Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 29 de abril de 2020

LUCIANO G. EGIDO. LOS TÚNELES DEL PARAÍSO

(Continuamos, mientras dura el aislamiento y no caben las emisiones "convencionales" del espacio, con nuestra doble oferta en el blog. Por un lado la reseña escrita sobre la que se hubiera desarrollado el diálogo hablado en que en las tres últimas temporadas consiste Todos los libros un libro. Por otro, la recuperación, esta vez sí que con un archivo de audio, de alguno de los programas de cursos precedentes. En el caso de esta tarde, el correspondiente a dos libros muy interesantes, vinculados al Día del Trabajo, Mary Barton y Norte y Sur, ambos de la británica Elizabeth Gaskell).


Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os ofrecemos una propuesta de lectura. Hoy, a solo dos días del Primero de mayo, con la consiguiente celebración (el solo término da pavor, en estos días de zozobra y desolación) de la Fiesta del trabajo, os traigo un libro excelente, de un autor salmantino, además, cuyo núcleo central se sitúa, claro está, en el ámbito del trabajo, con un relato que gira, en concreto, sobre las terribles condiciones laborales que sufrieron los cientos de trabajadores que, a finales del siglo XIX, dejaron su vida -en muchos casos, literalmente- en la construcción de las líneas férreas que unirían Salamanca con Portugal.

El recuerdo de los padecimientos laborales -y no solo- que a lo largo de los siglos han experimentado los trabajadores, el aliento a su justa lucha en pro de unas condiciones laborales dignas, la comprensión y el apoyo a sus legítimas reivindicaciones, la reflexión sobre la necesidad de una regulación -el Derecho del trabajo- que proteja y tutele a los más débiles en las relaciones jurídicas entre empresarios y trabajadores -recuerdo, aliento, comprensión, apoyo y reflexión en todo tiempo necesarios- son especialmente oportunos, en estos momentos excepcionales en los que, en una sociedad convulsionada por las consecuencias de la atroz pandemia que nos aflige desde hace meses, es el mundo laboral -los pequeños empresarios (también, en otra medida, los grandes), los autónomos y, por supuesto, los trabajadores- el que, quizá, va a sufrir -está sufriendo ya- de una manera más intensa los efectos de la inimaginable depresión en la que estamos sumidos. Y es con la presencia -viva, cálida, cercana, solidaria- en nuestras mentes de toda esta pléyade de “perdedores de la crisis” que quiero presentaros mi sugerencia de esta tarde.

Se trata de Los túneles del paraíso, un libro espléndido de un autor, Luciano Egido, que a sus noventa y dos años cuenta con una decena de novelas en su haber (es también periodista y ha escrito varios ensayos), y ello pese a haber empezado a publicar ficción ya sexagenario. Egido ya había aparecido en nuestro programa en 2008, a propósito de su obra El segundo corazón, un muy personal recorrido por la ciudad de Salamanca, pero son sus novelas primeras, que en su momento yo leí con entusiasmo (y conmigo media España, pues algunas de sus obras alcanzaron un importante éxito de ventas), El cuarzo rojo de Salamanca, de 1993, El corazón inmóvil, del 95, La fatiga del sol, de 1996, La piel del tiempo, de 2002 (todas, junto a la de esta tarde, publicadas en Tusquets), las que le han proporcionado el destacado lugar que a mi juicio ocupa en la literatura española contemporánea. Nacido en Salamanca en 1928, Luciano G. Egido es doctor en filosofía y letras por la Universidad de su ciudad. Profesor, crítico cinematográfico, cineasta, periodista y ensayista, su incorporación tardía a la narración literaria le ha valido numerosos premios, entre los que destacan el Premio de la Crítica de Castilla y León de 2003 y el de las Letras de esa misma comunidad en 2004.

