Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

jueves, 19 de diciembre de 2019

LOUISA MAY ALCOTT. MUJERCITAS

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy llegamos a la última emisión de este ya declinante 2019, y lo hacemos con una propuesta de lectura centrada en un libro que, además de muy conocido y hasta popular, es especialmente indicado para estas fechas navideñas que se avecinan de un modo ya inminente. Estoy hablando de Mujercitas, el clásico de Louisa May Alcott, una novela -dos en realidad, como luego veremos- que cumplió ciento cincuenta años el pasado 2018 y que en el último lustro ha conocido una exitosa segunda vida -al margen de que la primera haya sido fecunda y longeva, pues el libro ha seguido leyéndose, desde su publicación original, por una generación tras otra. El actual y muy extendido auge del feminismo está, a mi juicio, tras este resonante renacer del libro, que aparece ahora en numerosas ediciones que se multiplican en sellos diferentes, desprovisto ya de las innegables connotaciones de ñoñería o de cursi literatura juvenil que le han acompañado siempre, para mostrarse en cambio bajo la perspectiva de una nueva lectura -de tintes, como digo, progresistas, cercanos a la lucha de liberación femenina- que ha provocado “la salida del armario” -discúlpeseme la ironía- de un enorme contingente de mujeres -y de algunos hombres- que no solo han perdido todo reparo a confesar que en su infancia habían leído la entrañable historia de las hermanitas March (algo que, en esos mismos “ambientes”, hubiera sido objeto de condena intelectual hace solo unos años), sino que reivindican a sus personajes -en particular a la muy rebelde Jo- como anticipadoras adalides de los vigentes y muy boyantes movimientos de emancipación de la mujer. Cierto es que ya Simone de Beauvoir elogiaba el libro en su momento, o, más adelante, Ursula K. Le Guin, Joyce Carol Oates, Hillary Clinton o, entre nosotros, Cristina Fernández Cubas, pero sorprende ahora, ciertamente, la presencia de escritoras mucho más jóvenes como Pilar Adón, Jenn Díaz y Elena Medel, o incluso de la venerable y muy radical Patti Smith (e tutti quanti, porque son decenas) haciendo apología del “marchismo”. Da la impresión de que legiones de mujeres hubieran esperado a la muy intelectual -y discutible en relación a este caso, como luego veremos- coartada del feminismo para reconocer la calidad de un libro que se ha “sostenido” ciento cincuenta años sin necesidad de certificados de corrección ideológica. En fin, o tempora o mores, como al parecer sostenía el ínclito Cicerón. 

Lo cierto es que Mujercitas es, en efecto, un clásico y no sin razón. Yo, que no lo había leído -solo había visto, y con reticencias, dos de sus versiones cinematográficas, de las que hablaré más adelante-, lo he disfrutado ahora, motivo por el que me decido a presentároslo y recomendar su lectura en alguna de las ediciones que colman los anaqueles de las librerías desde el aniversario de 2018. En particular, quiero llamar la atención sobre la edición de Lumen, de junio de 2019, que se presenta en la traducción “canónica” de Gloria Méndez Seijido, con prólogo de la citada Patti Smith, al que se suman una sugestiva introducción y unos esclarecedores estudios adicionales de la experta Anne Boyd Rioux, autora del indispensable El legado de Mujercitas, y algunas de las espléndidas doscientas ilustraciones de Frank T. Merrill que aparecían en el original. El libro presenta, por cierto, numerosos errores y despistes tipográficos, entre los que chirría especialmente el uso constante de “inteligible” por “ininteligible”, un fallo que, como se puede comprender, cambia radicalmente el sentido de las frases en las que el vocablo aparece, haciéndolas ¿inteligibles? 

La propia editorial Lumen cuenta con otra edición reciente, de septiembre de 2018, con prólogo de la omnipresente Elena Medel e ilustraciones de la finlandesa Riita Sormunen. Hay, además, versiones en la colección de clásicos de Penguin Random House y en Alianza Editorial, todas ellas con la misma traducción de Gloria Méndez. Por encima de todas destaca, por lo exhaustivo de su presentación, lo voluminoso del libro y la cantidad y calidad del material adicional, la edición anotada de Akal, que cuenta con la interesante introducción y las copiosas notas del experto John Matteson, la traducción de Axel Alonso Valle e infinidad de grabados e imágenes conformando una obra desbordante, también en el precio, cerca de setenta euros. Existe también -y estoy refiriéndome exclusivamente a publicaciones de los últimos cinco años- una versión infantil en Alfaguara clásicos. 

