Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 11 de diciembre de 2019

THEODOR KALLIFATIDES. OTRA VIDA POR VIVIR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que en estas semanas cercanas al solsticio de invierno os está ofreciendo recomendaciones de libros acordes, por su brevedad, a la muy corta duración de estas jornadas de diciembre en las que se vislumbra ya el cambio de estación. Tras mis sugerencias de los últimos miércoles, tres espléndidas novelas y una no menos excelente obra solo en apariencia novelística, la magnífica Ciudad abierta, con las sugestivas divagaciones del paseante de Teju Cole en sus caminatas por Nueva York, hoy vuelvo a traeros (en una emisión que por problemas técnicos no será radiada) un texto de difícil categorización e imposible adscripción a uno u otro género, alejado en cualquier caso de la ficción y sí más vinculado a la realidad (en el supuesto de que la narración de lo realmente experimentado y de lo meramente inventado puedan, en lo esencial, diferenciarse). Se trata de Otra vida por vivir, una profunda e íntima meditación, una intensa y emotiva reflexión, unas confesiones personales, una suma de confidencias al lector, también un análisis crítico, con connotaciones políticas, de la evolución de nuestras sociedades en las últimas décadas -que todo ello es el libro-, debidos a Theodor Kallifatides, un escritor griego residente en Suecia que cuenta con, al parecer, más de cuarenta obras publicadas, entre ficción, ensayo y poesía, muchas de ellas traducidas a otros idiomas, ninguna de las cuales yo conocía -como ocurría también con el propio autor, del que nunca había oído hablar- hasta la lectura del libro que ahora os comento. Otra vida por vivir vio la luz en nuestro país hace unos meses, tras su publicación original en 2018, en el seno de la editorial Galaxia Gutemberg en controvertida -a mi juicio- traducción del griego a cargo de Selma Ancira, una prestigiosa traductora mexicana, residente en Barcelona, con una larga y reconocida carrera en su profesión, en la que se ha especializado en verter al castellano un buen número de obras de la literatura eslava y también de la griega. 

He escrito “verter al castellano” y debo, de inmediato, rectificar, porque entre las razones por las que me parece discutible y cuestiono, al menos parcialmente, la presente versión del libro de Kallifatides, una de las más relevantes tiene que ver con el hecho de que el texto que leemos no está escrito en castellano sino, en muchos casos, en español. Quiero detenerme en esta distinción, con la intención de que esta breve disección conceptual pueda trasladar al oyente alguno de los términos en los que se plantea un debate -ya aparecido en este espacio en más ocasiones- en mi opinión muy interesante. 

Es evidente, y no admite discusión, que el español, una lengua con más de quinientos millones de hablantes, no es “solo” el castellano, sino que las modalidades, los acentos, las variantes léxicas, los modismos de nuestra lengua surgidos y usados en Uruguay, Chile, Colombia o Costa Rica son tan españoles como los frecuentes en el castellano que se habla en la Península. La cuestión, no obstante, es -siempre desde mi perspectiva; discutible, por tanto- si cuando se ofrece un texto al mercado editorial de España, ha de pensarse en un lector que se desenvuelve habitualmente en las manifestaciones “ibéricas” de nuestro idioma (no incluyo, como es obvio, en este supuesto, las “traducciones” al catalán, el gallego o el euskera, legítimas y necesarias, por otra parte, para quien se expresa y lee en esas lenguas también “españolas”) o en las decenas de millones que, quizá, lo leerán en los muchos países hispanoamericanos que comparten, con sus matices, con su inflexiones, con sus variantes, la lengua de Cervantes. Entiendo que no es posible desde un planteamiento comercial que se pretenda eficaz en términos económicos, multiplicar por cinco, seis o diez, tantas como países con peculiaridades distintivas en su español, las ediciones de un libro y traducirlo “ad hoc” para acomodarlo a la realidad de cada particular universo lector. Desconozco cuál es la política empresarial de la editorial Galaxia Gutemberg, y admito también que las singularidades argentinas, mexicanas o portorriqueñas de un texto pueden ser “digeridas” sin especiales dificultades de comprensión por un lector español medianamente culto (y otro tanto a la inversa), pero si, como se supone a priori, Otra vida por vivir se dirige principalmente al público español y, por consiguiente, se ofrece en nuestro idioma para su pleno conocimiento por un lector en castellano, resulta incomprensible que la traducción esté plagada de vocablos, expresiones y giros que nada tienen que ver con el uso habitual de dicha lengua y sí, en cambio, con sus variantes -insisto, igualmente legítimas- del Cono Sur. Al principio estaba entusiasmado; por ahí de la mitad (por “a la mitad” o “a medio camino” o “a media tarea”), un poco menos, y, al final, decepcionado; El mar alebrestado (por “embravecido”), Cuando lo corrieron (por “lo despidieron”) de la Saab; Trabajaba como burro (por “como un burro”); No más dudas sobre la ropa que debía ponerme, sobre el clima y la intensidad del frío, sobre si ameritaba (por “merecía la pena”) ponerse calzoncillos largos o no; Come algo a ver si embarneces (por “engordas”), estás escuálido; No para tener aventurillas y zonzadas (por “tonterías” o “minucias”), son algunos de los muchos ejemplos de incómodos obstáculos -cierto que menores y de no insalvable dificultad- con los que se tropieza reiteradamente el lector que se adentra en el texto de Kallifatides/Ancira. Y eso por no contar los errores absolutos -no vinculados, pues, a la opinable alternativa español/castellano-, como En la plaza donde solían haber robos, catalanismo achacable, quizá, al lugar de residencia de la traductora; Ella no sabía que pensaba yo escribir en griego, enrevesada construcción que solo puede obedecer a una cierta desidia, a la dejadez o a las prisas de quien traduce; o La mitología sobre el primer amor, el primer beso o el primer gol permean a nuestros sueños y a nuestras esperanzas, en que las dos últimas preposiciones parecen innecesarias para la plena corrección del texto, más allá del ostensible fallo de concordancia. En fin… 

