Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 4 de noviembre de 2020

ELIZABETH JANE HOWARD. CRÓNICAS DE LOS CAZALET 
  
La propuesta de esta semana de Todos los libros un libro, estaba prevista inicialmente para ser radiada en las semanas inmediatamente precedentes al verano pasado, con su promesa de largas jornadas ociosas, tan favorables para la lectura. La imposibilidad material de llevar a cabo entonces su grabación a causa del primer confinamiento me hizo retrasar sine die su emisión, esperando el momento más propicio para radiarla. Ahora, con la perspectiva, por desgracia nada improbable, de un nuevo encierro, surge de nuevo la ocasión de recuperar mi propósito de aquellas fechas. Además, la cercanía -aún no inminente- de las navidades, que también se asocian a la disponibilidad de mayores períodos de tiempo libre y, en consecuencia, el aumento de las oportunidades y, quizá, de la voluntad de dedicación a la lectura, vuelven a recordarme la idoneidad de mi recomendación, que exige largas sesiones lectoras.

Y es que, efectivamente, son numerosas las páginas de la obra de la que quiero hablaros, cerca de dos mil cuatrocientas, aunque la mención a la “obra”, así, en singular, no refleja con exactitud la dimensión del proyecto literario que presentó hace ya treinta años su autora, la británica Elizabeth Jane Howard, bajo la rúbrica unitaria de Crónicas de los Cazalet, pues en su seno se albergan cinco volúmenes que, como luego veremos, recogen, con extraordinaria minuciosidad, las vidas de cuatro generaciones (los críticos hablan reiteradamente de tres, pero la cuarta -formada por todavía niños- tiene también presencia en el último tomo de la serie) de miembros de la entrañable familia inglesa cuyo apellido figura en el título. 

Elizabeth Jane Howard fue -murió en 2014- una escritora brillante y una mujer de existencia agitada, hasta el punto de que las repercusiones sociales de su trayectoria personal pudieron, en ocasiones, llegar a oscurecer su carrera literaria. Muy guapa en su juventud (un reportaje que he podido leer en la revista Courbett recoge una hoy políticamente incorrecta afirmación del diario Sunday Times, en 1959, sobre su belleza: la escritora viva más guapa de Londres), con una intensa y turbulenta vida amorosa que incluye varios matrimonios y sonados divorcios -los más conocidos, enlace y separación, con Kingsley Amis, padre del novelista Martin Amis, que siempre habló maravillas de la calidad como escritora de su madrastra-, Howard había nacido en Londres en 1923 en el seno de una familia de clase alta bien acomodada, un entorno social que reproducirá, como podremos comprobar más adelante, en su serie de novelas, las cuales rezuman, y ello lo percibe el lector de modo intuitivo casi desde las primeras páginas, un penetrante aire autobiográfico. Quien, después de leer los cinco libros, repase alguna biografía detallada de su autora se sorprenderá de la infinidad de concomitancias entre su vida y su obra, algunas notables, como la condición de destacado empresario maderero del padre, la enorme mansión familiar y el amplio elenco de sirvientes, el interés por la escritura, la boda juvenil, el temprano hastío matrimonial, las infidelidades propias y ajenas, las amantes de su progenitor, la ambientación en Sussex, y otras menores: la vocación de actriz de una de las protagonistas, la truncada carrera de bailarina de otra, ciertas peripecias vitales de sus personajes… 

Elizabeth Jane Howard contaba ya con una decena de libros en su carrera como escritora, muchos con una excelente recepción en crítica y público (estos días se edita en España Como cambia el mar), cuando publicó, en 1990, el primer título del ciclo de los Cazalet, Los años ligeros, al que seguirían tres más, Tiempo de espera, Confusión y Un tiempo nuevo, en 1991, 1993 y 1995 respectivamente. Casi veinte años después, en 2013, poco antes de su muerte, aparecería Todo cambia, con el que pondría fin a la saga. Sobre la base de las dos primeras novelas la BBC estrenaría en 2001 una exitosa serie que yo no he llegado a localizar. 

