Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 6 de mayo de 2020

JAMES MATTHEW BARRIE. PETER PAN EN LOS JARDINES DE KENSINGTON; PETER PAN Y WENDY

(Complementando mi reseña de esta semana, os dejo el audio una emisión de hace un par de años. En ella os presentaba un libro muy interesante, Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, que ahora vuelvo a recomendaros)


Hola, buenas tardes. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. El próximo sábado, 9 de mayo, se cumplen los ciento sesenta años del nacimiento de James Matthew Barrie, el autor, seguro que lo habéis reconocido, de Peter Pan, ese clásico imperecedero de la literatura juvenil y, me permito apostillar, también adulta. El personaje de Peter Pan, el niño que se niega a crecer, ha superado con mucho, en el siglo largo que lleva de existencia, los siempre estrechos límites de la mera ficción literaria para trascenderlos y convertirse en un mito que, como tal, sintetiza y explica, de manera privilegiada, algunos de los elementos determinantes de la naturaleza humana. Don Juan, El Quijote, Fausto, El Lazarillo, Edipo, Frankenstein, La Celestina, Otelo, Drácula, Romeo y Julieta, Sherezade, Emma Bovary o Anna Karenina, el propio Pan, entre otros muchos, son, además de protagonistas inolvidables de excepcionales relatos, novelas u obras de teatro, ejemplos vivos -vivos, sí- de nuestra memoria colectiva, y representan de manera fecunda, sugestiva y perdurable lo esencial de nuestra condición de seres humanos, de nuestros sentimientos y preocupaciones, de nuestros anhelos y nuestros miedos, de nuestros sueños y nuestras esperanzas, de nuestras más intimas pulsiones, de nuestros deseos y nuestros temores. Resulta fascinante, en relación con nuestro invitado de hoy, cómo la creación de Barrie, que en su origen fue un sencillo e imaginativo cuento infantil, unas fantasiosas historias que el escritor escocés contaba a los hijos de un matrimonio amigo en sus paseos por los londinenses jardines de Kensington, ha llegado a convertirse en un referente universal de la cultura popular, un riquísimo modelo de algunas destacadas facetas de la psicología humana, identificando y concentrando en sí -por la agudeza y el ingenio de su creador, por su inteligencia y su sensibilidad- ideas tan evocadoras y tan definitorias de nuestro modo de pensar y sentir como la angustia ante el paso del tiempo; el ansia de inmortalidad; la perpetua añoranza de la infancia; el sentimiento ambivalente de la familia, como ámbito acogedor y, a la vez, como restrictiva cárcel; el recuerdo nostálgico de una niñez primordial y feliz, libre de las exigencias de la existencia madura; el rechazo a las castradoras convenciones sociales; la reivindicación de la genuina naturaleza frente a la civilización artificiosa e impostada, tan alejada de la pureza originaria; las dificultades que conlleva el hacerse adulto; la vida como permanente juego y placer, como deseo y seducción; la defensa de la inocencia y la inmadurez frente a la seriedad, el rigor y la obligación; y tantas más, en una obra que ha sido objeto de interpretaciones muy variadas nacidas de frentes “teóricos” diversos y que inciden en aspectos relativos a la sexualidad, el psicoanálisis, el narcisismo, la mitología clásica -la referencia al dios griego Pan es inequívoca-, la maternidad y la paternidad, o, incluso, el enamoramiento y las relaciones de pareja). 