Theodor Kallifatides tiene setenta y siete años cuando encara la escritura de su libro. Nacido en Grecia en 1938, en 1964 emigró a Suecia, en donde ha llevado a cabo toda su carrera literaria (escrita en sueco), que cuenta, además de la ya referida abundante obra propia, con numerosas traducciones -como nos informa la propia editorial-, tanto del sueco al griego (Ingmar Bergman y August Strindberg) como del griego al sueco (Giannis Ritsos o Mikis Theodorakis). Tras una larga vida vinculada, pues, a la literatura, un frío día del invierno nórdico, invitado a un acto cultural en la ciudad de Helsingborg, en el sur de Suecia, tras las conferencias y el contacto con los lectores, despedidos ya los organizadores y cobrados los emolumentos por su participación en el evento, recluido en soledad en la habitación del hotel, contemplando el mar embravecido, con el viento salvaje azotando las ventanas de su cuarto, previendo alguna jornada de aislamiento ante la más que probable imposibilidad de viajar el día siguiente a causa del gélido tiempo, se deja llevar por el río de sus pensamientos y se adentra en un lento e implacable fluir de reflexiones que van de aquí para allá, de una idea a otra, de un recuerdo a otro, de un tiempo a otro, enlazándose en un sereno divagar sobre el sentido de su existencia, sobre las opciones que le han llevado, al término casi de su vida, a acceder al lugar que ocupa en el mundo, sobre su escritura y su dedicación profesional, sobre su familia y su mujer, con la que lleva cuarenta y seis años de bien avenido matrimonio, y, por encima de todo, sobre su infancia en Grecia y, como consecuencia de este “retorno”, siquiera en la imaginación, al país de origen, sobre la situación social, económica y política de su patria mediterránea. En un momento de profunda crisis personal (como queda de manifiesto en el significativo fragmento que os dejo al término de esta reseña), bloqueado como escritor, aburrido ante la página en blanco, sin fuerzas ya para organizar sus días en torno a un texto, tibio ante la palpitación de la vida (La vida continuaba estimulándome, pero no eróticamente como antes. Antaño veía el mar y quería hacer el amor con él. Ahora ya no lo veía. Sobre todo lo recordaba), cada vez más alejado del cambiante trajín de las costumbres (envejecía en un mundo que me parecía cada vez más ajeno), incapaz de soportar que la Suecia que lo acogiera décadas atrás estuviera dejando de ser un país de justicia social y solidaridad, para enredarse en los tentáculos del comercio, indignado por el mercantilismo imperante en el que el dinero constituye la última ratio de cuanto existe (La nueva realidad moral me ofendía personalmente), asustado ante el peligroso crecimiento de los partidos reaccionarios en la política sueca, triste y horrorizado al ver, en una breve y reciente visita profesional a Grecia, el desesperanzado desastre en que se había convertido su país (los hechos que Kallifatides relata ocurren en 2015, con los efectos de la crisis económica helena en su punto álgido), Theodor toma, de entrada, la decisión de jubilarse y cerrar el estudio en que, solitario y feliz, diera a la luz gran parte de su obra, iniciando así una nueva vida sin escribir (emigrar de mí mismo como había emigrado de mi país), para, poco después y ante la imposibilidad de acomodarse a esa extraña, inactiva y a la postre también infructuosa (mi manantial se había secado) nueva situación, proyectar un viaje a Grecia con la intención, no del todo declarada, de recuperar la esencia constitutiva de su vida: el afán, la necesidad, la emoción de narrar. 

