Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 16 de septiembre de 2020

RICHARD POWERS. EL ECO DE LA MEMORIA

(Iniciamos esta tarde, obligados por los efectos de la pandemia, que nos limita la grabación en los estudios, un experimento en Todos los libros un libro. Así, cada semana -si la experiencia "funciona" y llega a consolidarse- os ofreceré aquí hasta tres versiones de mis comentarios al libro reseñado. En primer lugar, el texto escrito en el que se presenta mi detallado -y para muchos, probablemente, disuasorio- "análisis" de la obra. Además, como de costumbre desde hace ya tres temporadas, podréis escuchar el audio del espacio emitido en la radio. Y por último, y como novedad de este curso, dejaré en la página la grabación de la videoconferencia a través de la cual, ante la imposibilidad de utilizar con seguridad la emisora, registramos el programa, con la participación de la directora de Radio Universidad, Elena Villegas como "entrevistadora". Espero que alguna de las tres vías por las que os daré a conocer el libro elegido cada miércoles pueda interesaros)

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Desde Radio Universidad de Salamanca os saludamos, un miércoles más, y os invitamos a disfrutar con nosotros -espero que efectivamente así sea- de una nueva recomendación de lectura. Esta semana continuamos con la infrecuente serie de tres programas dedicados a un mismo autor, hecho que supone transgredir una de las leyes no escritas del espacio: no repetir, en la medida de lo posible, propuestas centradas en un mismo autor, presentándoos El eco de la memoria, otra novela excelente -como lo era la de la última emisión, El tiempo de nuestras canciones, y como lo será la de la próxima, El clamor de los bosques, que os estoy comentando siguiendo el algo errático orden de mi propia lectura- de Richard Powers, un escritor formidable. El libro que, al igual que la mayor parte de la obra de Powers, está actualmente descatalogado y sólo puede conseguirse a través del servicio de préstamo de las bibliotecas o mediante alguna búsqueda más bien onerosa en internet, lo había publicado en 2010 la entonces llamada editorial Mondadori, hoy integrada en el grupo Penguin Random House, en estupenda traducción de Jordi Fibla que ofrece, no obstante, algún leve fallo, como el catalanismo ¿se ha adelgazado usted?, impropio en castellano. Aparecido originariamente en 2006 con el título de The Echo Maker -una expresión, El creador del eco, cuyo alcance y significado en relación con la trama del libro se explica en el fragmento que os dejo como cierre a esta reseña-, la novela ganó entonces en su país el prestigioso National Book Award. 