Pues bien, por todos estos motivos -el redondo aniversario del nacimiento del autor y las abundantes sugerencias a las que se abre su muy fértil, simbólicamente, criatura- esta tarde os traigo un bellísimo libro que recoge las dos principales manifestaciones de la obra magna de Barrie. En diciembre de 2001 -hay una edición reciente que vio la luz el pasado 2019- la editorial Valdemar, ejemplar por tantos motivos y en tantas de sus “series” (la del oeste; la de Sherlock Holmes, personaje del que hablaremos dentro de unas semanas, la gótica, entre otras…), recogió en un único volumen, y en ejemplar traducción de Mauro Armiño, los dos textos en los que se desenvuelven las soñadoras vivencias de la invención peterpanesca: Peter Pan en los jardines de Kensington, de 1906, el primer esbozo, todavía tímido, de la historia del niño que abandonó a su familia, al salir volando por la ventana de su cuarto, para no crecer jamás y quedarse a vivir en el conocido parque de la capital británica, y Peter Pan y Wendy, con el que en 1911 el autor nos pone ya en contacto con las versión más depurada y reconocible de su obra, ese universo del País de Nunca Jamás, los niños descarriados (Armiño opta por “niños perdidos”, de modo más congruente con el original que la inolvidable, en mi memoria -creo que inventada-, alternativa de Disney), la familia Darling, la perra niñera Nana, Wendy, Tigridia y Campanilla, las Sirenas y los indios piccaninnis, el Capitan Garfio, el contramaestre Smee, los piratas y el inexorable tic-tac del cocodrilo. La edición, como digo primorosa, incluye los dibujos originales de Arthur Rackham, en el primero de los libros, y de Mabel Lucie Attwell, Flora White y Francis Donkin Bedford, ilustradores de diversas impresiones del segundo; y cuenta, además, con un muy entregado e interesante prólogo de Alfredo Lara López que, entre otras muchas ocupaciones, es el director de la colección Frontera, la centrada en el western, de la editorial. El volumen se cierra con un atractivo colofón, Álbum de Peter Pan, que recoge dibujos, postales, fotografías y portadas de los programas de algunas de las primeras representaciones teatrales de la obra (en las que, curiosamente, el personaje principal era casi siempre interpretado por actrices). Y es que Peter Pan fue, en su inicial aparición, una obra de teatro estrenada en Londres en 1904 y que desde muy pronto obtuvo un extraordinario éxito. 

A partir de ese deslumbrante germen teatral, y a lo largo de más de un siglo, se han multiplicado las versiones de Peter Pan, cuya estimulante figura ha sido el centro de muy diversas manifestaciones artísticas: decenas de novelas (la primera, Peter Pan y Wendy, que hoy os comento, del propio Barrie, que “trasladó” la obra de la escena al libro en 1911; pero hay muchas más), infinidad de películas (por citar sólo dos ejemplos: la clásica de Disney, de 1953, que “fijará” para siempre la iconografía del arquetipo; la de Spielberg, Hook, de 1991, con un improbable Robin Williams como el niño que no quería crecer, Julia Roberts en el papel de una bellísima Campanilla y Dustin Hoffman como el malvado pirata; y decenas más en todo el mundo, algunas ya en la época del cine mudo), series televisivas, espectáculos musicales, nuevas obras de teatro, canciones, cómics, dibujos animados, por no hablar de la amplia panoplia de objetos de mercadotecnia: figuritas, juguetes, camisetas o disfraces (yo aún me recuerdo, a los cinco o seis años, disfrazado del Peter Pan de Walt Disney, con el emplumado gorrito verde, que me entusiasmaba y del que no me desprendí durante meses). 

En esta apresurada enumeración de las “derivaciones” de la prolífica creación de Barrie, y antes de adentrarme en el comentario de sus libros, no quiero dejar de evocar el melancólico y precioso poema de Leopoldo María Panero, Unas palabras para Peter Pan, presente en su libro de 1970, Así se fundó Carnaby Street, y que capta de modo magnífico aunque muy triste (o magnífico “precisamente” por muy triste) el espíritu del personaje, un poema en prosa que no me resisto a transcribir aquí (aviso obvio para navegantes: el pleno disfrute del texto exige haber leído el libro del británico): 