Otra vida por vivir es el relato de ese proceso de búsqueda personal, hecho de dudas, de digresiones, de recuerdos, de pensamientos, de evocaciones del autor. Organizado en tres capítulos, solo el tercero se centra en la vuelta a Grecia, mientras que el primero nos da cuenta del contexto personal que lleva al escritor a cerrar su estudio y dejar de trabajar, y el segundo describe la profunda insatisfacción de su vida como ocioso, extraño en un hogar familiar en el que solo estorba, deambulando apenado por las calles de Estocolmo o viendo crecer el vacío en su interior en la otrora feliz y veraniega estancia en la isla de Gotland. En las tres partes el protagonismo recae -ya se ha dicho- en el sinuoso, melancólico y lírico flujo de conciencia de Theodor, que en su caudaloso discurrir “obliga” al lector a reflexionar con él en torno a algunas muy interesantes cuestiones. Todo ello en una narración muy breve -no llega a las ciento cincuenta páginas-, escrita en una prosa nítida, sencilla, con frases y párrafos cortos, sin énfasis innecesarios ni recargada retórica, con un tono que remite a la oralidad (el lector se siente “confidente” del autor, al que parece escuchar mientras le habla cercano, casi al oído, en su subyugante divagación). Una voz narradora que, por otro lado, rezuma bondad y comprensión, y que se expresa en un tono lírico y nostálgico, casi siempre afable -indignado a veces-, en un relato que encadena breves escenas, situaciones significativas, encuentros con unos y con otros, anécdotas, “fotografías” de momentos de la infancia, escenas de la vida cotidiana, diálogos con amigos o conocidos, episodios todos a los que siguen sus correspondientes análisis y unas conclusiones de excepcional lucidez que en algunas ocasiones llegan a contravenir los lugares comunes aceptados por la corrección política dominante, como en el caso de sus inusuales -por infrecuentes, sin connotación peyorativa alguna; al contrario- opiniones sobre los límites de la libertad de expresión, lo que le ha ocasionado las más furibundas condenas de la crítica biempensante en torno a un libro por lo demás muy bien acogido por el público y los expertos (sostiene Kallifatides en esta controvertida cuestión que, defendiendo por encima de todo la libertad de expresión -cita el conocido dictum de Voltaire: No comulgo con tu opinión, pero estoy dispuesto a morir por tu derecho a expresarla-, y a propósito del infortunado ataque islámico en París, en enero de 2015, que acabó con varias vidas en la redacción del semanario Charlie Hebdo, no debería considerarse legítimo -en la doble vertiente legal y moral- el ejercicio irrestricto de ese derecho fundamental, sobre todo cuando se esgrime como excusa para insultar los valores y convicciones de otros u ofender y ser irrespetuoso con sus creencias y símbolos religiosos. Las palabras no tienen huesos, pero los rompen, nos cuenta que decía su abuela, y su nieto entiende que, a menudo, decir algo es hacer algo, lo cual, de ser cierto, debería justificar -y yo estoy de acuerdo en ello- la “represión” de determinadas manifestaciones por encima incluso de la muy valiosa libertad de expresión). 

La más esencial, sin embargo, de las importantes preguntas que plantea el profundo ejercicio introspectivo de Kallifatides, que resulta, en cierto modo, desencadenante de todas las demás, es -formulada en términos universales que todos cuantos tenemos una edad ya avanzada podemos compartir-: ¿qué he hecho con mi vida?, ¿cómo hubiera sido mi existencia de haber elegido otras alternativas en los momentos decisivos, de haber optado por otro trabajo, otra mujer -u otro hombre-, otro país?, ¿sería yo, en esos casos, la misma persona?, ¿quién soy, quiénes somos en realidad? (Hay, dicho sea entre paréntesis, un par de espléndidas variantes de esa inquietud que en un momento u otro a todos nos asalta, debidas a la pluma de dos grandes de la literatura universal, aunque en ambos casos con el amor y las mujeres como núcleo irradiador y constitutivo de la inevitable y muy nostálgica reflexión: De todos los hombres que he sido, escribía Jorge Luis Borges, no he sido nunca aquél en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Y Joseph Conrad: Era una de esas mujeres que cuando entraba en una habitación todos los hombres pensaban que habían malgastado su vida. ¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos atrevido a ser otros, si hubiéramos dejado de lado la confortable rutina y lanzado al arriesgado abismo de la aventura, si una mujer -hablo como hombre- formidable, arrebatadora, nos hubiera amado?) 