El 23 de septiembre de 1881, después de numerosas vicisitudes administrativas y legales, en un intrincado proceso burocrático gestado casi treinta años antes, del que el texto da cuenta en sus primeros capítulos, se aprueba la Real Orden que saca a subasta la ejecución de las obras de las dos líneas de ferrocarril que unirán Salamanca con la frontera portuguesa. En un par de años comenzarán los trabajos, una tarea hercúlea que obligará a despejar un terreno muchas veces hostil, de una orografía diabólica, con unas complejas condiciones tectónicas y unas muy notables dificultades geológicas, en los cerrados valles del Río Duero; un centenar de kilómetros atravesados, en una parte importante de su recorrido, por montañas, colinas, masas rocosas, desniveles y vaguadas, laderas y riberas, quebradas, hendiduras e inflexiones; una labor que la Compañía adjudicataria acometerá con el fin de iniciar cuanto antes la explotación de un recurso que el optimismo de la época y la ilusionada confianza en las virtudes transformadoras de la moderna máquina de vapor “dibujan” como una inmejorable ocasión para el desarrollo y la prosperidad de la región y, claro está, como un muy próspero negocio. Durante más de cuatro fatigosos, agotadores, dramáticos e interminables años -los que tardará en consumarse el proyecto- cientos de depauperados trabajadores acudirán a la llamada de la Compañía y entregarán sus energías, su salud y -ya se ha dicho- sus vidas para procurarse un mísero salario que les permita sobrevivir a sus penurias, lo que para muchos suponía, tan sólo, estirar algunos meses sus desdichadas existencias.


Los túneles del paraíso cuenta este poco conocido episodio de la historia de nuestro país en una narración sobresaliente desde el punto de vista literario que entremezcla la dimensión colectiva -los trámites legales del proceso, los documentos en los que se plasmó, la repercusión en los medios periodísticos del momento, la cruda realidad laboral, social y política del contexto que envuelve el proyecto, también sus indudables connotaciones épicas- con las experiencias individuales de esos hombres, en una vertiente del relato, conmovedora y durísima, en la que afloran las circunstancias particulares de cada personaje, sus vivencias individuales: las inhumanas y vergonzosas condiciones en las que desarrollan su trabajo, los abusos empresariales, el hacinamiento y las enfermedades, la tensión y los conflictos, los enfrentamientos y la locura, el odio y la violencia, los accidentes y las muertes; también los estériles anhelos y las débiles esperanzas, los diluidos recuerdos y las vagas ilusiones, los sueños imposibles y los amores casi siempre trágicos, los tímidos rescoldos del apagado fuego de unas vidas condenadas a una suerte de brutal animalidad.

Pero, antes de comentar estas derivaciones sobre el “fondo” de la novela, conviene reseñar algunos destacados aspectos formales, entre los que sobresalen, por encima del resto, el muy reconocible estilo literario del autor, el léxico riquísimo que maneja, la prosa despojada que despliega, áspera a veces, siempre culta, rigurosa, clásica, incluso algo añeja, la preocupación por el lenguaje y la palabra, su radical apuesta por la pulcritud en la expresión, por ensanchar -lo hace en todos sus libros- los límites de nuestro idioma, el mismo -pero radicalmente distinto- que el que de un modo más acomodado, más previsible, menos exigente, encontramos en la mayor parte de la conformista literatura contemporánea. Los túneles del paraíso está poblado por infinidad de vocablos insólitos, con resonancias decimonónicas -en lo que, sin duda, es un voluntario propósito del escritor de acomodarse al contexto temporal de su obra-, términos rotundos, nítidos, de una rusticidad anticuada aunque genuina, de un castellano viejo hoy casi perdido. A propósito de la aparición en su texto de uno de ellos, lagumán, podemos leer: aquella palabreja, pulida como un diamante, exacta como una flecha y contundente como una patada en semejante parte, una frase que el lector interpreta -y creo que acierta en su intuición- como si se tratara de una explícita declaración de los principios estilísticos que mueven al autor.