Pero conoceremos otras primaveras, cruzarán el cielo otros nombres -Jane, Margaret-. El desvío en la ruta, la visita a la Isla-Que-No-Existe, está previsto en el itinerario. Cruzarán el cielo otros nombres hasta ser llamados, uno tras otro, por la voz de la señora Darling (el barco pirata naufraga, Campanilla cae al suelo sin un grito, los Niños Extraviados vuelven el rostro a sus esposas o toman sus carteras de piel bajo el brazo, Billy el Tatuado saluda cortésmente, el señor Darling invita a todos ellos a tomar el té a las cinco). Las pieles de animales, el polvo mágico que necesitaba de la complicidad de un pensamiento, es puesto tras de la pizarra, en una habitación para ellos destinada en el n° 14 de una calle de Londres, en una habitación cuya luz ahora nadie enciende. Usted lleva razón, señor Darling, Peter Pan no existe, pero sí Wendy, Jane, Margaret y los Niños Extraviados. No hay nada detrás del espejo, tranquilícese, señor Darling, todo estaba previsto, todos ellos acudirán puntualmente a las cinco, nadie faltará a la mesa. Campanilla necesita a Wendy, las Sirenas a Jane, los Piratas a Margaret. Peter Pan no existe. «Peter Pan, ¿no lo sabías? Mi nombre es Wendy Darling». El río dejó hace tiempo la verde llanura, pero sigue su curso. Conocer el Sur, las Islas, nos ayudará, nos servirá de algo al fin y al cabo, durante el resto de la semana. Wendy, Wendy Darling. Deje ya de retorcerse el bigote, señor Darling, Peter Pan no es más que un nombre, un nombre más para pronunciar a solas, con voz queda, en la habitación a oscuras. Deje ya de retorcerse el bigote, todo quedará en unas lágrimas, en un sollozo apagado por la noche: todo está en orden, tranquilícese, señor Darling. 

Peter Pan en los jardines de Kensington es un relato que, teniendo un cierto interés en sí mismo, no tiene la fuerza, la capacidad de sugestión, la originalidad o el carácter innovador y memorable de la novela principal. Se trata de un texto que ya había aparecido formando parte de un libro previo de su autor, El pajarito blanco -publicado en 1902; antes pues, incluso, que la obra de teatro-, en el que, inscritos en la narración principal, se describían los lugares más destacados de los conocidos jardines, llenos de recovecos muy propicios a la fantasía de los niños, se contaban las fascinantes peripecias de las hadas que habitaban en ellos y se daba cuenta de la historia de un casi recién nacido -en el cuento, Peter Pan solo tiene una semana de vida y las ilustraciones originales que nos lo representan distan mucho de la tipología ya consolidada del héroe (sobre todo, como se ha dicho, a partir de su cristalización en la película de Disney)- que abandona volando su hogar y, mitad pájaro, mitad perplejo bebé humano, aderezado con algunos mágicos componentes de las hadas, se asienta en la Isla de los Pájaros, situada en medio de La Serpentina, el lago que comparten los jardines de Kensington y Hyde Park. Esos capítulos de El pajarito blanco acabarían por desgajarse del texto principal para conformar en 1906 el libro del que ahora os hablo. En él, el lector tiene en todo momento presente los orígenes “orales” de la historia y “siente” cómo el propio Barrie se pasea por el parque con los hijos de sus amigos, el matrimonio formado por Arthur y Sylvia Llewelyn Davies (niños a los que acabaría adoptando, de un modo no exento de polémica, tras la muerte de sus padres), mientras inventa sin cesar cuentos y fantasías, aventuras y leyendas sobre los misteriosos parajes de unos jardines habitados por traviesos elfos y afanosas hadas, inocentes duendes y multitud de algo fantasmales animalillos. De hecho, el texto entero se plantea como una suerte de larga perorata, una vívida conversación del narrador con sus destinatarios, los vástagos Llewelyn Davies, que, presumiblemente, le acompañan, fascinados, en su singular recorrido por el parque. La voz del autor interrumpe en algún momento la narración para dar cuenta de esa peculiaridad de su historia: Debo mencionar aquí la forma en que vamos a exponer una historia: primero yo se la cuento a él [uno de los pequeños Llewelyn Davies], y luego él me la cuenta a mí; y esta versión es una historia totalmente distinta; luego, yo se la vuelvo a contar con las cosas que él ha añadido, y así sucesivamente hasta que ninguno pueda reconocer si la historia es de uno o de otro. En esta historia de Peter Pan, por ejemplo, el esquema narrativo y la mayoría de las reflexiones morales me pertenecen, aunque no todas, ya que este chico puede llegar a ser un severo moralista; pero los detalles interesantes sobre modales y costumbres de los niños durante su etapa infantil son, sobre todo, recuerdos de David. 

