Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de noviembre de 2019

E. L. DOCTOROW. CÓMO TODO ACABÓ Y VOLVIÓ A EMPEZAR

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca, sale a vuestro encuentro, un miércoles más, con una propuesta de lectura con la que cerramos una especie de serie, de perfiles algo difusos aunque suficientemente identificables, que a lo largo de cinco semanas hemos dedicado a libros centrados, de uno u otro modo, en el Oeste americano. La épica de Butcher’s Crossing, la investigación de Los asesinos de la luna, los planteamientos de novela total de Ahora me rindo y eso es todo, y los relatos primordiales y muy cinematográficos de Dorothy M. Johnson, tienen ahora su complemento y su redonda clausura (que enlaza con el comienzo, en una suerte de movimiento circular, al mantener el primero y el último libro de la serie indudables concomitancias) en este Cómo todo acabó y volvió a empezar, del norteamericano Edgar Lawrence Doctorow, una edición de Roca Editorial, publicada el pasado 2013 en su sello Miscelánea en traducción de Antoni Pigrau. Doctorow, uno de los nombres mayores de la literatura de su país, muerto hace cuatro años y en vida eterno candidato al Nobel, autor de novelas muy destacadas, alguna de ellas objeto de popular traslación cinematográfica como Billy Bathgate o Ragtime, ya apareció en nuestras emisiones hace ahora ocho años con Homer y Langley, otro libro espléndido. Cómo todo acabó y volvió a empezar es su primera novela, escrita en 1960 y de una rara perfección para tratarse de un debut literario. De título original, más representativo del espíritu del libro, Welcome to Hard Times (Bienvenidos a Tiempos difíciles), la obra ya había visto la luz en España hace casi cuarenta años, en 1981, en la editorial Grijalbo en la misma traducción y bajo otra rúbrica, El hombre malo de Bodie

La novela interesa desde dos puntos de vista esenciales, los dos ejes más notables sobre los que se desenvuelve su lectura (un doble frente en el que reside lo principal del paralelismo con Butcher’s Crossing antes mencionado). Hay un plano “realista”, podríamos decir, interesante en cuanto describe, con rigor y precisión casi documentales, la dura vida cotidiana, en unas fechas indeterminadas del siglo XIX, de un pequeño poblacho perdido a los pies de las colinas de Dakota; un relato lineal y subyugante en el que se reconocen todos los tópicos -dicho sea sin la menor connotación peyorativa- de la aventura del Oeste. Nos acercamos así, una vez más -el cine y la literatura nos han dado muchas muestras de ello- a la arriesgada aventura, hecha a partes iguales de atrevimiento y miseria, de coraje y cobardía, de esfuerzo y azar, de valentía y explotación, de ilusiones y mezquindad, de unos hombres y mujeres comunes que, con su iniciativa y -sobre todo- sus padecimientos, forjaron la historia de su inmenso país. Pero hay también otra dimensión, ésta metafórica, en la novela, pues la maestría de Doctorow, pese a tratarse de su opera prima, no se limita a contar una historia apasionante, a situarla en un entorno bien reconocible y definido con rasgos verosímiles y fidedignos, ni siquiera a dotar a su narración de un arrebatador magnetismo que atrapa al lector como sólo lo hacen novelas de autores más experimentados y de más dilatada trayectoria en el oficio, sino que es capaz de abrir su aparentemente convencional relato a infinidad de connotaciones simbólicas, tanto “sociológicas”, vinculadas a la conquista del Oeste: el conflicto entre civilización y barbarie, entre naturaleza y progreso, entre la ley y lo salvaje; como de índole filosófica o metafísica: la absurda esperanza y los sueños estériles, la ilusión y los engaños, los inútiles afanes, el destino y la fatalidad, la responsabilidad individual y la dificultad de construir proyectos en común, la valentía y el miedo, el omnipresente mal, la angustia existencial, la imposibilidad del amor, el sinsentido de la vida, el profundo desaliento, la irremisible soledad y el frío desamparo que casi siempre conlleva nuestro paso por el mundo… en un muy atractivo catálogo de temas que amplían la repercusión de este por tantos motivos magnífico libro. 