Los cinco libros han visto la luz en España en la editorial Siruela, en publicaciones sucesivas entre los años 2017 y el pasado 2019. La traducción de los cuatro primeros es de Celia Montolío, mientras que de la del quinto se hace cargo Raquel García Rojas, en una decisión editorial -cambiar de jinete a mitad de la carrera- ciertamente inexplicable. Sin obviar la calidad del trabajo de las traductoras, y siendo como soy un absoluto profano en la materia, me permito constatar aquí una cierta -y muy menor- incomodidad personal -no sé si objetivable como crítica- en relación a las opciones elegidas para trasladar al castellano “frases hechas” en inglés. Encontrarse, en unos libros ambientados en la tradicional, conservadora, refinada y a menudo afectada clase alta británica, expresiones como era más vieja que la Tana o las gracias, para las Ignacias, que suenan demasiado castizas y apegadas a nuestro refranero popular, puede desconcertar levemente al lector. En el caso concreto de Todo cambia, aparte de bastantes fallos tipográficos y de edición, hay anacronismos en la traducción que “chirrían” en una lectura actual: una maleta repleta amenaza con “colapsar”… ¿en una voz que habla en 1956?; “tengo que decirte desde ya”… ¿no resulta un giro demasiado “moderno” para la época? 

Como se puede fácilmente imaginar, intentar aquí siquiera un esbozo de la profusión de hilos de desarrollo de una obra tan desbordante, en extensión y en intención, al recoger más de veinte años de las vidas de casi treinta personajes (de diferente entidad, como es natural; “solo” una decena que podríamos calificar de principales), resulta de todo punto imposible. Me voy a limitar, por lo tanto, a situaros en el marco general del ciclo, comentaros algunos rasgos estilísticos por los que, a mi juicio, nos encontramos ante una obra excepcional cuya lectura resulta indispensable, y, por último, ofreceros algunos breves apuntes sobre cada uno de los cinco volúmenes. 

El núcleo central de la trama (si es que puede hablarse de algo parecido a un hilo argumental en unas novelas que, estrictamente, carecen de él y que se “reducen” a narrar el “mero” fluir de la vida de sus protagonistas) gira sobre los cuatro hermanos Cazalet, Hugh, Edward, Rachel y el menor, Rupert, rozando todos ya los cuarenta años cuando son presentados al lector. Sus padres, William Cazalet y Kitty Barlow, el Brigada y la Duquesita según sus apodos familiares, son el auténtico foco de unión de la familia (a propósito de ambos personajes, ya ancianos al comienzo de la primera novela, hay un error reiterado en las fechas de nacimiento que se recogen en el indispensable árbol genealógico que abre cada libro y que no se corrige hasta la tercera entrega de la serie. Así, el Brigada habría nacido en 1860 y su mujer en 1867, y no a la inversa, como figura en los dos primeros volúmenes). Aunque tienen casa en Londres, es Home Place, su distinguida casa señorial en la campiña del sur de Inglaterra, en el interior del condado de Sussex (aunque con el mar, en Hastings, relativamente cercano), el ámbito central en que se desenvuelven los principales acontecimientos narrados, más allá de otros escenarios por los que discurre también la acción, situados en Londres, Southampton o incluso Francia. Sobre todo en los veranos y las Navidades, el “clan” de los Cazalet (no estaba acostumbrada a semejante sentimiento de clan, dirá Zoë, mujer de Rupert), los dos abuelos, los cuatro hijos, los muchos nietos, que irán aumentando al avanzar las entregas, y hasta los bisnietos, que comparecerán en la última, los parientes políticos, los amigos de unos y otros, sus novios y prometidas, incluso, en algunos casos, los amantes, se alojarán en sus innumerables habitaciones, ocuparán las diversas dependencias anejas al edificio principal, se sentarán a la enorme mesa del comedor para desayunar, almorzar o cenar, se reunirán en sus salones para bordar, leer, jugar o conversar, pasearán por la vasta heredad, se divertirán en las pistas de tenis o squash, harán excursiones a las playas cercanas, departirán entre sí y con los fieles miembros del servicio, construyendo entre todos un microcosmos fascinante del que el talento de la autora nos muestra con sobresaliente meticulosidad todos sus recovecos, tantos los físicos -paisajes, emplazamientos, mobiliario, decoración- como, sobre todo, los íntimos, psicológicos, de sus pobladores, convirtiendo así a ese entorno entrañable, apacible, protector, idílico, feliz, en un personaje más de las novelas (¿De verdad quieres deshacerte del lugar donde todos hemos pasado una parte tan importante de nuestras vidas, donde han crecido nuestros hijos, que fue nuestro hogar durante la última guerra?, preguntará uno de los hermanos ante la perspectiva de tener que prescindir de la vivienda familiar, subrayando la importancia sentimental -y no sólo- de la casa). 