Estas cogitaciones de índole metafísica se plantean en Kallifatides -por supuesto sin la referencia femenina- en relación con el temprano abandono de Grecia y con la “construcción”, por así decirlo, de una nueva personalidad sueca; una creación, una “invención” que nacen no sólo como consecuencia de su residencia de cincuenta y cinco años en el país nórdico o de la constitución allí de una familia -mujer, hijos- de esa nacionalidad, sino fundamentalmente del hecho de la adopción de la lengua sueca como medio para pensar y expresar el mundo: la lengua como patria, como argamasa a través de la que se “edifica” una identidad. En esa etapa crítica de su vida de la que nos da cuenta en la primera sección del libro, el autor transmite esa duda existencial: Tenía completamente la sensación de encontrarme en un país equivocado, de estar en un lugar erróneo, para apostillar: Quizá finalmente ese sea el precio de vivir en un país extranjero. No es sólo que vives una vida distinta de la que dejaste atrás. Es que la vida en el extranjero te vuelve extraño. Hundido en un pozo de sinsentido, cuestionando la validez de los fecundos días vividos, concluye: Y sabes que quizás hayas vivido una vida equivocada. Pero nada puedes hacer. Sólo esperar el momento en que la vida que vives cobre más presencia que la vida que no viviste

A partir de ahí, el retorno a Grecia opera como un “renacimiento”. En un espectáculo en el que los niños de la escuela de su pueblo natal representan una tragedia de Esquilo en uno de los actos de celebración y homenaje a su persona programados por sus vecinos y las autoridades, Theodor “recupera” emocionado su lengua y, al día siguiente de la ceremonia, de buena mañana, en el comedor del hotel, comienza a escribir su libro -el que el lector tiene entre manos-, el primero escrito en griego en cincuenta años, en agradecimiento tardío a aquellos muchachos, a su maestra, al propio Esquilo, que me devolvieron a mi lengua, la única patria que todavía me queda

Resulta difícil escoger alguno de los muchos temas que caen bajo la aguda mirada del autor en esta confesión íntima tras su nuevo encuentro con su lengua materna. Destacan, no obstante, el análisis sobre la necesidad y las dificultades de la escritura, que permea la obra entera, con una interesante distinción entre la importancia del griego y el sueco en su propia expresión literaria y vital (Mi primera lengua es palpitación. La segunda, cavilación. La primera brotaba de mis entrañas, la segunda de mi cerebro. El problema era ensamblarlas); los atinados comentarios sobre la evolución y el estado actual de la sociedad griega (Grecia atravesaba momentos críticos, como tantas veces en el pasado. La ocupación alemana, la guerra civil, la dictadura, la emigración masiva. Estas experiencias habían moldeado a mi generación. Quien más quien menos, todos teníamos muertos que llorar, injusticias que nos amargaban, sueños olvidados que se habían quedado empantanados en nuestras almas. Pero nada podía compararse con el empobrecimiento moral de los últimos años. Grecia era ninguneada cotidianamente); la nostálgica evocación de los referentes morales de la vida en su infancia helena (Puede que nuestra Grecia tenga todos los problemas del mundo, pero en ningún otro lugar la vida tiene esta dulzura); la constatación de los drásticos cambios -casi todos a peor- experimentados por su pueblo (Grecia había cambiado sin preguntarme); el sosegado escándalo ante los absurdos y egoístas valores imperantes en la actualidad, que se confrontan con los vigentes hace solo algunas décadas (… hasta que se impusiera la era de la inmediatez. La eternidad ya no está de moda); el rechazo de la uniformización y la pérdida de identidad de las gentes, los pueblos y los países; la peligrosa deriva del estado del bienestar (Suecia cerró la frontera a los refugiados griegos, o al ver cómo la Unión Europea exigía a Grecia la devolución del dinero de los rescates, sumergidos en su peor crisis económica); la crítica a la vigente organización de nuestras sociedades democráticas, que empobrecen y condenan a la indignidad a millones de seres humanos (La vida en Grecia es dulce, pero sin dinero es amarga y miserable (…) Me importa un bledo la dulzura de la vida. Lo que quiero es dignidad. Sin ella, hasta la miel es amarga); el terrible drama de la emigración (La quintaesencia de la hospitalidad es precisamente eso. No dejar fuera al extranjero); la denuncia del progresivo incremento de la intolerancia religiosa, el fanatismo y la xenofobia en las sociedades desarrolladas. 