La trama argumental de la novela es, reducida a su esqueleto, muy poca cosa. Estamos en un pueblo perdido del estado de Dakota rodeado en tres de sus lados por interminables y desérticas llanuras, y situado, en su cuarta “pared”, al pie de unas colinas en las que unas minas de oro agotan sus últimas reservas. En una breve “escena” inaugural, un fragmento de cuyo relato os dejo al término de este comentario, la llegada de un brutal asesino -al que conoceremos como el Hombre de Bodie o el Hombre Malo- provoca, en un episodio sangriento y atroz, la muerte de la mayor parte de sus habitantes y la destrucción -comidas por el fuego- de las escasas y precarias construcciones del lugar. Entre los escombros sobrevivirán el dubitativo y algo pusilánime Blue, que funge como alcalde -sin título para ello- y que narrará la historia algunos años después; Jimmy, un muchacho apocado, hijo del carpintero del pueblo también cruelmente asesinado; Molly, una prostituta irascible, que salvará la vida pero será víctima sufriente de terribles quemaduras, recriminando al mundo entero, en particular a Blue, a quien odia, su cobardía cómplice ante los desmanes del despiadado forajido, y John Bear, un indio pawnee, sordomudo, que vive aislado de la comunidad, envuelto en su silencio y sus rituales ancestrales. 

En ese escenario, un pueblo perdido sin pasado -la cicatriz de la antigua calle como recordatorio de la devastación originaria- y sin futuro, más allá de las escasas expectativas de dinero y movimiento y vida que proporcionan los mineros que, de vez en cuando, descienden de las montañas en busca de un solaz y una diversión que aligeren la solitaria precariedad de sus existencias, y una diligencia que, cada cierto tiempo, trae consigo la promesa, siquiera simbólica, de un “mundo real” ajeno al de ese infierno, los supervivientes, movidos por la por otro lado no demasiado firme voluntad de Blue, intentarán reconstruir la vida del pueblo -primero una cabaña, luego un molino de viento, más tarde el saloon, una tienda de campaña que operará como elemental restaurante, un establo-, en un esfuerzo denodado y sin demasiadas posibilidades de éxito por dejar atrás la insoportable herida que, en cierto modo, los constituye. De las muy reducidas esperanzas de los dolientes “fundadores” (éramos solo unas cuantas personas, pero unas personas que comenzaban a echar raíces en una tierra donde no había más que tumbas unos pocos meses antes) y de su derrotismo consustancial da cuenta el bautismo del pueblo, obra del temeroso Blue: de pronto, me di cuenta de que ya tenía un nombre para el pueblo, un nombre que no le haría correr ningún riesgo. Lo llamaríamos Hard Times, tiempos difíciles. Tal como lo habíamos llamado siempre

Blue tenía cuarenta y ocho años -casi un anciano, para la época- cuando había llegado, tras una vida de desorientada errancia, totalmente cansado de mirar, de buscar, de no parar de ir de un lado a otro y de querer no sabía qué, al primitivo e inhóspito lugar. Compra un cuarto en la única calle del pueblo, compra un libro de cuentas a un viajero, compra un escritorio y otros enseres a un abogado que se iría al poco tiempo a trabajar en las minas, y empieza a escribir los nombres de quienes pasan por el pueblo, de los pocos que se asientan en él, de las propiedades de unos y otros. Esta espontánea labor de registro lo convertirá en alcalde oficioso a ojos de sus vecinos y, suponemos, constituirá la base de su incipiente condición de narrador. La reconstrucción del lugar tras su primitiva debacle (Cómo todo acabó y volvió a empezar) se desarrollará durante año y medio, y aún pasará un año más desde que se decida a contar la historia hasta su final -que obviamente no voy a revelar-, en un relato lleno de dudas en el que se mezclan la cruda descripción de los hechos con las conjeturas, los arrepentimientos, la culpa y las reflexiones sobre el absurdo transcurrir de la existencia (un permanente hacer y deshacer condenado al fracaso), en una doble vertiente de la novela, una suerte de tenue (no surge más que en muy escasos momentos) efecto metaliterario hecho de la presentación simultanea de lo que se cuenta y de la voz que lo cuenta; una voz que, en ocasiones, aflora, interpelando al lector, llamando su atención, pidiendo su comprensión: He tratado de escribir lo que sucedió, pero es un trabajo difícil, lleno de anhelo. Los hechos de mi pasado comienzan a escaparse de mi memoria, y la forma que el recuerdo da a las cosas crea su propio tiempo y guía mi pluma por derroteros en los que no confío. Ante los ojos de mi mente, hay un arco de soles que multiplican el cielo… o una larga y fluctuante noche de una sola luna que da vueltas una y otra vez en su oscuridad. Sé que esto es un recurso narrativo, pero no puedo dejar de escribirlo