Con un muy evidente anclaje en los mitos célticos, poblados de seres fantásticos, hadas, mandrágoras y otros elementos más o menos telúricos, el relato resulta curioso y entrañable, aportando algunas pistas para comprender mejor los orígenes y algunas características definitorias del mito que acabaría por desenvolverse del todo en Peter Pan y Wendy: su “inmunidad” al paso del tiempo (Peter existe hace mucho, aunque realmente siempre tenga la misma edad); su ambigua vivencia de la condición infantil, en tanto rehúye el paso a la adultez al escapar de su casa y de su infancia (Si creéis que es el único niño que siempre tuvo deseos de escaparse, eso demuestra que habéis olvidado por completo vuestra propia niñez, espeta el narrador a sus atentos oyentes) y, a la vez, añora, nostálgico, lo que ya nunca podrá ser (aunque nació hace mucho nunca ha tenido día de cumpleaños ni hay la menor posibilidad de que lo tenga); y las numerosas reflexiones del autor sobre la conveniencia de mantener el espíritu infantil, ejemplificado en una metafórica y significativa capacidad de volar (Fue una suerte que no se diese cuenta, porque en caso contrario habría perdido la fe en su poder de volar; y es que, en el momento en que dudáis de que podéis volar, perdéis para siempre la capacidad de hacerlo. Esa es la razón de que los pájaros vuelen, y si nosotros no podemos es simplemente porque ellos tienen una fe total, porque tener fe es como tener alas). 

Pero la más afinada construcción del personaje aflora en Peter Pan y Wendy, un libro excepcional que leído ahora, de adulto, encierra infinidad de motivos de interés. De entrada, resulta muy apreciable la constante “intervención” del narrador en su relato, que se “interrumpe” de continuo con constantes interpelaciones o comentarios al lector, dirigidos tanto al convencional, un desconocido que se adentra en el libro en la soledad de su casa o de una biblioteca, como al que presumiblemente fuera su primer destinatario “natural”: los ya mencionados hijos de sus amigos. Son muchos los ejemplos de esta cariñosa y cercana interlocución a la que recurre Barrie: Así es el lenguaje de las hadas. Vosotros, los niños normales, no podéis oírlas, pero si pudierais oírlas os daríais cuenta de que ya las habéis oído en alguna otra ocasión. Y también: ¿Llegarían a tiempo al cuarto de los niños? De ser así, qué maravillosa alegría para ellos, y qué suspiro de alivio soltaremos nosotros; pero entonces nosotros nos quedamos sin historia. Por otro lado, aunque no llegan a tiempo, prometo solemnemente que, al final, todo acabará bien

La significativa “presencia” del autor en su relato aflora también en otras manifestaciones que hoy podríamos llamar metaficcionales, como en este fragmento: Quizá sea de chismosos divulgar que, durante un momento, sintió la seducción de Garfio, pero sólo lo contamos por las extrañas consecuencias que acarreó; o en este otro, también muy esclarecedor: Algunos de los mayores héroes han confesado que, justo antes de entrar en combate, habían tenido un desfallecimiento. Si ése hubiera sido el caso de Peter en tal momento, yo lo admitiría. En ambos casos -y en otros similares- se evidencia este enfoque, en cierto modo, “dialogado” del libro, una condición que en ningún momento olvida, antes al contrario, tiene muy presente a sus pequeños lectores. 