Pero, todavía en este plano formal, hay más elementos para la valoración del libro, como por ejemplo la variedad de técnicas narrativas que se utilizan. El relato alterna la primera y la tercera persona, se multiplican las perspectivas desde la que se contempla la realidad narrada, suenan múltiples voces en una suerte de planteamiento coral, polifónico, en el que se suceden las historias independientes de los muy diversos personajes, que se van engarzando haciendo así avanzar la trama. Cambian igualmente los registros lingüísticos: la prosa administrativa, la poética que se recrea en la descripción de los paisajes, la rudeza analfabeta de los obreros sin formación, el habla popular, rotunda y contundente. Conocemos a alguno de los protagonistas a través de sus cartas (un ingeniero, del que desconocemos el nombre, escribe a su amada, Amalia, a quien deja en Madrid, frustrada al ver interrumpidos sus planes de boda, para incorporarse a la obra) por lo que el libro asume también, en parte, los rasgos de la novela epistolar. Se insertan, de un modo quizá excesivo que dificulta o lastra la fluidez en la lectura, sobre todo en los primeros capítulos (e igualmente a su término), crónicas y noticias periodísticas, referencias normativas y transcripciones documentales. Hay cabida, incluso, para enfoques poco previsibles en una novela que, por su intención y por su plasmación final, se presenta como inequívocamente realista: es el caso del primero de los tres breves capítulos preliminares -El túnel del infierno- en el que los que hablan son los muertos, en unas páginas con reminiscencias del Spoon River de Edgar Lee Masters o, aunque se trata de un libro posterior, con un innegable paralelismo con Lincoln en el Bardo, de George Sanders. Esta esporádica dimensión irracional -hay brujas y apariciones más o menos esotéricas en la aterradora oscuridad de los túneles en construcción- no altera sin embargo la propuesta pegada a la realidad, de corte naturalista, sociológico o ideológico incluso, del autor, capaz no obstante -en otro rasgo distintivo de la literatura de Egido- de “elevarse” también a alturas filosóficas y humanistas, siempre preocupado por las cuestiones esenciales que afectan a alma humana.

Dividido en cuatro grandes partes, el libro se abre, tras la ya mencionada conversación de los muertos, de las almas en pena de los trabajadores fallecidos en el levantamiento de la vía, que se enzarzan en agrias y estériles disputas en la profundidad de los túneles, con otros dos capítulos introductorios, El túnel del purgatorio y El túnel del paraíso. El primero, que abarca los años entre 1850 y 1881, recoge los prolegómenos del proyecto, los primeros planes, las intrigas políticas, las influencias de los grupos de presión, la repercusión -crónicas, artículos, editoriales- en la prensa del momento, las discusiones en las Cortes y el lento proceso legislativo que acabaría por dar a luz la Real Orden de 23 de septiembre de 1881 con la que, por fin, se autorizaba la construcción de la línea. De todo ello se da cumplida cuenta documental, con transcripción de textos extraídos de boletines y periódicos, de actas parlamentarias y libros de historiadores. El túnel del paraíso, fechado en verano de 1882, evoca la pureza primigenia de los parajes que la llegada de los avances de la “civilización” acabará por destruir. Cuatro viejas lugareñas, ajenas a las urgencias de la modernidad, ancladas en su austero, sencillo e intemporal escenario cotidiano, comentan, escépticas y temerosas, las novedades que traerá el ferrocarril, renuentes ante unos cambios que, sospechan, les privará de la felicidad en la que viven sin saberlo. A medida que avanza la obra veremos cómo muchos de los vecinos de los pueblos de la vía férrea (Vitigudino, Lumbrales, Sobradillo, Hinojosa de Duero. La Fregeneda) se oponen a su trazado llegando a tirotear a los trenes. Y los enfrentamientos, la hostilidad, el odio entre los pobladores seculares y los advenedizos invasores que acuden a trabajar en las obras (Adiós paraíso. Los bárbaros han llegado), constituirán también uno de los ejes del relato.