En ese espacio cálido y confortable con el que nos encontramos por primera vez en el verano de 1936, al comienzo de Los años ligeros, y del que nos despediremos definitivamente en 1958, al término de Todo cambia, transcurrirán los momentos fundamentales -o, si no ocurren en Home Place, hasta allí llegarán sus ecos- de las vidas de una treintena de seres que, más allá de sus peculiaridades “sociológicas”, típicas de su época y condición, coinciden con las nuestras propias. Porque, y esta es a mi juicio la virtud máxima de la ambiciosa obra, lo que conocemos adentrándonos en las páginas de Las crónicas de los Cazalet es la vida, ni más ni menos que el acontecer, durante más de dos décadas, de la vida cotidiana de la extensa familia y sus allegados, esa vida que, como todas, está hecha de normalidad, de ligeros quehaceres y aburridas rutinas, de afanes menores y sucesos triviales punteados de vez en cuando por algunos acontecimientos relevantes (enamoramientos, pérdidas, rechazos, traiciones, alegrías, muertes, amistades), aquella a la que entregamos inconscientes nuestro tiempo, esa vida aparentemente inane que solo cuando ya la hemos dejado atrás y la observamos con una mirada retrospectiva, a menudo melancólica, logramos entender, persuadidos por fin de que en ella, en esa insulsa simplicidad, en esa sucesión de momentos nada excepcionales, es en donde, en definitiva, radicó el sentido, lo sustancial, de nuestra existencia, pues en ella, en esa inapreciable entrega a las consabidas preocupaciones del día a día, es en donde hemos puesto nuestros anhelos y nuestras ilusiones, nuestra esperanza y nuestros sueños, nuestras pasiones y nuestra frustración, nuestro entusiasmo y nuestro amor, nuestras decepciones y nuestra ambición, nuestras risas, nuestras lágrimas, nuestros sentimientos, nuestras emociones y nuestro deseo, nuestras desmesuradas ansias de vivir. Es ahí en donde la lectura de la pentalogía resulta una experiencia deslumbrante, al conseguir hacernos partícipes de otras vidas como las nuestras, logrando generar una cercanía tan intensa con los personajes que acaba por crear un perceptible vínculo con ellos, hasta el punto de que, a su término, tras las muchas vivencias “compartidas”, tras los muchos años para ellos transcurridos en su ficticia historia literaria, tras las muchas páginas leídas, tras las muchas horas ocupadas por nosotros siguiendo sus empeños, nos resultan próximos, afines, amigos, queridos. 