El eco de la memoria es, de manera ostensible, un libro de Richard Powers. Quienes nos hayáis seguido en el programa precedente sabréis ya que el norteamericano, pese a no escribir nunca la “misma” novela, pues no solo los argumentos de sus libros sino también los escenarios, las épocas históricas, los temas sobre los que giran, los planteamientos estilísticos son muy distintos entre sí, suele repetir una serie de elementos básicos que permiten identificar con facilidad sus textos y que, como es natural, están también presentes en esta ocasión. En primer lugar, su talento narrativo, capaz de construir novelas (siempre voluminosas; cerca de seiscientas páginas en el caso de esta de hoy) de lectura arrebatadora, por las que el lector avanza con fruición irrefrenable, llevado por el bien pautado ritmo y por la espléndida dosificación de elementos, nacidos de hilos diferentes, que crean una suerte de enigma argumental (en El eco de la memoria hay, incluso, una tenue intriga propia de novela detectivesca, con un accidente cuyas causas y responsables deben investigarse y que no averiguaremos hasta su término). Extraordinaria suele ser, del mismo modo, la construcción de los personajes, perfilados con un inusual grado de agudeza y penetración psicológicas. También es relevante el papel que en ellas desempeñan las cuestiones científicas, complejas, en ocasiones, pero siempre apasionantes (los abstrusos pero muy sugestivos dominios de la neurociencia “protagonizan” la obra de la que esta tarde os hablo). Es igualmente habitual -al menos en las tres novelas que yo he leído, que son la base sobre la que emito mis opiniones- el rastro en los textos de la muy sobresaliente inteligencia del autor: sea porque los temas científicos que envuelven el desarrollo de la “acción” son, en sí mismos, complejos; sea porque la previsiblemente descomunal labor previa de documentación aflora inevitablemente en la narración, que se llena así de referencias, autores, citas, teorías, argumentaciones de, en ocasiones, alta dificultad “técnica”; sea, en definitiva, por la ambición literaria del autor y por la amplitud de propuestas a las que se abren sus libros, el resultado -así me ha ocurrido en los tres casos- es que el lector se siente simultáneamente estimulado por las sugerentes posibilidades que encierran las obras y abrumado por la sensación de no haber llegado a comprenderlo todo, de que algo -mucho- se le ha escapado y debe ser completado, de que, pese al esfuerzo, pese a la salutífera tensión intelectual, no alcanza sino a atisbar, a rozar la superficie de las profundas ideas apuntadas por el escritor. Es también habitual la combativa preocupación por el medio ambiente y la conservación de la naturaleza; lo será de manera central, como comprobaréis dentro de siete días en El clamor de los bosques e idéntico peso tiene esta reflexión ecologista en El eco de la memoria. Resaltaba en la reseña precedente -y debo hacerlo ahora también- la importante presencia en sus tramas, aunque sea como mero telón de fondo, aparentemente inapreciable pero sustancial, de hechos o momentos relevantes de la historia de su país: la huella de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en las Torres Gemelas de Nueva York permea la novela de la que ahora os hablo. Es también significativo y muy notable el interés por los cambios tecnológicos, por el impacto que internet y, en general, la revolución digital, tienen en nuestras sociedades. Y es también de destacar, por último, que todas estas facetas -talento narrativo, solvente construcción de los personajes, papel destacado de la ciencia, referencias históricas y preocupación por el medio ambiente y por los efectos de la “tecnologización” del mundo- comparecen en unos textos marcados por la sensibilidad, la emoción, la poesía, el humanismo, y que se abren a interesantes ramificaciones -de índole metafísica, podríamos decir- en relación con los grandes temas universales que nos afectan como seres humanos, especialmente en este nuestro desnortado deambular por un convulso siglo XXI: la soledad, la culpa, la memoria, la identidad, el compromiso, la bondad, la entrega, el amor, el sentido último, en fin, de nuestras existencias. 

Adentrándonos ya en El eco de la memoria, el hecho que desencadena la narración es, como ya se ha anticipado, un accidente. El 20 de febrero de 2002, en una gélida noche invernal en una carretera cercana a Kearney, una anodina ciudad de Nebraska, en el inhóspito Medio Oeste americano, el joven Mark Schluter volcará con su furgoneta en un tramo desierto de la ruta, cercano al río Platte, en plena efervescencia por la estacional llegada de medio millón de grullas, únicos testigos del suceso, que, año tras año, siguen la ruta migratoria central. Una llamada anónima alertará del incidente. Rescatado de los restos del automóvil, sin consciencia y gravemente herido, Mark será trasladado a un hospital en donde al poco tiempo entrará en coma. Superado, al cabo de algunas semanas, ese trauma inicial, la recuperación no será, sin embargo, total, pues las graves lesiones cerebrales provocadas por el golpe dejarán en él importantes secuelas, en particular una sorprendente incapacidad para reconocer personas y situaciones de su vida anterior. Así, no consigue identificar a su única hermana, Karin, que tras el accidente dejará su trabajo y su domicilio en otra población para encargarse de su cuidado, ni a su perrita Blackie, que lo recibe alborozada cuando tras el alta médica vuelve a su casa, ni tampoco a este su hogar, una falsificación, según su alterado juicio, de su auténtica casa prefabricada adquirida por catálogo; su hermana una impostora. El trastorno, diagnosticado por los médicos como síndrome de Capgras, no altera su percepción del resto del mundo ni lo imposibilita para una cotidianidad relativamente normal (Un hombre que reconoce a su hermana, pero no da crédito a ese reconocimiento. Por lo demás, parece en su sano juicio y no presenta trastornos cognitivos). Por otro lado, en una de las primeras horas de su estancia en el hospital, alguien desconocido se adentró sigilosamente en su habitación, de acceso prohibido incluso a los familiares, y dejó en la mesilla de noche del inconsciente muchacho -entubado tras una traqueotomía y una operación en el cerebro que le deja con un tornillo en el cráneo- un misterioso mensaje: Esta noche, en la carretera North Line, DIOS me ha conducido a ti para que puedas vivir y traer de vuelta a alguien más. A partir de ahí la novela avanza por diferentes vías permanentemente interrelacionadas: principalmente la profundización en las vidas de unos cuantos personajes, el propio Mark y algunos otros allegados al muchacho cuyas trayectorias vitales se verán afectadas por su singular amnesia (la referida hermana, Karin; el doctor Weber, un prestigioso neurólogo que acudirá ante la singularidad del caso; Barbara, una atractiva auxiliar de enfermería, perturbadora, inteligente y con una extraña empatía con Mark; y en un segundo plano, Bonnie, una difusa novia; los rudos amigos del chico, Cain y Rupp; entre otros) y, sobre todo, la investigación médica sobre la inhabitual dolencia de Mark, que constituye el eje principal del libro. También hay “recorrido” para los movimientos ecologistas que pretenden salvar el hábitat de las grullas, amenazado por una operación inmobiliaria, o para la ya comentada indagación sobre lo realmente ocurrido en la noche del accidente y la extraña aparición de la críptica nota en el cuarto del hospital. 