Si nos centramos en las recreaciones cinematográficas, podemos encontrar también varias versiones interesantes: dos películas mudas de 1917 y 1918; la a mi juicio más estimable de todas ellas, dirigida por George Cukor en 1933 con Katherine Hepburn en el papel de Jo March; la de Mervin LeRoy de 1949, con Janet Leigh y una jovencísima Elizabeth Taylor; más recientemente, en 1994, Gillian Armstrong dirigió a un elenco formidable con, entre otros intérpretes, Winona Ryder, Kirsten Dunst, Claire Danes, Susan Sarandon y Christian Bale; por último, el próximo día 25 se estrena la película dirigida por Greta Gerwig, realizadora de la muy premiada Lady Bird, con un reparto encabezado por Saoirse Ronan y Emma Watson, con Meryl Streep en el papel de tía March. Hay también numerosas series televisivas, varias de ellas de la siempre exquisita BBC, óperas, espectáculos musicales y hasta series de animación. 

La historia editorial del libro, descrita por Anne Boyd en su prólogo, es apasionante. Louisa M. Alcott escribió en diez semanas la novela y la publicó en Estados Unidos en septiembre de 1867, ilustrada con cuatro dibujos de su hermana May y con el título de Little Women; or Meg, Jo, Beth and Amy. En diciembre de ese mismo año aparecería en Inglaterra como Four Little Women. El relativo éxito de la primera edición, con dos mil ejemplares vendidos en un par de semanas, llevó a su editor, un Thomas Niles que en 1867 había desencadenado el proceso al solicitar a la autora que se decidiese a escribir, pese a sus reticencias iniciales, una novela para niñas, a requerir a Alcott que continuara la historia de las hermanas March en una segunda parte, encargo que Louisa aceptó y llevó a la práctica de un modo tan acelerado como el que la impulsó en la redacción de la primera parte, pues para el día de año nuevo de 1869 ya había entregado el manuscrito de esa continuación, que se publicaría en el mes de abril de ese año bajo la rúbrica de Little Women; or Meg, Jo, Beth and Amy, Part Second (en Norteamérica) y Little Women Married (en el Reino Unido). No fue hasta 1880 cuando aparecieron reunidos ambos libros, y durante mucho tiempo coexistieron en el mercado editorial, a ambos lados del Atlántico, tanto las dos novelas presentadas por separado como la edición conjunta. Además, los libros se sometieron a distintas correcciones y revisiones, para atemperar la libertad expresiva de la autora y acomodarla a las más convencionales exigencias de los lectores de la época. Esas modificaciones -hay quien habla de censura, aunque contaron con el consentimiento tácito de Alcott- formaron parte durante décadas de las distintas versiones de la obra, que fue leída en el mundo entero con títulos, ilustraciones y, a veces, textos diferentes, incluso en ediciones pirata. Solo en este siglo XXI, y a causa probablemente de la proximidad del centésimo quincuagésimo aniversario, se recuperaría su texto original, que podríamos considerar la versión canónica de la obra y que es el que se recoge en la edición de Lumen que ahora os presento. 