Junto a Blue, centro gravitatorio de la novela, aparece un amplio elenco de seres desamparados, perdidos en una realidad que los desborda y zarandea, los originarios supervivientes y algunos otros pobres hombres y mujeres que irán llegando al villorrio con posterioridad, un grupo humano en el que yo he creído encontrar cierta conexión con el puñado de memorables protagonistas de La diligencia, el clásico de John Ford. Están, en primer lugar, los supervivientes de la destrucción original: la irlandesa Molly, la quejosa prostituta que no puede olvidar el sufrimiento padecido y que ansía, a la vez, la venganza y la huida; el joven huérfano Jimmy, perplejo y aterrado, un animalillo inocente necesitado de cariño y protección, de ternura y de pautas de comportamiento, desguarnecido ante el mundo por la desaparición de sus padres; y también John Bear, el indio pawnee sordomudo que nos hacía de médico, que vive aislado en su precaria choza, capaz -gracias a la sabiduría tradicional de su pueblo- de adaptarse a las circunstancias, a la penuria, cultivando sus escasas hortalizas, preparando sus “remedios” seculares, siendo objeto de la desconfianza -y desconfiando a su vez- de todos. Y cuando, tras los primeros esfuerzos de este cuarteto por recuperar algo similar a un entorno habitable para guarecerse y poder seguir con vida, la población empieza a crecer, conoceremos a El Zar, un ruso extravagante y cínico, aprovechado y avieso, que llega con su escueto cargamento de mujeres, bien consciente de dónde está el negocio en el Oeste: Vine al Oeste para labrar la tierra…, pero, de pronto, aprendí, me di cuenta…, los labradores se mueren de hambre…, solo los que venden cosas a los labradores, tierra, alambre de espino, semillas, herramientas…, solo esa gente se hace rica. Y pasa lo mismo con todo lo demás… No son los mineros los que tienen oro, sino los vendedores de burros, de picos, palas y gamellas… No son los vaqueros los que tienen dinero, sino los dueños de los saloons que les venden las bebidas, y los jugadores de ventaja que juegan con ellos al golfo… No son los que buscan el dinero los que lo tienen, sino los que abastecen a los que lo buscan. Esos hacen dinero… Así que yo vendí mi rancho… y pensé… ¿qué necesidad de esa gente voy a llenar?… Más que picos, palos y gamellas, más que semillas, más incluso que el whisky y el jugar a las cartas, lo que necesitan son mujeres. Y fue entonces cuando conocí a Adah, dueña de una tienda de campaña… Y así me metí en el negocio. El Zar montará un saloon, y por él revolotearán, ofreciendo sus servicios a los contados parroquianos, sus “chicas”, la señora Adah con su fino bigote; la larguirucha Jessie, de larga quijada; y la regordeta Mae, de gordos carrillos, también una silenciosa y frágil muchacha china. Y aparecerá Jenks, que en realidad no era más que un estúpido, obsesionado con jugar con su pistola día tras día, avezado tirador, esperanza única de todos ante la amenaza constante de retorno del Hombre de Bodie; y llegará el timorato y ventajista Isaac Maple, que arriba al pueblo en busca de su hermano Ezra, desaparecido tras la tragedia inicial, y que acabará por abrir una General Store, en otra referencia bien conocida al paisaje del western; y Bert Albany, el pobre chico granujiento, inocente y enamorado de la “chinita”, como todos la llaman; y un hombrón corpulento, El Sueco, que pasa por el lugar en busca de compatriotas y que terminará por instalarse en él para, con su mujer Helga, dar de comer a propios y extraños en un cambiante e inestable restaurante, cuatro elementales tablones cubiertos por una enorme lona; y cada cierto tiempo se presentará Alf Moffet guiando su diligencia, que poco a poco va recuperando sus visitas periódicas al pueblo, en tanto éste crece y necesita avituallamientos y comunicación con el resto del mundo; y los agotados mineros, sedientos de whisky, diversión y mujeres, que deambulan por la única calle, borrachos y adormecidos, fantasmales, cuando bajan de las colinas con dinero fresco tras su a la postre estéril (lo poco que ganan lo dilapidan en sus ciegos excesos los fines de semana) búsqueda en la minas… Todos ellos componen el paisaje humano de la novela, que se ajusta, como se ve, a la consabida “fotografía” divulgada por el cine y la literatura sobre esos primeros momentos de la conquista del Oeste. 