Es destacable también, y desenvolviéndonos aún en este terreno de la técnica literaria, el que Barrie haga, en un relevante episodio del libro, que Wendy cuente a los niños perdidos, siempre deseosos de una madre protectora y “acogedora”, una historia que reproduce la suya propia, en un leve atisbo de juego de muñecas rusas también muy metaliterario. Como ocurre, igualmente, en algunos pasajes -que remiten, al igual que sucedía en el primer título comentado, al origen oral de la historia- en los que el narrador parece que va construyendo su relato sobre la marcha, con titubeos, dudas, alternativas y toma de decisiones repentinas y espontáneas, de cuyo proceso de creación, aparentemente improvisado, va dando cuenta al lector. Merece la pena mostrar el llamativo recurso aunque sea en un texto algo extenso: 

El sorprendente resultado de esta aventura fue…, pero todavía no hemos decidido que sea ésa la aventura que vamos a contar. Quizá fuese mejor la del ataque nocturno de los pieles rojas contra la casa subterránea, cuando varios de ellos, atascados en los troncos huecos, tuvieron que ser sacados como corchos. También podríamos contar cómo Peter salvó la vida de Tigridia en la Laguna de las Sirenas, convirtiéndola así en aliada. 
Y podríamos recordar el pastel preparado por los piratas para que los niños perdidos murieran al comérselo; y cómo fueron colocándolo hábilmente en lugares estratégicos; pero Wendy siempre llegaba a tiempo para arrancárselo a los niños de las manos, de modo que fue perdiendo la suculencia para volverse tan duro como una piedra y ser empleado como proyectil; y Garfio terminó tropezando con él en la oscuridad. 
También podríamos hablar de los pájaros que eran amigos de Peter, en particular del Pájaro de Nunca Jamás, que hizo su nido en un árbol que dominaba la laguna, y cómo el nido cayó al agua, y el pájaro siguió sentado encima de sus huevos, y Peter dio órdenes para que no le molestaran. Es una historia preciosa, cuyo final demuestra lo agradecido que puede ser un pájaro; pero si la contamos, también debemos contar la aventura completa de la laguna, lo cual sería en realidad contar dos historias en vez de una. Una aventura más corta, e igual de apasionante, fue el intento de Campanilla, con la ayuda de varias hadas callejeras, de enviar a Wendy a tierra firme dormida sobre una gran hoja flotante. Por suerte, la hoja se hundió, y Wendy se despertó pensando que era la hora del baño y regresó a la isla a nado. O también podríamos escoger el desafío lanzado por Peter a los leones, cuando trazó un círculo a su alrededor en el suelo con una flecha y los desafió a que lo cruzaran; y aunque esperó horas y horas, con los demás muchachos y Wendy observándole sin aliento desde sus árboles, ninguno de los leones se atrevió a aceptar el reto. 
¿Cuál de estas aventuras elegiremos? Lo mejor será echarlo a cara o cruz. 
He lanzado la moneda al aire, y ha ganado la laguna. De pronto, me habría gustado que ganase el Barranco, o el pastel, o la hoja de Campanilla. Naturalmente, podría intentarlo de nuevo y elegir la mejor de las tres; sin embargo, quizá lo más justo sea quedarse con la laguna

Y, en efecto, en el capítulo que empieza a continuación se nos narra la historia de La Laguna de las Sirenas. 

La creación de un protagonista inolvidable es, a mi juicio, uno de los principales logros del libro. Un Peter Pan alegre y conforme con su privilegiado estado de permanente niñez, exultante en su vida sin memoria, en su duradero olvido, en su presente eterno (—Pan, ¿quién y qué eres? —gritó con voz ronca. —Soy la juventud, soy la alegría —respondió Peter al azar—. Soy un pajarillo que se ha caído del nido), en su continuo juego, en su intemporal paraíso en el que la realidad y la ficción son indiscernibles (La diferencia entre Peter y el resto de los niños en una situación así consistía en que ellos sabían que era pura ficción, mientras que, para él, la ficción y la verdad eran exactamente lo mismo), pero que, simultáneamente, deja entrever su melancolía, su insatisfacción, su esencial carencia (Y el señor Darling se despertó para compartir su dicha, y Nana entró corriendo. No es posible imaginar un cuadro más maravilloso, aunque no había nadie para contemplarlo, excepto un extraño niño que miraba por la ventana. Tenía alegrías innumerables que otros niños nunca pueden conocer; pero estaba contemplando por la ventana la única alegría que debía estarle prohibida para siempre), su, en cierto modo, angustia existencial (A veces, aunque no a menudo, soñaba, y sus sueños eran más dolorosos que los sueños de los demás niños. Pasaba horas sin que pudiese librarse de esos sueños, durante los que exhalaba largos gemidos. Creo que tenían que ver con el enigma de su existencia), su ambigua relación con la, en su caso, inconcebible muerte (Peter era desde luego muy diferente de los demás niños; pero por fin tenía miedo. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, como un escalofrío sobre el mar; pero en el mar un temblor sucede a otro, hasta que se juntan cientos de ellos, y Peter sólo sintió ése. Un segundo más tarde, estaba de pie sobre la roca, con su famosa sonrisa en la cara y un redoble de tambor en su pecho. Este redoble le decía: «Morir ha de ser una aventura tremendamente grande»). 

Por lo demás, Peter Pan y Wendy es una imaginativa narración pensada para cautivar y estimular la fantasía de los niños, como demuestra su indiscutible vigencia durante más de cien años. Pero buena parte de su éxito no se debe tan sólo a la apasionante sucesión de aventuras y peripecias del héroe y sus “protegidos” -singularmente Wendy y sus hermanos- con los indios y los piratas, con Garfio y el cocodrilo, con los niños perdidos y las sirenas, en un territorio mágico y como de sueño, sino, como ya se ha dicho, a que entreverados en el relato, por “debajo” de la lectura más evidente -y también más superficial- del cuento, asoman esas muchas otras cuestiones que han convertido al personaje en un mito moderno: la reivindicación de la infancia y el miedo a crecer (Todos los niños, menos uno, crecen. Desde muy pronto saben que van a crecer, y Wendy lo supo de la siguiente manera: un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en el jardín, cogió una flor y corrió con ella hacia su madre. Supongo que en ese momento estaba encantadora, porque la señora Darling se llevó la mano al corazón y exclamó: «¡Ojalá pudieras quedarte así para siempre!». Fue todo lo que ocurrió entre ellas, pero desde ese instante Wendy supo que tenía que crecer. Todos nos enteramos de eso a los dos años. Los dos años son el principio del fin); el rechazo -el odio incluso- a lo adulto (estaba tan lleno de ira contra los adultos que, como de costumbre, lo echaban todo a perder, que nada más meterse en su árbol se puso a hacer deliberadamente inspiraciones cortas, a razón de cinco por segundo. Y lo hizo porque hay un refrán en el País de Nunca Jamás según el cual cada vez que respiras muere un adulto; y Peter, en venganza, estaba matándolos lo más deprisa posible); el repudio de la seriedad y las convenciones de la madurez (—No quiero ir a la escuela y aprender cosas serias —dijo Peter enérgicamente—. No quiero hacerme un hombre); la irrecuperable pérdida de la niñez; el implacable y devastador paso del tiempo; la imposibilidad de los recuerdos; la importancia de la figura materna a partir de su ausencia para la mayor parte de los protagonistas (todos buscan una madre); la conciencia de la feminidad en las mujeres, el juego del amor y la seducción (preciosa la historia del beso y el dedal, en que se plasma el “coqueteo” entre Wendy y Peter; un Peter con una magnética capacidad de atracción para las mujeres, pues todas -Tigridia, por supuesto Campanilla, la propia Wendy, capaz de avivar también ese indefinible y tenue deseo en el mismísimo Garfio- se disputan su atención (—Wendy —continuó él con una voz a la que ninguna mujer ha podido resistirse nunca—); la necesidad de los cuentos, de la fantasía, de los sueños, de la fabulación, de la construcción de quimeras... 

No quiero cerrar mi comentario sin dejar constancia del profundo conocimiento que Barrie manifiesta del alma infantil, tanto en las facetas reveladoras de su inocente ingenuidad (—¿Por qué no puedes volar ahora, mamá? —Porque he crecido, cariño. Cuando la gente se hace mayor, se le olvida la forma de hacerlo. —¿Por qué se les olvida? —Porque dejan de ser alegres, inocentes y sin corazón. Sólo los que son alegres, inocentes y sin corazón pueden volar), como en las muestras más egoístas de su comportamiento (Así es, los niños siempre están dispuestos, cuando a la puerta llama la novedad, a abandonar a sus seres queridos; y también: Ése era el cuento, y a los niños les gustaba tanto como a su hermosa narradora. Como veis, todo era como debía ser. Nos escapamos del hogar como los seres más crueles del mundo, que es lo que son los niños, a pesar de ser tan atractivos, y pasamos un rato delicioso pensando únicamente en nosotros mismos; y cuando necesitamos atenciones especiales volvemos noblemente en su busca, confiando en que nos recibirán con abrazos en lugar de azotes). Resulta llamativo, igualmente, cómo, contrariando esta ridiculez contemporánea de la corrección política aplicada a los cuentos infantiles, que se reescriben en la actualidad conforme a las consignas y los postulados de la “moralina” ideológica imperante, en Peter Pan el narrador no escatima pasajes de una feroz aunque benéfica crueldad -valga el oxímoron: ¡¡estamos en un cuento, todo es mentira (como bien saben los niños)!!-, de la que dan cuenta, a modo de último ejemplo, en estos dos pasajes: Todos tenían sed de sangre menos los niños, que esa noche sólo pensaban en recibir a su capitán. Los niños de la isla varían, por supuesto, en número, según los vayan matando y demás; por otra parte, cuando parece que empiezan a crecer, porque crecer va contra las reglas, Peter los elimina sin ninguna piedad; esa noche había seis en total, contando a los Gemelos como si fuesen dos. Imaginemos que estamos tumbados entre las cañas de azúcar y que los observamos pasando en fila india, cada uno con un puñal en la mano. E igualmente: Matemos ahora un pirata, para mostrar el método de Garfio. Skylights nos servirá. Al pasar, Skylights choca torpemente con su capitán, descolocándole el cuello de encaje; el garfio sale disparado, se oye un desgarrón y un gemido, luego alguien echa a un lado el cuerpo de una patada y los piratas siguen adelante. Garfio ni siquiera se ha quitado los cigarros de la boca

En fin, leed, ya de adultos, estas extraordinarias historias de Peter Pan; estoy seguro de que os van a entusiasmar. Como “ilustración” musical a mi reseña os dejo la inolvidable canción -si acaso quieres volar…-, también algo cursi y almibarada, de la versión en castellano de la película de Disney.


Nunca Jamás 
La señora Darling oyó hablar de Peter por primera vez cuando estaba poniendo un poco de orden en la mente de sus hijos. Por la noche, las madres buenas, una vez que sus pequeños se han dormido, suelen ir a fisgonear en sus cabezas y ordenarlas para la mañana siguiente, volviendo a colocar en su sitio el gran montón de cosas que se han descolocado durante el día. Si pudieseis quedaros despiertos —pero claro está que no podéis—, sorprenderíais a vuestra propia madre haciéndolo, y os resultaría muy interesante observarla. Es algo así como ordenar cajones. Supongo que la veríais de rodillas, mirando divertida algunas de las cosas que contenéis, preguntándose de dónde habéis sacado esto o aquello, yendo de sorpresa en sorpresa, no siempre agradable, acercando esto a su mejilla como si fuera tan suave como un gatito, y apartando rápidamente esto otro de su vista. Al despertaros por la mañana, las travesuras y malas pasiones con que os metisteis en la cama la noche anterior están cuidadosamente dobladas y colocadas en el fondo de vuestra mente; y en la parte de arriba, bien aireados, están extendidos vuestros pensamientos más bonitos, listos para que os los pongáis. 

