Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de diciembre de 2019


TEJU COLE. CIUDAD ABIERTA

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio que Radio Universidad de Salamanca dedica cada miércoles a las recomendaciones de lectura. Hoy continuamos con la serie, de perfiles no demasiado nítidos, que desde hace algunas semanas estamos consagrando a libros relativamente breves; un rasgo, el de la cortedad, que opera como una suerte de constricción autoimpuesta con la excusa de la ya inminente llegada del invierno, con sus escuetos días, con su luz declinante y fugaz, con sus escasas horas diurnas, suficientes, no obstante, para acometer la lectura de estos textos también resumidos y concisos. Hay, además, como recordaréis nuestros oyentes más habituales, otra premisa común a estas propuestas de estos meses de noviembre y diciembre, y es que se trata, en casi todos los casos, de libros de publicación no demasiado reciente y que ahora recupero, bien sea porque, con retraso disculpable dado el inmenso contingente de títulos que nos inundan cada año, acabo de leerlos, bien sea porque, leídos y reseñados en su momento, he mantenido en barbecho sus críticas hasta encontrar la ocasión oportuna para su difusión. 

Esta “inactualidad” de mis consejos es singularmente notoria en el caso de Ciudad abierta, un inclasificable libro -¿novela, ficción, documento, literatura, periodismo?- del estadounidense de origen nigeriano (circunstancia ésta que aflora de modo muy relevante en la obra), Teju Cole. Publicado originariamente en su país en 2011, obtuvo un inmediato éxito de lectores y crítica, siendo premiado con numerosos galardones literarios, a cual más prestigioso -el Pen/Hemingway, el New York City Book Award for Fiction, el Rosenthal de la American Academy of Arts and Letters- y traducido a infinidad de lenguas en todo el mundo. En España, el responsable de su versión en castellano es el también excelente escritor Marcelo Cohen, que firma su traducción para la editorial Acantilado, que presentó el libro en 2012. Desde entonces, y hablo ya exclusivamente de nuestro país, su recepción ha sido formidable, sobre todo por la calidad de los críticos que han manifestado su entusiasmo: Antonio Muñoz Molina, Félix de Azúa, Javier Fernández de Castro, José María Guelbenzu o Patricio Pron, entre otros. 

Teju Cole es un historiador del arte y fotógrafo que, nacido en Kalamazoo, Michigan, en 1975, pasó su infancia y adolescencia en Nigeria para volver en 1992 a Nueva York, en donde vive desde entonces. Con varios libros de diversa índole en su haber, su figura literaria está asociada, sin duda, al éxito de este Ciudad abierta que ahora os comento. 

El libro carece en realidad de argumento. A lo largo de un período aproximado de un año -un tiempo no delimitado por ningún acontecimiento relevante, ni a su inicio ni a su término, un tramo indiferente de vida, “cortado” y mostrado al lector en un relato que, en consecuencia, no “evoluciona”- su protagonista, Julius (cuyo nombre sólo conoceremos bien avanzada la obra; y de un modo lateral e indirecto), psiquiatra en prácticas, formado inicialmente en Nigeria pero egresado en Estados Unidos, y que está a punto de terminar su estancia como residente en el New York Presbiterian, el hospital de la Universidad de Columbia, en el norte de Manhattan, camina sin propósito definido, al finalizar su jornada y de vuelta a su apartamento, por las calles de su ciudad, reflexionando, divagando, recordando, dejándose llevar y extraviándose intelectual y anímicamente por el disperso curso de sus pensamientos, mientras lo hace de un modo “físico” y material por el entramado urbano neoyorquino. Ciudad abierta es la narración, paradójicamente apasionante y adictiva, de este en apariencia anodino deambular del joven, sumido en sus meticulosas deliberaciones, en su concienzudo y ensimismado examen de opiniones y juicios y percepciones interrelacionados, en su pormenorizada malla de cavilaciones y asociaciones de ideas, en su fecundo mundo interior, muy vinculado, no obstante, al entorno real que recorre: el vasto espacio de Nueva York, sus barrios, sus parques, sus aceras, sus edificios, su metro y su singular universo suburbano; por supuesto, también sus habitantes. 