Todos ellos, también, viven con el permanente temor al regreso de los Hombres Malos, una suerte de peligro con indudable base real en ese territorio regido por la violencia y la perpetua violación de las normas (cuando las había), pero de naturaleza sobre todo metafísica, que inunda el pensamiento de los indefensos pobladores de Hard Times, los cuales no dejan de evocar su tenebrosa presencia, con connotaciones de leyenda: era una buena ciudad, sí, señor, el término de un ramal del ferrocarril. Tenían dos…, tres establos para caballos y carruajes, dos grandes almacenes, muchísimas y estupendas casas de madera, una cárcel de ladrillo, algunos salones finos y un hotel de dos pisos. Pues bien: cierta primavera llegó un hatajo de esos Hombres Malos; estuvieron allí tres días. Mataron a veinte personas. Destruyeron el hotel, destrozaron los almacenes. Enladrillaron las puertas y ventanas de la cárcel, la convirtieron en un horno y en él asaron vivo al sheriff. La ciudad nunca renació, se contarán unos a otros a propósito de otro lugar, quizá inventado, semejante al suyo. Y esa difusa amenaza, intangible pero igualmente capaz de provocar la preocupación y el miedo, desplaza el “centro” del libro desde el plano que he llamado realista, documental, histórico o hasta sociológico, muy estimable, hacia su otra dimensión, simbólica, un componente que da a la obra un mayor alcance literario que el de una convencional novela del Oeste. Aquí, desde este punto de vista, el recuerdo que asalta al lector es el de otra película excepcional, Solo ante el peligro, capaz también de superar una previsible narración sobre sheriffs, forajidos y ciudadanos aterrorizados para ofrecer al espectador una excepcional obra maestra cargada de resonancias filosóficas. 