La primera parte de Mujercitas se desarrolla a lo largo de un año, de Navidad a Navidad (razón por la que la traigo aquí en estas fechas), en el hogar de la familia March en Nueva Inglaterra, a mediados del siglo XIX y con el país envuelto en la Guerra de Secesión. Sin grandes acontecimientos por narrar, la novela se centra -metafóricamente- en el cuarto de estar de la familia, por el que se mueven la madre, Marmee o Sra. March, cuyo marido sirve como capellán en el ejército del Norte, el de la Unión antiesclavista, y al estar ausente, en consecuencia, tiene una presencia tangencial y meramente epistolar en el libro, y sus cuatro jóvenes hijas: Margaret -Meg-, la mayor y más guapa de las cuatro, que con dieciséis años es ya una joven muy hermosa que ansía mejorar su modesta posición social; Jo, el auténtico núcleo irradiador del magnetismo que desprende la novela, una chica de quince años, muy alta y delgada, con un aspecto desgarbado, un carácter decidido y una personalidad arrolladora y poco convencional, que no se encuentra cómoda ni en su condición de jovencita que se vuelve mujer, ni en un rol femenino que coarta su libertad aún infantil, y que vive, apasionada, en su universo de libros entregada a su vocación de escritora; Elizabeth -Beth-, la bondad personificada, y que con trece años, carácter tímido, voz tenue y semblante sereno, vive tranquila -señorita Tranquilidad la había apodado su padre- en un mundo propio y feliz; y, por último, la pequeña Amy, más egoísta y caprichosa, interesada por el arte y la moda, preocupada por la popularidad y el reconocimiento del mundo. 

La riqueza familiar se ha disipado a causa de ciertos negocios en los que el padre se había visto envuelto, de modo que cuando entramos en contacto con la familia, esta es pobre, viviendo incluso entre privaciones y sin especiales comodidades. La historia relatada no avanza entre grandes “sucesos” o peripecias o incidentes destacados y reveladores, siendo el objeto esencial de la narración, por el contrario, el mero fluir cotidiano de la vida, hecho de las ilusiones, las esperanzas, los sueños, las decepciones, las quejas, las bromas y las peleas de unas niñas que crecen, se relacionan entre sí y con sus vecinos, se abren a modestas experiencias vitales, y se van haciendo, poco a poco, mujeres, cada una en su estilo, con los ricos matices de su propia personalidad. Y en ese crecimiento hay dos referentes, que más adelante analizaré, el de la madre, cuyas lecciones se aproximan, aunque de un modo singular, a los consabidos sermones religiosos moralizantes, y guían a las chicas a través de enseñanzas sencillas y llenas de cariño, y el de El progreso del Peregrino, un libro de John Bunyan, efectivamente existente y con una notable repercusión en la época, a cuyos preceptos intentan acomodar las chicas su progreso espiritual y su evolución personal. 

La segunda parte nos pone de nuevo en contacto con la familia tres años después, con la guerra terminada y el señor March ya en casa, y con la guapa Meg a punto de contraer matrimonio con el señor Brooke, que en la primera entrega aparece como tutor del vecino Laurie, el mejor amigo de las chicas, en particular de Jo. El matrimonio, el ansia -y creo no exagerar- por encontrar pareja, es el elemento central de estas páginas que, pese a la continuidad de personajes, escenarios -aunque hay una “escapada” a Europa para seguir a Amy- y estilo, carece del brío y el atractivo del libro inaugural. 

Pero, como parece evidente dada la somera descripción del trivial y casi inexistente argumento de la novela, los méritos de Mujercitas no derivan de lo excitante de su trama o de las arrebatadoras peripecias vividas por sus personajes. Si el libro interesa -y a mi juicio de lector adulto y varón, sí lo hace- es por muchos otros destacados aspectos -polémica feminista incluida- que no solo han resistido el paso del tiempo sino que se mantienen vivos y elocuentes e inspiradores en nuestros acelerados días. 