Esa añoranza de una especie de inocencia primitiva encarnada en los grandiosos paisajes, de una excepcional belleza, que surcará el trazado de las vías, se halla presente en diversos momentos de la obra, en particular en el excepcional capítulo El descubrimiento del paraíso, en el que se recrea el silencio, la serenidad, el verdor vegetal, el azul limpísimo del cielo, la exuberancia floral, la confortable soledad, la gratificante frescura de las fuentes, la transparencia del aire, el suave clima, el primaveral florecer de los almendros, la profusión de insectos y otros animalillos, de unas tierras vírgenes que arrasará la inmisericorde urgencia del progreso. (¿Por qué el término “progresista” sigue teniendo una carga semántica cargada, sin cuestionamiento alguno, de connotaciones positivas, hasta el punto de que parece concitar la inquebrantable -y ciega- adhesión de todo el que hace profesión de fe democrática, imbuido así, por la sola aceptación del concepto, de una suerte de superioridad moral: “soy progresista, esto es éticamente intachable, en posesión de la opinión acertada, de la indiscutible verdad sobre todo lo divino y humano, defensor de valores superiores, situado en el “lado correcto” de la vida”, por encima del resto de los aviesos, ignorantes, insolidarios y reaccionarios que lo discuten? ¿Cómo es posible que -sobre todo tras la implacable devastación, en todos los órdenes, del coronavirus- alguien siga creyendo que el desenfrenado progreso -y es cierto, la clave está en “desenfrenado”- constituye la última ratio en la interpretación del mundo? ¿Progreso… a cualquier precio? En fin…). Esta reivindicación, que el libro sostiene de modo encendido y convincente, de una paz idílica, de una sencillez primordial, de una paradisíaca simplicidad, concuerda con la propia experiencia del autor, que ha declarado en alguna entrevista: Yo tengo la huella de la pérdida del paraíso. Era Hinojosa del Duero, en la frontera con Portugal, junto al río. Allí veraneábamos. Era la libertad. Íbamos al campo, había nubes, pájaros, nos bañábamos en la rivera, nos dedicábamos a leer, en unas afirmaciones que apuntan al carácter autobiográfico, siquiera parcialmente, de Los túneles del paraíso.

A partir de estos apartados preliminares, la narración avanza cronológicamente dando cuenta de los distintos episodios de la construcción de las líneas de ferrocarril y de los veinte túneles que lleva consigo, una tarea que se va sucediendo a la par de los pequeños acontecimientos de la vida de los casi dos mil hombres (nunca creí que pudiera haber tantos desgraciados juntos, sostendrá el narrador) llegados desde todos los puntos de la península en busca de la difusa promesa de un precario sustento que aportaba un trabajo (¡cualquier trabajo!) en aquellos años de penuria; una amplia variedad de personajes que constituyen, en sus distintas personalidades y en los hechos de que los que son protagonistas, uno de los elementos principales, sino el más destacado, de la novela.