El elenco de “criaturas” salido de la pluma de Elizabeth Jane Howard es memorable. El Brigada, reputado empresario maderero resistente a los cambios (la firma había aportado el olmo del que salieron todos los escabeles de la abadía de Westminster), empeñado en gestionar su muy próspero negocio con las reglas consuetudinarias con las que ha logrado su fortuna, cariñoso y entrañable con los suyos aunque severo y estricto, apegado a sus viejos hábitos decimonónicos, sólido pilar de una familia, que, como todas, irá disgregándose, o al menos relajando sus lazos de unión, con el paso del tiempo; la Duquesita, tutelando en la sombra el vínculo familiar, auténtico “cemento” que da cohesión de manera tajante pero casi imperceptible a los suyos, arropándolos a todos en los momentos difíciles, una mujer sencilla, inteligente, muy sabia e intuitiva, afectuosa y cálida, cariñosa y encantadora, muy cercana, ajena, pese a compartir la educación y los valores de su clase social, a las posturas estiradas o a los tics elitistas de su “esfera”; Hugh, el hijo mayor, ordenado y responsable, con secuelas físicas y psicológicas de su participación en la Primera Guerra Mundial y algo torturado por ello, dirige, bajo la autoridad indiscutible de su padre, a la que se pliega sumiso, la firma familiar; Sybil, su mujer, a la que adora y con la que congenia de manera admirable; sus hijos, Polly, Simon, once y diez años al comienzo de la serie y que irán creciendo en su transcurso y se casarán y tendrán a su vez nuevos vástagos (y algún hermano); y Edward, el segundo de los Cazalet, un año menor que Hugh pero tan distinto a él, mujeriego y seductor, algo frívolo, afortunado en todos los lances de su despreocupada existencia (salió indemne de la guerra que marcó a su hermano), directivo también en la empresa maderera, una fuente inagotable de ingresos que le permite financiar su doble vida amorosa; su esposa, la guapa Viola -Villy-, que abandonó su carrera artística como bailarina para entregarse a una vida matrimonial que la hastía, con sus hijos Louise, Teddy y Lydia, también niños al inicio del primer libro, y a los que seguiremos en los veinte años posteriores, con sus amoríos, sus bodas, sus propios hijos; y Rachel, aún joven pero ya algo “solterona”, que renuncia a su vida, abnegada, entregada al cuidado de sus padres, gobernando Home Place con delicadeza y cariño, con desprendimiento y generosidad; y por fin Rupert, pintor vocacional, el más joven de los hermanos, que enviudó de Isobel, fallecida al nacer Neville, el segundo de sus hijos, tras Clary, que ahora tiene doce años; Zoë, su nueva y joven esposa, algo irresponsable y caprichosa, desconocedora aún de su lugar en el mundo. En paralelo a este “corazón” de la familia, se nos muestra también otro universo, el del servicio: la madura y refunfuñona aunque bondadosa señora Cripps, experta cocinera de la casa; su entregado admirador, el chófer Tonbridge; la larga serie de ayudantes de cocina, Dottie, Edie, Lizzie, objeto de las furibundas reprimendas de la exigente Mabel Cripps; las doncellas y criadas, Eileen, Peggy y Bertha, que se van renovando con el paso de los años; las niñeras que irán llegando, acompasando su aparición al nacimiento de los niños, Nanny, Ellen, la más veterana de ellas, siempre presente; McAlpine, el jardinero; su torpe ayudante Billy; el mozo de cuadra Wren, que desaparecerá cuando los automóviles vayan sustituyendo a los caballos tan amados por el patriarca del clan. Y están también los personajes “satélite”, no pertenecientes a la familia en sentido estricto, o no al menos en sus primeros grados, pero fuertemente enraizados en las vivencias y los afectos, en las experiencias y el discurrir de las vidas de los Cazalet: Jessica Castle, hermana de Villy, su marido Raymond y sus hijos Angela, Christopher, Nora y Judy, de vidas independientes pero que coinciden en las vacaciones con sus primos; el joven Archie, amigo de juventud de Rupert y comprensivo confidente de todos los habitantes de Home Place; la amiga íntima de Rachel, Margot Sidney, Sid, con la que aquella mantiene una relación amorosa no sólo oculta al mundo sino, casi, a ellas mismas; la señorita Milliment, anciana institutriz de la familia, que enseñó a Villy y Jessica cuando eran niñas y lo sigue haciendo con Polly y Clary; Diana, la amante casada de Edward; Jemima Leaf, la entusiasta secretaria de Hugh, llamada a más altos destinos; las excéntricas tías, Dolly y Flo, ancianas hermanas de la Duquesita, siempre a la greña; y una larga pléyade de amigos, conocidos, jefes, empleados, compañeros de trabajo, novios, amantes, maridos, mujeres, parientes más o menos lejanos, que irán sumándose a la nómina de invitados a este muy ambicioso fresco de la vida británica de mediados del segundo tercio del siglo pasado. 