No hay “tema”, pues en el libro, como no hay, tampoco, un género indiscutido en él, pues resulta indefinida su adscripción a una u otra categoría literaria. Los personajes son ficticios -por mucho que el paralelismo que su protagonista guarda con el autor parezca evidente- y los episodios inventados, lo cual aproximaría el texto a la invención novelesca. Pero hay mucho de recreación documental de una ciudad, con la sombra de los atentados del 11 de septiembre de 2001 ejerciendo su dramática y pesarosa influencia sobre lo descrito, en un enfoque cercano, pues, al reportaje periodístico. Hay también, como luego se verá, numerosos excursos de divulgación histórica, y son frecuentes igualmente los análisis teóricos y las aproximaciones intelectuales a cuestiones “profundas” vinculadas a lo esencial del ser humano, en unas páginas, de índole en ocasiones ensayística, plagadas de referencias cultas. Estamos, pues, ante un texto híbrido, en el que el despreocupado caminar del paseante se asocia al libre fluir de la inteligencia y la imaginación, de la conciencia y el ejercicio mental, remitiendo así el planteamiento de Cole al paseante parisino -el flâneur- de Baudelaire, a los libros misceláneos de Sebald, al indiferente viajero de tantos textos del Peter Handke más introspectivo, al suizo Robert Walser y su elogio del caminar, o, entre nosotros, a algunas de las más recientes propuestas del citado Muñoz Molina, en particular Un andar solitario entre la gente o, con mucha conexión con el mundo del “nigerioamericano”, Ventanas de Manhattan

Por otro lado, la primera persona desde la que Julius relata su callejeo no ofrece al lector, sin embargo, el más mínimo atisbo de calidez, de complicidad o cercanía, de condescendencia o simpatía. El narrador protagonista vaga por Nueva York, habla con estos y aquellos, entra en un museo o una tienda, transita de un lado para otro, mientras analiza y comenta lo que ve sin aparente implicación, con distancia y frialdad, con desapego incluso. No hay una voluntad, un propósito declarado del personaje por “imprimir” su huella en quien lee sus divagaciones, por dejar constancia de sus ideas, ni por subrayar o poner énfasis en aquellas en las que cree, ni, mucho menos, por discutir, aunque sólo sea en un juego dialéctico, las de sus interlocutores. Observa, mira, relata, da cuenta, pero el discurso es “objetivo”, neutro, extremadamente analítico y racional, mostrando en todo momento una suerte de alejamiento emocional, más aún, una ausencia de emociones, una insensibilidad que de entrada puede resultar perturbadora y enojosa pero que, a la larga, se convierte en uno de los rasgos de estilo del libro. 

El núcleo central de la obra lo constituyen, pues, las digresiones de Julius sobre temas variopintos, entre las que brotan, esparcidas por el texto, infinidad de historias de la gente con la que el narrador se encuentra, amigos, conocidos y personajes diversos que van surgiendo a su paso. Hay también enjundiosas e interesantes reflexiones sobre su propia familia y, por extensión, sobre la cultura, las tradiciones y la realidad de África, de Nigeria en particular; y todo ello con constantes menciones a libros, cuadros, películas, música, o a la rica y a menudo dolorosa historia de los lugares que visita. 

Caminamos por Manhattan -hay algunos capítulos en los que la “acción” se desplaza a Bruselas, a donde el protagonista viaja rastreando las huellas de una de sus abuelas- y no dejamos de escuchar la voz de Julius que cuenta, entre retrocesos y saltos adelante y vueltas atrás en el tiempo, mezclando los diversos sucesos y las situaciones y los lugares con los que se topa en sus paseos con escenas de su vida personal y profesional: un maratón, una manifestación, una gran tienda de discos, el encuentro con un ciego o un lisiado, la visita a algún museo, el recorrido por la Zona Cero y los restos del World Trade Center (en un tema subyacente esencial: el duelo y la angustia de la ciudad y sus habitantes, presentes aún una década después de la tragedia, con la inspiración de las teorías freudianas como fondo), una librería, una exposición de fotografía, Wall Street, los muelles (Nueva York fue y es, aunque al visitante y al turista pueda pasarle desapercibido, una ciudad portuaria), un desagradable incidente con un taxista, una fiesta en un apartamento, un recital de poesía, el ambiente de Harlem, la desolación de un centro de detención para inmigrantes ilegales, los recuerdos de sus estudios en la Escuela Militar Nigeriana, la música de órgano en la catedral de Bruselas, sus salas de fiestas repletas de ruandeses y no, como era previsible dado el dominio colonial belga sobre el Congo, de congoleños. Y asistimos a un cruento asalto callejero, con robo y paliza, entramos una tienda en Chinatown (La tienda, donde yo era el único cliente en aquel momento, era un microcosmos del barrio chino, un despliegue interminable de objetos curiosos), un batiburrillo inabarcable de objetos heteróclitos. Lo acompañamos en su angustioso periplo por varios cajeros bancarios, desesperado (La insospechada zona de fragilidad que había descubierto en mí me tenía atónito) por no poder recordar la contraseña de su tarjeta, visitamos distintos parques, en Central Park participamos en un picnic campestre, en el de Bowling Green contemplamos a ocho mujeres chinas bailando grácilmente. 

