Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de septiembre de 2020

RICHARD POWERS. EL TIEMPO DE NUESTRAS CANCIONES

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de propuestas de lectura de Radio Universidad de Salamanca que vuelve con vosotros tras el forzado paréntesis impuesto por el coronavirus. Inauguramos ahora un nuevo curso envueltos en una incertidumbre absoluta -ya no la médica, la social o la económica, que nos afligen por doquier- sino en relación con el ámbito, mucho más modesto y de menor importancia de nuestras emisiones. A estas alturas desconozco aún cuál va a ser el formato en que se desenvuelva el espacio, no sabemos si podremos grabar en el estudio de la emisora, si cabrá el esquema dialogado de nuestras últimas temporadas o deberemos ajustarnos a la mera lectura de la reseña correspondiente al libro elegido cada semana. Solo puedo asegurar mi voluntad de seguir ofreciéndoos nuevas recomendaciones de lectura que puedan despertar vuestro interés. A medida que pasen las semanas y vaya aclarándose el panorama, si lo hace, iré comentando aquí el planteamiento final al que se acomodarán los programas.

Por de pronto, hoy voy a abrir una breve serie de tres emisiones dedicadas a otros tantos libros de un mismo autor, una iniciativa insólita en nuestro espacio, que tiende a no repetir escritores y mucho menos a hacerlo, las pocas veces que ocurre, en espacios consecutivos. Pero es que las tres novelas que esta semana y las dos que vienen quiero presentaros, las únicas, por lo demás, que he leído de quien las firma, son espléndidas y merecedoras, las tres, por su calidad y por la mucha enjundia de sus textos, por su extensión y por la amplitud de sus propuestas, por los numerosos frentes que tocan y por la variedad de estímulos que encierran, de sendas reseñas monográficas.

Estoy hablando de un escritor norteamericano, Richard Powers, con doce novelas ya en su haber (en su mayor parte sin publicar o descatalogadas en España) y una dilatada trayectoria surcada de premios y reconocimientos, del que, sin embargo, yo no había leído nada hasta que en los últimos meses me adentré de manera apasionada en El tiempo de nuestras canciones, publicado originariamente en 2003, para proseguir con El eco de la memoria, de 2006, y El clamor de los bosques, su obra más reciente, que vio la luz en su país el pasado 2018. Dejaré para los próximos miércoles mi comentario de las dos últimas, pasando ya a introduciros la primera de las tres referidas.

La peripecia de mi “acceso” a El tiempo de nuestras canciones es curiosa y dice bastante de la calidad de la obra, capaz de provocar tanta “expectación” (aunque, claro está, revela aún más de mis maniáticos modos de proceder cuando me obsesiono -sin aparente motivo ni suficiente conocimiento previo- con un libro). La edición española, que vio la luz en 2005, en traducción de Jordi Fibla Feito, en lo que entonces era el sello Mondadori, hoy integrado en Penguin Random House, me pasó totalmente desapercibida en su momento, algo que, como es natural, ocurre de continuo con infinidad de títulos, siendo más de setenta mil los que se publican cada año en España. Hace seis o siete años, una elogiosísima referencia indirecta en una crítica sobre otra obra -que ahora no recuerdo- despertó mi curiosidad y mi interés por el libro, por lo que decidí comprarlo, desgraciadamente sin éxito en mi pretensión: el texto estaba fuera de catálogo, no sólo en las librerías “comunes” -reales y virtuales-, sino incluso en las de viejo. Mis pesquisas en la red me llevaron a localizar algún ejemplar en Chile o Estados Unidos a precios exorbitantes (entre trescientos y cuatrocientos euros). Tras meses de infructuoso rastreo, de búsqueda en ferias del libro antiguo y de ocasión, de consultas a propios y extraños sobre las posibilidades de hacerme con un ejemplar (tarea que para entonces ya se había convertido en una casi enfermiza fijación), por fin, en una librería alemana en internet apareció -usado y a un precio, dadas las circunstancias, módico (cuarenta euros)- el muy deseado trofeo. Por fortuna, además, la complicada “persecución” mereció la pena, pues una vez localizado y leído el libro resultó ser magnífico, una obra mayor, una novela formidable, abierta, como ya he adelantado, a muchos frentes de interés.