Hay, la mera enumeración de los personajes permite pensar en ello, una muy evidente vinculación del universo de las novelas con el de otras obras artísticas similares, también británicas, como son la serie televisiva, ya clásica, Arriba y abajo, de extraordinario éxito, también en nuestro país, en los primeros setenta, y, más recientemente, Downton Abbey, a mi juicio otro gran hito de la excelente televisión inglesa, cuyo creador, el oscarizado Julian Fellowes, necesariamente ha tenido que inspirarse -y pienso que el verbo es muy tímido- en la obra de Howard. En los tres casos, ciclo literario y seriales para la pequeña pantalla, hay indudables concomitancias: la familia como centro, la clase social más que acomodada de los protagonistas, la mirada fijada, en planos paralelos, en señores y sirvientes, la voluntad de retratar los detalles de la vida que transcurre en su cotidianidad, el correlato entre la experiencia personal de los personajes y los grandes acontecimientos de los tiempos que viven (los primeros treinta años del siglo en ambas series, los segundos en las crónicas de los Cazalet, como más adelante comentaré), la convincente y detallada recreación del entorno, los ambientes, la decoración, las ropas, la atmósfera de la época (achacable a la habitual solvencia y la consabida brillantez formal de la creación televisiva del Reino Unido en el caso de Arriba y abajo y Downton Abbey, y al magistral talento literario de Elizabeth Jane Howard en el de las apasionantes novelas que ahora os recomiendo). 

Situado este marco general de referencia, es hora de comentar las muchas razones por las que Las crónicas de los Cazalet es una obra sobresaliente, de altísima calidad literaria. Por un lado, a la ya reseñada profusión de personajes se suma la agudeza y capacidad de penetración psicológica de su creadora, pues todos ellos, incluso el pequeño que limita a su aparición a algunos pasajes menores, se nos muestran con entidad propia, bien definidos, presentados en su singularidad, con su complejidad de carácter, con sus contradicciones y sus dudas, con sus engaños y sus logros, con sus vacilaciones, con sus puntos oscuros, con sus emociones ocultas o no expresadas socialmente, con sus pensamientos más recónditos. Y todos ellos ofrecidos al lector con formidable fuerza descriptiva, más valiosa en tanto el catálogo de personalidades reflejadas es muy variado, con rasgos, procedencias, entornos, valores, vivencias o formas de expresión muy distintos entre sí. 

Ya se ha comentado también el valor “universal” de las novelas, esa excepcional habilidad de su autora para permitir al lector “elevarse” de la concreta particularidad de las historias narradas, con su sucesión de acciones poco memorables, para acceder a un conocimiento más general sobre los rasgos que compartimos todos los seres humanos; “comedia humana”, ha mencionado algún crítico, a propósito de la serie y con el referente obvio de Balzac, y es que Elizabeth Jane Howard construye un mundo propio, un microcosmos, el de los entrañables Cazalet, que es, también, el de todos. La profundidad de su mirada, su perspicacia, su inteligencia, permiten reflejar los episodios trascendentales entre los hechos insignificantes, ahondar en los recodos más profundos de las almas de sus criaturas, resaltar lo que hay de esencial en el curso de las experiencias más comunes, apreciar el fatigoso, esperanzado, desolador, entusiasta, triste, anodino, electrizante, emotivo, tedioso, ilusionante, apasionado, insulso, feliz, imparable curso de la vida. 

Una vida que se nos muestra no sólo en el ámbito íntimo y personal, sino también en el público y social. La serie tiene así, también, un soberbio valor documental, pues a través de sus páginas asistimos a los principales acontecimientos de la vida de Inglaterra, de Europa y del mundo entero en la primera mitad del siglo pasado, que establecen un leve pero significativo telón de fondo del relato, que se imbrica en él casi imperceptiblemente: las consecuencias de la Gran Guerra, la “gestación”, en sordina, de los hechos que conducirían a la Segunda Guerra Mundial, su desarrollo y sus momentos más relevantes, los avances del nazismo, la ocupación de gran parte de los países del viejo continente por las tropas del Tercer Reich, la intervención de Rusia, los bombardeos sobre Londres, Pearl Harbour, la implicación norteamericana, la “construcción” de Europa tras la guerra, el desenvolvimiento del Estado del Bienestar. Y en ese repaso comparecen las figuras destacadas de la política británica, europea y mundial, Churchill, Beveridge, Roosevelt, Hitler -una sombra ominosa que se perturba los sueños de los personajes y que atormenta la imaginación de los niños-, Stalin… A este respecto, y en relación con la intensa presencia de la segunda contienda mundial en el libro, y su igualmente fuerte repercusión en los pensamientos, los sentimientos y las existencias de los personajes, yo no he podido dejar de pensar, mientras compartía con ellos sus temores, en las muchas similitudes que el gran fenómeno bélico comparte con la terrible pandemia del coronavirus: la amenaza latente, el miedo, la presencia cercana e inopinada de la muerte, las pérdidas de millones de vidas humanas, las restricciones en el abastecimiento y la movilidad, las dramáticas consecuencias económicas, la intuición del cambio en los hábitos sociales, en las costumbres, en las pautas y las reglas de comportamiento, del fin del mundo tal y como se conocía hasta la fecha, la sospecha, a la vez inquietante y esperanzadora, de inicio de una nueva era. 