Y en el transcurso de los lentos desplazamientos, la mente de Julius se adentra en desperdigadas reflexiones sobre las guerras -Corea y Vietnam, la Segunda guerra mundial, los horrores de la Faluya actual-, sobre los derechos de los gais, sobre el terrorismo islámico, sobre el medio ambiente, sobre el suicidio, sobre la cuestión racial (Doctor, yo sólo quiero decirle que estoy muy orgulloso de venir aquí y ver un joven negro con esa bata blanca que lleva usted, porque para nosotros las cosas nunca han sido fáciles, y nunca nadie nos ha dado nada sin que peleáramos), sobre la esclavitud (Qué difícil se hacía ahora, desde el punto de vista del siglo XX, comprender realmente que aquellas personas, a pesar de las vidas difíciles que se habían visto obligados a vivir, eran personas de verdad, complejas en todas sus dimensiones como nosotros, afectas a sus placeres, reacias a sufrir, apegadas a sus familias. ¿Cuántas veces la muerte no habría invadido cada vida para arrebatar un esposo, un padre, un hermano, un hijo, un primo, un enamorado?), sobre la religión, las oraciones y el consuelo que proporcionan… Y en todos los casos, las ideas surgen rodeadas de escepticismo, manifestadas siempre sin convicción, sin énfasis, sin apasionamiento ni aplomo algunos, como si el “aparato ideológico” del narrador fuera muy frágil, teñido de inseguridad. 

Y ahora conocemos los recuerdos de la visita a un sastre en Nigeria, en 1989, cuando el personaje tuvo que hacerse un traje para el funeral de su padre, y los detalles de la ceremonia y la música de Mahler; y más adelante las reflexiones sobre la práctica psiquiátrica, o sobre la libertad (frente a lo “regulado” del medio laboral, del mundo cotidiano, que no permitía improvisaciones ni toleraba errores, las caminatas, por el contrario, representan la improvisación, lo inesperado, lo todavía por hacer, el mundo que se abre, imprevisto y nuevo, tras cada esquina, la libertad) y la soledad (Ver grandes masas de gente corriendo hacia cámaras subterráneas siempre me resultaba extraño, y sentía que la raza humana entera, llevada por el contrarreflejo de una pulsión de muerte, se precipitaba en catacumbas móviles. Por encima del suelo yo estaba con otros miles, cada uno en soledad, pero en el metro, apretado contra extraños, empujándolos y empujado por ellos en disputas por espacio y por aire, todos poniendo en escena traumas inconfesados, la soledad se intensificaba). 

Y prosiguen las derivaciones casi infinitas de una personalidad muy observadora y detallista, muy introspectiva y analítica (Le dije que me gustaban sus divagaciones, comentará a uno de los personajes, proyectando, en cierto modo, su propia naturaleza): sobre las plagas de chinches neoyorquinas y las especulaciones sobre la sanidad pública, sobre las abejas y las epidemias y nuestra vulnerabilidad ante ellas, (somos tan vulnerables como cualquier civilización pasada pero estamos especialmente desprevenidos), sobre sus pacientes en el hospital, sobre la locura y las diferencias neurológicas entre cuerdos y locos, sobre los cambios de luz que traen las estaciones y su influencia en su propio comportamiento, sobre la ceguera y la sordera (con el exhaustivo análisis de un cuadro de Brewster, que se “enfrenta” a uno de Goya), sobre los pájaros muertos en la Estatua de la Libertad, en un párrafo hermosísimo que despide el libro. Y todo ello aderezado con sugestivas consideraciones sobre la felicidad y la tristeza, sobre la discontinuidad de nuestras existencias, sobre el gran espacio vacío que es el pasado, sobre lo que el transcurrir del tiempo hace con nosotros y tantas otras sustanciosas cuestiones más o menos filosóficas. 