El tiempo de nuestras canciones desvela ya desde su título los tres grandes ejes que vertebran su trama argumental: la música (las canciones), el tiempo (no sólo en su dimensión literal, meramente cronológica, sino, sobre todo, en los términos en que esa noción aparece en las matemáticas y la física más avanzadas) y ese “nuestras” que alude a la identidad y la pertenencia, en este caso las de la raza negra. Por resumir brevemente lo imposible -el libro tiene cerca de ochocientas páginas-, la novela nos pone en contacto, en diferentes etapas de sus vidas, en un constante avanzar y retroceder en los años que abarca casi un siglo y medio (en un juego singular que conecta con el tiempo curvado de la teoría de la relatividad), con una familia, los Strom, compuesta por los padres, David, un científico alemán, judío, que, muy joven, ha podido escapar -a diferencia del resto de sus parientes- de las primeras amenazas de la barbarie nazi en su patria, y Delia, una joven muchacha negra a la que conocerá en el histórico y multitudinario concierto de 1939 en Washington, en el Lincoln Memorial, de la contralto Marian Anderson, un acontecimiento esencial en el triple nivel de referencias del libro y que luego comentaré; y los tres hijos, el mayor, Jonah, que acabará por ser un cantante de éxito en el ámbito de la música clásica; Joey, algo menor, sensible narrador principal de la novela; y la pequeña Ruth, que se convertirá en una convencida activista de los movimientos de defensa y reivindicación de su raza.

En el reducido y acogedor universo familiar coinciden los tres principales hilos temáticos del libro. Por un lado, tanto David como Delia son extraordinarios amantes, y practicantes, además, de la música. Cantan, tocan el piano, viven -por tradición parental y por elección- envueltos en canciones. La relativa “frustración” de Delia en ese terreno, al no haber podido consumar su vocación, pues en su juventud había sido sistemáticamente rechazada en academias de música, discriminada por su raza, contribuirá a que avive en sus hijos, desde muy pequeños, la pasión musical. Todos, en mayor o menor medida, desarrollan un inusitado talento para la interpretación, siendo Jonah, un genio, una voz superdotada, y Joey, su eterno acompañante al piano, los que vivirán profesionalmente de sus sobresalientes cualidades. Por otro lado, David, nacido en 1911 en Estrasburgo, hoy francesa pero que entonces pertenecía a Alemania, y llegado a Estados Unidos con sólo veintiocho años gracias a una invitación para dar una conferencia sobre Física Teórica en la Universidad George Washington, un algo oscuro profesor familiarizado con las tesis de Bohr, Gödel y Einstein, con los que en algún caso se codea, introducirá en el mundo familiar -y también, claro está, en la novela- los inextricables y muy avanzados planteamientos sobre el tiempo que “descubre” la teoría de la relatividad: escalas de tiempo dual, cronones subatómicos, discontinuidades y curvaturas temporales, taquiones de fantasioso comportamiento y otros abstrusos pero apasionantes enigmas de la mecánica cuántica (conviene mencionar aquí que Richard Powers cursó una formación inicial en Física, y la ciencia está siempre muy presente en su obra; también está familiarizado con la música: toca el violoncello desde los nueve años). Por último, la cuestión racial, las nociones de identidad y pertenencia, (Powers, de manera insólita, dado su carácter multifacético, no es negro; he leído críticas en las que, por haber escrito desde la perspectiva de esa raza, se le acusa de “apropiación cultural”, el nuevo “delito” acuñado por la delirante hipercorrección política, del que también se ha querido culpar a Rosalía: ¡¡una catalana cantando flamenco!!), que constituyen la tercera gran vertiente del libro, afloran también de inmediato en el seno de la unidad familiar, pues siendo el de los Strom un matrimonio interracial, siendo los hijos mestizos con distintos grados de “color” en su piel, y situándose la “acción” en las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo -Joey nace en 1941- en unos Estados Unidos en los que la sombra de la esclavitud, la violencia contra los negros, los comportamientos discriminatorios y las actitudes racistas (recuérdese que el “famoso” incidente de Rosa Parks en el autobús ocurrió en 1955) constituían el incómodo -más aún: doloroso- escenario en el que debía desenvolverse la vida cotidiana de los todavía no denominados afroamericanos, siendo todo ello así, la omnipresencia de la raza permeará la vida entera de los protagonistas.