Intercalados en la narración del día a día de los esforzados habitantes de Hard Times, de sus voluntariosos y a la vez desganados afanes por sacar adelante al pueblo, por el libro aparecen, pues, una serie de ideas que el narrador va desgranando en sus a menudo amargas reflexiones. Está, en una primera instancia, el escenario moral de la aventura constituyente de la nación americana, la “depredadora” conquista -con sus rasgos épicos y sus ribetes de indigno exterminio- de los territorios del Oeste del muy vasto país. Una gran y controvertida empresa cargada de significado simbólico: el conflicto entre el afán civilizatorio de los pioneros y la barbarie destructiva que su objetivo conllevaba; la omnipresencia, hasta cierto punto constitutiva y fundacional, de las armas (Suele decirse que Sam Colt, al inventar su revólver, hizo a todos los hombres iguales. Pero si fuera verdad, nuestro pueblo no habría ardido. Si fuera cierto, el Hombre Malo habría recibido sepultura con los debidos honores y se habría remitido a la Oficina Territorial el informe pertinente. Habría muerto con un agujero en el pecho, o en la espalda, y el que lo hubiera liquidado habría sido invitado por Avery a tomar un trago, tal vez, incluso, con la acogedora sonrisa de Flo y Molly. Colt dio un revólver a cada hombre, pero a cada cual le toca apretar el gatillo por su cuenta); la complejidad -la imposibilidad- que supone la construcción de un proyecto común que supere y mejore nuestro interesado e irresponsable egoísmo (No había razón alguna para que el pueblo estuviera allí. Su existencia no tenía sentido. La gente tiene tendencia a juntarse dondequiera que se encuentre, pero ¿es esto suficiente? Con la misma naturalidad, podemos pensar en muchas razones para vivir solos); la violencia y el mal; la libre apropiación de los territorios sin dueño en pro de la difícil construcción social (Cada vez que alguien se planta en algún lugar de este territorio, me llama el gobernador y me envía a buscar la nueva población. No importa que sufra reumatismo o que ya no tenga edad para viajar a lomos de un caballo. Cuando un hombre reclama un terreno que pueda rendir, allí hay un pueblo. Cuando encuentra un poco de hierba, allí hay también un pueblo. ¿Perfora un pozo? Otro pueblo. ¿Se detiene en algún sitio para vaciar la vejiga? Otro. Varias veces al año surgen pueblos en esta tierra, y mi tarea es la de ponerlos todos en el mapa. ¿Y para qué? La reclamación se vuelve agua de borrajas, la hierba muere, el pozo se seca, y todos se marchan a otro lugar, a forjar un pretexto que me haga viajar de nuevo. Nada se queda quieto en esta maldita tierra. La gente es empujada de un lado a otro a cada soplo de viento. No puedes llevar la ley a un montón de piedras, no puedes conseguir que los coyotes se establezcan en ninguna parte, no puedes formar una sociedad solo con arena. A veces, pienso que somos peores que los indios…); la eterna confrontación entre la ley y el orden impuestos y la natural tendencia del individualismo humano a despreciar los límites que marcan las normas; el auge destructivo del comercio y la importancia primordial que tuvo -y tiene- lo mercantil en la “definición” de los Estados Unidos, y en realidad, en nuestros días, del mundo entero (Todos nos beneficiábamos de la viva actividad comercial del momento; y más explícitamente: Las páginas de mi libro están llenas de tratos); la lucha a vida o muerte con la naturaleza más veces enemiga -el clima inclemente, los veranos de sol ardiente, los largos inviernos de frío gélido- que acogedora -la belleza de la primavera, las llanuras floreciendo-; la historia del enorme país dibujada a partir de un continuo encadenamiento de ilusorios afanes, tan nobles como mezquinos: los colonos avanzando hacia el Oeste (Le dije que un hombre podía gastar todo su dinero y la mayor parte de su vida buscando algo o a alguien en el Oeste sin encontrarlo), la quimera del oro, el sueño de California, la esperanzadora ruta 66, la conquista del espacio, para llegar al actual y deplorable make America great again; el origen “mestizo” de los Estados Unidos, inexplicablemente olvidada hoy (de nuevo la ignorante sombra de Trump viene a nuestras mentes): irlandeses, suecos, rusos, chinos, indios aborígenes… 