La figura de Mark va completándose, como un extraño rompecabezas, a partir de los recuerdos de Karin y, en un registro estilístico alternativo al que domina la obra entera, por los propios “fogonazos” de su cerebro herido, en unas páginas iniciales, que se alternan con la narración principal, en las que de un modo magistral se nos muestran los pensamientos -si se pueden llamar así- que surcan su mente mientras está en coma, un aluvión de imágenes, recuerdos difuminados del accidente, voces anónimas, retazos del pasado, sombras de la infancia, impresiones deslavazadas, dolorosas sensaciones físicas, en una atmósfera nebulosa, onírica, de gran fuerza. Con veintisiete años, encargado de la maquinaria en una planta envasadora de carne de su pueblo, Mark es un joven típico del atrasado y reaccionario Medio Oeste estadounidense (un entorno cuya fidedigna recreación es otro de los grandes valores de la novela), sin demasiadas inquietudes y sin más ambiciones que la entrega a la frenética práctica de los videojuegos, las juergas y las borracheras con sus descerebrados amigotes -ignorantes, xenófobos, racistas, ciegos creyentes en cualquier disparatada teoría conspirativa- y la compulsiva atracción por las camionetas, que arregla y desguaza y reconstruye, orgulloso de sus logros. El accidente -una vez superada la fase crítica de su recuperación- no cambiará “demasiado” ese perfil (Dos meses después del accidente, a los desconocidos que hablaran con él les habría parecido un poco corto de luces y proclive a inventarse teorías extrañas), aunque introduce en su vida elementos de perplejidad y desconcierto (¿Qué sensación produciría ser Mark Schluter? Vivir en aquella ciudad, trabajar en un matadero y experimentar en carne propia la fractura del mundo en un abrir y cerrar de ojos. El puro caos, el absoluto desconcierto del estado de Capgras (…) Ver a la persona más próxima a ti en este mundo y no sentir nada. Pero eso era lo asombroso: Mark no tenía la sensación de que nada en su interior hubiera cambiado). Despiértame, dirá ante lo angustioso de su experiencia, esto es el sueño de otro. E igualmente nace en él una sensación de opresión, de injusta limitación: Admítelo, se confesará, eres un idiota. Soy un idiota. La especie humana entera es idiota, para añadir, impotente en su reclusión hospitalaria: Entonces, ¿por qué soy yo el único que está encerrado? A medida que va recuperando sus funciones cerebrales normales -las consecuencias vinculadas al síndrome de Capgras no desaparecerán jamás- aumenta su interés por conocer las circunstancias que rodearon la noche fatídica del accidente y va involucrándose progresivamente, en la medida de sus limitaciones, en el intento de su esclarecimiento. 