Pero la andadura de Julius lo lleva, sobre todo, al encuentro con una larga serie de muy curiosos personajes y, por lo tanto, al contacto, siquiera episódico, con esas muchas veces desconocidas existencias ajenas, lo cual da pie al autor para plantear otro de los motivos principales del libro: la apasionante novela que, si se sabe indagar, si se observa, si se escucha, encierra toda vida humana (era imposible imaginar cuántas historias pequeñas cargaba consigo gente de toda la ciudad). El elenco es casi interminable: Nadège, su pareja, con la que parece estar todo acabado, que vive en San Francisco y con la que habla por teléfono de vez en cuando; el profesor Saito, un anciano japonés, un sabio experto en literatura inglesa temprana, una especie de mentor espiritual de Julius (Yo aprendí a su lado el arte de escuchar y adquirí la capacidad de deducir una historia de lo que se omitía, otra clave del propio libro), con una vida apasionante cruzada por la participación en la Segunda guerra mundial y en la de Corea; un corredor de maratón mexicano o centroamericano con el que entabla una fugaz y banal conversación sobre el clima y las multitudes al término de la carrera en la que el extraño ha participado; el vecino Seth, un jubilado al que le molesta la música que sale del apartamento del narrador, y que acaba de perder a su mujer de un infarto, provocando el desconcierto y el sentimiento de culpa retrospectivo de Julius; un amigo, un joven profesor del departamento de Ciencias de la Tierra, con el que habla de literatura y cine, pues tenía opiniones firmes sobre libros y películas, y de jazz, un estilo musical que no deslumbra a nuestro protagonista; el doctor Martindale, con el que investiga la correlación entre los infartos y la depresión; Kenneth, un guardia del Museo de Arte Popular, nacido en Barbuda; “esa chica”, una antigua compañera de colegio, a la que recuerda a los ocho años, cuando imaginaba que pasaría el resto de su vida con ella; Pierre, un limpiabotas haitiano al que conoce en las catacumbas de la estación de Pensilvania, y con el que departirá mientras se deja lustrar los zapatos; la doctora Maillotte, su anciana compañera de asiento en el vuelo a Bruselas, que lee El año del pensamiento mágico y lo invitará a cenar en su casa de la capital belga; Faruk, el encargado del locutorio telefónico bruselense, con el que se enzarza en una discusión -de acentos siempre mitigados por su parte- sobre el islamismo terrorista y el conflicto entre Israel y Palestina; una pálida turista checa, con la que tendrá un breve encuentro sexual; un hombre mayor, judío, conmovedor en sus recuerdos de su huida de Berlín en 1937; Moji Kasali, la bella hermana de un compañero de estudios en Nigeria, con la que coincidirá en distintas ocasiones y que guardará una sorprendente revelación que desconcertará al lector al término del libro; Parrish, el anodino asesor fiscal; otro amigo, con el que hablan del árbol del paraíso (Los botánicos dicen que es una especie invasora. Pero ¿no lo somos todos?); Terrence McKinney, escritor, intérprete de poesía, activista de la causa negra e insistente y muy pesado empleado de Correos; distintos pacientes: V., estudiosa de los encuentros del siglo XVII entre los grupos nativos del nordeste —los delaware y los iroqueses en particular— y los colonos europeos, afectada de depresión; M., un hombre de treinta y dos años, recién divorciado y propenso a desvariar; el señor F., supuesto enfermo de Alzheimer, pero real víctima de la tristeza. Detrás de cada uno de ellos hay una historia -al menos una-, de la que, a veces en tenues pinceladas a veces de un modo más prolijo, el narrador nos da cuenta en otro de los hilos fascinantes -la novela como sucesión de historias- a los que se abre el libro. 