En primer lugar, y por encima de todo, sobresale a mi juicio la construcción del personaje de Jo, que obviamente es la traslación literaria -con muchos elementos concomitantes entre ambas- de la propia autora. Jo es, indudablemente, Louisa May Alcott, desde los elementos triviales -ambas nacen en noviembre y tienen tres hermanas y un entorno familiar casi idéntico- o circunstanciales -la pobreza de la infancia y la primera juventud- hasta los de más enjundia: la vocación por la escritura, la compartida condición de “ratón de biblioteca”, los primeros pinitos como colaboradora en la prensa, el inicial y relativo éxito editorial, y, fundamentalmente, la rebeldía ante los valores dominantes en la época que exigían la acomodación de la mujer a un papel sumiso, subsidiario, reducido a los estrechos límites del hogar y de sus -con todo el respeto- anodinas labores “femeninas”: el bordado, la cocina, el “cuidado” de los padres y los hermanos menores. Jo fascina, y en este sentido resulta una adelantada a su tiempo, porque no quiere crecer y acomodarse al papel de “señorita” que implícitamente le corresponderá al hacerse mayor (Detesto tener que crecer, convertirme en la señorita March, vestir de largo y ser una remilgada), porque, infantil, se encuentra más cómoda en los juegos de los niños que en las insulsas diversiones de las jóvenes de su sexo (Ya me parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los trabajos y la forma de comportarse de los muchachos. Me parece una pena no haber nacido hombre, sobre todo en momentos como éste, en el que preferiría acompañar a papá y luchar a su lado en lugar de quedarme en casa tejiendo como una vieja), porque aborrece los rituales románticos y las aburridas rutinas del previsible e inevitable matrimonio -Louisa M. Alcott nunca se casará- (Ella verá los de él en la forma en que la mirará con esos hermosos ojos de los que tanto me habla y, entonces, estará perdida –se lamenta ante el enamoramiento de Meg-. Tiene el corazón blando y se derretirá como mantequilla bajo el sol si alguien la mira con amor. Leía más las cortas notas que él mandaba que tus cartas y me pellizcaba si yo lo mencionaba ante los demás. A Meg le gustan sus ojos y no me cabe duda de que se enamorará de él, y entonces se acabarán la paz, la diversión y los buenos ratos que pasamos juntas. ¡Lo veo venir! Irán por la casa como dos enamorados y tendremos que irlos esquivando; Meg no pensará en otra cosa y ya no querrá hacer nada conmigo; Brooke conseguirá hacerse rico de alguna manera, se la llevará y quedará un hueco en la casa; me destrozará el corazón y todo será de lo más desagradable. ¡Pobre de mí! ¿Por qué no habremos nacido todas hombres? ¡Entonces no tendríamos de qué preocuparnos!), porque no subordina sus sueños a las expectativas que la sociedad ha trazado para ella (Yo tendría corceles árabes, habitaciones llenas de libros y utilizaría un recado de escribir mágico, con lo que mis obras serían tan famosas como la música de Laurie. Antes de morir espero hacer algo importante, algo heroico o maravilloso, que me permita seguir viva en el recuerdo. No sé qué es, pero no pararé hasta descubrirlo y, algún día, os asombraré a todas. Creo que escribir, hacerme rica y famosa es mi mayor sueño), por su irreductible afán de independencia (Jo se quedó sin palabras, hundió el rostro en el periódico y añadió a su cuento unas cuantas lágrimas de verdad; ser independiente y ganarse la admiración de sus seres queridos eran sus dos máximas aspiraciones en la vida y, aquel día, sintió que había dado un primer paso hacia su feliz objetivo), por su decidida voluntad de construirse una “habitación propia” sesenta años de que lo hiciera Virginia Woolf (La estancia, oscura y llena de polvo, con bustos que miraban fijamente desde las altas estanterías, cómodas butacas, globos terráqueos y, lo mejor de todo, una selva de libros en que perderse a su gusto, resultaba para la joven un paraíso terrenal. En cuanto la tía March dormía la siesta o atendía una visita, Jo corría a aquel tranquilo refugio para, acurrucada en una butaca, devorar poesía, novelas de amor, de historia o de aventuras, o contemplar ilustraciones, como un auténtico ratón de biblioteca), por su desprejuiciada entrega a su vocación, ignorando los dictados del mundo (Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las necesidades, las preocupaciones, y el mal tiempo; se sentía a salvo, y dichosa en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida valiese la pena, aunque no hiciese nada más); por su ilusionada modernidad (No es que esté de acuerdo, pero así funciona el mundo. Y la gente que va a contracorriente solo consigue que los demás se burlen de sus penas. No me gustan los reformistas y espero que no pretendas convertirte en una -le dice, enfadada, Amy-, a lo que ella contesta: —Pues a mí sí me gustan y me encantaría unirme a ellos si pudiera porque, por mucho que los demás se mofen, el mundo no avanzaría sin su ayuda. No podemos ponernos de acuerdo porque tú perteneces a la vieja escuela, y yo a la nueva. Es posible que tú consigas mejores cosas, pero yo viviré una vida más plena. Y estoy segura de que disfrutaré mucho más que tú); por, en definitiva, su insumisión frente a quienes reclaman de ella la aceptación ciega del tradicional rol femenino (Simplemente has de dejar que aflore la mujer tierna que hay en ti, Jo. Eres como un erizo de castaña; por fuera, estás llena de pinchos, pero por dentro eres pura seda y tienes reservado un fruto dulce para quien llegue hasta él. Tarde o temprano, el amor hará que abras tu corazón, y entonces la parte áspera de ti desaparecerá; es Meg, en este caso, su interlocutora, y esta la respuesta de Jo: —Son las heladas las que abren los erizos de las castañas, señora, y para que caigan al suelo hay que sacudir mucho el árbol. A los chicos les encanta ir de árbol en árbol, y a mí no me interesa que me sacudan para que caiga —repuso Jo). 