En una manifestación más de la multiplicidad de puntos de vista de los que se vale el autor para presentar su relato, conocemos a esos pobres desventurados desde diferentes perspectivas. Primero en una minuciosa semblanza objetiva -Los hombres a las puertas de los túneles- cuando en verano de 1883 arriban a la obra con el ferviente deseo de ser contratados, en una serie de estampas muy breves que nos informan de sus desvaídas identidades, sus rasgos físicos, sus humildes oficios, la penosas vicisitudes de sus trayectorias vitales, sus magros equipajes, sus absurdos e irrealizables (absurdos por irrealizables) anhelos: Todos eran iguales, cortados por el mismo patrón. Desarraigados, curtidos a fuerza de años y de heridas, con una fe en la vida a prueba de bombas, naciendo cada día de sus escombros. Pero cada uno de su padre y su madre, con la condena a cuestas, encajadores cada uno a su manera. Más adelante los vemos en la compasiva mirada del ingeniero que informa de su desvalimiento y su ruina a su abandonada y progresivamente desapegada -distanciamiento que sólo conocemos por las palabras de su corresponsal- Amalia, en descripciones muy reveladoras: Vienen exhaustos, menesterosos y esperanzados. Me conmueven su estado de necesidad y su desamparo y me dan miedo sus miradas atravesadas, como si nosotros tuviéramos la culpa de su situación. Desnutridos y mal vestidos, con la piel tostada de la intemperie y las caras hoscas y ásperas, apenas afeitadas y con sombrías arrugas de larga gestación. Y también en la voz subjetiva del propio narrador, uno de los infortunados: Más arriba de los treinta y cinco todos éramos viejos, arrugados, desnutridos, canosos, feos y ligeramente encorvados. O de modo aún más categórico y desolador: Quien dijera que éramos hombres, aunque lo pareciéramos, mentiría. Y aún aparece su despiadado retrato en las palabras del “Poder”, de los dueños de la Compañía, del timorato juez: Eran gente díscola, sin principios, algunos con antecedentes delictivos y dispuestos a todo, sin importarles nada de nada y menos la vida humana. Acostumbrados a campar por sus respetos, no aguantaban órdenes ni disciplina, eran malos trabajadores y peores personas, ladrones, borrachos, pendencieros, sin ninguna moral y sin ningún respeto por nada, trabajaban mal y había que arrearlos como a las mulas, no había que fiarse de ninguno, debajo de una cara bondadosa podía esconderse un bandido en espera de su oportunidad, todos eran hijos de mala madre.

De entre todos ellos, la vaga trama argumental se detiene en algunos más relevantes: Ángel, el Mesías, predicador anarquista de la revolución; el orate Albadalejo, enloquecido por la peste que, durante unos meses, estragará los campamentos de trabajadores; Cecilio Cambronero, de Madrid, el gallego Eleuterio de Castro y Andrés, Andresín, poca chicha, rara mezcla de andaluz y portugués, que a fuerza de encontrarse, de verse, de rozarse, de hablarse y quizá de reconocerse en la desgracia y entenderse, acabarán por forjar una extraña amistad; el cruel e implacable Higinio, el capataz, al que todos desean la muerte y que despierta los instintos más agresivos entre los hombres (como si se tratase de una comunidad de salvajes sueltos, sin más ley que la de la fuerza bruta, ni más moral que la de la selva virgen), por su trato despótico, por sus abusos, por su ilimitada maldad; Atilano García, majara a causa de una explosión, con el rumbo perdido para siempre; don Julián Carranza, un buen médico y un santo varón; la prostituta inglesa Miss Flowers, ofreciendo el modesto paraíso de su sexo como único consuelo frente al vacío de la vida de aquellos hombres; Eliseo Madrigal, carita de ángel, atildamiento de figurín de sastrería inglesa, manos blancas y vírgenes de no haber trabajado en su vida, el jovencísimo juez desbordado por la brutal animalidad de aquel ambiente; y tantos otros…

Todos ellos viven situaciones de extrema dureza en su trabajo, con jornadas interminables y agotadoras, cobrando cuatro míseros reales, con constantes riesgos para su salud y su vida en la extenuante actividad, con el fatigoso golpear de picos y martillos, con el inclemente manejo de taladros mecánicos de ruido ensordecedor, expuestos a los imprevisibles efectos de los explosivos, la dinamita, los barrenos, lisiados por las deflagraciones repentinas, sobrecogidos, sordos, tarumbas por los estruendos súbitos, atropellados por inesperadas vagonetas chirriantes, desplomados bajo el desmesurado peso de raíles y traviesas, de vigas, rocas y herramientas, trasportando piedras, arrastrando máquinas, acarreando gravilla, llevando sacos al hombro, arrimando materiales, abriéndose paso en la infernal oscuridad de los túneles, ahogados por el polvo asfixiante, golpeados por el impacto de las esquirlas y los fragmentos rocosos desprendidos, enfrentándose, sudorosos e impotentes, a las vetas de pizarra, a los conglomerados de granito, a los sedimentos de rocas de cuarzo, cayendo al vacío desde puentes, pontones y viaductos (no había jornada sin sepelio), desapareciendo enterrados tras los numerosos derrumbamientos, hundiéndose en alcantarillas y trincheras, salvando desniveles, franqueando valles y vaguadas, sometidos a las rudas, despiadadas, inclemencias del tiempo, padeciendo, además, la incontable plaga de las muertes suplementarias: reyertas acaloradas, borracheras imprudentes, navajas prontas y el agosteño castigo de una feroz epidemia de cólera que diezmaría unas plantillas debilitadas por unas insoportables carencias higiénicas, malviviendo en ínfimas condiciones de habitabilidad, sin poder descansar apenas, hacinados en barracones o pajares, en oscuros sobrados o chamizos en ruinas cuando no durmiendo al relente o al socaire de un tapial, con el amontonamiento y la suciedad, con una alimentación precaria, con la hediondez, con las enfermedades amenazando permanentemente sus frágiles energías.