Karin tiene cuatro años más que su hermano. Ambos han “padecido” una infancia marcada por el fundamentalismo religioso de sus padres, que llenaban sus días de constantes apelaciones al pecado y el mal y de continuos avisos del apocalipsis. Pronto abandona ese ambiente terminando la licenciatura en sociología (el primer miembro licenciado de una familia que consideraba la universidad como una forma de brujería) y trasladándose a Chicago y más adelante a Los Ángeles, en donde encadena trabajos mal pagados, profesora auxiliar en la reserva de Winnebago, voluntaria en comedores para indigentes, administrativa sin sueldo en un bufete, telefonista, agente comercial, para, tras su errático deambular, volver a Nebraska y recalar por fin en South Sioux y emplearse en la atención al cliente de una empresa de ordenadores. Su infructuosa búsqueda de una vida diferente, ajena a sus aborrecibles orígenes, se verá truncada (Había procurado actuar ante él como una mujer ingeniosa, liberada, desenfadada, incluso sofisticada según los criterios locales. En realidad, no era más que una vulgar muchacha criada por unos fanáticos, con un hermano haragán que se las había ingeniado para hacer una regresión hasta la infancia) cuando recibe la llamada del Hospital de Kearney comunicándole el estado de su hermano. La descripción de la profunda crisis existencial en que la situación de Mark envolverá a la chica es, sin duda, otro de los aspectos más relevantes de la novela. 

Como lo es el relato, en paralelo, de la desorientación profesional y vital en que la enfermedad de Mark sume al doctor Gerald Weber, un neurólogo cognitivo, muy conocido en su profesión, popular divulgador en libros y programas televisivos de las complejidades de la neurociencia, que, contactado por Karin, se desplazará desde el Nueva York en que reside hasta la perdida Nebraska para intentar desentrañar el abismal misterio de la mente del chico. Estimulado por el reto que supone (Un auténtico síndrome de Capgras debido a un traumatismo cerebral: las probabilidades de que sucediera tal cosa eran ínfimas. Un caso tan definitivo ponía en tela de juicio cualquier enfoque psicológico del síndrome y socavaba algunas premisas fundamentales sobre la cognición y el reconocimiento), Weber se involucrará en el caso, aunque su investigación acabará por hacerle cuestionar los fundamentos sobre los que, hasta entonces, había construido su existencia. Tanto en su descripción física como en algunos rasgos de su personalidad, Weber está inspirado claramente en el conocido neurólogo y escritor Oliver Sacks, sobre el que, a lo largo del libro, se deslizan algunas alusiones indirectas, aunque evidentes. (En una reseña periodística sobre uno de los libros del doctor, el crítico ridiculiza su producción científica de esta manera: La mujer que utilizaba a su marido como una cubretetera. El hombre que despertó de un coma prolongado durante cuarenta años con el impulso de creer a los políticos por los que había votado. El hombre que adquirió una personalidad múltiple a fin de usar el carril de transporte colectivo, en una obvia y sarcástica referencia a uno de los libros más difundidos de Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero; y otro tanto ocurre cuando un desconocido aborda a Weber creyendo identificarlo y ante la negativa del doctor le espeta: Estoy seguro. «El hombre que confundió su vida con un...»). Afectado en parte, a sus casi sesenta años, por la crisis de la mediana edad -los atisbos de un primer deterioro físico, la preterición de sus más genuinas aficiones en aras de la dedicación profesional, una cierta desgana o “retirada del mundo”-, el insólito caso clínico hace dudar al doctor de lo conveniente de una carrera centrada desde hace años en la divulgación, poco sólida desde el punto de vista científico, habiendo dejado atrás la sin duda más profunda y rigurosa investigación. Junto a todo ello, la incapacidad para competir con la ambición profesional de sus colegas más jóvenes, el cuestionamiento de su metodología por los expertos más solventes, las primeras críticas negativas y el descenso de las ventas de sus hasta el momento exitosos libros y un cierto escéptico distanciamiento por parte de sus habitualmente entregados alumnos (Querían ciencia, no historias. Weber ya no podía distinguir la diferencia), alterarán radicalmente los parámetros en los que se asentaba su identidad personal y profesional, provocando incluso serias turbulencias en su consolidada relación de pareja. 

Porque, ejemplificado notablemente en los tres personajes -clínicamente en Mark, y desde una perspectiva “existencial” en Karin y Weber-, el núcleo central de la novela de Richard Powers es el de la identidad. En este sentido, y a partir de las inevitables alusiones explicativas del síndrome de Capgras que sufre Mark, El eco de la memoria aparece atravesado por una ingente cantidad de reflexiones -en ocasiones muy técnicas, como ya he señalado, pero siempre apasionantes- tanto sobre la ciencia del cerebro -teorías, casos clínicos, debates profesionales, hipótesis y digresiones varias de índole neurocientífica- como sobre sus repercusiones filosóficas o incluso metafísicas, que aluden al sentido de nuestras existencias: ¿Quiénes somos realmente? ¿Cómo se configura el yo? ¿De qué manera un cerebro construye una mente? ¿Cómo los millones de células que pueblan nuestro cerebro y sus infinitas conexiones acaban configurando una “personalidad”? ¿Quién, “en realidad”, toma las decisiones, piensa, recuerda, tiene ideas, siente, lleva, en definitiva, el control de mando de nuestras vidas? 

La novela se puebla así, en esa primera dimensión más técnica, de abundantes muestras de léxico neurocientífico, pormenorizadas enumeraciones de síntomas, profundizaciones sobre el síndrome de Capgras, prolijas pero deslumbrantes explicaciones sobre diagnósticos clínicos, profusión de datos relativos al fascinante universo “tangible” -sinapsis, conexiones, axones y dendritas- que sustenta nuestras mentes, descripciones sobre singulares casos de extrañas deficiencias neuronales muy ilustrativas sobre la conformación de nuestro cerebro (pacientes que creían que los relatos se convertían en realidad; personas que habían perdido los pies y pedían que les dieran golpecitos en los dedos; enfermos con diversos tipos de agnosia, con ceguera a los objetos, a los rostros, a los lugares, a los colores, a la edad, la expresión o la mirada; individuos incapaces de reconocer algunas partes de sus cuerpos o imposibilitados para nombrarlas; hombres y mujeres que no podían reconocer sus síntomas, aunque les fueran mostrados de modo incontrovertible; alguien que no puede tener nuevos recuerdos y otro que los crea con excesiva facilidad; entre otros muchos), informaciones sobre discusiones y debates científicos entre las escuelas o las tendencias (freudianas, conductistas, farmacológicas, cognitivistas, cartesianas, neocartesianas, funcionalistas) o los paradigmas mentales (mente o cerebro, psicología o neurología, necesidades o neurotransmisores, símbolos o cambio sináptico, relato o tecnología, espíritu o materia) que se han ido sucediendo en el tiempo para explicar la mecánica íntima de los mecanismos cerebrales (Pero en la eterna división […] el único engaño consistía en pensar que los dos dominios podían seguir separados durante mucho más tiempo), reflexiones en torno al estado actual de la neurología, de sus logros y su aún largo camino por recorrer y, en general, infinidad de sustanciosas ideas, que a menudo aparecen como notas casi aforísticas, acerca del funcionamiento del cerebro: Gran parte del trabajo del cerebro consiste en ocultarnos cómo trabaja; Probablemente los seres humanos son las únicas criaturas que pueden tener recuerdos de cosas que jamás han sucedido; En el mejor de los casos, los sentidos eran una metáfora. […] Hablamos de amargo y dulce, de caliente y frío, pero no podemos hacer más que un pequeño y breve esbozo de las auténticas cualidades. Todo lo que podemos intercambiar son indicadores, morado, agudo, acre, de nuestras sensaciones privadas… como muestra parcial de algunos ejemplos ilustrativos. 

La segunda dimensión de esta vertiente de la novela centrada en el cerebro, con base igualmente científica, aunque llevada por la voluntad del autor hacia terrenos más filosóficos, es la que se refiere a la indagación acerca del sentido último del “yo”, el intento de solución del enigma básico de la existencia consciente: ¿Cómo construye el cerebro una mente, o cómo la mente construye todo lo demás? ¿Tenemos libre albedrío? ¿Qué es el yo y cuáles son los correlatos neurológicos de la conciencia? Y es, en efecto, una cuestión de consecuencias esenciales, por supuesto para nuestro cotidiano transcurrir individual por la existencia, pero también desde una perspectiva más general, en tanto especie: Política, tecnología, sociología, arte: todo se originaba en el cerebro. Si dominábamos el ensamblaje neuronal, por fin podríamos ser dueños de nosotros mismos. La tesis subyacente del libro, que el doctor Weber expone con escéptica crudeza (Si preguntarais a un grupo de neurocientíficos reunidos al azar cuánto sabemos acerca de la manera en que el cerebro conforma el yo, la mejor respuesta que podrían dar sería: «Casi nada»), es la de la identidad como una construcción: no somos un todo unitario, cerrado y autónomo, sino el agregado de infinidad de elementos obrando, de algún modo, “a su antojo” y a los que nuestra conciencia dota de unidad “contándose una historia”, configurando un relato que da cohesión a esas partes dispersas. Somos, pues, en cierto sentido -y la lesión de Mark resulta reveladora de esa evidencia-, impostores: alguien o algo ha privilegiado uno de los múltiples relatos que nos constituyen y lo ha impuesto -nos lo hemos impuesto; con duda sobre el “nos”- frente al resto. Somos una mera apariencia de identidad unificada -un engaño, pues- que suplanta a los muchos otros yoes que podemos llegar a ser, y a la que creemos “verdadera” o “auténtica”, con una fe ingenua, entrañable y quizá necesaria para nuestra supervivencia. 

En este sugerente ámbito en el que la aparente aridez, la racional asepsia de las explicaciones científicas se desliza hacia una realidad más intangible y nebulosa, más difusa y evanescente, la expresión literaria elegida por Powers roza la más evocadora poesía, con metáforas deslumbrantes, agudas formulaciones, brillantes dictámenes de una contundencia y una belleza que, pese al amplio número de los recogidos en mis notas de lectura, no me resisto a reproducir (entre otras razones, porque cada uno de ellos resulta un estimulante trampolín para el análisis y la reflexión): 

 No éramos un todo continuo e indivisible, sino centenares de subsistemas independientes, en cada uno de los cuales se producían cambios suficientes para desintegrar la confederación provisional en nuevos países irreconocibles. 

La conciencia funciona contándonos una historia, que es completa, continua y estable. Cada borrador revisado afirma ser el original. Y por ello, cuando una enfermedad o un accidente provoca en nosotros una interrupción, a menudo somos los últimos en saberlo. 

Incluso el cuerpo intacto es un fantasma, montado por las neuronas como un útil andamio. El cuerpo es el único hogar que tenemos, e incluso es más una postal que un lugar. No vivimos en los músculos, las articulaciones y los tendones, sino en el pensamiento, la imagen y el recuerdo que tenemos de ellos. No hay sensaciones directas, solo rumores e informes que no son de fiar. 

¿Cree que fue el destino? Cinco centímetros a la izquierda y su vida es la de otra persona. 

El yo era una banda, una pandilla improvisada, a la deriva. Ese era el tema de la lección de aquel día, de todas las lecciones que había dado desde su encuentro con el maltrecho operario de un matadero de Nebraska. No hay yo sin autoengaño. 

La tarea de la conciencia es la de asegurar que la totalidad de los módulos distribuidos del cerebro parezcan integrados. Que siempre seamos familiares para nosotros mismos. 

Creemos tener acceso a nuestros estados, pero en neurología todo nos indica que no es así. Nos consideramos una nación unificada y soberana. La neurología sugiere que somos un jefe de Estado ciego, atrincherado en los aposentos presidenciales, que solo escuchamos a unos asesores elegidos a dedo mientras en el país se van produciendo movilizaciones... 

Mucho después de que su ciencia presentara una teoría integral del yo, nadie estaría un solo paso más cerca de saber lo que significa ser otro. La neurología jamás comprendería desde fuera algo que solo existía en lo más profundo del interior impenetrable. 