Pero este interés histórico de las novelas se concreta, además, en la que podríamos llamar microhistoria, pues el inusitado genio de la autora para la observación, la captación y la plasmación de los detalles -uno de sus más relevantes rasgos estilísticos- le permiten registrar con minuciosidad de entomólogo social, las costumbres de unos y otros (en un amplio espectro que abarca distintas clases sociales), la variedad de los espacios urbanos, los ambientes y entornos públicos, los eventos y protocolos sociales, la intimidad de los hogares, las comidas, los menús, las vajillas, las vestimentas y la moda, los peinados, la decoración y el mobiliario, los juegos infantiles y las diversiones y actividades de ocio de los adultos, los diferentes registros lingüísticos, y tantos otros ámbitos en los que se detiene la atenta mirada de Howard. En este sentido, cuando, en el cuarto de los libros, Clary, que se ha convertido en escritora, considera la difusa opción de acometer un relato sobre la vida de la señorita Milliment, nos deja esta reflexión en la que yo creo ver una suerte de declaración de principios de la propia autora: Volvió a encauzar la conversación hacia la señorita Milliment y su juventud en los tiempos de la reina Victoria. No era que planease escribir sobre lo que le había pasado a la señorita Milliment, tarea que habría sido harto difícil dado que solo conocía su vida a grandes rasgos, pero tenía que conocer más a fondo la época en la que se había criado, entre mediados y finales del siglo XIX. Cuestiones prácticas, como por ejemplo qué se comía y a qué hora, cómo iban vestidos, cómo eran las casas y a qué se dedicaba la gente en su tiempo libre

Por último, hay otras virtudes también estrictamente literarias en los libros: la fluidez de la narración, sostenida en muchos casos en los diálogos, pero también en la corriente interior de pensamiento de los personajes (aunque la voz narradora “suena” casi siempre en tercera persona, los diferentes capítulos van alternando el punto de vista de los distintos protagonistas); el estilo, elegante, de una rara -pero muy trabajada- naturalidad; el inteligente uso de la elipsis, abandonando el relato de un determinado episodio antes de su “resolución”, para retomarlo más adelante con otra perspectiva, desde otro personaje, en un recurso que permite, además, avanzar en la historia con un ritmo vivaz, absorbente; y, ya mencionada pero de subrayado obligado, la sutileza en la percepción y descripción de estados de ánimo, que se revelan en un detalle nimio, en un apunte aparentemente ligero, dejado caer como al paso, sin darle una especial importancia, como ocurre, por poner un solo ejemplo magistral, en esta frase que revela la intimidad profunda de dos personajes: Le dio un beso en la mejilla suave y ajada, un gesto vacío que solo habría significado algo de haber faltado