Pero, más allá de esta estricta circunscripción a la realidad estadounidense, Cómo todo acabó y volvió a empezar resulta atrayente porque se abre de continuo a hilos de reflexión -teñidos de un sombrío pesimismo- que conectan con algunas de las preocupaciones fundamentales de los seres humanos: nuestro desatinado empecinamiento en proyectos condenados al fracaso (Solo un loco habría podido llamar «lugar» a cualquier punto de aquella tierra y decir que se podía viajar a él desde cualquier otro sitio; también, ¿Acaso no estaremos hechos para creer en nuestros propios fracasos?), lo inútil de la búsqueda de la perfección y la felicidad, sólo posibles en nuestros sueños (Se esperaba, como una promesa, que pronto llegara un año de recuperación, sería perfecto. Sin embargo, a mi modo de ver, lo único que adquiría cierta perfección era el malestar. Era una perfección como la que yo había conseguido con Molly, en cierto modo; me estremecí con solo pensar en ella. Era una perfección que ya había pasado, que había llegado y había desaparecido enseguida; solo había durado un instante en la hora oscura de un solo día. Cualquier incauto capaz de esperarla tal como la había soñado no sabía lo que era la vida); la necesidad de ilusiones y engaños para sostener nuestra deplorable existencia (Mientras llegó la nómina, Blue, seguimos cavando las rocas. Pero yo sabía, desde hace varias semanas, que lo que extraíamos no era mineral. Solo lo parecía, por el color. Igual que el Oeste, igual que mi vida: el color nos deslumbra, hasta que nos damos cuenta, demasiado tarde, del fraude que representa, de que todo es pura ficción); lo fantasmagórico de nuestras esperanzas, sustentadas en indicios a menudo inventados (No hay peor tonto que un tonto del Oeste: puede llegar a engañarse hasta el punto de no saber que todas sus posibilidades han muerto, sin darse cuenta de que todas sus esperanzas son solo fantasmas); el radical sinsentido de la vida (Incluso los actos más comunes de cada día no tenían objeto alguno; Uno siempre intenta disponer de la propia vida para algún propósito, incluso cuando parece no haber ninguno). Y, en consecuencia, el desaliento (me convencí de que si no se marchaba a la mínima ocasión que tuviera era porque en ningún otro lugar podría saborear tan bien el desaliento de su vida), la soledad (cada uno de nosotros estaba solo consigo mismo) y el desamparo (Ni siquiera podía preocuparme que algún día llegáramos a quedarnos sin nada para comer o para alimentar el fuego; había una amenaza peor: sentirse tan perdido en aquel lugar, ser una criatura viviente en una tierra sin vida) que nos acompañan en nuestra estéril existencia. 

La novela está así impregnada de un oscuro y desesperanzador fatalismo, que irrumpe cada poco en los decepcionados pensamientos del narrador: Se apoderó de mí una terrible sensación de desamparo. En medio de aquella ruina y desolación, noté en mis huesos el peso y el dolor de todos mis años. Me sentía con ganas de sentarme donde estaba y quedarme allí hasta que se me acabara la vida. ¿De qué podía servir cuanto siguiera haciendo? Y también: Por supuesto, ahora, al narrar los hechos sobre el papel, veo que estábamos acabados ya antes de empezar; nuestro final estaba en nuestro comienzo. O aún más nítidamente: Pero nunca podemos estar preparados para nada. Nada queda nunca sepultado, la tierra rueda por sus propios caminos sin ir jamás a ninguna parte; nunca cambia. Solo la esperanza se transforma, como el día se trueca en noche, solo nuestros anhelos tienen un amanecer y un crepúsculo. ¿Por qué ha de presentársenos prometedor el futuro antes de la destrucción? Un inexorable destino rige nuestros pasos en la tierra y no nos queda más que soportar el rumbo que unas fuerzas más poderosas que nosotros mismos han dispuesto para nuestras frágiles existencias (no hacíamos otra cosa que soportar nuestras propias vidas, aunque cada uno a su manera), condenados a padecer el infausto proyecto que alguien o algo ha dibujado para nosotros (Nunca podemos comenzar de nuevo, llevamos sobre nosotros toda la carga del pasado: lo único que crece son los problemas, lo único que aumenta son los desastres, y eso es todo). Hay, por tanto, en la novela, una abrumadora y opresiva atmósfera de angustia existencial (No era dolor lo que yo sentía en aquel ambiente, sino cierta angustia constante, como si una mano me oprimiera suavemente el corazón. Aquella mano nunca lo soltaba), que trasciende -ya se ha dicho- la mera peripecia del western para abrirse a ecos que resuenan en lo más profundo del alma humana. 