El “inventario” de las lacerantes condiciones laborales se abre así, forzosamente, hacia la descarnada exposición de otro ámbito, más amplio y general, del que aquél forma parte: la injusta realidad social, el sustrato de desigualdad, abusos, atropellos, violaciones (también físicas, perpetradas sobre algún jovencito indefenso), discriminación, ilegalidad, explotación, violencia, ferocidad y odio que caracteriza la sociedad de la época y, más en particular, el microcosmos de arbitrariedad y segregación, de dominación e iniquidad de las relaciones entre los poderosos opresores y los oprimidos desheredados y maltratados por la fortuna. La “fotografía” resultante de esta vertiente de la novela es espantosa y desasosegante, un retrato atroz de la miseria humana, de las cotas de degradación, envilecimiento y degeneración a las que el hombre puede llegar en situaciones extremas (Había que ser un desalmado para no conmoverse ante tanta brutalidad, ante tanto desprecio por la vida de los hombres trabajadores, ante tanta injusticia). Algunos críticos han citado, a propósito del libro, a Zola y a los grandes temas del naturalismo: la miseria, las epidemias, las enfermedades mentales, el alcoholismo o la marginación social, y en Los túneles del paraíso encontramos sin duda ecos del Germinal del francés.

No hay, sin embargo, un tono panfletario o de denuncia explícita en el libro, no hay innecesarios subrayados moralistas, ni el menor enojoso énfasis pedagógico. A Egido, cuya toma de postura ética es innegable (en la vida y en sus obras, también en este Los túneles del paraíso), le basta con mostrar los hechos para que aflore, poderoso e irrefrenable, el “mensaje” contra la maldad humana, contra la injusticia social, contra la degradación de la naturaleza, contra el odio y la violencia que impregnan muchas de las aspiraciones humanas, contra el olvido de la vida sencilla, de los ritmos pausados y del tranquilo sosiego, que, pese a sus logros, lleva consigo el progreso, en un discurso lúcido y escéptico que toma cuerpo en las desesperanzadas cartas del ingeniero, de una de las cuales (muy significativa desde este punto de vista), os dejo un largo fragmento como cierre de esta reseña.

Esta paradoja, tan actual -y de nuevo el impacto del coronavirus opera como reveladora metáfora (¡y ojalá su incidencia hubiera sido sólo simbólica!)-, entre las ventajas que aportan a nuestras vidas la innovación, los avances técnicos, los descubrimientos de la acelerada modernidad, los más generosos logros de la globalización: las soluciones científicas, las mejoras en las comunicaciones y en el transporte, la facilitación de las relaciones personales y la interacción de las gentes, la ampliación de la democracia a un gran parte de la población mundial, el desarrollo de la sanidad y la curación de enfermedades, la difusión de la cultura, la extensión de la educación, el incremento de la prosperidad y la generalización en la mayor parte de los ciudadanos de unas condiciones de vida dignas, la transparencia en la información y la consiguiente alerta sobre la violación de los derechos humanos en cualquier parte del mundo, entre otros… y sus indudables inconvenientes, por encima de todos la arrasadora celeridad con la que los designios del mercado, el delirio consumista, los dictados de los capitales, imponen su agitación frenética alejándonos de la vida auténtica (destruyéndola incluso), se manifiesta de un modo elocuente en las páginas finales del libro. La condición de gesta, los valores épicos, las apelaciones al heroísmo, la entrega, la noble dedicación de quienes sacrificaron sus vidas para hacer prosperar las fecundas posibilidades que el proyecto encerraba, contrastan, en el balance final, con la mucha destrucción y las muchas muertes provocadas y, además, con la poca eficacia práctica del logro obtenido. En un último capítulo demoledor, El túnel de la historia, constatamos cómo desde su inauguración, el 8 de diciembre de 1887, y tras un cierto auge inicial, el tramo ferroviario dejó de resultar eficiente en términos económicos (Su explotación nunca fue rentable y provocó continuos déficit a las cuentas de la Compañía) y en número de viajeros, que a principios del siglo XX apenas llegaba a los sesenta mil anuales. Tras décadas de vicisitudes varias, por fin el 1 de enero de 1985 se suprimiría el tráfico de viajeros y mercancías en la línea por falta de rentabilidad económica. Las inútiles ruinas de vías y andenes, devoradas por las hierbas y estragadas por el impacto del clima, aprovechadas recientemente en diversas iniciativas turísticas, son el símbolo, en una derivación metafísica de la novela, de la inutilidad última (¿Para qué todo esto?) de cualquier proyecto humano, de nuestros estériles y, sin embargo, necesarios afanes.

Os dejo con Sixteen Tons, una canción escrita por Merle Travis en 1946 que habla del difícil trabajo en las minas de carbón (con un evidente paralelismo con los ambientes descritos en el libro) de Kentucky. Con decenas de versiones en todos los idiomas, aquí la presento en la tardía interpretación (1977) de su autor con Tennessee Ernie Ford, que la popularizó, con un gran éxito, en 1955. 


Lo que parecía imposible, lo hemos conseguido a fuerza de tesón, de sacrificios y de trabajo, como no te puedes ni imaginar. Veinte túneles entre masas graníticas y nueve puentes de complicadas estructuras, en los diecinueve kilómetros que van desde la estación de La Fregeneda a la de barca d’Alva. Aquellos montes altos y hoscos, que parecían impenetrables, se han rendido a nuestra voluntad de vencerlos, a la tenacidad de nuestros esfuerzos, en los límites de lo soportable, como héroes de leyenda. Muchas veces me ha sorprendido la capacidad de aguante de los hombres, que respondían con generosidad a las dificultades de los retos que se les imponían. Yo me preguntaba al principio: ¿cómo vamos a hacerlo?, porque era una labor de titanes, frente a aquellos muros impenetrables. Ha habido mucho de hormigas tenaces, pero también mucho de tareas de gigantes, en respuesta al desafío de su resistencia y de su impertinente soberbia geológica. Hemos volteado miles de quintales de piedra y de pizarra, hemos abierto trincheras con decisión de tajo y hemos salvado arroyos y torrenteras y hemos horadado kilómetros de túneles, como topos enloquecidos por la voluntad de seguir hacia delante, contra viento y marea, ciegos en nuestra voluntad de llegar hasta el fin. Porque se puede decir que ha sido el triunfo de nuestra voluntad, de la que me siento orgulloso, porque ahora sé que los hombres somos capaces de todo, contra el destino y la adversidad. Aunque sea el triunfo de la voluntad inútil. 