En otro orden de cosas, este más personal y filosófico, en una mirada volcada hacia el interior y que no tiene como objeto de estudio a la dimensión social, aparece un elenco de asuntos también muy sugerentes, en los que cualquier sensibilidad humana puede identificarse: el paso del tiempo, el envejecimiento y el temor ante la cercana amenaza de la muerte; el triste sentimiento de pérdida (A mis veinticinco años, cuando me pregunté cómo viviría mi vida, la respuesta fue “yéndome”. A los setenta y siete la pregunta volvió. ¿Cómo viviría la vida que me quedaba? Y la respuesta era, cada vez con más frecuencia, “volviendo”) y la amarga imposibilidad de recuperar lo no vivido (¿Dónde estarían en este momento todas esas personas? ¿Qué harían? ¿Serían felices? ¿Quiénes seguirían vivos y quiénes no? Me gustaría encontrarlos a todos de nuevo, pero ¿cómo?); la importancia del trabajo fecundo, realizado con entrega y pasión, para dotar de sentido a la vida (La conclusión es que las personas envejecemos y que es mejor envejecer trabajando. Y sin embargo yo, en vez de seguir escribiendo contra viento y marea, ya no podía ni quería escribir); los recuerdos (Me acordé de algo que había dicho Philip Roth en una entrevista: “Uno no puede escribir cuando los recuerdos lo abandonan”), el deterioro de la memoria (No había olvidado nada, pero los recuerdos ya no me calaban. Habían comenzado a transformarse en viejas fotografías. Yo mismo me iba pareciendo cada vez más a una vieja fotografía de mí mismo), la inevitabilidad del olvido (El olvido es parte de la vida); las ilusiones y los sueños ya inalcanzables (Todo aquello hacía crecer dentro de mí la distancia entre lo que yo buscaba y lo que iba encontrando). 

En fin, un sensible y muy evocador texto este Otra vida por vivir de Theodor Kallifatides que hoy os recomiendo. Para acompañar el singular viaje a Grecia que el autor nos propone os dejo, cómo no, con música de aquel país. La gran figura de la música helena, Elefhteria Arvanitaki, es la intérprete de Parapono/Xenitia, dos temas que hablan, precisamente, del extrañamiento y el exilio. 


Me encontraba en el gran «si» de mi vida. La emigración. ¿Qué vida habría vivido si no me hubiese ido de Grecia? ¿Quién sería? ¿Qué sería? a menudo me lo recordaban los suecos cuando me preguntaban, por ejemplo, si mis libros habían sido traducidos al griego y, si lo habían sido, qué respuesta habían tenido y tenían. 

Esas preguntas me molestaban sobremanera. Me habría gustado decir un montón de cosas que no decía porque temía ser considerado un arrogante. La emigración no me había hecho escritor. Yo no era el resultado de determinadas circunstancias sino de la confrontación con ciertas circunstancias, como, por otro lado, lo somos todos. Estaba convencido de que también en Grecia habría escrito, tal vez con otra respuesta o quizá sin respuesta ninguna, pero habría escrito por la sencilla razón de que no tenía otra forma de existir a los ojos de los demás, ni a los míos. 

Un buen amigo encontró por casualidad un relato que yo había publicado en el Panspudastikí, un periódico estudiantil de los sesenta. Me lo envió, comentando muy amablemente que en aquellos pinitos ya se sentía mi estilo literario. 

También yo lo sentí. Lo que quiere decir que, tras haber superado grandes escollos, escribía en sueco como había escrito en griego desde el principio. Simplemente había conseguido seguir el consejo de mi padre: «No te olvides de quién eres». 

Esto no es, por supuesto, del todo verdad. Nadie atraviesa un ancho río sin mojarse los pies, como decían los antiguos. Yo había recibido influjos e influencias, mis opiniones y mis convicciones habían variado, lo que a decir de Nietzsche es un derecho de todo ser humano. 

No obstante, el gran «si» continuaba estando ahí. Una habría sido mi vida en Grecia y otra, distinta, era en Suecia. ¿Me arrepentía de haberme ido? No era yo el único que se hacía esa pregunta, me la hacían en cada entrevista que concedía, en cada coloquio en el que participaba, y por el modo en que me lo preguntaban sentía que a muchos –griegos y extranjeros– les habría gustado saber que estaba arrepentido, oírme confesar, por fin, que había vivido una vida equivocada. 

Lamentaba haber emigrado, preferiría no haberlo hecho, pero no me arrepentía. ¿De qué me iba a arrepentir? ¿De mis estudios en Suecia? ¿De la mujer con la que me había casado? ¿De los hijos que tuvimos? ¿De mis amigos suecos? 

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