Entre los encuentros y las divagaciones filosóficas se cuelan también las evocaciones de la familia -el padre nigeriano, la madre alemana-: los recuerdos de África, la añoranza de la abuela -la oma- no se sabe si muerta, en cualquier caso desaparecida (En ese instante tuve una iluminación fugaz, un sentimiento de que, si mi oma (como acostumbro llamar a mi abuela materna) estaba todavía en este mundo, si estaba en un algún hogar de ancianos de Bruselas, tenía que verme otra vez, o yo tenía que hacer el esfuerzo de verla. Acaso verme fuese para ella una especie de bendición tardía. No tenía la menor idea de cómo podía llegar realmente a localizarla, pero la posibilidad me pareció repentinamente tan real como la promesa de reunimos mientras apretaba el paso por el andén para subir a un vagón lejano). Y aparecen así distintos elementos de la mitología de mi infancia: la película Triunfo y caída de Idi Amin, sobre el sanguinario déspota ugandés; el distanciamiento entre el protagonista y su madre, antes de que aquel abandonase Nigeria a los diecisiete años para estudiar en Estados Unidos, en otro elemento concomitante con la biografía de Teju Cole; el traslado de la abuela a Bélgica, años atrás, y la falta de noticias desde entonces; la tragedia constituyente de la estirpe, con la madre nacida en Berlín sólo unos días después de que los rusos tomaran la ciudad, a comienzos de mayo de 1945, probablemente fruto de la violación de la abuela; la infancia de indigencia absoluta, la mendicidad y el vagabundeo con su madre por los escombros de Brandemburgo y Sajonia; su huida a Estados Unidos con poco más de veinte años para dejar atrás el Julianna Müller, convertido en Julianne Miller; las raíces africanas muy presentes, su rastro vivo en el color de la piel pero también en las tradiciones nigerianas, en el sincretismo de sus dioses, en la mitología del país y la lengua yoruba, en la memoria de los años vividos en África, que comparecen en distintos pasajes del libro. 

Y salpicando el texto brotan aquí y allá innumerables referencias cultas sobre cine, música, literatura, arte o historia, que no se limitan a la mera cita episódica o circunstancial, sino que, con frecuencia, llevan consigo un comentario profundo, un análisis inteligente, una reflexión honda y rigurosa. El último rey de Escocia, la película de 2006 de Kevin Macdonald, también con Idi Amin como eje principal, Joan Crawford y Fred Astaire, Wong Kar Wai, y, sorprendentemente, nuestro Víctor Erice y su El espíritu de la colmena, son algunas de las alusiones cinematográficas. Tahar Ben Jelloun, Walter Benjamin, Mohammed Choukri, Joan Didion, Roland Barthes, Borges, Jane Austen, Freud, Paul Claudel, W.H. Auden, Italo Calvino, Primo Levi, Camus, Nietzsche, Nabokov, Milton, el Melville de Moby Dick, Paracelso o el muy conocido episodio de la vida de San Agustín, asombrado ante San Ambrosio y su lectura silenciosa, son algunas de las menciones literarias. Y el universo de la música, sobre todo la clásica y en menor medida el jazz, aparece en los nombres de intérpretes, discos, conciertos, grabaciones, directores: Mahler, y Das Lied von der Erde, Bach y su Cantata del café, el Himno vespertino de Purcell, Shostakovich, Chopin, Beethoven y muchos otros menos conocidos (al menos para mí) pero bien indicativos de la genuina erudición del autor: Peter Maswell Davies, Judith Weir, Harry Partch, Shchedrin, Ysayë; y también, fuera del ámbito clásico u operístico, Fela Kuti, Ray Charles, Blind Lemmon Jefferson, Sarah Vaughn, Art Blakey, Bill Evans, Chet Baker, Cannonball Alderley. Y el arte, presente en visitas a muchos museos, menciones a pintores, los ya referidos Goya o Brewster, Vermeer, el fotógrafo Munkácsi, que influyó sobre Cartier-Bresson y lo que sería su “ideal del momento decisivo”, tan conectado conceptualmente, por otro lado, con la propia naturaleza de la propuesta literaria de Cole: De toda la historia, un momento quedaba capturado, pero los momentos anteriores y posteriores desaparecían en la corriente del tiempo: sólo el momento elegido era privilegiado, preservado, por la sola razón de que lo había captado el ojo de la cámara