Pero también me ha quedado de esta dura experiencia un punto de desazón, así como lo oyes y aunque no te lo creas, de pesimismo, difícil de tragar, a pesar de la mejor disposición para el olvido. Lo que yo había previsto que fuera una satisfacción por la obra recién terminada y una alegría sin sombras por volver a tu lado, ha dejado tras de sí una estela de fracaso, un poso de tristeza, teñida de melancolía e indiferencia, como si ya nada me importara. ¿Merecía la pena? También estoy triste porque estos años me han abierto los ojos y me han hecho madurar, y ya no soy aquel joven idealista e ingenuo que era cuando me vine aquí. Aquel optimismo con que empecé a trabajar se ha ido perdiendo poco a poco ante lo que he visto, ante lo que he sufrido, y ya no estoy seguro de nada, porque me fallan los pies de mi fe en el hombre y me gana una desconfianza en la condición humana. Sigo pensando que he colaborado en una gran tarea nacional e histórica de la que, en lo poco que me toca, me siento orgulloso, y puedo asegurarte que lo hemos hecho bien y ahí quedan los resultados de tantas decisiones y de tantos sudores, que nos hemos exigido día a día, casi hora a hora, y de tantas inteligencias puestas a prueba para sacar adelante este proyecto grandioso como pocos, arriesgado como ninguno, con la belleza de las obras bien hechas por la voluntad de los hombres, que los sobrepasa a ellos mismos. 

Entonces, ¿por qué no estoy contento?, ¿qué me ha pasado durante estos cuatro laboriosos años, que me han enriquecido y me han empobrecido al mismo tiempo? Estoy desorientado; estoy pesaroso. Ya sé que sólo los tontos están satisfechos de lo que han hecho. Pero al final noto un sabor amargo de derrota, que me previene contra los entusiasmos de la primera hora, que se han ido ajando, como una flor marchita en la canícula de agosto. No puedo quitarme de encima esa sensación de ruina por no haber podido hacer nada para que las cosas hubieran sido de otra manera y tengo la sospecha de que contigo me ha pasado lo mismo. Como si no hubiéramos hecho lo que teníamos que hacer, como si nos hubiéramos equivocado en algo que hubiéramos podido evitar. Estoy cansado y quizás estaba condenado a perderte por haberme alejado de ti y dejarte sola con tus temores y tus dudas y abandonarte a los desaires de la soledad, que bien te conozco, y a los vaivenes de tu humor, que tanto me han afligido a veces y a los que deseaba poner remedio con mis cartas, con mis palabras de amor, sin haberlo conseguido nunca, por lo que estoy viendo, y por la sensación que tengo de tu alejamiento definitivo, que me hace temer la vuelta y el desastroso encuentro que nos espera. Que mejor no volver a verte. No tengo humor para dramas sentimentales. No quiero añadir más dolor al que ya me carga y al cupo del dolor universal que me toque. 

A la semana que viene, si Dios quiere, se inaugurará oficialmente la línea. Ya están concluidos los puentes, abiertos y reforzados los túneles, tendidos los raíles, revisadas las atarajeas, afianzados los taludes, distribuido el balasto convenientemente, señalizados los pasos a nivel, construidas y pintadas las estaciones e instalados los debidos servicios de las comunicaciones con los aparatos de la moderna telegrafía, que son otros prodigio de los nuevos tiempos que nos ha tocado vivir y que no dejan de asombrarnos y de mejorar nuestras condiciones de vida y el proceso de nuestra felicidad esquiva. Creo que podemos estar contentos de nuestro trabajo, como dijo el presidente de la Compañía, que vino a visitarnos y a felicitarnos por nuestro sacrificio al haber pasado aquí, como desterrados, cuatro años, en condiciones no siempre óptimas, y aportando nuestra valiosa ayuda para el bien de la humanidad. Pero no estoy convencido de estar de acuerdo con él en esa visión tan almibarada de lo que ha ocurrido aquí. Demasiado bonito para ser cierto. Agradezco sus palabras; pero se me han quedado atravesadas en la garganta, sin poderlas tragar y menos digerir. Ya están poniendo los gallardetes y las banderas para la fiesta de mañana, que cumplirá todos los ritos de la euforia colectiva y de la alegría coral, que, al parecer, necesitamos para ir tirando. Pero me cuesta sumarme a esa celebración jubilosa.

Elizabeth Gaskell. Mary Barton

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