Cierro ya esta muy larga reseña con una breve ubicación temporal de cada uno de los cinco libros a partir de su vinculación con hechos históricos objetivos. Los años ligeros centra su narración en dos veranos, los de 1937 y 1938, observados, sobre todo, a través de las miradas de las niñas, Louise, Polly y Clary (a mi juicio, cada una de las tres comparte con su creadora parte de los datos biográficos y los rasgos de personalidad: el matrimonio temprano e infeliz, la belleza deslumbrante, la vocación escritora, entre otros), aunque hay “escenas” que se desenvuelven en los domicilios londinenses de los varones Cazalet. La idílica felicidad, especialmente la infantil, de la despreocupada vida estival en el apacible entorno de Home Place, se ve levemente perturbada, como un mero rumor de fondo, tenue pero constante, por la inquietud que suscitan las noticias sobre la situación política en el continente, con el ascenso de Hitler al poder, su entonces aún poco preocupante -al menos observado desde la tranquila lejanía de la bucólica campiña de Sussex- delirio expansionista, los timoratos intentos de la diplomacia europea por colmar sus ansias de dominación y anexión de Checoslovaquia. La novela llega hasta la firma del Pacto de Munich, el 30 de septiembre de 1938, en el que, inconsciente e ignominiosamente, Chamberlain, primer ministro británico, junto con su homólogo francés, Daladier, y Benito Mussolini, consintieron la cesión a Hitler de los Sudetes, hasta entonces territorio checo, un acuerdo que se presentaría como el de la “paz con honor”, la optimista posibilidad de ganar un “año de gracia” antes de la inevitable guerra. Tiempo de espera, retoma las circunstancias de la vida familiar a partir de ese momento, de una cierta “normalidad expectante”, y su relato nos lleva hasta 1942. La guerra ha estallado, incluso en el refugio familiar en el campo se oyen los bombardeos de Londres, hay aviones alemanas que se estrellan, en llamas, cerca de Home Place, para inocente diversión de los niños. La novela alterna capítulos centrados, de nuevo, en Louise, Polly y Clary, las tres niñas mayores -casi unas chicas, ya-, con secciones, bajo una rúbrica elocuente, La familia, en la que la panorámica es más amplia y general. La crónica se detiene, siguiendo la ya señalada lógica de imbricación de la historia con los eventos “externos”, en el ataque japonés a Pearl Harbour, el 7 de diciembre de 1941 y la consiguiente incorporación de Estados Unidos a los escenarios bélicos, lo que acabaría, como es sabido, por decantar definitivamente el signo de la contienda. El tercer libro, Confusión, hace honor a su nombre. Los largos y penosos días hasta el fin de la guerra, el Día de la Victoria 8 de mayo de 1945, son un caos en lo colectivo y en lo personal. Las niñas se hacen mujeres, los chicos crecen, desmañados, con la crudeza de los adolescentes, surge la ocasión para las infidelidades y los matrimonios se resquebrajan, la vida cotidiana se impregna de austeridad, la guerra deja sus víctimas y sus huecos vacíos en la tupida trama familiar, el firme suelo de los hábitos conocidos empieza a agrietarse. En el horizonte se atisba, solo una promesa inconcreta, el advenimiento del estado de bienestar. Un tiempo nuevo, con la guerra terminada, nos lleva de nuevo a la tranquila vida de Home Place, desde donde contemplan los muchos cambios en la familia: nacen nietos y hasta bisnietos, se dan matrimonios inesperados, se conocen idilios prohibidos, brotan nuevos personajes, y hay muertes y problemas empresariales, y conflictos entre hermanos, y las niñas son ya mujeres, con vida propia, teniendo que llevar las riendas de sus existencias en una Inglaterra aún afectada por las duras limitaciones que impone la reconstrucción y que se encamina hacia el fin de su inmensa potencia colonial, representada en la independencia de la India, y la consiguiente retirada británica a finales de junio de 1948, cuando el libro se cierra. Por último, Todo cambia, escrito por su autora veinte años más tarde del cuarto tomo, hace saltar la historia hasta casi diez años después del momento en que finalizó el anterior. Seguiremos a los Cazalet en el período entre 1956 y 1958. Hace apenas tres años, en 1953, que ha sido coronada Isabel II, el mundo, definitivamente, ha evolucionado, y con él el Imperio británico, desmoronado tras la crisis del canal de Suez en 1956, y también, en un plano más cercano a la historia narrada, el sólido, tradicional, consistente y bien arraigado en el pasado, clan familiar. La vida no es, no puede ser -nunca lo es-, firme y estática, todo cambia, cambian los afectos, cambian las personas, cambian las costumbres, cambia hasta lo que parecía más estable y asentado y seguro e inmutable. Así, con los melancólicos recuerdos de un universo que ya no es y nunca más volverá a ser, abandonamos esta prodigiosa lectura, con lágrimas en los ojos, tristes por tener que “desprendernos” de esta familia que, en cierto modo, se ha convertido también en la nuestra. 