La sola presencia de Jo transforma por completo -como si de un terremoto se tratara- el escenario de lo que, sin ella, sí resultaría, efectivamente, una historia juvenil clásica, con sus consabidas dosis de moralina anticuada y algo sosa, su pedagógico afán ejemplificador y su caduca defensa de los tradicionales y apolillados valores familiares. Cierto es que hay mucho “salvable” en las propuestas “morales” -podríamos decir- que subyacen al relato de las vicisitudes de la familia March: la nobleza de espíritu presente en todos sus protagonistas; la reivindicación de los principios éticos -bondad, amor, protección y paz- por encima de las preocupaciones materiales, y mucho más valiosos que los lujos que se pagaban con dinero; la opción siempre indiscutible a favor del débil, del indefenso, del desprotegido, del que nada tiene (Caballeros, me refiero a vosotros, muchachos, sed educados con las solteronas, por pobres, poco atractivas y estiradas que sean, porque la única caballerosidad que merece la pena tener es aquella que nos lleva a respetar a nuestros mayores, proteger al débil y servir a las mujeres, sin importar su clase social, edad o color de piel), una recomendación espiritual que se resume en este himno que canta Beth en un momento del libro: 

Los que están abajo no temen caer 
Ni les pierde el orgullo. 
Los humildes tienen siempre a Dios por guía. 
Me contento con lo que tengo, sea mucho o poco. 
Señor, haz que esté contenta aunque muera de hambre 
Para poder recibir Tu salvación. 
La abundancia una pesada carga es para el peregrino. 
Quienes tienen poco en esta vida 
Reciben la bendición de la vida eterna. 

Pero es cierto, igualmente, que sin el contrapunto de rebeldía y sana agitación que aporta Jo, todos estos referentes edificantes y aleccionadores de la obra se quedarían en un mero sermón insípido de barata moralina y no habrían convertido a Mujercitas en el libro estimulante y alentador que ha sido y sigue siendo para muchas generaciones, sobre todo de mujeres. Y es, precisamente, este determinante papel de Jo March en la novela lo que se resalta ahora como prueba irrefutable de lo que constituiría su muy adelantado feminismo. Alcott era una reconocida sufragista y notoria defensora de los derechos de las mujeres, por lo que no parece descabellado pensar que construyera a su criatura como vehículo para la expresión de sus propias ideas, produciéndose así un razonable continuo entre la autora, el personaje y las ideas de una y otra. Pese a ello -y no quiero desvelar el final de la novela; no lo hago, ya he adelantado que la segunda parte llegó a ver la luz bajo la rúbrica de Buenas esposas o, en otras ediciones, Mujercitas casadas-, la búsqueda de un marido, la redención por el matrimonio, la casi obsesiva fijación con el hogar y el confortable aunque constrictivo núcleo familiar, acaban por ser -en un modelo que no diferencia demasiado a las chicas March de las heroínas de Jane Austen- el referente último del futuro de las muchachas. Son los riesgos, una vez más, de aplicar categorías del presente a situaciones del pasado en las que -el paso del tiempo resulta decisivo en la conformación de los valores, en la interpretación de los acontecimientos, en la construcción de las mentalidades- solo pueden encajar forzando la “máquina interpretativa”. Las hermanas March -en particular Jo- son, en efecto, decididas, inconformistas, contradictorias; no son simples, presentan matices, tienen voz propia, dudan, son libres y deciden, acaban por ser dueñas de su destino -en Jane Austen las mujeres “necesitan” un marido para salir adelante, aquí pueden elegir si casarse o no-, y todo ello es, ya, un significativo avance. Pero de ahí a atribuir la condición de feminista a una novela de hace ciento cincuenta años en la que, sin las apriorísticas anteojeras ideológicas que hoy condicionan cualquier lectura, prevalecen la familia tradicional, bastantes rancios valores religiosos y una a la postre conformista sujeción a las convenciones más previsibles de las relaciones entre hombres y mujeres, parece, ciertamente, una forzada operación con no pocas notas de comercial mercadotecnia. 