Las tres líneas principales, que se mezclan y entrecruzan en el libro, imbricándose unas en otras casi en cada lance narrado, operan, pues, como elementos que puntean el desarrollo argumental, formando parte de las “peripecias” vitales de los personajes, pero alcanzan también una muy relevante dimensión metafórica, induciendo a la reflexión en el lector (que puede llegar a sentirse abrumado en algunos casos, sobre todo en los numerosos pasajes sobre música o física en los que la extraordinaria inteligencia del autor y sus muchos conocimientos lo llevan a detenerse en las complejidades técnicas de uno y otro ámbito, todas de un muy alto grado de especificidad y de una profundidad a veces inalcanzable para el profano).

El núcleo central del libro, el instante “fundacional”, podríamos decir, es el ya mencionado concierto del 9 de abril de 1939 en Washington a cargo de Marian Anderson, la cantante lírica de raza negra, una de las más destacadas voces de la ópera de su tiempo, reconocida en el mundo entero, recién llegada en esas fechas de una gira por Europa, en donde había sido aplaudida por doquier (salvo en Berlín, en donde su ostensible condición de “no aria” constituyó un obstáculo infranqueable para sus actuaciones), abrazada por Sibelius, objeto de la admiración y el respeto por parte del rey de Noruega… pero que es sin embargo proscrita en su país, en el que se le cierran las puertas del lugar inicialmente previsto para su recital, la sala de conciertos del Constitution Hall. Ante esa negativa (instigada por las ultraconservadoras “Hijas de la Revolución Norteamericana) y con el apoyo del mundo de la música y de la cultura en general (también con el de la primera dama, la combativa y poco convencional Eleonora Roosevelt) se organiza un escenario alternativo, la inmensa plaza, al aire libre, del monumento a Lincoln en Washington, en donde se concentrarán setenta y cinco mil asistentes (millones de personas seguirán el acto por la radio), en lo que constituyó una histórica -con la perspectiva que dan los ochenta años transcurridos- y multitudinaria manifestación de denuncia por la injusticia de la prohibición, de reivindicación de los derechos de la raza negra, de repulsa fremte la inicua segregación y en favor de la tolerancia. En la caótica turbamulta en que se convertirá la festiva celebración, David Strom, apenas recién llegado de Alemania, y una jovencísima Delia Daley que, contraviniendo los deseos de su padre, el doctor William Daley, rehúsa continuar la labor de su progenitor, interesado en dotar a su raza de un nuevo profesional liberal de prestigio, para abrirse, en cambio, a una incipiente carrera de cantante, se encontrarán por azar (con la música sonando de fondo en el espacio público y la cuestión negra “inundando” el ambiente; la “curvatura” del tiempo también “afectará” al episodio, que concita así, una vez más, las tres grandes dimensiones del libro), se enamorarán y -en una nueva muestra de rebeldía, por el veto implícito del matrimonio interracial, ilegal hasta 1967- se casarán exactamente un año después, en abril de 1940.

A partir de ahí, entremezclándose los tiempos en al menos tres planos cronológicos que irrumpen entrelazados y en voces narrativas distintas -la primera de Joey y la tercera, más común-, asistimos a los años iniciales del matrimonio, llenos de ternura y voluntarioso enfrentamiento a las muchas dificultades, relativas, sobre todo, a la condición racial y a la “heterodoxia” de su unión; a la recreación del pasado de las familias de ambos cónyuges, la de Delia, que se retrotrae a la época de una esclavitud que se mantiene incluso en el siglo XIX (son, previsiblemente, descendientes de un blanco propietario de una hacienda, “dueño” de las vidas, las almas y los cuerpos de sus esclavos), y la de David -madre modista, padre profesor de matemáticas-, judíos declinantes en su país desde antes de la Primera Guerra Mundial, exterminados en la Segunda; y al devenir de los años posteriores, con el narrador relatando su infancia feliz, su juventud, los avatares de su vida profesional y también su madurez adulta.

Uno de los motivos recurrentes en la obra, que encierra gran parte de su “ideario” sustancial, es el de la dificultad de la unión entre un hombre blanco y una mujer negra (un enlace a la inversa hubiera sido, sin duda, aún más complicado) en una sociedad profundamente racista. La metáfora del pájaro y el pez que -contra natura- quieren unirse, se repite a cada poco en el texto, ofreciendo distintas aproximaciones a esa realidad del amor entre razas, casi imposible hace apenas medio siglo: El pájaro y el pez pueden enamorarse, pero su único nido posible es la carencia de nido, leemos; y también: El pájaro y el pez podían enamorarse, pero construir el nido requeriría toda la vida; e igualmente: El pájaro y el pez pueden construir su nido, pero el lugar donde lo construyan saltará por los aires debajo de él; o, en el mismo sentido: El pájaro y el pez podían enamorarse, pero el aquí y el ahora dispersarían cada ramita robada que pudieran reunir. La pareja y sus hijos deberán enfrentarse a la animadversión del mundo, incluso del más cercano a ellos: los echan del piso alquilado, deben caminar separados por las calles, mantener en secreto y ocultar una relación que roza el delito. A Delia le escupen en un consultorio dental, a los chicos los detienen en la calle como potenciales sospechosos apriorísticos de cualquier irregularidad, se veta su entrada en establecimientos e instituciones. A ella se la “asocia” al personal de servicio de la casa; los jóvenes, incluso, tienen que justificar su presencia en su propio domicilio, pues en la zona residencial de blancos en la que viven gracias a la “impoluta” identidad de su padre resulta anómala y potencialmente peligrosa la aparición de los muchachos. La propia familia de Delia la rechaza por su arriesgada opción vital: Si estos chicos no van a ser negros, no pueden tener una familia negra, consumando así un alejamiento que se mantendrá por décadas.

Sin embargo, la pareja se atreve a su “experimento”, decididos, además, a educar a sus hijos en una burbuja ideal -inicialmente serán “escolarizados” en casa- como si no existieran los prejuicios raciales. Años después, dirá Joey, lamentando la imposible aséptica “neutralidad” de sus padres: Los dos nos criaron como si fuéramos tres encantadores niños blancos. La raza no existía. No veíamos ni oíamos la raza, no existía en nuestras canciones. Y eso un día tras otro, algo humillante, interminable. A la complejidad de la vida íntima, de puertas para dentro, se unirán las previsibles dificultades sociales, y las consecuencias de ese conflicto estarán presentes en la vida entera de los protagonistas: La raza aplastaba al amor con tanta seguridad como colonizaba la mente que amaba, dice Delia; En este país, en esta sociedad, cuanto existe es ya todo o nada, una cosa o la otra. Nada puede ser ambas cosas. Y de eso también somos culpables tu madre y yo, reflexionará David; Un hombre y una mujer (piensa Joey refiriéndose a los abuelos maternos) unidos durante décadas, en su propia nación, y el experimento de mis padres los había separado. El reto, no obstante, no acaba por superarse (Todas las lecciones de mi familia se habían reducido a una: nadie se casa con alguien que no es de su raza y sobrevive) y habrá mucho dolor y rupturas y distancia y sufrimiento en esas vidas desubicadas, fuera de sitio, incapaces ya de encontrar acomodo en ningún ámbito.

La infancia será, sin embargo, pese a lo ficticio del proyecto, pese a la imposible preservación de la inocencia primigenia frente a la realidad del mundo y a su hostilidad racial, un espacio feliz, acogedor y confortable (la familia cantando unida en una sintonía sin tacha, el amor y la armonía filiales, la preocupación paterna, los afanes y la protección maternos, el aprendizaje natural, la cultura, las risas, la diversión, el cariño). Y en ese entorno, en esa isla imposible, crecerán los hijos, Jonah, talentoso, egoísta, centrado en sus ambiciosos proyectos, persiguiendo en la música un ideal de belleza y perfección desvinculado de los problemas reales de su familia y de su raza, ajeno, pues, a cualquier sentimiento de identidad o pertenencia. Fuego, nervio, pasión, velocidad, belleza, poder, serán sus cualidades, que lo harán despuntar brillantemente en la escena musical mundial. Y está también Joey, consciente de su menor valía artística, anulándose en la entrega a la carrera de su hermano, sensible, consciente y preocupado (Mamá siempre decía de mí que era un vejestorio de nacimiento) por mantener los lazos con los suyos, parientes y compañeros de raza. Y está Ruth, una niña de talento musical también privilegiado, tierna y dulce en sus primeros años, combativa y radical en la adolescencia y juventud, alejándose del padre y la educación blancos y abrazando las causas de su raza, implicándose en los movimientos clandestinos en contra de la opresión de su “pueblo”.