Todo se reduce a la creencia. La creencia en una telaraña demasiado fina y efímera para engañar a nadie. Ese será el santo grial de los estudios sobre el cerebro: ver cómo decenas de miles de millones de puertas lógicas químicas, todas ellas centelleando y amortiguándose mutuamente, de alguna manera pueden crear la fe en sus propios circuitos fantasmales. 

El yo es una casa en llamas; sal mientras puedas. 

La conciencia improvisadora se ocupaba de eso. Necesitaba sus engaños, a fin de cerrar esa brecha. La finalidad del yo era su propia continuación. 

El yo es un borrador hecho a toda prisa, confeccionado por un comité que intenta engañar a un joven editor para que lo publique. 

La religión tiene que ver con un lóbulo temporal... Dice que la creencia depende de una sustancia química evolucionada que puedes ganar o perder... 

In-consciente. Es un error que la negación represente algo tantos miles de millones de años más antiguo que lo negado. 

Sin tiempo ya para más comentarios, me limito a esbozar brevemente otros aspectos de interés en el libro que aparecen en el transcurso de su acción principal. Está, todavía en consonancia con esta dimensión científica mencionada, la cuestión del tiempo (tan grata a Powers), del cerebro reptiliano aún presente en los humanos, de las sucesivas capas que se superponen en nuestra evolución como individuos y como especie, la historia de la humanidad como un palimpsesto redactado una y otra vez sobre versiones anteriores (El trabajo de la naturaleza consistía en crecer sobre lo anterior, en convertir el pasado en presente), una idea que tiene en la noción de “eco” -presente ya en el título de la novela- una de sus metáforas más iluminadoras. Y también: El cerebro ha sido objeto de una remodelación asombrosa, pero no puede eludir su pasado. Solo puede hacer aportaciones a lo ya existente. E igualmente: Todos somos fósiles en potencia y aún acarreamos en el interior de nuestro cuerpo las tosquedades de existencias anteriores, las marcas de un mundo en el que los seres vivos fluyen con poca más consistencia que las nubes de una era a otra. En este sentido, la omnipresencia de las grullas en el libro -que afloran en largos textos introductorios a cada capítulo- refuerza esta idea de la continuidad animal a lo largo de millones de años de “construcción” del ser humano. 

Las grullas son también la “excusa” para abrir el texto a su vertiente medioambiental. Daniel, amigo de infancia de Mark y actual pareja de Karin, y Robert Karsh, que lo fue en el pasado, se enfrentarán desde sus dos posiciones antagónicas. El primero es un espartano y bienintencionado ecologista, idealista y espiritual, al frente del Refugio de las Grullas, una organización centrada en la protección del agua y del entorno fluvial que permite la migración de las aves, y por tanto su propia supervivencia como especie; el segundo un algo cínico representante de un consorcio inmobiliario que pretende urbanizar el río y salvaguardar bajo una apariencia conservacionista sus evidentes y egoístas intereses económicos. Este conflicto constituye otra interesante subtrama del libro que se entrecruza con el hilo principal de su desarrollo en numerosas reflexiones acerca de la destrucción del entorno y la amenaza del cambio climático causado por el hombre (El hombre consume un veinte por ciento más de la energía que el mundo puede producir. Un ritmo de extinción mil veces superior a la tasa básica normal). Todo ello bajo una idea nuclear que se refleja en la cita de Whitman que podemos leer en una de las páginas de la novela: Una vez has agotado cuanto hay en los negocios, la política, la sociabilidad y lo demás, y has descubierto que nada de esto acaba por satisfacerte o que no tiene una duración ilimitada, ¿qué es lo que queda? Lo que queda es la naturaleza

Y al hilo de esta algo apocalíptica llamada a la conciencia y la sensibilidad ante el al parecer inevitable drama medioambiental (La especie humana tardó dos millones y medio de años en alcanzar los mil millones de personas. Se tardó ciento veintitrés años en sumar otros mil millones. Alcanzamos los tres mil millones treinta y tres años después. Luego en catorce años, luego en trece, luego en doce...), aparecen también las muchas referencias al mundo tecnológico y a los males -presentados también con tintes algo catastrofistas- de internet: la adicción a las pantallas, los riesgos “antropológicos” de los videojuegos (enormes zonas de la corteza motora de los niños enganchados a los juegos electrónicos se volcaban en los pulgares […] Muchos ejemplares de la emergente especie Homo ludens favorecían ahora los pulgares en detrimento de los dedos índices. El control de mando del juego había consumado por fin uno de los tres grandes saltos de la evolución de los primates), la peligrosa alienación de la realidad (El juego era ruidoso, monótono y repetitivo. Pero las dos chicas habían emprendido el vuelo, se encontraban en algún lugar del profundo espacio simbólico), el fin del pensamiento individual, profundo y reflexivo, del análisis y el debate racionales (La era de la reflexión personal había terminado. En lo sucesivo, todo se discutiría en pendencias públicas que se retroalimentaban), la seudo democratización de la red, en la que la difusa voluntad popular, hecha de la agregación de opiniones sin fundamento, sustituirá el conocimiento de los expertos (La bendición de la información interminable: Internet, que incluso democratizaba los cuidados médicos. Supongamos que diéramos a todos los medicamentos una calificación en Amazon. La sabiduría de las masas. Que prescindiéramos por completo de los expertos), y muchos otros sugerentes temas de estudio en nuestros tecnológicos días. 

Y están también las muchas disquisiciones sobre Nebraska, como emblema paradigmático del primitivismo del Medio Oeste norteamericano, puesto como ejemplo, en hirientes pullas que salpican el texto, de un país enfermo de emociones, deportes, guerra y sus numerosas combinaciones. Y todo con el triste fondo emocional de los meses post 11-S: la guerra contra el terrorismo, el necesario recorte de las libertades civiles, el invulnerable pero, de alguna manera, infinitamente amenazado estilo de vida norteamericano. Pero ya hemos superado con creces el espacio de esta reseña, por lo que solo me queda despedirme con la acostumbrada referencia musical. De entre los diversos temas citados en el libro, he elegido una pieza de Las Vísperas, de Monteverdi, una composición de 1610 que aflora en varias ocasiones en la novela. Os dejo aquí un fragmento interpretado por el Monteverdi Choir English, los Baroque Soloists y el Choeur d’enfants de la Maîtrise du Centre de Musique Baroque de Versailles, dirigidos por Sir John Eliot Gardiner.


¿Qué recuerda un ave? Nada que cualquier otro ser pudiera decir. Su cuerpo es un mapa de donde ha estado, en esta vida y antes. Con solo llegar una vez a estas aguas someras, la cría de la grulla sabe cómo volver. El año próximo, por esta época, regresará y formará una pareja para toda la vida. Y al año siguiente: de nuevo aquí, transmitiendo el mapa a su propia cría. Entonces un ave más recordará exactamente lo que las aves recuerdan. El pasado de la joven grulla de un año fluye en el ahora de todos los seres vivos. Algo en su cerebro aprende este río, una palabra sesenta millones de años más antigua que el habla, más antigua incluso que estas aguas planas. Esa palabra seguirá existiendo cuando el río haya desaparecido. Cuando la superficie de la tierra esté seca y agostada, cuando la vida haya sufrido tal presión que se habrá reducido a casi nada, este mundo empezará su lento retorno. La extinción es breve, la migración larga. La naturaleza y sus mapas utilizarán lo peor que el hombre pueda arrojarles. El éxito de los búhos orquestará la noche, millones de años después de que el hombre haya provocado su propio fin. Nada nos echará de menos. Los vástagos de los halcones trazarán círculos por encima de los campos demasiado crecidos. Picotijeras, chorlitos y aguzanieves anidarán en los millares de islas en que se habrán convertido las vigas maestras de Manhattan. Las grullas u otras aves parecidas sobrevolarán de nuevo los ríos. Cuando todo lo demás desaparezca, las aves encontrarán agua.

 

El programa en videoconferencia

Richard Powers. El eco de la memoria

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