No quiero cerrar mi reseña sin mencionar algunos otros aspectos de interés del libro, que se apuntan en los “ensayos contextuales” que, a cargo de Anne Boyd Rioux, cierran la edición de Lumen. Aparece así el telón de fondo de la guerra de Secesión y su vivencia en la retaguardia, perceptible en la novela a través de la ausencia y las cartas del padre desde el frente, y también con alguna mención circunstancial a las labores de ayuda que hacen Marmee y las chicas, cosiendo y tejiendo para los soldados e incluso, en el caso de Jo, vendiendo su cabello para ayudar en los gastos bélicos. El primero de los breves textos finales de Rioux indaga en la experiencia de la propia Louisa M. Alcott en relación con la contienda. 

Un segundo ensayo, Crecer siendo mujer, estudia, tomando como referencia el arco temporal de seis años en los que, más o menos, se desarrollan las novelas, los ritos de paso en la época que llevaban a las muchachas de la adolescencia y la primera juventud a la entonces temprana plena condición de mujer. 

Salud y Medicina se detiene en otra circunstancia de importancia en la novela, la enfermedad de Beth, con un sucinto análisis sobre el estado de la medicina en la Norteamérica de hace siglo y medio, con jugosas notas sobre las epidemias, los tratamientos o la homeopatía que ayudan a comprender mejor la presencia de los doctores en distintos episodios del libro; todo ello con oportunas referencias a la propia vida de la autora, enferma de escarlatina, depresión y un extraño mal que se calificó entonces con el genérico “histeria”. Interesantes son también las cuestiones relativas al funcionamiento de la economía y al papel en ella de las mujeres. 

En Dinero y trabajo podemos conocer el marco que explica los problemas económicos de los March, la dificultad de las chicas para acceder a la riqueza, las ocupaciones disponibles para las mujeres a mediados del siglo XIX, la complejidad que entrañaba la adquisición de seguridad económica y lo decisivo que, en este sentido, resultó -tanto para Jo como para su creadora- la posibilidad de publicar y ganarse la vida como escritoras. 

Ya se ha hablado del peso de los sermones moralizantes de Marmee y del libro El progreso del Peregrino en la formación de las chicas March. Las notas de Religión y moralidad constituyen un valioso complemento para situar la dimensión moral del libro, con mención a las polémicas religiosas y a las críticas por parte de las instituciones educativas que suscitó. 

Por último, las repercusiones que la dedicación a una carrera literaria tenía en la vida de una mujer de la época se examina en Las mujeres y su condición de autoras, un sugestivo texto en el que aparecen los nombres de algunas escritoras de esos días, se da cuenta de los prejuicios existentes en contra de ellas y de las dificultades de las mujeres para arrostrarlos -La percepción de que las mujeres se volvían asexuadas cuando se aventuraban a publicar su obra llevó a muchas a hacerlo de manera anónima-, y se establece el paralelismo entre creadora y personaje -y aquí de nuevo Alcott y Jo van de la mano- en los primeros pasos de su dedicación a la literatura. 

No quiero terminar mi reseña sin un breve comentario sobre las dos principales películas, a mi juicio -y a falta de la que se estrena en unos días-, basadas en Mujercitas. La versión de George Cukor, de 1933, recoge, con un esmerado uso de la elipsis, que permite la eficaz síntesis de la larga extensión del libro, lo esencial de su espíritu. Hay un clima general algo edulcorado, pero la magnética presencia de Katherine Hepburn la hace inolvidable. En cambio, la de Mervyn Le Roy, de 1949, siendo también fiel a la novela, pese a pequeñas modificaciones en relación al texto original, es, a mi juicio, menos interesante, en gran medida porque June Allyson -que a la sazón contaba ya con treinta y dos años- no resulta en absoluto creíble en el papel de la alocada adolescente Jo. Peter Lawford, con veintiséis años en la época, es demasiado talludito para encajar en el rol de Laurie. Destaca la presencia de unas muy jóvenes -aunque también algo mayores para sus personajes- Janet Leigh y Elizabeth Taylor y sobresale, por encima de todos ellos, la magnífica Mary Astor como Marmee. Dentro de solo unos días podremos ver la versión de Greta Gerwig, que anticipo muy atractiva, dado su único precedente como directora, la excepcional Lady Bird. 