Los conflictos en la familia corren en paralelo, como se ve, a la situación social en relación con la raza, y la música opera como emblema de esos conflictos. ¿Cómo puedes tocar esa mierda enjoyada mientras tu propia gente no puede encontrar trabajo y no digamos protección de la ley? (…) ¿Cómo es posible que cantes las cosas que cantas?, reprochará a Ruth a Joey, que sigue, dócilmente, la voluntad de su hermano mayor. La música de los hermanos es la música clásica, el canon musical, lírico y operístico, occidental y, por tanto, “blanco”, cómodo, seguro y ajeno al compromiso, aunque no exento de dificultades: El mundo de la música clásica hace que el boxeo profesional parezca una tertulia en una heladería. Joey con las calles de las principales ciudades de su país “incendiadas” por las protestas contra el racismo, afirmará: Cuatro veranos de violencia seguidos: la revolución había llegado, y Jonah y yo estábamos al margen, mirando, como en localidades de platea alta en un estreno del Réquiem de Verdi. Y es que Verdi, pero también Bach, Mahler, Schumann, Schubert, Beethoven, Dvořák, Mozart, Haydn, el laudista John Dowland, “nuestro” Joaquín Rodrigo, incluso ignotos autores de la música antigua, están en el repertorio de Jonah Strom, que hace caso omiso a las manifestaciones más conspicuas del arte musical de su raza, como el blues o el jazz, por lo que se interesará sin embargo Joey: Coltrane, Armstrong, Nina Simone, Miles Davis, entre las decenas de referencias musicales del libro.

Desde esta vertiente metafórica, El tiempo de nuestras canciones está plagado de reflexiones -muchas de ellas de aguda complejidad técnica- que podríamos llamar filosóficas, acerca de la música, de su significado, de su valor, de su trascendencia, sobre todo de los vínculos con la raza, en tanto la música, las canciones, “funcionan” como elementos de pertenencia: Un niño aprende de memoria la primera canción que escucha. Y la primera canción -la primera- no pertenece a nadie. Ella puede aportarles una melodía más fuerte que la del sentimiento de pertenencia. El juego de dualismos -otro elemento fundamental de la novela- se manifiesta aquí de un modo notable: el planteamiento individualista de Jonah, obsesionado por dominar su repertorio, por llegar en su arte donde nadie ha llegado, por brillar y ser reconocido sin importar su origen, su raza, sus raíces (Todo el mundo es dueño de todas las canciones); y, por otro lado, la música como reflejo de la propia identidad, “nuestras canciones”, la voz de un pueblo, como defenderán la familia Daley, Ruth y progresivamente Joey: Aquello no era música. Era el sonido de millones de seres. Todas aquellas canciones hablaban unas con otras, cantaban hacia dentro y fuera, atrás y adelante en la fiesta que pondría fin a todas las celebraciones. Y también: Si no puedes ser nadie más que tú mismo, no pienses siquiera en salir al escenario. O de modo todavía más explícito: El noventa y nueve coma noventa y nueve, nueve, nueve (…) por ciento de todo cuanto ha sucedido jamás, le ha sucedido a alguien que no eres tú y que murió hace siglos. Pero todo vuelve a vivir en ti, si eres capaz de hacer suficiente espacio en tu interior para llevarlo.

La música guarda también estrechas conexiones con el tiempo, con el devenir de los instantes (La misma música, al igual que sus propios ritmos, era interpretada en el tiempo. Si una pieza era lo que era se debía tan solo a todas las piezas escritas antes y después de ella. Cada canción cantaba el momento que le dio el ser). Se resaltan los vínculos con la mecánica cuántica (Es posible que el tiempo esté sometido a la mecánica cuántica, que sea tan discontinuo como las notas de una melodía), con la relatividad (Esta música me lanza hacia delante, hacia la velocidad de la luz, y me encojo y avanzo más despacio hasta detenerme en ese mismo lugar donde están depositados todos mis yoes futuros). Nos adentramos así en el territorio de la física, objeto de la dedicación profesional de David (que participa, y es otro de los hilos abiertos en el libro, en la fabricación de la bomba atómica) y presencia constante en el libro, en cuya lectura nos encontramos con infinidad de pensamientos acerca, ya se ha dicho, del tiempo físico: el secreto del tiempo, el bucle del tiempo, el oculto radio del tiempo, la velocidad del tiempo, el tiempo como un momento que recoge todos los trazos en movimiento, el tiempo enroscado sobre sí, haciendo que nos doblemos sobre nosotros mismos, eternamente. Y esos postulados teóricos tendrán su reflejo en el desarrollo de la trama, pues el “acto inaugural”, el concierto de Marian Anderson de la Pascua de 1939 “revivirá” en agosto de 1963, en una insólita confluencia -¿Cómo pueden cruzarse dos trayectorias en el tiempo?- del pasado, el presente y el futuro, no del todo comprensible para quien es inexperto en la ciencia física pero muy estimulante intelectualmente y, de manera sorprendente, muy conmovedora también desde el punto de vista emocional.