No sé si habéis visto alguna vez el mapa de la mente de una persona. A veces, los médicos trazan mapas de otras partes de vuestro cuerpo, y vuestro propio mapa puede resultar enormemente interesante; pero ¿a que no los pilláis dibujando el de la mente de un niño? Porque esa mente no sólo es confusa, sino que no para de dar vueltas todo el tiempo. Veréis un montón de líneas en zigzag, como las de una ficha de vuestra temperatura cuando tenéis fiebre: probablemente sean los caminos que surcan vuestra isla, porque el País de Nunca Jamás siempre es, más o menos, una isla con maravillosas manchas de color aquí y allá, con arrecifes de coral y con veloces embarcaciones en alta mar, con grutas salvajes y solitarias, con gnomos que en su mayoría son sastres, con cavernas por las que corre un río, con jóvenes príncipes con seis hermanos mayores, con una cabaña que se derrumba rápidamente y una viejecita muy pequeña de nariz ganchuda. Sería un mapa muy fácil de dibujar si eso fuera todo, pero también está el primer día de escuela, la religión, los padres, el Estanque Redondo, la costura, los asesinatos, los ahorcados, los verbos que rigen dativo, el día del pastel de chocolate, ponerse tirantes, decir treinta y tres, los seis peniques por arrancarte un diente tú solo y demás; y todo esto forma parte de la isla, o forma otro mapa que aparece a través del primero, con lo cual resulta bastante confuso, especialmente porque todo está en constante movimiento. 

Por supuesto, los Países de Nunca Jamás son distintos unos de otros. En el de John, por ejemplo, había una laguna con flamencos rosa a los que John disparaba, mientras que Michael, más pequeño, tenía un flamenco con lagunas volando por encima. John vivía en el casco de una barca volcada sobre la arena, Michael en una tienda de indios, y Wendy en una casa de hojas cosidas con gran habilidad. John no tenía amigos, Michael los tenía por la noche, y Wendy se ocupaba de un lobezno abandonado por sus padres; pero, en general, los Países de Nunca Jamás tienen cierto aire de familia, y, si pudieseis ponerlos en fila uno tras otro y se estuvieran quietos, podríais decir que tenían las mismas narices y demás cosas. A estas mágicas costas los niños siempre llegan con sus barquichuelas que han encallado, también nosotros hemos estado allí; todavía tenemos en los oídos el rumor del oleaje, aunque nunca volveremos a desembarcar en ellas. 

De todas las islas deliciosas, el País de Nunca Jamás es la más acogedora y más compacta, no se trata de un lugar grande y alargado, ya sabéis, con fastidiosas distancias que recorrer entre dos aventuras, sino que está deliciosamente agrupado. Cuando jugáis en ella de día con las sillas y el mantel no da ningún miedo, pero durante los dos minutos anteriores a que uno se quede dormido, poco falta para que se vuelva real. Y por eso hay lámparas de noche en las mesillas. 

Algunas veces, durante su viaje por las mentes de sus hijos, la señora Darling descubría cosas que no podía comprender, y, de todas ellas, la más desconcertante era la palabra Peter. No conocía a ningún Peter, y, sin embargo, esa palabra estaba aquí y allá, en las mentes de John y de Michael, y empezaba a aparecer, garabateada, en la de Wendy. Ese nombre estaba escrito en letras más grandes que las de cualquier otra palabra, y mientras la señora Darling lo contemplaba tuvo la impresión de que tenía un aire curiosamente descarado. 

—Sí, es un poco descarado —admitió Wendy a regañadientes. 

Su madre le había preguntado por él. 

—Pero ¿quién es, cariñito? 

—Es Peter Pan, si ya lo sabes, mamá. 

Al principio la señora Darling no lo sabía, pero después de volver a sus recuerdos de infancia, se acordó de un tal Peter Pan que, según decían, vivía con las hadas. Sobre él corrían historias extrañas; contaban, por ejemplo, que, cuando los niños morían, él los acompañaba durante una parte del viaje para que no tuviesen miedo. En esa época había creído en su existencia, pero, ahora que estaba casada y era una persona razonable, dudaba mucho de que tal persona existiera. —

Además —le dijo a Wendy—, ha debido de crecer mucho desde entonces. 

—¡Oh!, no, no ha crecido —replicó Wendy—, tiene exactamente mi tamaño. 

Con eso quería decir que tenía su tamaño tanto de cuerpo como de mente. No sabía cómo lo sabía, pero, eso sí, lo sabía.



Philippe Sands. Calle Este-Oeste




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