochados del escote de una basta camisa azul se distingue un pequeño sujetador. Es más rubia que Priscilla y tiene los rasgos más definidos que ella; también es más soñadora, y está leyendo la revista Glamour. 

El pequeño, George, tiene un flequillo que le llega hasta las cejas, los ojos azules de su padre y la complexión robusta de su madre. Lápiz en mano, está corrigiendo el manuscrito de un libro infantil escrito por un vecino de los Merriwether que ya ha dedicado un libro «a mi meticuloso crítico, G. M.». 

 

Richard Stern. Las hijas de otros hombres

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