Y no hay tiempo ya para mencionar las copiosas calas en la historia de los Estados Unidos a partir de los vestigios apreciables en cada rincón de la ciudad, en cada esquina, en cada edificio medio ruinoso, en cada escultura: Trinity Church y sus vínculos con la “industria” ballenera en el siglo XVII; Long Island y el exterminio, a finales de ese mismo siglo, de los indios canarsie y hackensack, a cargo de Van Tienhoven, secretario para la Compañía Holandesa de las Indias Orientales; el City Bank y la ambigua historia de uno de sus presidentes, Moses Taylor, enriquecido con los esclavos que vendía para sostener el negocio azucarero en Cuba; una plaza bulliciosa en East Broadway, cercana a Chinatown, con la estatua de Lin Zexu, el activista antinarcóticos del siglo XIX, héroe de la Guerra del Opio en la primera mitad del siglo; el monumento en medio de una pequeña isla de tráfico, un homenaje a un antiguo cementerio de africanos que en los siglos XVII y XVIII ocupaba un terreno de más de dos hectáreas en el que todavía era común hallar restos humanos; infinidad de solares, callecitas, emplazamientos desapercibidos, restos de edificaciones o viviendas, manifestaciones notorias de la biografía de una ciudad que -como todas- ha ido creciendo a partir de la destrucción y el progreso, el derribo y el levantamiento, la muerte y el nacimiento y la re-creación y la vida (y de nuevo el World Trade Center como símbolo y motivo nuclear del libro: El solar era un palimpsesto, como la ciudad toda: escrito, borrado, reescrito, en un muy esclarecedor fragmento que os dejo al final de esta reseña). 

Nueva York, pues, como ciudad abierta -expresión que aparece en el texto, aunque referida a Bruselas (Si durante la Segunda Guerra Mundial los gobernantes de Bruselas no la hubiesen declarado ciudad abierta y por lo tanto exenta de bombardeos, tal vez habría quedado reducida a escombros. Podría haber sido otra Dresde. Lo cierto es que permaneció como una visión de los períodos medieval y barroco, una vista sólo interrumpida por las monstruosidades arquitectónicas que erigió Leopoldo II a fines del siglo XIX)- en una más de las muchas claves de un libro, por tantos motivos, excepcional. 

No dejéis de leerlo, pues; espero que mi exposición de las razones para hacerlo haya resultado convincente. Entre las copiosas referencias musicales de la novela os dejo con un aria, la tercera Von der Jugend, de Das Lied von der Erde, la obra de Mahler a la que Cole dedica interesantes reflexiones en el libro. Os la ofrezco en la misma versión que aparece en el texto, con Otto Klemperer dirigiendo la New Philharmonia Orchestra y con las voces de Christa Ludwig, mezzo, y Fritz Wunderlich, tenor. 


No era la primera vez que se borraba el solar. Antes de que se construyeran las torres, esa parte de la ciudad había estado atravesada por una bulliciosa red de callecitas. Robinson Street, Laurens Street, College Place: en los años sesenta todas habían sido obliteradas para hacer lugar a los edificios del World Trade Center y ahora nadie las recordaba. También había desaparecido el viejo mercado de Washington, los muelles activos, las pescaderas, el enclave de cristianos sirios que se habían establecido allí a fines del siglo XIX. Se había empujado a sirios, libaneses y otras gentes de Levante al otro lado del río, a Brooklyn, donde habían arraigado en Atlantic Avenue y Brooklyn Heights. Y antes, ¿qué? ¿Qué sendas de los lenapes había enterradas bajo los escombros? El solar era un palimpsesto, como la ciudad toda: escrito, borrado, reescrito. Allí había habido comunidades antes aun de que Colón izara las velas, antes de que Verrazano anclara sus naves en los estrechos o Estêvao Gómez, portugués mercader de esclavos negros, remontara la corriente del Hudson; allí habían vivido seres humanos, construido casas y peleado con los vecinos mucho antes de que los holandeses viesen en las magníficas pieles y la madera de la isla y su tranquila bahía una oportunidad para hacer negocios. Generaciones enteras se precipitaron por el ojo de la aguja y yo, parte de la multitud todavía legible, entré en el metro. Quería encontrar la línea que me conectaba con mi propia parte de esas historias. En algún lugar al borde del agua, agarrado a lo que sabía de la vida, con un chasquido agudo, había vuelto a asomar el niño. 

Teju Cole. Ciudad abierta

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