Y junto a estos dos ámbitos -el musical y el físico- está el que, quizá (y sólo quizá, porque las tres dimensiones del libro resultan difícilmente escindibles ni interpretables por separado), es el eje principal de la obra: la historia de la negritud (La raza es como una pirámide, más antigua que la historia y construida para durar más que ella), de sus padecimientos y sus afanes, de sus ilusiones y sus logros, de la sumisión y la rebeldía, del sometimiento y la reivindicación, del sufrimiento y la alegría. Surge así, reiteradamente, el “nosotros” (Nosotros podemos ser nuestro propio pueblo; En la seguridad del nosotros), nuestra gente (No tenemos nuestra propia gente. Nosotros somos nuestra gente, replica papá), la raza (Había algo más fuerte que la familia, más desbordante que el amor, peor que la razón, lo bastante grande para destrozarlos a todos y dejarlos por muertos), aunque no sin “enfrentamientos”: ¿Su identidad? ¿Idénticos a qué? Solo eres idéntico a ti mismo, y eso solo los días buenos. Estereotipos. Eso es lo que les estás dando. Nadie es de nadie más, dirá Jonah. La mezcla, por fin, de la que lo híbrido de la pareja y el mestizaje de los chicos funcionan como símbolo, acaba por describir la realidad del mundo: ¿A quién le basta ser como él mismo?; Si no hay mezcla, no hay movimiento; La mezcla nos muestra la dirección por la que el tiempo corre. He visto el futuro, y es mestizo.

La presentación de todas estas cuestiones raciales se hace en la novela en paralelo entre el ámbito privado/familiar y la realidad pública, a través de lo que podíamos llamar el espejo sociológico. Por El tiempo de nuestras canciones pasan todos los grandes acontecimientos relevantes desde el punto de vista de la raza (Llevamos un millón de años matándonos unos a otros por una pertenencia imaginaria) en la historia reciente de los Estados Unidos, la de sus últimos ochenta años (pero también, durante siglos, la de la esclavitud): la ley de asiento reservado y la valentía de Rosa Parks, ya mencionada; la bomba de Birmingham y las cuatro niñas negras muertas; los Panteras negras; el asesinato de Martin Luther King; los incendios en Memphis, Chicago, Washington o Kansas City, entre otras decenas de ciudades; las movilizaciones en los estados sureños; los conflictos por todo Estados Unidos; la muerte de Malcom X; el linchamiento de Rodney King; Los Ángeles en llamas. Aunque el telón de fondo es más amplio que el vinculado a la raza y nos permite “presenciar” las consecuencias en el país americano de la Segunda Guerra mundial; ver a Christian Barnard y el primer corazón trasplantado; asistir a la aventura espacial, a la Guerra de los seis días, al mayo del sesenta y ocho y la aventura hippie, a las protestas por la guerra de Vietnam; conocer a los Kennedy, Lyndon B. Johnson, Richard Nixon… y tantos otros hitos de la vida americana -y, por extensión, mundial- de varias generaciones. El tiempo, una vez más, que corre, que va y viene, que se duplica, en una sucesión interminable; el tiempo, el tema central de las preocupaciones de Richard Powers… y con él, la nostalgia, los recuerdos, nuestro fugaz paso por el mundo, la emoción de la vida, todos esos elementos que, más allá de las fecundas e interesantes ramificaciones reflexivas, teóricas, “racionales”, hacen tan conmovedora su novela.

Excepcional novela, pues, este El tiempo de nuestras canciones, que os recomiendo con pasión. Os dejo ya con una de las piezas musicales que se repite, significativamente, en su desarrollo. Se trata de Time stands still, El tiempo se detiene o permanece inmóvil, en las versiones que hace el traductor, una canción renacentista (financiada por el comercio de esclavos), del maestro John Dowland, compositor y laudista inglés, cuya música tiene una presencia importante en la novela. Aquí suena en la voz de Andreas Scholl. 

Richard Powers. El tiempo de nuestras canciones

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