No deberíais perderos estas admirables Crónicas de los Cazalet, os aseguro días de inolvidable placer. Entre las muchas referencias musicales del libro -la Duquesita, pero también otros personajes, interpretan al piano, de continuo, numerosas piezas clásicas-, he elegido sin embargo un tema de jazz, All the things you are, que bailan en un club nocturno Edward y su amante Diana, en un pasaje de la segunda novela. Sin mención expresa en el libro de quién sea su intérprete, aquí os la dejo en la versión, espléndida, de Jo Stafford. Antes, un fragmento con un nostálgico y declinante Brigada como protagonista. 


William estaba en su estudio, con el whisky vespertino a mano. Estaba solo, y, por una vez, muy contento de estarlo. Su puerta, como siempre, estaba abierta, y le llegaban los reconfortantes sonidos de la vida doméstica: bañeras llenándose, portazos, voces de niños, el tintineo de los cubiertos de camino al comedor en una bandeja, las notas del violín y el piano..., Sid y Kitty, sin duda. Había oído las noticias de las seis con Rachel y Sid, y después las había echado. Estaba muy cansado. Al inmenso alivio que había sentido cuando Hugh llamó de Londres le habían sucedido dudas de una modalidad que no quería comunicar a la familia. Había algo en todo aquel asunto, casi cabía llamarlo transacción, que le producía desconfianza, aunque no sabía decir por qué. Los motivos del primer ministro eran intachables, era un hombre sincero y honrado. Pero en sí mismo eso no servía de nada a no ser que tratase con otro hombre sincero y honrado. En el peor de los casos, habían ganado algo de tiempo. Se iban a necesitar maderas blandas en una escala sin precedentes, y también maderas duras si, como deberían, empezaban a construir barcos. Apartaría a Sampson del refugio y de las instalaciones sanitarias y le pondría a trabajar en las casitas. La carta de York le había hecho gracia. El tipo pensaba que le había engañado pidiéndole un precio demasiado alto..., por eso había tenido la caradura de pedirle diez libras más por el terreno: no se daba cuenta de lo que significaba para William, que habría pagado doscientas cincuenta libras más si se las hubiera pedido. En fin, el caso era que ambos estaban contentos. Sabía que le había dado un disgusto a Kitty con sus planes para los evacuados (aunque ya no eran necesarios), pero le resarciría. Le compraría un gramófono nuevo, una de esas máquinas descomunales con un cuerno para poner discos, y todas las sinfonías de Beethoven dirigidas por Toscanini..., seguro que eso le gustaba. Y Rupert se había pasado a decirle que se incorporaba a la firma. Entonces, ¿por qué no estaba más contento? «No me gusta que me esté fallando la vista», se dijo para sus adentros, cogiendo la licorera y echándose más whisky. Esa misma tarde había subido un oporto más que decente..., Taylor’s del 21. Ya no le quedaba mucho. Todo llegaba a su fin. Tendría que dejar de montar a caballo si la vista le iba a peor. Se acostumbraría. Recordó la última vez que había pasado un par de horas con..., cómo se llamaba..., Millicent Greenway..., no, Greencroft, eso es, en su piso de Maida Vale. Muy buena persona. «No te preocupes», había dicho aquella última vez, «un mal día lo tiene cualquiera». Le había enviado una caja de champán además de las veinticinco libras de siempre. Se había acostumbrado a que ya no hubiese más de «eso». A Kitty, como era lógico en el caso de una chica educada como es debido, nunca le había gustado. Pensó que podría seguir yendo a la oficina, incluso si se quedaban a vivir en el campo y se libraban de Chester Terrace. Aún no tenía por qué renunciar al trabajo. Y no iba a haber una guerra.


Videoconferencia (con, para variar, ciertas deficiencias técnicas en sus minutos finales)
Elizabeth Jan Howard. Crónica de los Cazalet 

No hay comentarios: