Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de septiembre de 2020

RICHARD POWERS. EL CLAMOR DE LOS BOSQUES

(Seguimos con el experimento de la videoconferencia. Esta semana, los problemas en la conexión de internet han provocado una ostensible merma de la calidad del sonido en la grabación. Esperemos que en entregas posteriores podamos ofreceros nuestros programas "liberados" de estas enojosas deficiencias técnicas)

Hola, buenas tardes. Bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. Desde los estudios de Radio Universidad de Salamanca os ofrecemos, una semana más, una propuesta de lectura que pueda interesaros. Hoy continuamos con la atípica serie de tres emisiones dedicadas a un mismo escritor, una circunstancia que, en los diez años de existencia de nuestro espacio, no se ha producido jamás. Y no es que no haya habido motivos para repetir aquí la presencia de un autor, pues son muchos los que me entusiasman y de los que leo con pasión cada nueva obra publicada. Sin embargo, y como sabréis quienes nos seguís en este ya muy largo periplo de una década (más los años anteriores en Onda Cero Salamanca), siempre he preferido optar por mostrar cada semana en el programa nuevos escritores, distintos entre sí, ampliando el arco de mis propuestas y no cerrándolas al más limitado reducto de mis preferencias lectoras más recurrentes. De acuerdo con esas premisas, no podría, pues, explicaros el porqué de la aparición de Richard Powers en tres semanas consecutivas de Todos los libros un libro. Se trata, en efecto, de un gran novelista, sus libros me han interesado enormemente y me han hecho disfrutar de largas horas muy placenteras, pero ello ocurre también con otros escritores con los que, sin embargo, he decidido no repetir. En fin, es evidente que las pautas que uno mismo se impone no son, en el fondo, más que una “cuadrícula” de referencia, meras pistas a seguir para orientarse, convenciones arbitrarias que pueden, por tanto, romperse cuando sea preciso, sin reparo ni mayor justificación. 

Richard Powers es un escritor norteamericano, con doce novelas publicadas, de las cuales yo he leído las tres que he querido recomendaros, El tiempo de nuestras canciones, de 2003, El eco de la memoria, de 2006, comentadas las dos semanas precedentes, y esta que ahora os presento, El clamor de los bosques, su obra más reciente, que vio la luz el pasado 2018 y con la que obtuvo el Premio Pulitzer y fue finalista del Man Booker. El libro, en traducción del inglés de Teresa Lanero, lo publicó en nuestro país Alianza de Novelas. 

Sus más de seiscientas páginas se articulan en tres grandes partes, Raíces, Tronco y Copa, y un epílogo, Semillas, que, unidas al título, nos sitúan claramente en el universo arbóreo que, efectivamente, constituye el núcleo central de la obra. Y es que El clamor de los bosques (curioso el proceso de traducción del título: The Overstory, en su inglés original; Il sussurro del mondo, en italiano; L’arbre-monde, en francés) tiene como personajes principales -más allá de la decena de humanos que completan esta novela coral- a los árboles, a los bosques, a la vida vegetal en general, en un proyecto literario que podríamos llamar ecologista si el término, reduccionista, no limitara las pretensiones de un escritor que apela en su obra a un nivel superior, más complejo y de mayor calado que el meramente político o incluso el de la Historia humana (el The Overstory del título se abre a varios significados, por un lado la de “dosel”, el estrato o capa superior de un bosque, pero, por otro, pienso que cabe esa lectura figurada, la “Sobrehistoria”, lo que está por encima y más allá de la Historia): el de la vida natural, de la cual la evolución y el desarrollo de los árboles son parte fundamental. Como es obvio, limitar una obra artística -y el libro de Powers lo es, y de una excepcional calidad- a un “mensaje” simplificador resulta ridículo, además de parcial, impreciso, inexacto y por ello a la postre falso, pero si hubiéramos de reducir El clamor de los bosques a un lema publicitario, a un simple tuit (tan caro a estos tiempos fugaces y apresurados, la antítesis del transcurrir de la naturaleza, lento y paciente, la antítesis de un libro de seiscientas páginas, la antítesis del propósito de Powers), habría de ser algo así como “Los árboles hablan (un clamor en España, un susurro en Italia) y nos dicen huéleme, quiéreme, estoy en peligro”. Porque ese es, en esencia, el núcleo central de este libro desbordante: una lírica y a la vez documentada evocación del mundo natural, un recordatorio de la profunda identificación, constitutiva, del ser humano con la naturaleza (El mayor deleite que provocan los campos y los bosques es la sugerencia de una relación oculta entre el hombre y la planta. No estoy solo ni soy ignorado. Ellos me hacen señas con la cabeza y yo a ellos. Para mí, el balanceo de las ramas durante la tormenta es nuevo y viejo. Me sorprende, pero no es desconocido. Su efecto es como el de un pensamiento elevado o una emoción superior que me embarga, cuando consideraba que estaba pensando o actuando correctamente, como reza la cita inicial de Ralph Waldo Emerson), y una defensa y una reivindicación, combativas, militantes casi, de la importancia del medio ambiente -en particular el representado por árboles y bosques-, fuente de vida y por ello trascendental en sí mismo, indispensable también para nuestra existencia y en serio peligro de destrucción por la insensata y ciega depredación del hombre. Una preocupación, la del ecologismo, ya muy presente en la novela reseñada aquí hace siete días, El eco de la memoria
Las doscientas primeras páginas del libro, espléndidas, arrebatadoras, nos presentan por separado a los nueve personajes principales de la novela, en formidables relatos breves, autónomos y sin aparente relación entre sí (más allá de que cada “historia” se vincula a un árbol), cada uno de los cuales hubiera podido sustentar -tales son su potencia narrativa y el talento literario de Powers- una novela entera. Conocemos así a Nicholas Hoel, un artista que trabaja con materiales “ambientales”, descendiente de noruegos e irlandeses, en una saga que abarca varias generaciones de historia familiar que se suceden desde mediados del XIX, con un hilo conductor que los une -más allá de los genes-: un castaño centenario, que sobrevivirá en el Medio Oeste, en Iowa, a partir de seis castañas que un antepasado llevó en su bolsillo desde el Brooklyn que conoció en su primer contacto con América. (Le explica cómo el padre de su tatarabuelo plantó el árbol, cómo su tatarabuelo comenzó a fotografiarlo a principios de siglo. Cómo la plaga cruzó el mapa en unos cuantos años y arrasó con el mejor árbol del este de América. Cómo este ejemplar apartado y solitario, lejos de cualquier fuente de infección, sobrevivió). 

Y está también Mimi Ma. En 1948, Ma Si Hsuin, un joven chino de próspera familia de Shanghái, con larga tradición comercial, consigue, con ciertas reticencias paternas, el billete para viajar hasta San Francisco y estudiar Ingeniería eléctrica en el Instituto Carnegie de Tecnología. El padre, maestro calígrafo, le dará a su hijo tres anillos de jade, grabados con distintas figuras, paisajes y un árbol distinto cada uno de ellos -representando simbólicamente el pasado, el presente y el futuro-, así como un valioso documento antiguo, un pergamino que consiste en una serie de retratos de ancianos arrugados, Luóhàns, sabios que han atravesado todas las etapas del conocimiento y alcanzado la iluminación. Ya casado y viviendo en Illinois, Si Hsuin plantará un moral -representando el futuro por hacer- en su jardín. Tendrá tres hijas, la mayor de las cuales, Mimi, ingeniera cerámica, se “incorporará” al poliédrico mosaico del libro, en el que el pergamino ocupará también un relevante espacio simbólico. 

Adam Appich nace en 1963. Es un poco retrasado en el aspecto social, dirá de él su madre. Es un niño solitario, aislado, al que en el colegio le tienen manía, los compañeros de clase se meten con él, le hacen perrerías. A Adam, embebido en las Guías doradas… de los fósiles, de los insectos, de los árboles, no le importa que los otros chicos se aparten del barrio de las cosas verdes para acercarse a la fiesta ruidosa y llamativa de las otras personas. Promueve con sus cuatro hermanos -él es el más pequeño- un concurso de dibujo de árboles, para el que elegirá un arce. Enamorado de las hormigas, de adolescente investiga en sus misterios, participa en concursos de ciencias en el colegio y hace trabajos en los que su brillantez lleva a los adultos a desconfiar de su autoría. Lee con fruición y acaba por estudiar Psicología social, llegando a ser un atareado conferenciante y profesor, tras un controvertido paso por el activismo ecologista. 

Ray Brinkman y Dorothy Cazaly son un joven abogado especialista en propiedad intelectual y una taquígrafa en una empresa que trabaja para distintas compañías de abogados. Dos personas para las que los árboles no significan nada, que no saben distinguir un roble de un tilo. Actores aficionados, representan Macbeth, él es el bosque que avanza (hasta que el bosque de Birnam no venga sobre Dunsinane). Enamorados, deciden sellar su compromiso obligándose a plantar un árbol cada año el día de su aniversario. En un momento de sus vidas habrá un accidente de tráfico en un choque contra un tilo. 

Douglas Pavlicek, sargento en Vietnam, héroe en la guerra, en la que resultará herido gravemente al caer de un avión en llamas, accidente en el que se salvará gracias a la frondosa copa de una higuera, un baniano. Vive una existencia tortuosa, atormentada, llegando a visitar la cárcel, una experiencia que le marca. La vida es una cuenta atrás. Nueve años, seis trabajos, dos historias de amor fallidas, tres matrículas de coches de diferentes estados, dos toneladas y media de cerveza aceptable y una pesadilla recurrente, resumirá. Acabará plantando abetos Douglas para repoblar zonas de bosques talados. 

Neelay Mehta crece viendo vídeos en San José, en el valle de Santa Clara, en California. El padre, guayaratí (del estado indio de Gujarat), llega a Estados Unidos con doscientos dólares y una licenciatura en Física del Estado Sólido, para trabajar en Silicon Valley por mucho menos de lo que le pagan a los blancos. Acaba siendo el empleado número 276 de una empresa que reescribe el mundo. Con Neelay, juntos, juegan con un kit de informática. El chico aprende a programar y descubre su pasión por los ordenadores. De pequeño caerá desde la copa de una encina quedando parapléjico, lo que lo condenará a una inmovilidad que, en contrapartida, le permite desarrollar su obsesión tecnológica (está ocupado creando mundos, contesta el niño a quienes les preguntan por su aislamiento). Una foto que el padre conserva de una higuera que crece desmesurada “devorando” un templo, junto a la figura de Visnú, el dios indio al que conoce por los cómics infantiles, en una metáfora poderosísima que impregna el libro (Si Visnú es capaz de colocar una de estas higueras gigantes dentro de una semilla así de pequeña (…) Piensa en todo lo que podría caber dentro de nuestra máquina), despierta en él el interés por la programación, una de cuyas partes se llama, significativamente, ramificación (Aquella higuera devoradora de templos de la foto de su padre habita en el niño. Seguirá aumentando de tamaño con cada nuevo código reutilizable. Seguirá extendiéndose, rastreando las grietas, probando todas las vías de escape posibles, buscando nuevos edificios que engullir. Crecerá bajo las manos de Neelay durante los veinte años siguientes). Neelay se convertirá, desde su forzada parálisis, en un millonario inventor de videojuegos. 

Olivia Vandergriff es una alocada estudiante de Ciencias actuariales. Entramos en contacto con ella en diciembre 1989, cuando Powers nos la muestra en su caótico piso de estudiante en el que vive una vida de sexo, drogas, fiestas y desorden. Una noche, de vuelta a casa, toma una ducha y aún mojada toca el cable enganchado a la precaria toma de corriente del que los estudiantes se valen para tener electricidad. El contacto la hace permanecer muerta durante un minuto y diez segundos. En ese trance iniciático tiene una visión. Olivia, que lleva un semestre viviendo bajo un árbol singular que da sombra a su apartamento y de cuya presencia apenas era consciente, nota como los árboles, unos seres de luz, le hablan y le marcan su destino: Fuiste insignificante, murmuran. Pero ya no lo eres. Te has librado de la muerte para realizar algo de gran importancia

Por último, Patricia Westerford (trasunto ficticio de la auténtica bióloga y profesora Suzanne Simard) es, en cierto modo, el eje vertebrador del libro, su peripecia vital descrita con más detalle y a lo largo de más tiempo. La vemos en 1950, una niña que juega a las casitas, construyendo hogares y animales y personas con vegetales, bellotas, hojas, maderas, pétalos, ramas, cáscaras de nuez. Tiene dificultades para oír y hablar y no dice ni una palabra hasta los tres años, viéndose obligada a usar audífonos. Es uña y carne con su padre (su pequeña niña-planta, Patty-planta, la llama), un agente de extensión agraria con el que recorre las granjas del sudoeste de Ohio. Ella devora la información, aprende, no para de preguntar, rebosante de curiosidad. A los catorce años su padre le regala la Metamorfosis de Ovidio, un libro clave en su vida y en la novela. Pronto se convierte en una estudiante aplicada y algo rara, con mucho de asocial. Entregada a la Botánica, a la experimentación científica, a la investigación, estudiará un posgrado, se hará profesora en la universidad, y cursará más adelante un posdoctorado. Será la autora de un descubrimiento radical: los árboles se comunican entre sí (Los árboles, cuando reciben un ataque, emiten insecticidas para salvar su vida. Hasta ahí no hay controversia. Pero en los datos hay algo más que le provoca escalofríos: los árboles lejanos que no han sido tocados por los enjambres invasores refuerzan sus defensas cuando sus vecinos reciben el ataque. Algo les alerta. Se enteran del desastre y se preparan. Patricia revisa los datos, pero los resultados son siempre los mismos. Solo hay una conclusión, pero carece de sentido: los árboles dañados envían alarmas que los otros árboles huelen. Sus arces emiten señales. Están interconectados en una red aérea y comparten un sistema inmune a lo largo de hectáreas de bosque. Esos troncos descerebrados e inmóviles se están protegiendo entre ellos). Una vez publicado su controvertido descubrimiento es discutida por la Academia. Catedráticos, biólogos, dendrólogos de prestigio cuestionan sus méritos. Expulsada de su trabajo, proscrita, ridiculizada y despreciada intelectualmente, desaparece en el subempleo, alternando trabajos de mera subsistencia alejados de sus conocimientos y su vocación. Huye al bosque, acampa al aire libre, capaz de vivir con poco, pues conoce bien las plantas y los recursos que ofrecen. Lee a Thoreau. Encuentra trabajo como guarda forestal en la Oficina de Administración de Tierras. Por fin rehabilitada, de nuevo valorada científicamente, será contratada en un centro de investigación. Patricia escribirá un libro, El bosque secreto, con un comienzo revelador: Tú y el árbol de tu jardín provenís de un antepasado común. Hace mil quinientos millones de años, ambos os escindisteis. Pero incluso ahora, después de un inmenso viaje en direcciones separadas, ese árbol y tú compartís la cuarta parte de los genes… Ese libro será, de un modo u otro, el elemento que servirá de engarce a todos los personajes, de vidas tan disímiles, y los unirá en una cruzada común, la salvación de unas secuoyas gigantes en riesgo de extinción. Sus vidas, conectadas de manera subterránea desde hace mucho, coincidirán en la práctica de distintas formas de activismo medioambiental, llegando incluso al ecoterrorismo. 

En el resto del libro se entremezclan las historias, los distintos personajes entablarán relaciones diversas, todas conectadas con la preocupación por la conservación de la naturaleza y la preservación de los bosques, y la obra se convierte así, más allá de la evolución y el desarrollo de las diferentes existencias -con una notable incidencia en la indagación psicológica en las personalidades de cada uno de ellos, otra de las razones por las que estamos ante una novela magistral-, en la ocasión para que Powers, en un rasgo “marca de la casa”, como ya hemos podido apreciar en los libros reseñados estas dos últimas semanas, se lance a una desbordante demostración de conocimiento científico, que aflora en unas páginas llenas de información bien documentada sobre física, biología, química, ecología o dendrología (la ciencia que estudia los árboles), de estimulante divulgación teórica, de interesantes explicaciones sobre la vida arbórea, de profundas reflexiones filosóficas y de abundantes referencias históricas, sociológicas y culturales -también rasgo distintivo de su novelística-, puestos al servicio de una tesis principal: Los seres humanos somos solo una pequeña parte, diminuta, de una vida muy superior a nosotros (la sabiduría humana es menos importante que el brillo trémulo de las hayas con la brisa) y de la que los árboles representan una de sus manifestaciones más fascinantes, complejas e inteligentes (Las personas no son la especie suprema que creen ser. Otras criaturas —más grandes, más pequeñas, más lentas, más rápidas, más viejas, más jóvenes, más poderosas— llevan la voz cantante, fabrican el aire y se comen el sol. Sin ellos, nada). A esa propuesta le sigue un corolario: sin embargo, generación tras generación nos obstinamos en destruir nuestro entorno, abocando a la extinción al planeta entero, poniendo en riesgo de desaparición al fruto entero de millones de años de maravillosa evolución. 

Esta radical e interesantísima propuesta se hace siguiendo un doble eje conductor: por un lado la muy elocuente descripción del funcionamiento, las características, las propiedades, las cualidades, los atributos y las potencialidades que encierra la vida vegetal; y por otro, y de manera muy notable, las insistentes, apasionadas y muy sentidas llamadas de alerta ante esa progresiva y acelerada destrucción de los bosques que, sobre todo en las últimas décadas, lleva a cabo la especie humana, ignorante de que, en el fondo, “somos” los árboles, por lo que si los dejamos perecer estamos encaminándonos hacia el suicidio colectivo (Los hombres y los árboles son unos parientes más cercanos de lo que ustedes creen. Somos dos seres surgidos de una misma semilla que avanzamos en direcciones opuestas y nos servimos los unos de los otros en un espacio compartido. Ese espacio necesita todas sus partes. Y nuestra parte…, tenemos un papel que desempeñar en este organismo que es la Tierra, un papel…). 

Formulado de esta manera su planteamiento, pudiera parecer que El clamor de los bosques fuera un tedioso y aburrido ensayo divulgativo, un mero vehículo, con un tenue revestimiento literario, para presentar un discurso ideológico, pero nada más lejos de la realidad. Siendo, sin duda, una novela de tesis, que quizá en manos de otro escritor menos dotado hubiera podido convertirse en un panfleto simplificador, la soberbia construcción de los personajes, los bien hilado de la trama argumental, la riqueza narrativa de las distintas historias, la solidez de la fundamentación científica, la infinidad de apasionantes informaciones y apropiadas referencias culturales, hacen del libro una memorable obra de ficción. 

Son decenas las notas que he tomado en mi fervoroso discurrir por el libro, apuntes en los que se ejemplifican los distintos planos, ya mencionados, que hacen su lectura muy fecunda e inolvidable. Son tantas que resultaría estéril presentarlas aquí, entorpeciendo mis ya naturalmente densas reseñas. Esa es una de las razones -la otra es el entusiasmo que muchos fragmentos han despertado en mí, alentando a la vez el deseo de compartir tanta lucidez y tanta belleza- por la que en los próximos meses -probablemente en la proximidad del Día mundial del árbol, el 21 de marzo- dedicaré algunos programas de mi otro espacio en Radio Universidad de Salamanca, Buscando leones en las nubes, al libro, con textos extraídos de él y canciones relativas también al universo de los bosques. 

Me limitaré ahora, y planteado ya el marco general de la obra, a comentar brevemente algunos otros elementos relevantes. Es de destacar la significativa presencia en el libro del tema del “tiempo”, en sus connotaciones físicas, un motivo recurrente en las preocupaciones de Powers. La idea de la pequeñez de nuestras vidas -un soplo fugaz que se diluye en un instante- frente a la inmensa eternidad de los árboles, de la naturaleza, los miles de millones de años del universo, es reiterada en diversas ocasiones. También las reflexiones sobre el tiempo circular -El tiempo no era una línea que se extendía delante de ella, sino una columna de círculos concéntricos-, que estaba en las otras novelas comentadas. Igualmente, se nos recuerda la progresiva aceleración del deterioro del mundo (El mundo tenía seis billones de árboles cuando la gente apareció. Ahora queda la mitad. Una nueva mitad desaparecerá en cien años), las contradicciones de nuestro desarrollo incontrolado, la prisa -la urgencia- en tomar medidas que lo frenen: 

Palisandro de Honduras. Roble de Hinton en México. Commidendrum robustum de Santa Helena. Cedros del cabo de Buena Esperanza. Veinte especies de kauris gigantescos, de tres metros de ancho, desprovistos de ramas hasta los treinta metros o más. Un alerce del sur de Chile, más antiguo que la Biblia, pero que aún produce semillas. La mitad de las especies de Australia, del sur de China y de una franja de África. Las formas de vida extraterrestres de Madagascar que no se encuentran en ningún otro lugar del planeta. Mangles de agua salada —guarderías marinas y protectores de las costas—, desaparecidos en un centenar de países. Borneo, Papúa Nueva Guinea, las Molucas, Sumatra: los ecosistemas más productivos de la Tierra ceden el paso a las plantaciones de aceite de palma. 
Camina por los bosques desolados y cuidadísimos que quedan en el esquilmado Japón. Camina por puentes de raíces vivas en el norte de la India —el Ficus elastica, entrenado por generaciones de habitantes de las montañas Khasi para cruzar los ríos—, por bosques donde han sustituido especies nativas por pinos de crecimiento rápido. Camina por antiguas extensiones de teca tailandesa, entregadas ahora al cultivo de eucaliptus escuálidos que se recolectan cada tres años. Inspecciona lo que queda de las incontables hectáreas de pino piñonero, taladas para plantar trigo. Bosques salvajes, variados y sin catalogar que se desvanecen. Los lugareños siempre le dicen lo mismo: no queremos matar a la gallina de los huevos de oro, pero en este lugar es la única forma de acceder a los huevos. 

Es muy reconocible también, y quiero por ello resaltarlo, el interés del autor por el mundo tecnológico, que opera en esta novela -sobre todo a partir de la figura de Neelay Mehta (—¿Qué es más interesante? —pregunta Neelay—. ¿Quinientos millones de kilómetros cuadrados con cien tipos de biomas distintos y nueve millones de especies de seres vivos o un puñado de píxeles de colores en una pantalla 2-D?)- como metáfora, internet como un espacio simbólico, una atractiva pero peligrosa simulación que sustituye a la vida verdadera; aunque he creído apreciar un cierto optimismo de Powers con respecto a las posibilidades de la tecnología para “salvar el mundo”, para facilitar nuestra profunda comprensión de la naturaleza: En unas cuantas estaciones, con tan solo colocar juntos los millones de páginas de datos, la siguiente nueva especie aprenderá a traducir en ambos sentidos el lenguaje humano y el verde. Las traducciones al principio serán toscas, como los primeros balbuceos de un niño. Pero enseguida las frases empezarán a cobrar sentido y verterán palabras hechas de lluvia, de aire, de roca machacada y de luz, como todos los seres vivos. Hola. Por fin. Sí. Aquí. Somos nosotros. 

Casi para terminar, dos apuntes de orden formal. Por un lado, la elocuente (nunca mejor dicho) atribución de voz a la naturaleza, en un recurso expresivo que refuerza el planteamiento de la novela y aproxima el lector a sus tesis. Los árboles hablan, nos interpelan, nos exigen, reclaman nuestra atención, escuchamos sus palabras, que se resaltan en cursiva, intercaladas en la narración. Ven. No temas nada, nos invitan. Recuerda esto dentro de miles de años cuando, mires donde mires, no veas nada más que a ti mismo, nos advierten. Sea cual sea la forma en que nos imaginas —manglares embrujados subidos en zancos, la pica invertida de la mirística, los troncos nudosos del árbol del elefante, el misil vertical de un sal—, no son más que amputaciones. Los de tu especie nunca nos veis enteros. Os perdéis la mitad o más. Bajo tierra siempre hay tanto como arriba, nos alertan. 

Por último, es muy relevante la habitual presencia de citas y referencias literarias y culturales, que demuestran la amplitud y la profundidad de los conocimientos de su autor y que dotan, además, a su libro de mayores resonancias. Están, claro, los autores “clásicos” de lo que ahora ha dado en llamarse -con un cierto aire de lema publicitario y comercial- nature writing: Whitman, Thoreau, el ya referido Emerson, John Muir, Toynbee. Pero aparecen también menciones a cuadros de Magritte, a Guerra y paz y Anna Karénina de Tólstoi, a la Metamorfosis de Ovidio (es mi deseo exponer las transformaciones de los cuerpos en formas nuevas: una idea vehicular del libro), los poetas William Blake, W.H. Auden o Andrew Marvell, entre otros. La fértil erudición de Powers, cuyos conocimientos -y su formación científica inicial- afloran en los largos fragmentos dedicados al análisis de cuestiones relativas a la biología o la física, se muestra también en otros ámbitos, y así, por todo ejemplo, resultan fascinantes los muchos apuntes etimológicos que desliza en su texto, que nos proporcionan informaciones muy curiosas y evocadores, como que en una lengua indígena norteamericana se use la misma palabra para “huella” y “comprensión”; que la palabra “árbol” y la palabra “verdad” provengan de la misma raíz; que otros dos vocablos, “libro” y “haya” tengan el mismo origen en muchas lenguas. 

En fin, otra novela deslumbrante de Richard Powers, este El clamor de los bosques que junto a las dos comentadas en semanas anteriores, El tiempo de nuestras canciones y El eco de la memoria, voluminosas las tres, más de dos mil páginas en conjunto, os asegurarán semanas de lectura placentera. Os dejo ahora, antes del fragmento final con una canción, I Ain't Got No Home, citada en el libro, y que, popular en Estados Unidos en los años 30 del pasado siglo, en los días de la Gran Depresión, ha conocido infinidad de versiones desde la de la Carter Family original a la más combativa de Woody Guthrie o la relativamente reciente de Bob Dylan. Aquí sonará en la voz, melancólica y desagarrada esta vez, de Bruce Springsteen 


Los bosques saben cosas. Se conectan entre ellos bajo tierra. Allí abajo hay cerebros, unos cerebros que los nuestros no están preparados para ver. Plasticidad radicular que soluciona problemas y toma decisiones. Sinapsis fúngicas. ¿Cómo le llamarían a esto? Si un número suficiente de árboles se conectan, el bosque se vuelve «consciente». 

A los científicos nos enseñaron a no buscar nunca al ser humano en las demás especies. ¡Así que nos aseguramos de que nada se parezca a nosotros! Hasta hace muy poco, ni siquiera permitíamos que los chimpancés tuvieran conciencia, y mucho menos los perros o los delfines. Solo el hombre sabía lo suficiente para querer cosas. Pero créanme: los árboles quieren algo de nosotros, al igual que nosotros siempre hemos querido cosas de ellos. No es una cuestión mística. El «medioambiente» está vivo, es un fluido, una red cambiante de vidas con un propósito, de vidas que dependen unas de otras. El amor y la guerra no pueden separarse. Las flores dan forma a las abejas del mismo modo que las abejas dan forma a las flores. Las bayas pueden competir por ser comidas más que los animales por comérselas. Hay un tipo de acacia que fabrica proteínas dulces para alimentar y esclavizar a las hormigas que la protegen. Los árboles frutales nos engañan para que distribuyamos sus semillas. La fruta madura fue la causante de nuestra visión en color: al enseñarnos a encontrar el cebo, los árboles nos enseñaron también a ver que el cielo es azul. Nuestro cerebro evolucionó para esclarecer el bosque. 

Hemos dado forma a los bosques y ellos nos han dado forma a nosotros desde antes de que fuéramos Homo sapiens.

  

Videoconferencia
Richard Powers. El clamor de los bosques

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