Os dejo, como acompañamiento musical a mi reseña, con una de las piezas musicales que suenan en el libro. Se trata de la Sonata para Piano nº8 en Do Menor, Op. 13, "Patética", de Beethoven, que interpreta el vecino Laurie en una escena del segundo libro. Aquí podemos escucharla en la ejecución de Daniel Barenboim.


En el desván 

Cuatro baúles en fila, hoy cubiertos de polvo y gastados por el paso del tiempo, que antaño hicieron suyos y llenaron unas niñas, ahora en la flor de la vida. Cuatro llavecitas cuelgan de cintas desvaídas que en el pasado, cuando sus orgullosas propietarias cerraban los cerrojos, eran de colores vivos y alegres. Bajo las tapas, con los nombres grabados con trazos infantiles, quedan recuerdos de las niñas que subían al desván a jugar y a oír el dulce repiqueteo de la lluvia de verano sobre el tejado. 

El primer baúl es el de Meg. En su interior, amorosamente doblados, están los recuerdos de una vida tranquila. Un traje de novia, un zapatito, un mechón de un bebé. No hay juguetes en este baúl, porque se los ha llevado todos para seguir jugando, ya de mayor, a otro juego, el de madre feliz que canta nanas en voz baja, mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado. 

El baúl de Jo tiene la tapa rayada y gastada, y dentro conserva una variopinta mezcla de muñecas, libros de texto usados, pájaros y bestias que callan para siempre. Botines procedentes de la tierra de las hadas, que solo pueden pisar los pies de los niños. Sueños de un futuro que nunca se alcanzó, dulces recuerdos, poemas, historias y cartas a medio hacer. Diarios de una niña testaruda, trazas de una mujer que envejeció antes de tiempo, pensando en aquella frase que dice «Hazte digno del amor, y este vendrá», mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado. 

Sobre el baúl de mi Beth nunca se acumula el polvo porque a él acuden con frecuencia muchas manos. La muerte la canonizó santa. La volvió menos humana y más divina a nuestros ojos, y conservamos con dulce duelo sus recuerdos, que son como reliquias en un sepulcro hogareño. La campana de plata, que rara vez suena, el último gorro que llevó… Y las canciones que cantaba sin una sola queja, desde su cárcel de dolor, se mezclan para siempre con el sonido de la lluvia de verano que repiquetea sobre el tejado. 

En la tapa del último baúl se ve a un apuesto caballero en cuyo escudo, escrito en letras doradas y azules, se lee el nombre de «Amy». Ese caballero, entonces inventado, es ahora real. En el interior del baúl, hay redecillas que sujetaron el cabello de su dueña, zapatos que han bailado hasta el final, flores secas conservadas con cuidado, abanicos gastados, alegres tarjetas de enamorados, adornos que han cumplido su servicio. Esperanzas, temores y vergüenzas infantiles. Armas de una joven soltera que ahora conoce un hechizo más auténtico y oye el sonido de las campanas de su boda mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado. 

Cuatro pequeños baúles en fila, cubiertos de polvo y gastados por el paso del tiempo. Cuatro mujeres que han aprendido a trabajar y a amar. Cuatro hermanas, separadas por el tiempo; ninguna de ellas falta, aunque una se marchó antes que el resto, pues el amor inmortal la hace más presente que nunca. Cuando a las cuatro les llegue la hora de abrir sus baúles ante el Señor, espero que rebosen de horas de dicha, actos de bondad y vidas llenas de valor. Que sus almas se eleven felices y, que, tras la lluvia, luzca un sol eterno.

Louisa May Alcott. Mujercitas

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