Hay también, aunque de un modo muy leve y frágil frente a la contundencia de los negros nubarrones que nos circundan, algunos estrechos resquicios por los que se cuela alguna ligera expectativa de salvación (Una persona no puede vivir sin buscar presagios a su alrededor): los voluntariosos afanes por levantar de nuevo el pueblo, la pervivencia de los recuerdos como modo de mantener viva la llama de la felicidad perdida, la conciencia de que solo la valentía, la integridad y la responsabilidad individual pueden ayudarnos frente al mal. Ligeros motivos de esperanza a los que agarrarnos para soportar una existencia casi siempre sembrada de golpes e infortunios… 

En fin, interesantísima novela, esta Cómo todo acabó y empezó de nuevo, con la que cerramos este inusitado ciclo sobre el Oeste en Todos los libros un libro. Como acompañamiento musical a mi propuesta de esta tarde os dejo con Wand'rin' star, el tema principal de La leyenda de la ciudad sin nombre, el film de 1969 de Joshua Logan, un espléndido western musical ambientado también en un pueblo minero. Su intérprete, Lee Marvin, era también uno de los actores de la película junto a Clint Eatwood y Jean Seberg. 



El Hombre de Bodie se echó gaznate abajo media botella del mejor whisky que tenían en el Sol de Plata; así se limpió de polvo la garganta y se sintió más dispuesto a sonreír cuando Florence, la pelirroja del lugar, avanzó hacia él por la barra. Sí, se volvió y sonrió a la chica. Estoy seguro de que Florence jamás había visto un hombre tan alto y corpulento. Antes de que ella pudiera decir la primera palabra, el recién llegado alargó el brazo, metió la mano en el cuello de su vestido y se lo rasgó hasta la cintura, con lo que surgieron de un brinco sus pechos, desnudos bajo la luz amarillenta. Todos echamos hacia atrás nuestras sillas y nos levantamos a un tiempo: ninguno de nosotros había tratado ni mirado nunca de aquella manera a Florence, a pesar de que ella era lo que era. El saloon estaba lleno porque habíamos estado observando largo rato al tipo antes de que llegara al pueblo y entrara allí. 

El pueblo pertenecía al territorio de Dakota, y en tres de sus lados —este, sur y oeste— solo había millas y millas de llanuras. Por eso pudimos verlo llegar. Lo que más solía verse en aquellas extensiones era el movimiento del polvo en el horizonte de levante a poniente: caravanas de carretas que mellaban los confines de las llanuras con sus ruedas y dejaban detrás de ellas una larga nube de polvo, como una masa de excrementos sobre el borde de la tierra. Cuando un hombre cabalgaba hacia nosotros, levantaba en el aire un abanico que se ensanchaba cada vez más. Hacia el norte se alzaban colinas rocosas, y los filones que en ellas había eran un pretexto para la existencia del pueblo, aunque no un pretexto muy bueno. En realidad, no había otra excusa para que el pueblo estuviera en aquel lugar más que la natural necesidad de la gente de vivir acompañada. 

Así pues, cuando él entró en el Sol de Plata, varios de nosotros estábamos allí esperando para ver de quién se trataba. Era una insensatez porque, en esta tierra, es orgullo de todo hombre el no prestar atención a nada; por tal motivo, cuando el tipo le hizo aquello a la chica y se volvió para sonreírnos entre dientes, miramos hacia otro lado, tosimos o nos sentamos. Flo, entretanto, no podía creer lo que había sucedido; se había quedado boquiabierta y con los ojos de par en par. Entonces él le cogió la mano con que se apoyaba en la barra, le agarró de pronto la muñeca y le retorció el brazo hasta el punto de que se volvió y se doblegó a causa del dolor. Después, como si la chica fuera un osito domesticado, la obligó a andar delante de él en dirección a la escalera y, por ella, hacia una habitación del segundo piso. Cuando esta se hubo cerrado de un portazo, nos quedamos mirando hacia arriba, para oír finalmente los gritos de Florence, y nos preguntamos qué clase de hombre sería aquel para hacerla gritar de tal modo.

 
E. L. Doctorow. Cómo todo acabó y volvió a empezar

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